Palabras iniciales
Palabras iniciales
El general Rafael Latorre Roca (Zaragoza, 1880-1968) tuvo un paso discreto por el Ejército y la Administración españolas. A pesar de su prolija carrera militar y de ocupar algunos cargos relevantes, su nombre raramente ha transcendido y solo aparece mencionado en ciertas obras especializadas sobre la guerra civil en el norte de España. Esta ausencia de recuerdo e invisibilidad pública contrastan con una trayectoria profesional que le situó en interesantes encrucijadas históricas y que, sobre todo, le permitió tener contacto con muchos de los protagonistas de la historia contemporánea de España.
Dicha invisibilidad —entre prudente y lógica, para unos; entre cobarde y cómplice, para otros— tenía su contrapeso en una privada y exhaustiva anotación de su correspondencia, conversaciones, vivencias y reflexiones. Todo ello, recogido en decenas de cuadernos mecanografiados —seguramente por alguno de sus ayudantes de mayor confianza—, algunos de ellos revisados con posterioridad y, por tanto, modificados, matizados o enriquecidos según las circunstancias, pero siempre con el objetivo común de dejar constancia, en primera persona, de sus quehaceres y pensamientos.
Sus primeros cuadernos empiezan con el siglo XX, pero los más interesantes llegan con su madurez a partir de los años veinte y hasta la primera posguerra. En aquellos años, Latorre asciende en el escalafón militar, se convierte en un crítico espectador de la evolución política del país, participa de las operaciones bélicas y la represión franquista, consigue el fajín de general y, finalmente, es nombrado delegado del gobierno en la Confederación Hidrográfica del Duero.
Para situarnos, estamos hablando de un militar con formación —pertenece al arma de Artillería—, con manifiestas inquietudes político-sociales, seguidor de la doctrina social católica, partidario de un Ejército profesional y apolítico, acogido a la Ley Azaña por discrepancias con la actitud de la República hacia la Iglesia y reincorporado al servicio voluntariamente tras el 18 de julio de 1936. A partir de ese momento, se suceden los cargos: responsable de una de las columnas carlistas que desde Pamplona se dirigen al País Vasco, encargado de recepcionar en Santoña a los presos republicanos custodiados por tropas italianas en agosto de 1937, gobernador militar de Asturias tras su conquista y durante la primera represión del maquis de octubre de 1937 a diciembre de 1938, gobernador militar de Teruel de febrero a septiembre de 1939, jefe de Artillería en Cataluña en la primera posguerra, Marruecos…
Toda esta trayectoria queda detalladamente anotada en sus cuadernos, sumándose a ellos cartas y conversaciones con la mayor parte de la cúpula militar del franquismo, así como con diversos remitentes conocidos a lo largo de su vida. Latorre nos acompaña por los diferentes territorios donde fue destinado. Su pluma nos describe tanto los hechos bélicos y políticos cronológicos y los principales actores militares y civiles, como los antecedentes históricos, las habladurías y las opiniones de terceros: desde las polémicas en torno a la actuación de los generales Antonio Aranda en Asturias y Domingo Rey d’Harcourt en Teruel a los contactos con exiliados españoles, refugiados europeos y representantes nazis durante su estancia en Cataluña, pasando por sus relaciones con el conde de Romanones, el mariscal Pétain, el todopoderoso Ramón Serrano Suñer o el jerarca José María Fernández Ladreda.
Aquí reside una de las dos principales razones que justifican hoy su publicación: estamos ante una voz autorizada, surgida del interior del franquismo. No se trata de alguien que hable de oídas, ni de un opositor al uso, sino de un militar partícipe activo de la guerra, beneficiado por esta, simpatizante de buena parte de sus ideales, bien conectado y, a pesar de todo, crítico con aquello que ve. La mirada de Latorre es lógicamente interesada y parcial, y no pretende ser infalible u omnipresente. En sus escritos, se manifiestan con claridad sus filias y sus fobias. Hijo de una época y una educación concretas, reproduce tópicos del periodo que el conocimiento histórico posterior ha desmentido, y juicios de valor fruto de sus propias creencias. Sin embargo, ello no invalida, ni reduce el interés, de unos escritos veraces, exhaustivos y originales.
El segundo motivo para su publicación radica precisamente en la desinhibición de muchas de sus consideraciones. Aunque concienzudamente elaborados —de algunos escritos hallamos diversas versiones e, incluso estas, con anotaciones manuscritas—, tan solo una pequeña parte de sus cuadernos —algún fragmento en publicaciones minoritarias, otros en prensa y algunos otros difundidos por vía epistolar— se escribía pensando en terceros. Por lo tanto, su contenido no esconde segundas intenciones, ni se halla coartado, sino que se expresa tal cual, sin cortapisas y lejos de lo políticamente correcto. Esta doble característica del testimonio del general Latorre —su carácter interno y sin censura— nos permite obtener una imagen distinta, en parte complementaria, a la conocida hasta ahora y, sobre todo, a la proyectada por parte de la dictadura.
Como cualquier otro régimen totalitario, el franquismo quiso ofrecer una falsa apariencia monolítica y homogénea, más fruto de la propaganda exitosa del ejercicio del poder y de la posterior servidumbre a la síntesis histórica que de la realidad. Entre los sublevados el verano de 1936, el consenso se limitaba al enemigo a combatir: la República, el laicismo, los nacionalismos periféricos, el sindicalismo, las ideas progresistas, etc. Aunque la guerra permitió postergar la decisión, más complejo resultó ponerse de acuerdo sobre lo propositivo. Lo prioritario era ganar en el frente bélico y acabar con el contrario, después ya se vería…
Esta suspensión sobre el futuro modelo de Estado se vio interferida y agravada por los diferentes proyectos particulares —a veces incluso contradictorios— de las diversas fuerzas implicadas en el bando rebelde y, sobre todo, por las circunstancias internacionales en general y por la segunda guerra mundial en particular. Sin embargo, la inconcreción no significó inactividad y el general Francisco Franco no desaprovechó la ocasión para acumular en su persona todos los poderes posibles. Dicha consolidación pasó por la sumisión a su voluntad de todas las fuerzas coaligadas en el esfuerzo bélico. Esta supeditación no siempre se forzó, sino que a menudo fue fruto de una provechosa simbiosis entre intereses particulares y generales que, al vincularse mutuamente, facilitaron la pervivencia del régimen durante casi cuarenta años. Bajo la retórica nacionalcatólica, la corrupción —la utilización de las funciones y medios de la Administración pública en beneficio propio— se nos aparece como el auténtico cemento cohesionador del régimen.
El Ejército español se convirtió en un caso paradigmático, pues constituyó el principal apoyo del general Franco y del franquismo. En primer lugar, aquellos mandos que podían disputar el liderazgo o bien fueron desactivados a través de una lluvia fina de cargos y prebendas, o bien fueron apartados sin contemplaciones. En segundo lugar, surgió con fuerza una nueva generación de oficiales que lo debían todo a la guerra civil —tanto la propia carrera militar, como la participación en el botín posterior— y cuya fidelidad resultaba, por tanto, inquebrantable… mientras el beneficio fuese seguro.
Historia en primera persona
HISTORIA EN PRIMERA PERSONA
Este no es un libro más sobre la guerra civil y el franquismo: son las primeras memorias de un general integrado —con destinos y contactos relevantes— en la dictadura, pero contrario a la mayoría de sus principios y actuaciones. Para empezar, su concepción del Ejército como «una fuerza, pero no un poder», le llevaba a defender el necesario acatamiento del régimen político existente: «si la Soberanía Nacional en la plenitud de sus poderes, opta por la forma republicana, repetimos una vez más, que, a esa forma de gobierno debe prestar su acatamiento el Ejército, y si el Gobierno es socialista, como si fuera ultraconservador, a todos sumisión y respeto absolutos». Incluso si, en caso de emergencia, estuviera justificada la intervención militar, debería retornarse a los cuarteles al recuperarse la calma, devolviendo a la sociedad civil la iniciativa política.
Aunque a menudo no puede evitar hacerse eco de tópicos sobre el periodo, este accidentalismo permitía a Latorre una aproximación menos sesgada hacia la Segunda República, sin dolerle prendas a la hora de reconocer sus aciertos. Así, y en clara discrepancia con sus compañeros de armas, los elogios son frecuentes: «una de las mejores medidas tomadas por [Manuel] Azaña fue la reducción del ejército y la forma en que lo hizo, y no la “trituración” como con maledicencia intencionada se quiso hacer figurar por los perjudicados».
También se muestra ecléctico respecto de la doctrina franquista en el ámbito económico-laboral: «el obrero, económicamente, vivía mucho mejor durante la República que ahora». Católico practicante, lector habitual de Jaime Balmes y partidario de la doctrina social de la Iglesia, comprendía y asumía algunas de las reclamaciones sindicales, mientras criticaba ciertas actitudes de la patronal: «no es de extrañar sus ideas extremistas [del obrero], pero, cuidado con no caer en el absurdo, porque extremistas, muy extremistas, más extremistas aún, eran las ideas, aunque en sentido contrario de aquellos capitalistas del siglo pasado y primeros del actual».
Como gobernador militar de Asturias, reconocía que era precisamente la ausencia de trabajo, junto con las duras condiciones de vida y los abusos discrecionales, aquello que convertía en candidatos al maquis a los treinta mil obreros en paro y a sus familias hambrientas. A pesar de los interesados desvelos relatados por Latorre para retomar la actividad económica y poner coto a los excesos, el mantenimiento de treinta mil efectivos en una región supuestamente conquistada y las páginas dedicadas a la persecución de la resistencia guerrillera ejemplifican la inestabilidad de la retaguardia sublevada.
Esta capacidad para no llevarse a engaño le permite juzgar con dureza el terror azul aplicado desde el inicio de la guerra por los sublevados: «se mató mucha gente, demasiada, excesiva, a base de dicha justicia». Para Latorre, se trataba de una violencia injustificada militar y éticamente, solo explicable por la debilidad intrínseca del franquismo para ganarse al pueblo y cumplir sus promesas: «La justicia, pues, dando por supuesto lo fuera, se llevaba a la práctica en forma poco cristiana y humana, realmente despiadada y para esto no hay razones que valgan tratándose de penas irreparables». A ello, se sumaba la presencia, parasitaria y perjudicial, de Falange: «Eran, pertenecían y siguen perteneciendo al partido de los enchufistas actuales, de los que cobarde y vilmente se dedicaban a hacer ingerir por la fuerza a sus víctimas el ricino, a cortarles el pelo, cuando no pasaban a mayores paseando a aquellas».
Él mismo habría sido testigo directo de estos abusos, cuando el 30 de agosto de 1937 asumió en Santoña la responsabilidad sobre los treinta y tres mil prisioneros de guerra hasta entonces bajo vigilancia italiana, a los que poco después se sumaron diez mil más de diversa procedencia fruto del avance hacia Santander. Según su relato, las primeras actuaciones tuvieron como objeto frenar los abusos y el descontrol:
Era intolerable, que, sin responsabilidad alguna, todos quisiesen erigirse en autoridad. Era intolerable la forma en que los prisioneros, en completa comunicación, convivían con público y familiares. Era intolerable las facultades que se arrogaban los distintos jefes de FET y de las JONS. Era intolerable que se apalease brutal y vilmente a los presos políticos en las cárceles, precisamente, por sus guardianes, e incluso que se tratase de violar a alguna detenida. Era intolerable que se sacase a enfermos del lecho y en un carrito se les pasease por el pueblo con el pelo cortado. Era intolerable que no se permitiese transitar por la calle a personas, que la justicia, ni aún en su parte gubernativa, había encontrado motivo para el más leve arresto. Era intolerable que todo el mundo estuviese armado, incluso chiquillos y borrachos habituales. Era intolerable que, en plena bahía de Santoña, un mercante inglés, sirviese de guarida a quienes tenían cuentas graves con la justicia española, y, sin embargo, el capitán y la tripulación seguían en libertad. Era intolerable que a muchachas de catorce y quince años se las hiciese trabajar durante todo el día sin remuneración alguna. Y en esta forma haría interminable la relación de abusos que corté.
Sin embargo, este cuestionamiento de la violencia entre los sublevados era tan excepcional como revelador era su uso y abuso del fracaso del franquismo a la hora de garantizar la paz social, la prosperidad económica y la vigencia de su ideario nacionalcatólico. Sin dejar escapar la ocasión para ridiculizar la verborrea falangista de jerarcas como Raimundo Fernández-Cuesta, Latorre recordaba cómo ya superada la posguerra
la pobre gente sigue sin hogar, sin lumbre y escaso y muy caro pan; el famoso Imperio se ha debido derrumbar pues no aparece por parte alguna pues en ningún momento hemos mendigado tanto como ahora a la vista de tanta miseria como padecemos; y lo de monje y soldado que se lo pregunten a Fernández Cuesta, cuando al regreso a España de Italia, donde estaba de embajador, a la caída estrepitosa y sangrienta del fascismo, llegó aterrorizado (¡vaya un soldado!) a España ante los trágicos cuadros que había presenciado y el peligro que su vida había corrido, pidiendo a gritos la disolución de la Falange y el cambio de régimen.
Respecto de la religiosidad, el general afirmaba que «en urbes populosas, como Barcelona, solo asisten al Santo Sacrificio de la Misa el 10 % de los hombres y el 20 % de las mujeres, precisamente, cuando desde el poder público se repite, un día y otro, como si lo dudase, que España es el baluarte más fuerte de toda la cristiandad en su sentido católico». Para Latorre, lejos de corregir los males que habían provocado la persecución religiosa durante la guerra civil en la zona republicana, la jerarquía eclesiástica había evitado la autocrítica y recaído en la autocomplacencia: «¿Se ha parado a pensar nuestro moderno, nuevo y actual episcopado el porqué de esa furia antirreligiosa que ni en la misma Rusia llegó a tales extremos? ¿No sería, en una gran parte, porque los que se decían cristianos no cumplían con sus deberes de tales, empezando por no amar al prójimo como a ellos mismos? Porque he conocido venerables sacerdotes en Jaén, Barcelona, entre otras provincias, que en plena vesania antirreligiosa y revolucionaria fueron respetados por las turbas».
No obstante, la censura más contundente la reserva para el propio Ejército y, en especial, para su generalato. El cuestionamiento ya empieza respecto a su capacidad profesional, pues forjadas la mayoría de carreras en el Marruecos español —«por territorios africanos han sucedido muchas cosas de las que la moral salió bastante quebrantada»—, ello habría provocado el ascenso no precisamente de los más capacitados militar y estratégicamente. La mala selección conllevó una alta pérdida de efectivos humanos y materiales durante la guerra civil, además de la prolongación innecesaria del conflicto: «El fracaso de Madrid y una total carencia de información o lo que es peor de falsa información sobre el frente Norte, dejó la guerra muerta en todos los frentes y así no se cosechan más que fracasos y no se ganan las guerras».
Esta incapacidad solo fue compensada por los errores y divisiones en el bando republicano y, sobre todo, por el desequilibrio en los apoyos internacionales: «Sentaremos ante todo la afirmación, para mí axioma, que, sin la existencia de las dictaduras de Hitler y Mussolini, Franco no hubiera instaurado la dictadura, ni seguramente la guerra civil o pronunciamiento estallado». Esta deuda originaria se convirtió en una peligrosa decantación germanófila durante la segunda guerra mundial que, en el caso de Franco, habría perdurado hasta junio de 1943.
Según Latorre, existían elementos suficientes para dudar de la inevitabilidad de la victoria del Eje, del carácter contraproducente de las exhibiciones contrarias a los aliados permitidas por las autoridades —sobre todo cuando estos también habían ayudado al triunfo franquista «al proporcionarnos, o consentir su transporte, de carburantes y lubrificantes, incluso a pago demorado al final de la contienda, entre otras ayudas no menos eficaces por la famosa comisión de control»— y de la incapacidad material y militar española para participar en cualquier aventura bélica. Sobre este último aspecto, el juicio era contundente: «en relación con el pésimo estado de nuestra artillería toda desgastada, barullo enorme en nuestras municiones, inutilidad de nuestros escasos carros de combate, blindados sin blindaje, sin apenas antiaéreos, ni aviación, ni cuadros de mandos ni superiores (los derivados de una contienda civil que todos conocemos y de África) ni inferiores, falta de unidad en la nación, el cansancio de todo cuanto significase nuevas guerras y más efusiones de sangre, etc.».
Ante esta debilidad originaria, el franquismo buscó consolidarse gracias a aliados como «el Ejército, las fuerzas de represión (Guardia Civil, Asalto, Policía), la religión (mejor sería decir una falsa religión) […], la propaganda o sea la “mecanización de la mentira”, una gran parte del capital, los ambiciosos y tránsfugas, la terrible censura arma de dos filos, etc.». En esa coalición destacaba especialmente el elemento católico y militar. Respecto del primero, el dictador no dudó «en abrazarse y asirse fuertemente a la religión mediante todo género de dádivas y favores», a cambio de «sumisión absoluta». Sobre el segundo, se trataba de «no tener[lo] descontento» y «que éste sea lo más numeroso posible». En ambos casos, y como ya se ha comentado, el cemento cohesionador fue la corrupción, a través de la tolerancia y el favorecimiento de la «privatización de los recursos públicos». En palabras de un interlocutor de Latorre: «Los rojos se llevaron el oro, etc., pero éstos se cargan con el santo y las limosnas, que, ¡no son moco de pavo!».
La corrupción era sistémica y sistemática. Latorre acumuló ejemplos sangrantes sobre todos los niveles de la Administración. En el caso de los gobernadores civiles, por ejemplo, el general Juan Yagüe le relataba cómo, «con sus tres o cuatro automóviles —paseando él y los suyos por plazas, calles y caminos el escándalo que esto supone— cosa que nunca ocurrió porque se castigaba, manejan los millones de pesetas como agua y los emplean en lo que buena o malamente quieren y es curioso que un gobernador sotto voce pueda imponer arbitrios sobre la harina, el pan, azúcar, aceite, etc. No hay que olvidar que muchos de estos gobernadores son jóvenes, por lo menos, inexpertos, y que mediante las famosas e inmorales oposiciones patrióticas, al final de la guerra, a fin de hacer incondicionales, entraron a saco en la judicatura, registros, notarías, fiscales, abogacía del Estado, etc.».
Sin embargo, donde Latorre cargó especialmente las tintas fue para denunciar la corrupción dentro de la milicia, tanto desde la aceptación de cargos y prebendas públicos y privados como de actuaciones de legalidad dudosa, caso de puestas de largo a cargo del erario, o claramente delictivas. En su relato, hallamos desde militares africanistas traficando con bebidas alcohólicas, café y habanos desde el Protectorado, a esposas de generales haciendo lo propio con vales de gasolina con la permisividad del Estado, cuando no su connivencia.
De hecho, incluso la esfera más próxima al dictador sucumbía abiertamente a la corrupción. Latorre recupera ejemplos que afectaban al yerno de Franco actuando como intermediario en la compra de unos vagones coche cama para Renfe o de representante de intereses extranjeros en España. La «yernocracia» se extendía a diversos grados familiares, como un Nicolás Franco reconvertido en industrial y financiero, la propia Carmen Franco Polo, o el propio matrimonio Franco-Polo beneficiario del Pazo de Meirás.
Esta corrupción trajo consigo la consolidación del régimen y la hagiografía hacia la figura de Franco, pues vinculó el mantenimiento de los intereses particulares a la supervivencia del franquismo y de su líder. Sin negarle algunos aciertos, la valoración de Latorre censura con dureza no solo su enaltecimiento acrítico —cuestionando sus supuestos dones (sobre)naturales e inventos «paganos, como la famosa fiesta nacional del Caudillo»— sino también su actuación concreta a nivel militar y estratégico, ya valorada, como político y económico.
Según Latorre, Franco no había corregido los defectos imputados a la República en cuanto a orden público, ni tampoco había logrado los nuevos objetivos de recatolizar y renacionalizar. Así, la vacía retórica nacionalcatólica y la insensibilidad de la jerarquía eclesiástica habían incrementado el alejamiento de las clases populares respecto de la Iglesia; mientras que la unidad nacional se veía lastrada por «la falta de talento y visión política del dictador [que] ha dado lugar a que el separatismo vasco se corra a Navarra con fuerza creciente» o que en Cataluña se hubieran cometido errores aún más graves como el fusilamiento del president Companys.
Políticamente, además, el franquismo estaba lejos de ser un régimen de presente consolidado. Como recordaba Latorre, las retóricas imputaciones a un supuesto contubernio internacional de todos los clásicos enemigos no casaban con la realidad pues, para empezar, la diversidad de la oposición era mayor que nunca: «hay en nuestras cárceles y presidios gentes de derecha e izquierda, católicos o no, monárquicos, republicanos, socialistas, comunistas, etc. […] ¿Qué delito han cometido todos esos compatriotas nuestros, patriotas como el que más para verse clasificados como delincuentes? Muy sencillamente, discrepar del régimen imperante en España».
Tampoco era mejor el porvenir, según su opinión. La extrema concentración de poder en su vértice acentuaba la fragilidad de un régimen que parecía haber olvidado que Franco era mortal. La respuesta oficial de «ya tiene designado sucesor» era desestimada por Latorre por ingenua o maliciosa, pues la historia mostraba cómo difícilmente una dictadura podía perpetuarse inmutable con bases tan débiles, especialmente con unos militares tan malacostumbrados e indisciplinados.
Respecto de la situación económica, como miembro de la Junta General del Banco de España, Latorre tenía acceso a datos y opiniones significativos. Así, en un almuerzo en mayo de 1958 con el director de Estudios, Joan Sardá Dexeus, este le relataba una reunión reciente, donde el ministro Mariano Navarro Rubio comentó: «Si los españoles supiesen cómo estamos, nos tiraban por la ventana». El propio general remachaba lamentándose que «al cabo de 25 años creo ya es hora de que a los borregos españoles nos diesen de alta en nuestra mayoría de edad y se nos expusiese con toda franqueza nuestra situación económica sin trampas, mentiras ni tapujos, o, al menos, se nos consintiese escribir sobre dicha situación, su deplorable estado, chanchullos e inmoralidades».
Sin embargo, esta degradación no cuajaba en una desafección significativa dentro del régimen y se limitaba a expresarse en privado. De otro modo, quien osase romper el silencio, además de ser marginado del reparto, «sería aplastado fulminante y sangrientamente, para lo que a la dictadura le sobran fuerzas y decisión para llevarlo a la práctica». Y es que «una cosa es el descontento y la murmuración callejera, en el bar, casino y otros centros de reunión, e incluso en alguna revista, y otra muy distinta lanzarse a la calle a jugarse la vida con la casi seguridad de perderla».
Sorprendentemente, parece como si Latorre fuera una de las pocas excepciones que no hubiera corrido peligro o recibido castigo alguno. Quizá sus contactos le protegían, quizá sus críticas públicas eran más moderadas o quizá era considerada una voz asumible por razones que se nos escapan. En cualquier caso, lo evidente es que sus escritos públicos no eludían objetivos concretos, como cuando calificaba al Servicio de Colonización como un evidente fracaso y defendía un «reparto de tierras» como el republicano, pues nunca como ahora «el campesino vivió tan mal ni pasó tanta hambre». Ni tampoco parece que sus opiniones fueran clandestinas o de circulación tan limitada, pues en 1959 Francisco Franco Salgado-Araujo, teniente general, jefe de la Casa Militar y primo del dictador, le advertía que «los rojos españoles» de la España Libre de Nueva York se aprovechaban «de sus críticas, hechas con la mejor intención y elevado patriotismo», y elogiaban cómo «el general don Rafael Latorre, que tantas vidas hizo sacrificar para establecer este mismo régimen cuyas corrupciones viene criticando en una docena larga de artículos».
Un testimonio valioso
UN TESTIMONIO VALIOSO
El testimonio del general Rafael Latorre Roca desvela, precisamente, todas estas interioridades de la primera mitad del siglo XX español. Que el relato crítico provenga de alguien de dentro, de alguien con un currículum tan relevante, le otorga una relevancia especial. A través de su vivencia directa y de la reproducción de las conversaciones con terceros, ilustra cómo la victoria militar dio origen a un régimen que, incapaz de ganarse el favor popular mayoritario, basó en la represión y la corrupción su consolidación. De ahí su reproche: «No es político continuar la guerra a través de la paz que es lo que se ha hecho desde el poder». Y es que, a pesar de ganar la contienda y a pesar de la propaganda, el franquismo impidió la conciliación. Esta certeza era, además, reconocida en amplios sectores del franquismo y ello nos muestra la existencia de un debate interno, mucho más complejo y rico, aunque de consecuencias reales modestas, dentro del propio Nuevo Estado surgido de la guerra civil española.
La obligada selección textual se nutre principalmente de los años centrales de su vida, siguiendo dos criterios principales: relevancia e interés. Evidentemente, si en algún momento, un fragmento no cumple con ambas características, la culpa es estrictamente mía. En la medida de lo posible, la intervención sobre los textos ha sido mínima. Más allá de las correcciones ortográficas y tipográficas pertinentes, se han añadido aclaraciones entre corchetes cuando se ha creído necesario y, en notas al pie, las referencias bibliográficas o de archivo mínimas e imprescindibles. También, se ha advertido cuando algún dato era incorrecto, pero no se ha querido juzgar la idoneidad de algunos juicios de valor muy determinados por la época y por las propias vivencias. Quien lo desee, tiene a disposición una magnífica y creciente bibliografía sobre la Segunda República, la guerra civil y el franquismo a donde recurrir.
Finalmente, he de agradecer al entonces catedrático de la Universidad de Salamanca, Ricardo Robledo, que me pusiera en contacto con los parientes del general Rafael Latorre Roca. La generosidad de estos singulares y amables albaceas, los hermanos José Carlos y Teresa Fernández Corte, me permitió acceder sin limitaciones a la colección de manuscritos conservados en la casa familiar de Oviedo. Aquellos dietarios conforman hoy la base del presente libro. Su concreción final debe mucho a la lectura atenta de amigos como Francisco Espinosa, Josep Fontana, Gonzalo Pontón y el ya citado Robledo, a las sugerencias de mis colegas de los Estudios de Arte y Humanidades de la UOC, y a la hospitalidad de Francesc Serés.
Son Vives, Sant Llorenç des Cardassar, 2011 /
Residència Faber, Olot, 2018