El Gobierno Militar de Asturias

EL GOBIERNO MILITAR DE ASTURIAS

Latorre asumía el cargo de gobernador militar de Asturias[55] a regañadientes, pues lo interpretaba como un nombramiento menor que lo alejaba del auténtico meollo de la acción militar y lo aparcaba en una región desconocida para él. Sin embargo, enseguida se le aclaró desde el entorno del general Franco que la misión era mucho más compleja: en la difícil orografía asturiana se hallaban dispersos los restos de las tropas republicanas, reconvertidas en guerrillas, que debían ser combatidas. El cargo, confirmado oficialmente el 30 de octubre de 1937, iba acompañado, además, del ascenso a general de Brigada el 18 de noviembre.

De toda la documentación conservada en su archivo personal sobre el periodo asturiano que va de octubre de 1937 a diciembre de 1938, nos interesan especialmente los seis cuadernos titulados Mi actitud ante la guerra civil. Asturias —el séptimo, aunque mantiene el nombre del Principado, se refiere a hechos posteriores y, por lo tanto, se trata aparte—. Aunque reelaborados entre finales de los cuarenta y principios de los cincuenta, la mayoría de las apreciaciones fueron realizadas en el momento y únicamente se incorporaron referencias sobre la evolución de hechos y biografías previamente comentados. Como primera autoridad de un Principado militarizado, por la reciente ocupación y por la presencia activa de los maquis, sus apuntes relativos a la situación del territorio, sus valoraciones acerca de diferentes aspectos de la vida asturiana e incluso sus excursos sobre acontecimientos y personajes resultan aportaciones de gran interés. Por todo ello, se ha optado por su reproducción prácticamente completa.

El primer cuaderno se centra en la llegada de Latorre a Oviedo, sus primeras impresiones acerca del más reciente ciclo de revolución, guerra y represión, en relación a su percepción del ejercicio del poder o sobre su teoría de que, además de vencer, había que convencer al orgulloso obrero y minero asturiano para asegurar la victoria sublevada. Pero, principalmente, estamos ante un primer volumen consagrado a intentar desentrañar «el enigma Aranda»: las causas de su presunto ostracismo durante el franquismo. Así, la figura del coronel Antonio Aranda Mata —y también la del coronel Pablo Martín Alonso, aunque sea por contraste— monopoliza prácticamente el relato.

En un constante viaje entre pasado, presente y futuro, la reconstrucción biográfica sirve de excusa a Latorre para, desde el moralismo católico y la exigencia profesional, juzgar con dureza a la cúpula militar española. Se revelan diferentes episodios de celos y miserias en torno a los ascensos, se comentan los abusos y corrupciones protagonizados por los caponíferos —mandos destinados a Marruecos que traficaban con los víveres y pertrechos militares[56]— y se repasan las evoluciones ideológicas, no siempre coherentes, de los miembros del futuro generalato franquista.

El análisis también incluye al propio general Franco. Por un lado —y gracias sobre todo a las informaciones facilitadas a Latorre por su discípulo José María Fernández Ladreda, figura relevante del universo asturiano en la preguerra, catedrático de Química industrial en Madrid decisivo en muchos concursos para acceder a la Universidad franquista y futuro ministro de Obras Públicas en la posguerra—, se comentan episodios del paso del futuro dictador por el Principado, así como de la familia de su mujer Carmen Polo.

Por el otro, hallamos una detallada disquisición sobre las conflictivas relaciones entre Franco y Aranda. Para Latorre, resultaba incomprensible la exclusión de este último, mientras se promocionaba a militares menos capacitados y/o con mayores razones para ser postergados. Buscando el origen de esa discriminación, se disecciona buena parte de su biografía: se nos habla de su presunta masonería, de su accidentalismo sobre la forma del Estado y de sus supuestas simpatías y amistades liberales; de su actuación en 1934 y de la tardanza en sumarse al golpe de Estado de 1936 que, aunque garantizó la decantación de Oviedo, no se concretó hasta el 19 de julio[57]; de su comentado posterior soborno por la embajada británica[58]; de los rumores y declaraciones cruzadas en ministerios y cuartos de banderas sobre su vida y opiniones; y de los enfrentamientos entre aliadófilos y germanófilos:

Emprendimos la marcha a Oviedo, desde Santoña, quedándonos a pernoctar en Llanes, pues debido a la destrucción de las carreteras la marcha se caracterizaba por su lentitud, independientemente de los grandes rodeos que había que dar por pistas recientes y malos caminos antiguos.

[…] Para dar idea de la lentitud de la misma, en un buen coche, diremos, que en recorrer los 122 kms. que, en estado normal de las carreteras, separan Santoña de Llanes, tardamos ¡seis horas!, y al día siguiente, que ya almorzamos en Oviedo, en recorrer los 112 kms. que lo separan de Llanes, otras ¡seis horas! Pero lo peliagudo era que la seguridad dejaba mucho que desear y en todas partes nos decían, «tengan cuidado al pasar por tal sitio, porque los del monte atacan los coches». Nuestros coches eran cuatro, sin perderse de vista unos a otros en ningún momento, todos íbamos bien armados, empezando por los seis requetés de escolta, con arma larga, que me acompañaban desde el principio de la guerra.

Nada nos ocurrió, pero la curiosidad nos acuciaba por momentos en llegar a Oviedo y ver «aquello», nada de cuentos. Claro es que, mientras tanto, nuestra vista contemplaba la destrucción, ruina y miseria que la guerra civil había dejado a su paso. Todos los puentes, grandes y chicos, de ferrocarril y carretera destruidos y lo mismo el resto de las obras de fábrica y ni que decir tiene que los mineros, entonces dinamiteros, eran, y son, unas hachas en estos menesteres, y como además el tiempo estaba lluvioso y había que recurrir a las pistas la marcha era para desesperarse, tanto los conductores como los viajeros. Nuestro paso por poblaciones como Posada, Nueva, Belmonte, Ribadesella, Arriondas, Villamayor, Infiesto y Nava, sobre todo, Pola de Siero y Colloto era desolador y desganador.

En los controles de los pueblos, al darnos a conocer, todo el mundo se ponía en movimiento y ofrecimientos, y el «tengan Vdes. cuidado porque hay mucha gente en el monte» no se caía de sus labios. Yo no conocía Asturias y todos mis acompañantes, menos uno, Ibarra, tampoco, lo que, para ciertas misiones, entre ellas la mía, tiene las grandes ventajas, no exentas de inconvenientes, entre ellos, el no saber nada del enmarañado terreno de aquella accidentada región. Ello nos permitía, en contraste con tantas miserias y ruinas, contemplar entusiasmados su incomparable paisaje, todo muy movido y variado con mucho arbolado o monte bajo, y encuadrado en ese marco, sus aldeas y típicos caseríos, con sus «hórreos», algunos de ellos verdaderos nidos de águila, en mayor relación, seguramente, sus habitantes con el cielo que, con la tierra, por ser muy religiosos a su modo.

Las descrestadas y truncadas agujas de las torres de la catedral nos indicaron, desde lejos, la proximidad de la heroica ciudad y nuestros estómagos, ya exánimes, la necesidad de tomar alimento.

[…] Después del almuerzo, pagamos, era una buena y cristiana costumbre que en todo momento practiqué durante la guerra civil, y en un café que hace esquina, pues continúa existiendo, a la calle de Jovellanos y plaza de la Escandalera, tomamos aquél, el líquido café, dirigiendo a continuación nuestros pasos hacia el Gobierno Militar; por cierto, que mi nombramiento se sabía por la prensa diaria, pero no había aparecido en el Boletín Oficial, pues en aquellos tiempos no existía el Diario Oficial del Ejército.

El Gobierno Militar estaba instalado, ya desde el año 34, en una mansión señorial, un gran palacio en toda la extensión de la palabra, que pertenecía a una linajuda y multimillonaria dama, Concha Eres, y, cosa rara, sin título nobiliario alguno; era viuda y, naturalmente, que allí no vivía. Ese palacio, mejor dicho, la gran sala biblioteca que hacía de despacho, había sido testigo, ya, desde el año revolucionario citado, de las conferencias sostenidas entre los cabecillas rebeldes, Belarmino Tomás, Teodomiro Menéndez, [Ramón] González Peña, etc. y el general gobernador militar, [Eduardo] López Ochoa, que a pesar de sus condescendencias y claudicaciones totales con dichos dirigentes, fue degollado, así degollado, sin piedad en los primeros días de 1936, precisamente, por aquéllos por quienes él tanto había abogado, claudicado y condescendido en aquellas nefastas conferencias del trágico otoño de 1934.

Al entrar en el Gobierno Militar y darnos a conocer, lo primero que hicieron fue ir en busca del que actuaba de general gobernador militar, general de perro chico, don Pablo Martín Alonso, flamante y juvenil, en lo que se marchitaba su ciencia, ninguna, su cultura y todo su saber y valer (de todo esto hemos hablado ya con anterioridad) que eran, y siguen siendo, nulos, a pesar del alto pedestal en que está situado, jefe de la Casa Militar de Franco. De Poncio [Pilatos], autoridad máxima en la provincia y Región actuaba el heroico y enigmático, también general, don Antonio Aranda Mata, uno de los cerebros mejor organizados y dotados, quizá el mejor, de todo nuestro ejército.

En esto hizo su aparición Martín Alonso, Pablito, como se le llamaba y se le llama, aludiendo, sin duda, a sus pocos años, aun cuando muchos ya para las mujeres, pues lleva fama de faldero y no digo de don Juan, de Tenorio, porque es muy requetefeo. Sin embargo, al final de nuestra guerra civil, durante ella estuvo enredado con una dama enfermera que malas lenguas aseguran era la Princesa de Pignatelli, consiguió pescar, era viudo sin hijos, a una aristócrata, tan extraordinariamente fea como adinerada; él no descendía de la pata del Cid pues es hijo de un fogonero de la Armada y nacido en El Ferrol, nada del Caudillo, y quiero adelantarme con esto a cuando andando el tiempo, más de prisa de lo que pueda parecernos, no quede el menor vestigio o recuerdo de lo actual, como no sea para anatemizarlo ante su total incapacidad y sanguinidad. Del general Aranda, luego hablaremos, más largo y tendido, el asunto lo merece para tratar de descifrar el enigma, quizás, uno de los mayores de la guerra civil, pero adelantando sucesos diremos, que si en algo pecó todo se le puede perdonar ante su privilegiado cerebro, cultura y capacidad de trabajo, en un ejército en que todo su lema es igualar por abajo, es decir, en esto y otras cosas, puro comunismo que ya veremos a dónde nos lleva, mejor dicho, a dónde nos está llevando.

Al enfrentarme con don Pablito, a quien no conocía (para escarnio suyo y de España ya hemos dicho ha sido largos años director general de Enseñanza Militar), lo primero que me espetó fue que me estaba esperando para entregarme el Gobierno Militar de Asturias, ahí no es nada, como quien entrega una moneda de cobre, eso era antes, a un mendigo. Naturalmente, que me negué rotundamente a tal despropósito, tanto porque era preciso y necesario para ello una Orden General de la Región como presentación a las fuerzas que iban a quedar a mis órdenes, cuanto que yo desconocía Asturias y necesitaba algún tiempo, antes de tomar posesión de un cargo que tan grandes y graves responsabilidades llevaba consigo. Ante mi negativa rotunda se desistió de tal empeño y a continuación me fui a presentar al general Aranda, lo que me llevó bastante tiempo de espera, durante el cual pude ver cómo se entregaban por el comandante de Caballería, [Rogelio] Puig, y orden de Aranda algunos pares de medias de la mejor calidad y precio a ciertas damas que allí se encontraban; lo cito con minucia, pero muy interesante.

MI PRESENTACIÓN AL GENERAL ARANDA. Por fin me recibió dicho general, al que por primera vez veía físicamente, aun cuando le conocía bastante en su aspecto técnico y moral, y nada digamos del mujeriego, maestro en tal arte, que le dominaba por completo. Me recibió con su afabilidad y simpatía en él proverbiales, y ya solos, me dio la primera lección, magnífica y ordenada lección, sobre Asturias en sus diversos aspectos, pero, principalmente, sobre el político, el social y el militar, y este orden de prelación no es indiferente, porque el político sobrepasaba, y sobrepasa, a los otros dos, social y militar aunque el régimen imperante hoy día en España quiera hacernos ver que lo social lo preside todo, pues ayer, hoy y mañana el obrero asturiano y compañía, cuentos y propagandas aparte, prefiere dos pesetas de [el socialista Ramón] González Peña que veinte de [el falangista José Antonio] Girón (dado caso que este se las diera porque en la triste realidad, el obrero, económicamente, vivía mucho mejor durante la República que ahora); prefiere ser esclavo y siervo de los primeros que hombre libre, en el caso de que lo fuere, con los gobernantes actuales ésta es la triste realidad repetimos y quien crea lo contrario, desconoce el problema o si lo conoce, miente a sabiendas, al decir con fines propagandísticos lo segundo.

¿Por qué ocurre esto? Pues sencillamente porque los actuales mineros son hijos o nietos de aquellos otros que a finales del siglo pasado o primero del actual fueron explotados por conciencias que se decían cristianas y sus descendientes, en general, son los grandes capitalistas actuales asturianos; lo mismo puede decirse de los mineros y capitalistas bilbaínos. Contra la explotación sin conciencia, vino la reacción, la huelga, el sabotaje, el asesinato, etc. y tras todo esto los odios infernales. Si a ello se une la terrible silicosis que día a día inexorablemente, destruye el organismo del obrero minero, lo que él sabe perfectamente, no es de extrañar sus ideas extremistas, pero, cuidado con no caer en el absurdo, porque extremistas, muy extremistas, más extremistas aún, eran las ideas, aunque en sentido contrario de aquellos capitalistas del siglo pasado y primeros del actual.

Pero, en fin, dejémonos de monsergas y sermones y vayamos al grano, y el grano en nuestro caso es cuanto me dijo el general Aranda y que fue lo siguiente. El elemento obrero de Gijón y su zona es francamente de la FAI (Federación Anarquista Internacional) [sic, en realidad era Ibérica]; el de Mieres y su cuenca minera e industrial, socialista; el de la cuenca de La Felguera y Sama, es decir, toda la de Langreo, comunista. Aparte de estas ideas generales poco más me rellenó con detalles.

En el aspecto social me dijo que el obrero se veía vencido, pero no se creía convencido y había que ir, por todos los medios, a parar esto último sin lo cual nada adelantaríamos. Por otra parte, todas las comunicaciones de Asturias y elementos de transporte estaban destrozados; las minas inundadas y hundidas; las fábricas destruidas y por tanto paradas; todo el elemento obrero, brazo sobre brazo y hambriento, tanto por falta de jornales, como por escasez de alimentos, etc. Ni que decir tiene que en forma inmediata este era el problema más acuciante, no el más importante, y que podría acarrear graves consecuencias. Del social pasamos al militar y a este respecto me dijo las fuerzas que iban a quedar a mis órdenes en Asturias: 3 Divisiones de Infantería, un Tercio de la Guardia Civil y 8 Compañías de Asalto, más las milicias de voluntarios, fuerzas de gran eficacia por su conocimiento del terreno y de las personas, el total de fuerzas pasaban de 25 000 hombres. Tuvo la atención de regalarme y dedicarme el plano que le había servido para dirigir todas las operaciones de Asturias y en particular las de Oviedo, figurando en él los puntos y zonas neurálgicas y de fricción, tanto tácticas como estratégicas. Finalmente me dio una somera explicación de las condiciones de los jefes que quedaban a mis órdenes empezando por el de Estado Mayor, no pájaro sino pajarraco, que terminó perdiendo la carrera, José M.ª Duque Sampayo. Por último, puso a mi disposición uno de los jefes de su Estado Mayor para que me acompañase a recorrer el campo asturiano los días que yo creyese necesario para imponerme un poco en su difícil conocimiento.

Dos horas, aproximadamente, me ocuparían las conferencias del general Aranda y a continuación había que pensar en instalarse, empezando por «dónde dormir» ya que en Oviedo no cabía ni un alfiler, pero, empuja que te empujarás, yo me abrí camino, consiguiendo una mediana cama en una de las habitaciones del Gobierno Militar; el resto de mis acompañantes se las arreglaron de mala manera, sin dormir.

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EL TENIENTE CORONEL DE ARTILLERÍA, DON JOSÉ M.ª FERNÁNDEZ LADREDA. A todo esto, le faltó tiempo para venir a abrazarme con toda efusión a mi antiguo discípulo en la Academia de Artillería, Fernández Ladreda, hoy ministro de Obras Públicas y general de División (agosto del 49), y creo era la única persona a quien conocía y me conocía en Asturias. Con él, que había organizado y mandado en el sitio y defensa de Oviedo un Batallón de voluntarios con el que se batió muy bien, departimos sobre el momento de Asturias y sus enormes y difíciles circunstancias. Él fue quien empezó a hacer atmósfera en mi favor y el que en realidad me inició en todo aquello para mí desconocido, personas y cosas, que era todo. Hombre inteligentísimo y trabajador infatigable, me fue siempre un valioso auxiliar, pero mandando yo, sin olvidar, en ningún momento, que había sido el político de más arraigo, valía y significación en Asturias durante los cinco años de Cortes republicanas en dura y valiente lucha con las fuerzas de extrema izquierda de tan honda raigambre en aquella simpática tierra, a pesar de los pesares, al menos para mí. Cada elección suya fue una epopeya, de esto sé yo mucho, y como las amenazas contra su persona de los elementos opuestos, con su matonismo característico y terrorismo, eran constantes, por lo visto en nombre de la bandera de libertad y democracia que tremolaban y tanto predicaban, sus entradas y salidas de Asturias para trasladarse al Congreso en Madrid, eran de gran astucia y valor para sortear los graves peligros y amenazas que le acechaban. Su labor durante los cinco años de República en el Congreso es de todos conocida por su honestidad, valor, profundo conocimiento de los asuntos que se debatían e inalterabilidad en las interrupciones que solía devolver con rapidez, humorismo e ironía, cosas no fáciles.

De esta época datan sus divergencias e incluso enemistad con el ya entonces general de División, don Francisco Franco, jefe del Estado Mayor Central… de la República, de aquella que de tanto abomina ahora. Fue entonces cuando Ladreda, presidente de la Comisión de Defensa de las Cortes, se opuso terminantemente a la aprobación de unos proyectos que Franco presentó, proyectos que por la pasión que los inspiraba y su falta de fundamento y necesidad fueron totalmente rechazados como consecuencia de la oposición razonada y fundamentada que a los mismos hizo Ladreda. De todos modos, conviene tener presente para enjuiciar asunto tan interesante, ya que no importante, que las esposas de ambos se educaron juntas en el Sagrado Corazón de Oviedo y que nunca fueron buenas amigas. Carmen Polo, mujer de Franco, pertenece a una familia de buena posición económica, pero de la clase media; Carmen García San Miguel, mujer de Ladreda, es hija del marqués de Teverga de rancia nobleza asturiana y también en buena posición económica, senador vitalicio y hombre influyente en la política asturiana durante muchos años. Quizás las divergencias naciesen en el mismo colegio a causa de las diferentes condiciones sociales y el correr del tiempo no hizo más que ahondarlas; y tan es así, que durante mi mando en Asturias, cuantas veces Carmen Polo, vino a dar una vuelta por su casa y propiedades fue a visitarla o cumplimentarla, como Vdes. quieran, por las señoras de la alta sociedad ovetense, pero siempre se echaba de menos a Carmen G.ª San Miguel, quien, por otra parte, hacía incluso alarde de no hacerlo, lo que coincidía, también, con el alarde, que hacía su marido, el hoy ministro de Obras Públicas, de no haber pedido audiencia a Franco para ofrecerle sus respetos, lo que lejos de silenciar aireaba a los cuatro vientos. ¡Qué comentarios me hizo el general de Brigada de Estado Mayor, don José M.ª Troncoso en relación con este punto cuando lo nombraron ministro! Bien es verdad que, en contraposición con todo esto, hoy día, cuando Carmen Polo va a Oviedo y se encuentra en Bobes (finca propiedad de Carmen San Miguel a unos diez kilómetros de Oviedo) el matrimonio Ladreda, aquella es obsequiada con sendos banquetes en la finca citada. ¡Todo, por lo visto, depende del color con que se mire! […].

CONCEPTO DEL MANDO. Antes de seguir con imágenes o semblanzas de personajes y personajillos asturianos, necesito hacer un alto en la marcha, exponiendo con prioridad el concepto que del mando y autoridad tengo y que resumo en el siguiente postulado y no sé si axioma. «Cuantos problemas se le presentan a la autoridad, mejor dicho, se le plantean, tienen su origen, principalmente, en no saber ejercer aquélla». Si se piensa sobre ello se verá, que, en realidad, no necesita demostración, sin que prejuzguemos que aquello tenga lugar porque no se sepa, no se quiera o no se pueda ejercerla, y expuesto esto, vamos a ver cuáles son los principales atributos de la autoridad, sus condiciones necesarias y creo también que suficientes.

En primer lugar, JUSTICIA, virtud ésta que cuanto más se usa, más se tonifica y fortifica. Después, AUSTERIDAD, virtud, que, al igual que la anterior, no se desgasta con el uso. En tercer lugar, AFECTO, que también se tonifica y fortifica con el uso. Y, en último lugar, pero, muy en último, situamos a la ENERGÍA, atributo del mando que cuanto más se usa más se desgasta, más se debilita, por cuanto se debe ser muy parco en usarla y, en forma alguna, abusar de ella.

Así como San Bernardo pudo decir que «si la MISERICORDIA fuese un pecado, yo le cometería» lo mismo podemos decir nosotros de las tres primeras condiciones del mando, y, aún agregar, la de San Bernardo, pero con mucha PRUDENCIA. Y al nombrar esta palabra, tampoco conviene echar en saco roto aquéllas, también cuatro virtudes, que desde niños nos enseñaba el Catecismo, PRUDENCIA, JUSTICIA, FORTALEZA y TEMPLANZA.

En resumen, para merecer el nombre de tal, la autoridad necesita revestirse de todo aquello que no sea injusticia, intriga, inmoralidad, favoritismo, debilidad, vanidad, terror, etc. Yo así lo practiqué en Asturias y me cabe la satisfacción grande e íntima de que tirios y troyanos, unos a gusto, la inmensa mayoría, y otros a disgusto, así lo han reconocido, y el andar del tiempo, si no anda lo parece, no hace otra cosa que afirmar más y más el concepto anterior, como veremos y demostraremos a través de las muchas cuartillas, que aún te quedan, querido lector, pero no te preocupes que procuraremos hacerlas lo más amenas posibles, y, ante todo, vamos a seguir estudiando los personajes y personajillos a que anteriormente aludimos.

GENERAL, DON ANTONIO ARANDA MATA. Al oír este nombre, todo Asturias, y en particular Oviedo, se pone en pie y estremece, porque solo a su privilegiada inteligencia, heroísmo y dotes de mando, se salvó Oviedo, se salvó Asturias y en parte, nada despreciable, contribuyó a salvar a España; y, sin embargo, vivir para ver, hoy en día, seguimos en septiembre del 49, se encuentra castigado, pues se le acaba de pasar violentamente a la Reserva, vilipendiado y olvidado. ¡Si a todos los que ocupan altos cargos, y en particular a los generales, se hubiese escudriñado su vida como se ha hecho con Aranda, cuán pocos hubiesen resistido a la prueba sin reunir, además, los grandes méritos de aquél!

Se le acusó, por los envidiosos e incapaces (Aranda proyectaba en todos sentidos demasiada sombra) de ser masón o haber pertenecido a la masonería, y, sin embargo, nada más lejos de la realidad o, al menos, ante el tribunal competente no se aportó prueba alguna de la menor ni ninguna consistencia. Y eso lo decían a «voz en grito» vocales de dicho tribunal (que por su completa inutilidad yo no hubiese creado habiéndolo sustituido por otro de importancia suma, que juzgase a los inútiles, incapaces e inmorales) que juzgó el masonismo de Aranda, generales tan respetables como Fuentes Cervera (don Eduardo) y Los Arcos (don José) y ante mí se indignaban al preguntarles sobre ese extremo, es decir, que no admitían ni la duda. Además, desde que lo juzgaron, allá por el año 41, hasta nuestros días, ya ha llovido y es bien seguro, que antes, mucho antes, lo hubiesen tirado por la borda. ¡Con las ganas, muchas y grandes, que tenían los generales, envidiosos e incapaces, a la cabeza, Asensio Cabanillas (don Carlos), a quienes su gran valer militar, repito, tanta sombra les hacía!

¿Que no se comía los santos y que en relación con las prácticas religiosas era frío, indiferente y si se me apura descreído? Evidente de toda evidencia, pero de esa fama ¡hay tantos! Tantos, que desde los púlpitos se dice por respetables jesuitas (el insigne P. [Ignacio] Corrons a la cabeza), que suelen estar bien documentados, que, en urbes populosas, como Barcelona, solo asisten al Santo Sacrificio de la Misa el 10 % de los hombres y el 20 % de las mujeres, precisamente, cuando desde el poder público se repite, un día y otro, como si lo dudase, que España es el baluarte más fuerte de toda la cristiandad en su sentido católico.

¿Que si en África tuvo o dejó de tener y estuvo sometido a un Consejo de Guerra? Pero ¿quién es el que en África no tuvo cosas vistas u ocultas? Si a todo el Generalato joven de hoy día, que es casi todo, se le sometiese a un tamizado, de no muy angostos orificios, ¡pocos, muy pocos, pasarían! Todo él procede de África, donde, como de todos es sabido, los jefes y oficiales allí residentes, le obligaba a ello razones de tipo u orden económico, el consabido sobresueldo del 50 % y la famosa KAPONA, de donde se origina el adjetivo de kaponíferos que se da a los jefes y oficiales africanos porque gran parte de su vida militar se desarrolló por aquellas latitudes. Todos disponían de escasos ingresos, la paga, si no estaba intervenida, por adelantos, deudas u otras causas, y, sin embargo, había que alternar en aquella sociedad tan propicia para el sainete y la comedia, cuando no la tragedia. Aranda, en este aspecto, aún apurando mucho, sería uno de tantos, pero nada más, y en relación con el Consejo de Guerra a que estuvo sometido por hechos de la Campaña africana, fue absuelto con todos los pronunciamientos favorables y ahí es todo, y es bien seguro que muy pocos hubiesen podido aguantar tan dura prueba, pues insisto en que Aranda suscita pasiones, entre otras, la de la envidia y su inmediata el odio, pasión de los débiles. ¡Qué catástrofe no ocurriría si hoy se ordenase, como debiera ordenarse, si el régimen que padecemos fuese sano y fuerte, una revisión de fortunas de aquellos Generales que todos conocemos y señalamos con el dedo, Asensio, García Valiño, [Gustavo] Urrutia, [Francisco] García Escámez, [Juan] Bautista Sánchez, [Eduardo] Saénz de Buruaga, etc., que, antes de nuestra guerra civil, no tenían otros ingresos que su paga o una parte alícuota de ella! En este aspecto, Franco, de los muy pocos, puede poner cátedra de honradez, honorabilidad y modelo [de] padre de familia.

¿Que nunca fue amigo ni siquiera miró con simpatía al Generalísimo? Quizá sea cierto, pero eso que se lo pregunten a los tenientes generales, [Gonzalo] Queipo de Llano, Orgaz, Varela, Yagüe y Kindelán, que sin el menor recato, más bien haciendo alarde de ello, sobre todo los cuatros primeros, han llenado de dicterios e improperios al general Franco, aunque la recíproca también es cierta, volcándose aquellos en frases y palabras en que sintetizaban su envidia hacia Franco; ésta es la pura verdad, ya que incluso se les atribuye que «la guerra civil se ganó a pesar de Franco» que es lo más que se puede decir.

Por consiguiente, Aranda, a lo sumo, estaría incurso en el mismo caso que los anteriores, y todos ascendieron a tenientes generales, y aún así, con una gran diferencia y es, que Aranda, más inteligente y listo que todos los anteriores, si exceptuamos a Kindelán, por el que siente, no envidia sino desdén, al ver que su inteligencia y cultura es muy superior a la de aquél. Las verdaderas enormidades, que, sin el menor recato, han lanzado por sus bocas, hemos sido demasiados los oyentes para poder silenciarlas y olvidarlas, contra Franco, tanto Varela como Yagüe, jamás se las oímos a Aranda, porque éste se limita siempre a criticar a Franco y los otros a insultarlo, y es así, repetiremos, porque el primero, Aranda, siente desdén y, los otros dos, envidia. ¡Quién sabe si a los efectos de caer en desgracia Aranda a los ojos de Franco, ha podido más el desdén que la envidia!

¿Que si es izquierdista y fue partidario de los aliados en la pasada contienda? De lo primero diré que Aranda, más que izquierdista o derechista fue siempre, como todo hombre ambicioso, sin grandes remilgos, oportunista, aun cuando en muchas ocasiones «la ambición rompe el saco» que es lo que en realidad le ha ocurrido en la presente ocasión, y es bien seguro que, si las cosas se hiciesen dos veces, no tropezaría, como el burro, dos veces en el mismo sitio. Es desconocer la realidad de la vida, y más aún la realidad de Aranda, decir que si fue o dejó de ser izquierdista. Cuando ya resueltamente en contra de Franco, cayó del lado de la Monarquía, por creer era la única solución viable, posible, para salir del atolladero actual, se pasó de listo, como tantos otros, y dentro de esa postura monárquica, constitucional y parlamentaria, estos dos últimos apelativos con vistas a los anglosajones, aún dio un paso más, haciéndose, de la noche a la mañana, laborista, postura de puro esnobismo, como pudo hacerse de Stalin.

Como final diremos que en el aspecto militar dio pruebas de sus talentos, pero no así en el político, que como en la parábola de Cristo, los malgastó. El tiempo, sin embargo, podría modificar esta última conclusión, según el rumbo que tomen las cuestiones internacionales.

En relación con la postura anglosajona en la última contienda internacional, no prueba nada, pues no era único, ni mucho menos, y de eso soy uno de los que más sabe, porque con el general Kindelán, entre otros, coincidíamos en dicha apreciación. Casi a diario, durante una larga temporada, hablaba del asunto con Aranda, y, cuando ausentes, se cruzaban epístolas con dicho motivo […].

Además, Franco, no podía caer más que del lado del Eje, era cosa imperiosa (no así Ladreda que nunca creyó en el triunfo de dicha línea) porque, en realidad, había ganado nuestra guerra civil, o fue el factor determinante de la victoria, principalmente con su aviación y artillería antiaérea, como la historia demostrará, cuando, con el tiempo, cesen las pasiones. Es más, aun cuando en su interior, Franco fuese contrario al Eje y su victoria, exteriormente estaba completamente atado para patentizar lo contrario. Es cierto, de todos modos, que se pasó de la raya en su adulación, en muchos momentos, bajeza, hacia el Eje.

¿Que Muñoz Grandes, capitán general de la I.ª Región, le instó, repetidas veces a Aranda a que fuese al Pardo, como fue [Dámaso] Berenguer también enemigo, a ver a Franco y que todo se olvidaría? Así me lo manifestó persona respetable que sabía de la intimidad entre Aranda y Muñoz Grandes desde las campañas africanas. Sin embargo, Aranda, una y otra vez, se negó, y en ello no fue tan vivo, tampoco, como Yagüe, que sabe chupar y odiar, que después de destituido del cargo y confiando estrechamente, durante más de un año, presentó el amán y… ascendió, sin defecto, y saltando a otros, a teniente general. También es esto, el tiempo y después la historia, dará la razón a quien la tenga, sin olvidar ahora, que las naciones, además de una vida interior, que consume, llevan otra vida exterior que vivifica, y con esto quiero indicar, que, Aranda, frecuentó, quizá con exceso, las embajadas norteamericana e inglesa y durante mucho tiempo, tuvo con ellas intenso enlace en su afán, antes que salvar España, de derribar a Franco; no digo por sucederle, que, aun cuando hubiese querido, no hubiese podido, a pesar de reunir, en grado sumo, mejores condiciones de gobernante que aquél, por todo concepto, empezando por su mayor inteligencia, cultura y capacidad y organización del trabajo.

¿Que si la causa fundamental del ostracismo y sanción de Aranda fue un cheque que recibió de alguna embajada extranjera, se afirma que la inglesa, y cuya fototipia tiene Franco? Si esto no me lo hubiera referido, por cierto, con cierta extrañeza, Ladreda, ministro de Obras Públicas, a quien se lo refirió Franco, no lo hubiese creído, pues parece una novela truculenta, en vez de una historia. El hecho es que Ladreda no vio el cheque y lo lógico y natural hubiese sido, que Franco, como aseveración, se lo hubiese enseñado, pero, no, señor.

De todos modos, es raro, de ser cierto el hecho, que con lo avispado y despierto que es Aranda, se comprometiese a aceptar un cheque, por servicios a una embajada, que tampoco se dicen, cuando hay tantos medios, y tan corrientes, de pago, que no dejan el menor vestigio; por algo de los fondos reservados o secretos, no se exigen cuentas.

Y, por último, si recibió dinero de una potencia extranjera con fines inconfesables ahí están los tribunales de justicia y los códigos, que, en todos los países, sean blancos o rojos, actúan con gran diligencia, cuando tales casos se presentan. ¿Por qué no actuaron en éste? ¡Con los grandes deseos de Franco de dejar en la picota a Aranda!

Lógicamente, desechemos, pues, tal superchería del cheque, que de existir la fototipia es un truco muy fácil de presentar, pero, a base, de tomarlo como una función de magia, y, nada más, caballeros; a otro asunto porque éste no merece ya la pena.

Y vayamos al punto candente, al que quema, al que echa chispas. ¿Qué pasó en Oviedo en las primeras horas o días de la sublevación, donde Aranda era coronel de Estado Mayor y gobernador militar de Asturias? Como antecedente diremos que en las elecciones de febrero del 36 triunfaron oficialmente, dentro de la República, los partidos extremos de izquierda de la misma, y que éstos confirmaron a Aranda en el cargo con pleno beneplácito de los dirigentes revolucionarios de Asturias, los González Peña, Teodomiro Menéndez, Belarmino Tomás, etc. y es axioma, que, si Aranda hubiese estorbado plenamente a los planes de los anteriores, no hubiese durado, ni un segundo, en el destino. Soy de los que rotundamente niego estuviese en el ajo, pero, con la misma entereza, afirmo que con ellos convivía mucho más que con el resto de los elementos políticos y sociales de Asturias.

¿Se le comunicó a Aranda iba a tener lugar la sublevación del 18 de julio? ¿Quién se lo comunicó? ¿Qué contestó Aranda? Si se lo comunicaron y prestó su conformidad, nada hay que malpensar acerca de las tretas, más o menos peligrosas, que empleó para despistar al enemigo y quitárselo de encima, de lo que luego hablaremos. Si no se lo comunicaron, por acción u omisión, se cometió un grave error imperdonable en asunto de tanta monta, y, entonces, es lógico dudase y reflexionase al acordarse de la patochada del 10 de agosto famoso, en que eran muchos —el hoy teniente general Solchaga, entonces coronel de América en Pamplona, se negó rotundamente a participar— los que aceptaron la invitación, y ¡tan pocos! los que acudieron, y lo comprendo, porque aquello no tenía pies ni cabeza, independientemente de que no cabe duda que dudase, pues cabe preguntarse. ¿Quién no dudó fuera de aquellos pocos iniciados, como en la masonería? ¡Si al mismo Franco, señores, hubo que meterle las espuelas en los hijares y espolearlo, porque dudaba del éxito de la empresa! Ahí están los telegramas cifrados a un médico de Tenerife que lo confirman y mejor que cifrados, despistados, para que se les comunicase a Franco. La sublevación tendrá lugar con Vd., sin Vd. o contra Vd. fueron las últimas palabras conminatorias a Franco.

Es lógico suponer que Aranda, pésimo para enemigo, uno de los peores en este sentido, por su inteligencia y listeza, tendrá buen acopio de datos para explicar con gran extensión la anterior elección y otras muchas. ¡Qué cosas diría! Algunas las conozco y me deslizaré con suavidad sobre ellas.

Debemos admitir, pues que, si se lo comunicaron, Aranda prestaría su conformidad, porque en caso contrario, hubiese caído del lado del gobierno republicano denunciando la subversión. Claro está, que cabe la situación ambigua, la que quería adoptar Franco y adoptaron tantos otros, de estar a caballo sobre la tapia, la de «haber [sic, debería ser a ver] qué pasa» muy propias, en casos graves, como el que nos ocupa, de caracteres y psicologías como los de Aranda. De todos modos, una cosa puedo afirmar y ésta es que, si conocía por un conducto u otro la sublevación, no se lo comunicó al Gobierno legítimo, como ya hemos dicho, el legalmente constituido, porque éste, con tiempo, tenía mil medios de hacerla abortar. Esto es lo cierto, que no es siempre lo lógico, como también es cierto que no se colocó en contra, ni aparentó dudar, aunque en su interior DUDASE.

De todos modos, vamos a exponer los hechos que se conocen.

1.º Repetiremos, que, Aranda, por convicción (no lo creo) o a sus fines convivía mucho más con los jefes revolucionarios de Asturias, con los que comía frecuentemente, que con otros elementos.

2.º Que en la mañana del domingo 19 de julio del 36, departían amigablemente en una mesa del café Peñalba tomando el aperitivo los señores siguientes: el coronel [José] Franco [Mussió], de Artillería, director de la Fábrica de Cañones de Trubia; el teniente coronel, también de Artillería, retirado por la Ley de Azaña, don Eduardo Gómez Llera; el jefe de Artillería con destino en la citada Fábrica, y muy amigo del director, don Aurelio Ayuela; y el capitán de Intendencia, Pagador de la Fábrica, cuyo apellido no recuerdo con exactitud, pero me parece ser, Santiago, y todos ellos de tendencias no izquierdistas, aunque republicanos.

La conversación versó sobre los sucesos, la sublevación del Ejército de África y las noticias que se recibían de provincias. El coronel Franco [Mussió] afirmaba, y a ello asentía Ayuela, que no pasaría nada porque estaban tomadas todas las medidas y además acababa de hablar con el Ministerio y así se lo aseguraban. Terció en la conversación, Gómez Llera, llamando la atención del coronel Franco [Mussió], al que le unía gran amistad, sobre el error en que se encontraba, pues acababa de oír las radios extranjeras y todas a una coincidían en que el pronunciamiento militar contra el Gobierno legalmente constituido, había triunfado por completo en África, que varias poblaciones se habían sumado sin lucha a los sublevados, y a la cabeza de ellas las guarniciones de Burgos, Pamplona, Valladolid y Vitoria, entre otras capitales de provincia; que en otras se luchaba con suerte indecisa y que, en resumen, la situación en España podía considerarse gravísima.

El coronel Franco [Mussió], sobre el que el teniente coronel Gómez Llera, mucho más antiguo que él por otra parte, ejercía y tenía gran ascendiente, siguió paliando la cuestión, pero ante la insistencia de su buen amigo, decidió regresar a Trubia, a 17 kms. de Oviedo, siendo próximamente la una. Le acompañó el capitán Pagador de la Fábrica. Por cierto, que quien con gran insistencia quería acompañarle, era el teniente comandante coronel Ayuela, pero Franco [Mussió] le contestó que podría quedarse hasta la tarde en que volvería y lo recogería para regresar juntos a Trubia. ¡Buena suerte la de Ayuela!, porque el coronel Franco [Mussió] volvió a Oviedo, pero fue para ser juzgado, condenado a muerte y ejecutado: ¡grave y tremendo error!, uno de tantos y cuyas consecuencias bien caras pagamos ahora y lo que nos queda por pagar.

¿Qué hubiere hecho Ayuela en Trubia de haber acompañado a Franco [Mussió]? ¿Qué hizo este último? Parece ser que al regresar a la Fábrica de Trubia ya la efervescencia era enorme por haber recibido consignas concretas de sus dirigentes, pues conviene conocer que el mayor núcleo de obreros era comunista; Franco [Mussió], con los demás jefes y oficiales, algunos de extremadas ideas izquierdistas, quedó, en realidad prisionero, quedaron, prisioneros de los obreros. ¿A gusto? ¿A disgusto? Quien se precie de haber conocido un poco al coronel Franco Mussió, aquel cabo de Gastadores, en la Academia de Artillería allá por los años 97 y 98 de triste recordación, y, en todo momento pulcro, atildado, de inmejorables formas sociales, unido en vínculo matrimonial con una dama inglesa que tanto se movió para tratar de impedir la ejecución de la terrible sentencia contra su esposo aseguraría, fue con la chusma a la fuerza, completamente a disgusto, sin entrar a distinguir si era republicano o monárquico, de derechas o de izquierdas, católico, indiferente o librepensador.

Aquella misma tarde regresó el coche de la Fábrica, pero trayendo a las tres hijas de Franco [Mussió], su señora quiso seguir la suerte de su marido, poniéndolas bajo la protección de Gómez Llera, que en forma tan cristiana y emotiva cumplió tan difícil, noble y caritativa misión, durante todo el asedio de Oviedo; las acompañó el capitán Pagador con fondos de la Caja de la Fábrica, si no todos, bastantes y la cuantía de ellos está pendiente de que lo averigüe Vargas.

¿Conocía Franco [Mussió] los preparativos de la subversión militar? Es indudable que no, pues cumpliendo un deber elemental lo hubiese comunicado al Gobierno, y esto conduce a sospechar que Aranda también sabría poco o nada, porque de saberlo y prestar su conformidad hubiese puesto a buen recaudo nada menos que la Fábrica de Cañones de Trubia, bien por su destrucción en las partes vitales si no contaba con medios para defenderla o bien realizando los últimos a ultranza y para lo primero le sobró tiempo. De no haber estado conforme Aranda con la sublevación es bien cierto le hubiese faltado tiempo para decirlo al coronel Franco [Mussió] y al Gobierno.

3.º El odio sin límites de Aranda al coronel Franco [Mussió] y en general a todo cuanto oliese a Fábrica de Trubia, fue hasta la muerte inclusive, y en esto no hay hipérbole porque habla un testigo personal, el mío, que pudo comprobar repetidas veces la insistencia machacona de Aranda, con espíritu inhumano y anticristiano, que no se demorase en lo más mínimo el cumplimiento de la sentencia a cuyo fin llamó repetidas veces a Burgos. ¿Por qué esa insistencia? ¿Sería porque se negó y se negaron a última hora, los de Trubia, a secundar la sublevación y colocaron a Aranda en difícil y peligrosa situación que tantas desazones y peligros le ocasionó? ¿Sería, y en esto conviene se fije mucho el lector, porque en las declaraciones que el coronel Franco [Mussió] hizo ante el juez instructor aparecían cargos contra Aranda de acción u omisión? ¿Quién lo sabe?, pero es muy posible, y fácil de comprobar si el Sumario salió sin enmiendas ni raspaduras. En pocas palabras; Aranda y Franco [Mussió] está probado fueron amigos fraternos y ambos de la situación por egoísmo y ambición, lo último, mucho los dos. ¿Cómo explicar, por consiguiente, el odio póstumo de Aranda a Franco [Mussió] comprobado? ¿Se fue Franco [Mussió] al otro mundo odiando a Aranda? Como se confesó con fervor y murió como buen cristiano, Dios se lo habrá perdonado en compensación a sus enormes sufrimientos —pudo huir de Asturias y no lo hizo— y trágica muerte.

4.º Aranda convivió hasta el último momento, comer, pasear, conversar, etc. con los jefes revolucionarios asturianos, quedando convenido con ellos el envío a Castilla de convoyes militares de elementos mineros que él mismo armó, ya que sin ese convenio previo nada se hubiese podido realizar. ¿Sabía ya en esos momentos, Aranda que se había producido un pronunciamiento militar? ¿Si lo sabía y estaba conforme, por qué no apresó a los jefes revolucionarios, dificultando o desarticulando el levantamiento, que luego se produjo, con tal presa y rehenes, en lugar de armar a los mineros restando armamento y municiones a la defensa de Asturias, Oviedo y España? Se podrá aducir que en esos convoyes se enviaron a los más exaltados, a los que pudiéramos llamar vanguardias de choque, pero eso no es razón de peso para justificar paso tan peligroso.

5.º Que cientos y cientos de mineros fueron armados y municionados por orden de Aranda y largados fuera de Asturias en convoyes militares en dirección a León y Castilla lo vio todo el mundo y aún más al llegar a Palencia o sus proximidades, donde, sorprendidos, fueron desarmados y apresados apenas sin lucha. Y ahora cabe volver a preguntarse. ¿Qué fines perseguía Aranda con esta maquiavélica, o mejor, diabólica idea u ocurrencia? Porque hay que convenir fue arma muy peligrosa, de dos filos, ya que, si bien es verdad, que él se quitaba enemigos y de primera fila, reforzaba el enemigo de la meseta castellana, donde no sabemos, o yo no lo sé, si Aranda conocía o suponía andaban las cosas mucho mejor que por Asturias. ¿Y si esos trenes de mineros armados no salen de Asturias —un tren expreso tarda 3 horas largas en el recorrido Oviedo-Pajares— porque se enteran de la estratagema u otro accidente fortuito? Me figuro las horas de angustia hasta que llegasen a su destino. De todos modos, hay que convenir, o yo convengo, en que por dicha estratagema no se salvó Oviedo, y a mí nunca me convencieron los fines de que armar al enemigo, por lo que sea, pueda constituir una operación de guerra, porque es una de las cosas más serias. Lo que tampoco cabe duda es, que estos pasos los dio, repetiremos intencionadamente, en un todo de acuerdo con González Peña y C.ª y no concibo cómo gente tan avezada a la lucha en todos los sentidos, picaron en el anzuelo, pues ninguno de ellos era tonto. ¿Cómo no se escamaron ante un hecho tan insólito? ¿No pidieron garantías? ¿Y esas garantías no pudieron consistir en que Aranda cayó decididamente del lado del Gobierno republicano, pero que luego, por lo que fuese, cambió de opinión? Si llegó a un acuerdo con los jefes revolucionarios asturianos es evidente que en Asturias le sobraban miles de hombres, que impunemente podía enviar fuera, de los muchos más miles y miles de mineros y obreros de su prepotente industria. ¿Cómo dichos jefes, volviendo a las garantías, no exigieron de Aranda alguna prendaria personal o familiar de importancia o dineraria en cuantía, de que las cosas se iban a desarrollar como se estaban proyectando? Hay que convenir, señores, que entre tontos no andaba el juego, en que esto, como tantas otras cosas de Aranda, es muy raro y tenebroso, siguiendo siempre en interrogantes en lugar de afirmaciones o negaciones.

6.º Es otro hecho cierto también, que el jefe de Infantería que mandaba el Regimiento de Milán de guarnición en Oviedo, coronel, don Eduardo Recas Marcos —no olvidemos que Aranda era también coronel— en cuyos locales se concentró y depositó el armamento en custodia, llegó un momento en que dicho coronel se negó a cumplir las órdenes de Aranda de entrega de más fusiles para armar a los mineros. ¿Qué hizo Aranda ante esta desobediencia, ya que la antigüedad es un grado en la milicia? Nueva interrogante.

7.º Si hubo la menor duda en la actitud de Aranda ¿cómo no se le destituyó? Pero ¿quién?, ¿cómo? Porque si aún destituido, Aranda cae con todo su peso, que era y es mucho, del lado de la República, repitámoslo, adiós Oviedo, adiós Asturias y es, bien seguro, que, adiós España, porque empezando por Oviedo, no todo el monte era orégano en aquella hermosa región, ni entre los mineros, ni entre los que no lo eran; ni entre los paisanos, ni entre los militares. ¿Se guardaron la factura para pasársela en su día? Pero esto tampoco es verosímil porque se contrapone y contradice con la concesión de la Laureada y ascenso a General, precisamente, por el conjunto de su actuación.

8.º Otro hecho evidente que Aranda fue el jefe directo de Pablo Martín Alonso, cuya columna, a pesar de él, liberó Oviedo, durante toda la guerra civil, y que, también, durante toda la guerra, hubo de llamarle al orden repetidas veces, por su falta de capacidad, encargándole siempre misiones poco complicadas si bien hay que reconocer que, en las campañas africanas, de ninguna envergadura al compararlas con las de la guerra civil, fue chico valiente, pero nada más. ¡Había que oírle hablar a Aranda de Pablito in illo tempore! En cambio, después, con gran escarnio de los más leves principios de ética, lógica y capacidad, Pablito ¡señores! saltó en su ascenso a Teniente General ¡¡a Aranda!! con gran y justificado escándalo de toda conciencia honrada.

¿Qué influencia e intervención habrá tenido Pablito, teniente general y por añadidura jefe de la Casa Militar del general Franco en la postergación y pase a la Reserva de Aranda? Probablemente, toda cuanta haya podido y le hayan dejado, porque el odio que dimana de la envidia ante las grandes dotes militares de Aranda es capaz de todo[59].

10.º Otro personajillo, no llega todavía a personaje, ha podido jugar un papel de primera fila en la caída en desgracia de Aranda, es el comandante, entonces del Grupo de Guardias de Asalto destinado en Oviedo, don Gerardo Caballero Olabezar —de quien tanto y tanto, bien y mal, hemos de hablar en estas Memorias— hoy general de Brigada y que da la casualidad también, que, hasta su reciente ascenso, ha ocupado con Pablito puesto importante de jefe de las Tropas de la Casa Militar de Franco. Desde luego, es un enemigo taimado, pero, no por ello, menos peligroso, de Aranda, y vamos al cuento o a la historia.

El rumor público dice, que ante la indecisión de Aranda y mayor o más clara aún de los Guardias de Asalto (por esto, si Aranda cae del lado de la República, repito, machaconamente, no hay nada que hacer en Asturias) el comandante Caballero se trasladó al Cuartel de Sta. Clara, donde se alojaban aquéllos, y después de una vibrante arenga, consiguió vencer la indecisión. Esto tuvo lugar ¿antes? ¿después? o ¿al mismo tiempo que se decidiese Aranda? ¿Para entonces se habían ya repartido armas a los mineros? También de la contestación que se dé a estas nuevas interrogantes, dependerá el que podamos empezar a deshacer este nudo gordiano. Si Aranda se decidió después, es sospechoso. Si al mismo tiempo, dudoso. Porque falta una última pregunta. ¿El comandante Caballero, fue motu proprio a Sta. Clara a arengar a los de Asalto o por orden de Aranda? Yo, francamente, me inclino por lo primero, y porque Aranda querría esperar hasta el último instante para agarrarse y asegurarse bien, y no dar un paso en falso; creo pertenece al partido de que la cabeza tiene sus razones que el corazón no comprende, y, no, viceversa. Pero además, quien haya vivido en Oviedo durante la guerra civil y más si ha desempeñado el cargo de general gobernador militar de Asturias durante más de un año, que es mi caso, a poco observador que sea, independientemente de la gran información, pudo comprobar, constantemente, que, cuando con el menor motivo se reunía un cierto número de personas, por reducido que fuese y no digamos nada si era de importancia, dos gritos se proferían con verdadero entusiasmo —no olvidemos lo que es la psicología de las multitudes— uno, ¡Viva el general Aranda!, otro ¡Viva el comandante Caballero! Estos vivas sintetizaban todo lo relacionado con Oviedo. Con el primer grito se quería exaltar al heroico defensor de Oviedo; en el segundo se personificaba al héroe de la sublevación. Esos gritos, bien lo sé, molestaban a mucha gente; al resto de los defensores de Oviedo, a Aranda y a Caballero. A los primeros porque se prescindía de ellos al sintetizar la gesta en Aranda y, sobre todo, en Caballero que nadie lo tragaba (dieron una prueba inequívoca, el resto de los defensores, al votar la mayoría de ellos en contra, Recas, Ladreda, Sigüenza, Uzquiano, Bozzo, etc. etc., en una propuesta de ascenso que se le hizo, y que debido a esos votos en contra, tampoco Aranda favoreció gran cosa dicho ascenso, no prosperó, y de ello se me quejaba amarga y duramente en mi despacho, con despecho, Caballero, y al que más criticaba era a Ladreda). A Aranda le molestaba el grito de ¡viva el comandante Caballero! porque creía que toda la gloria era suya, y como hombre ambicioso y soberbio, aunque de enorme valer y valor, no admitía, ni admite, sombras ni siquiera penumbras, no quiere ser número uno, sino único. Y a Caballero le molestaba el grito de ¡viva Aranda!, porque también ambicioso y soberbio, pero sin ninguna valía, capacidad, ni cultura, creía, y sigue creyendo, que allí no había habido otro hombre que él al sublevar a los de Asalto, jugándose la vida. De estos gritos repetidos, tantas y tantas veces, durante mi mando en Asturias, arrancan las rivalidades entre Aranda y Caballero tratando de emular a las de [Cayo] Mario y [Lucio Cornelio] Sila. Sin embargo, Aranda es el héroe indiscutible, el alma y la inteligencia del sitio y defensa de Oviedo, y sólo un irresponsable podrá decir, sin la menor prueba, lo contrario; es un infinitamente grande (hablando en términos matemáticos) comparado con Caballero. Es cierto, tanto como lo anterior, que inició la sublevación, al menos en su parte externa y espectacular, y si se quiere decisiva (también el regimiento de Milán y el pueblo se sublevó, sin lo cual Aranda ni Caballero nada hubiesen hecho; seamos claros y exactos) y que perdió un ojo en una de las posiciones defensivas de Oviedo. De lo último, no hay por qué hablar porque muchos perdieron los dos y cientos de miles la vida; lo primero supondrá heroísmo, sí, será discutible, pero no tengo inconveniente en admitirlo, ahora bien, no asoma por parte alguna el menor atisbo de otra cosa. Fue, si se quiere, inclusive un émulo del general [Juan] Prim en los Castillejos, pero que la crítica histórica contrasta, que Prim no ganó la batalla, y por su falta de cabeza y sobra de valor estuvo a punto de que se perdiera.

De todo lo expuesto, afirmaciones, negaciones e interrogantes, se puede colegir, a nuestros fines, que las relaciones entre Aranda y Caballero corrían parejas con las de aquél y Pablo Martín Alonso. Los dos, al mirarse hacia sí y considerarse muy inferiores a Aranda, estallaban en envidias y odios —no el lógica y santa emulación— reprimidos, sí, pero mal reprimidos. No quiero dejar en el tintero que, en uno de los viajes de Aranda a Oviedo desde el frente de Teruel, al ir a saludarle y preguntarle por Caballero, me dijo: «es un pobre hombre», frase ésta tan breve como expresiva.

Algo, creo, hemos indicado ya, en el transcurso de tantas cuartillas, sobre que, en ningún momento de toda su vida militar, habían sentido la menor simpatía Franco y Aranda, siendo fácil deducir, que el primero, también hombre de grandes pasiones y no de grandes capacidades, en ningún momento habrá actuado en relación con Aranda de abogado defensor, pero siempre formando parte del ministerio fiscal, de acusón. Ya en Asturias, ante las impaciencias y presiones de Franco, fue siempre su flaco y su gordo, porque las cosas allí no marchaban al ritmo y modo que él quería, Aranda, por primera vez, le puso las cartas boca arriba, que Franco volvió a ponerlas boca abajo; no estaba bastante cimentado para tan grave determinación. Fue preciso transcurriese más de un decenio para que descargase la tormenta, toda su furia, toda su pasión contra Aranda. Sin embargo, yo considero a Aranda enemigo peligrosísimo, que, además, cegado por otra pasión, la del despecho (hasta cierto límite muy justificada), en posesión, es bien seguro, de un magnífico archivo, muy documentado, con mucha información, gran cabeza y peor intención que un toro de Miura; me gustaría leer la historia de este régimen, su historia, de la que éste y su vértice, Franco, saldrán muy mal parados. Saldrá a relucir (el insigne, culto y capaz, teniente general Kindelán, desde otro punto de vista, pero a los mismos fines de fustigar al régimen y su encarnación, formará en las mismas filas, con otros escritores militares ilustres también, que Aranda) todo aquello que la terrible e implacable censura prohíbe a sangre y fuego se escriba y denuncia, y, sin embargo, la mayor ambición de Franco, se puede jurar, es, que la censura se levantase y lo enalteciese en régimen de libertad, pero, escasamente duraría 48 horas él y su régimen, lo dicen sus incondicionales, si el tupido velo de la censura se levantase. La luz y taquígrafos del insigne y gran hombre, Don Antonio Maura Montaner, es la gran válvula de escape y seguridad para evitar las terribles explosiones de situaciones como la que padece España; era hombre de grandes talentos y culturas y sabía muy bien lo que se decía y hacía, ¡quién lo pescase! como a tantos otros. Las comparaciones resultan odiosas y, en nuestro caso, más.

11.º Otro hecho cierto es, que se dio orden a todos los puestos de la guardia civil de Asturias, que, por el medio más rápido, se concentrasen todos en Oviedo. Medida grave en verdad y nueva arma de dos filos. Es cierto, que los más próximos a Oviedo, con fáciles y frecuentes medios de comunicación, les fue fácil ganar la capital, pero ¿y los restantes?, ¿y los familiares de los guardias? En cuanto el enemigo se percató de tal maniobra, era el toque de guerra, nuevas «vísperas sicilianas» si es que existieron estas últimas. En honor del Cuerpo, fueron muchos los puestos que no apostataron y sucumbieron cruel y heroicamente en sus casas cuartel luchando, los del puesto de Cabañaquinta sufrieron un martirio horroroso, espeluznante, siendo los principales autores de tales horrores, tres hermanos ganaderos, que luego pagaron también con su vida tales infamias; otros llegaron a Oviedo, y, muy contados, apostataron. ¿No hubiese sido mejor echarse al monte, que tan bien se presta a la defensa y luchando tratar de ganar Oviedo? Pero ¿y sus familiares?, se volverá a preguntar. Se dirá: sí, efectivamente, su situación sería desesperada si los constituían en rehenes, pero, peor aún sería ver cómo martirizaban y asesinaban a los suyos, independientemente, de que muchos de esos familiares podrían haber seguido a los suyos en su éxodo y lucha por el monte, a Oviedo, en estos casos se buscan sólo situaciones menos malas.

El que las fuerzas de la Guardia Civil se reconcentrasen en Oviedo por el medio más rápido, se ve fue cosa repentina e impremeditada. Si el pronunciamiento militar se veía venir y Aranda estaba avisado (sería imperdonable y peligroso no haber contado con él) y conforme, debió tener confeccionado, con tiempo, un plan de operaciones madurado, pensado, del todo distinto al que se vio obligado a improvisar, casuístico, y nunca se debió perder a Gijón, sobre todo, tan pronto y con rasgos de heroísmo, algunos, no muy bien clarificados. Faltó organización, previsión, tan propias de un jefe de Estado Mayor que, ante todo era Aranda. En Gijón, polarizando alrededor de las fuerzas de ingenieros, infantería (no ignoro que la gran mayoría de los soldados estaban con permiso, pero tampoco ignoro estaba en los cuarteles el armamento y municiones correspondientes a aquellos) y Guardia Civil, se debió constituir un fuerte núcleo de resistencia, armando, con el mucho armamento disponible, al mucho elemento de orden, no quiero decir de derecha o izquierda, en lo que nunca creí, que en Gijón existía, municionándolo, encuadrándolo y aprovisionándolo, no encerrándose por nada del mundo en los cuarteles ni en lugar cerrado alguno. ¡Enorme y tremendo error! revive la idea de antiguo de que «plaza sitiada, plaza tomada». Constituido el núcleo, debió echarse también a los montes, nunca quedarse en Gijón por análogas razones a las anteriores, pues, repetimos, es quedarse sitiados voluntariamente; buen y trágico ejemplo lo tenemos en el cuartel de la Montaña de Madrid. Una vez las fuerzas en el monte, en el campo, que no tiene puertas, debió de tratarse de establecer enlace montañero con el núcleo de Oviedo, replegándose, si venían mal dadas, sobre este núcleo, dándose mutuamente, una mayor fortaleza. Los puestos de la guardia civil más próximos a Gijón que a Oviedo, empezando por el de Avilés, debieron concentrarse en la primera de dichas poblaciones, pero todos ellos, como los que debían hacerlo sobre Oviedo, por el monte, es repetición intencionada, luchando, si era preciso, y dentro de estos puntos de concentración final, debieron hacerse concentraciones parciales de la Guardia Civil, de líneas primero y después de compañías para que el núcleo fuese cada vez más fuerte. Todo menos el sacrificio inútil y estéril, aunque heroico, de algunas fuerzas de Gijón y de muchos puestos de la Guardia Civil que fueron realmente masacrados. El mero hecho de encerrarse ya lleva consigo gran espíritu de depresión y cierta impotencia, dando lugar, como ocurrió en Gijón, a que muchos abandonasen los cuarteles.

Lo expuesto me suministra pruebas, a mi juicio, para deducir y concluir que, en Aranda, hubo indecisión, demasiada indecisión, rayana en oposición, y, únicamente, cuando en los últimos momentos, no hubo más solución que optar, tomó la actitud que todos conocemos, que finaliza y sintetiza en la LAUREADA que ostenta orgulloso en su pecho; y, creo, que, cual nuevo Jordán, repetimos, debió lavar todos los pecados que por acción, omisión o intención, más graves unos que otros, cometió, entre ellos, el capital de poner en práctica aprisa y corriendo un plan de defensa con toda premura pensado, sin reflexión.

De Aranda, queridos lectores, no se ha dicho nunca que era «un pobre hombre» ni «un buen hombre» ni siquiera «buen padre de familia» (era, no sé si lo será, mujeriego empedernido) como se ha dicho y dice de tantos otros encubriendo con ello, generalmente su ineptitud. Tampoco se ha dicho de Aranda ser tonto ni vago ni falto de carácter. ¿Qué se ha dicho, en resumidas cuentas, de él? Y en relación con su gran aptitud para todo, es bien segura, que esa su gran capacidad y carácter, cultura e inteligencia, hayan hecho incompatible su convivencia con Franco, quien precisa rodearse de hombres que él domine, bien por su incapacidad o menor cultura, o bien por su falta de carácter. A los primeros pertenecen los Varela, Martín Alonso, Camilo Alonso, Muñoz Grandes, García Escámez, estos tenientes generales, entre otros militares. Y a los segundos, [Juan] Vigón, Asensio, García Valiño, Ladreda (que tiene el gravísimo defecto de prodigar el , lo que le ha costado y cuesta grandes disgustos al poner la letra al cobro), [Fidel] Dávila, [Joaquín] Benjumea, el lírico, mejor aún cómico, de [José] Ibáñez Martín y otros y otros por el estilo. Los capaces y de criterio independiente como Kindelán, Aranda, Orgaz, [Luis Miguel Limia] Ponte, [Nazario] Cebreiros, Martínez-Campos (don Carlos) y tantos otros, nada tienen que hacer en estas situaciones. Aún puede formarse un tercer grupo entre los que le rodean, adulan y bailan, especie de juglares y bufones, que le apoyan por los ascensos, cargos y prebendas de que disfrutan.

12.º Como final diremos, que Aranda procede del pueblo y que a su propio esfuerzo lo debe todo, porque la ayuda que ha podido recibir habrá sido para ayudarle a caer. Es, pues, hombre, de los que se ha impuesto por sí mismo. Nacido en el humilde hogar de un sargento de sanidad militar, de lo que nunca hizo alarde ni tampoco silenció (a Camilo Alonso Vega, hijo de una lavandera del Ferrol, y a Pablo Martín Alonso, hijo de un fogonero de la armada de la misma localidad, no solo ocultan su origen, sino que casi, casi hay que hablarles por medio de memoriales). Su niñez se desarrolló, y su primera juventud, con «los chicos de la calle» y es bien seguro no ignoraría y pasaría dificultades de orden económico, que, luego, trocó por esplendideces y vida muelle y regalada familiar y oficial. Los jefes, oficiales y tropa que él mandaba eran las mejores atendidas y aún le sobraban elementos para obsequiar a las vecinas y amigas, pero, claro es, que por donde pasaba se quedaba con el santo y la limosna, bajo la forma de donativos o como fuese porque los millones en él, no contaban. Sin embargo, él, personalmente, no es vicioso ya que prescinde del tabaco, bebida y juego, y, en realidad, su único vicio consiste, aparte las faldas, y ahora supongo que ni aún eso, en trabajar cada día más que el anterior; y es ley general, que quienes nacieron en humilde cuna al llegar al pleno uso de la razón, o trinan contra los de su clase o reniegan de ella, llegando hasta ocultar su origen; no hay términos medios, siendo en mayor número, no sé por qué, los que optan por lo segundo, cuando tan grande es lo primero. Llegado el momento de tener que sublevarse, lo que, en la práctica, vamos a dejarnos de historias y cuentos tártaros, es colocarse enfrente del pueblo humilde de Asturias, del proletariado, del que procedía ¿cómo influiría en su cerebro dicha humildad de su cuna?

Última interrogante, señores, y aun cuando Aranda ha de estar presente en todas las cuartillas siguientes de Asturias, quiero me ayuden a descifrar «el enigma Aranda», porque a pesar de todo lo expuesto, yo, no he podido[60].

Así acaba este primer cuaderno que venía encabezado con la frase: «¡¡¡ASTURIAS!!! ¡¡¡LA ROJA!!!». Posteriormente, una nota manuscrita añadía: «Dato importante, como elemento de juicio, es que la conferencia de Franco con el ministro del Ejército se celebró en el Gobierno Militar y que estuvo presente Aranda. En Oviedo la opinión imparcial afirma sin titubeos, que Aranda estaba comprometido con el elemento revolucionario asturiano, pero en los últimos momentos, ante la seguridad de perder la vida, cayó del lado del elemento patriota de Oviedo. Esta afirmación me la hizo, entre otros, el coronel de Artillería retirado don Eduardo Gómez Llera, ovetense, que, desde el primer momento, intervino en el sitio y defensa de Oviedo».

A pesar de este último apunte, el segundo cuaderno de la serie vuelve a destacar el carácter decisivo que tuvo para el triunfo del levantamiento militar en Oviedo el decantamiento de Aranda. A él se sumó, a pesar del soterrado enfrentamiento entre ambos, el jefe de la Guardia de Asalto, Gerardo Caballero Olabezar. De hecho, este último protagoniza los primeros párrafos, al ser caracterizado por Latorre como un «mangoneador» y acumulador de cargos —entre otros, el de gobernador civil—. El ejemplo concreto de homenajes forzados, abusos y fanfarronería son elevados a categoría común entre los nuevos jerarcas del futuro franquismo.

En esta misma línea, se traza un displicente y crítico retrato del alcalde de Oviedo entre 1937 y 1940 Plácido Álvarez Buylla. Miembro de una familia del tradicional círculo dirigente asturiano, aprovechó sus buenos contactos con el entorno del dictador, especialmente con Ramón Serrano Suñer, para evitar el frente. Para el nuevo gobernador militar, esta cobardía resultaba imperdonable en un español joven, más aún cuando —como se ve obligado a reconocer— su puesto lo ocupaban italianos y alemanes. El amilanamiento se agrava por los presuntos episodios arbitrarios, como el uso para fines privados de los presos republicanos. A ambos, gobernador civil y alcalde, deberá imponerse un Latorre que, paralelamente y según su versión, cortará de raíz las prebendas injustificadas que se arrogaban algunos vencedores.

A los inmensos daños materiales sobre las infraestructuras, comunicaciones y transportes, se sumaba la paralización de la industria, sobre todo naval y minera. Ello abocaba al hambre a familias enteras —se menciona a treinta mil mineros en paro— que, además, se veían sometidas a abusos discrecionales, cuando no directamente a violencia y represión. Todo ello reforzaba la razón de ser y explicaba, en última instancia, que el gobernador militar dispusiera de treinta mil efectivos para controlar una región en principio apaciguada.

En su relato, Latorre se nos presenta como un impulsor incansable de medidas de racionalización y reconstrucción material, pero también de corrección de los abusos represores y de mejora de las condiciones de los presos. El repaso a las medidas adoptadas incluye reflexiones sobre la evolución del Ejército (con un reconocimiento al esfuerzo realizado por Azaña como ministro y una fuerte crítica respecto de algunos de sus sucesores) y sobre la salvaje represión desencadenada por sus compañeros de armas: «se mató mucha gente, demasiada, excesiva».

De hecho, el tema principal de este cuaderno es la crítica a la represión desencadenada tras la ocupación de Asturias. Una violencia gratuita convertida en espectáculo y en muchos casos vengativa. Sobre este último extremo se analiza la ojeriza de Aranda contra los militares que, encabezados por el coronel José Franco Mussió, permanecieron leales a la República y acabaron rindiéndose ante el general Camilo Alonso Vega. El máximo responsable de la sublevación en Oviedo no cejaría hasta conseguir la ejecución de sus antiguos compañeros. «El cacareado cristianismo o catolicismo de fusilados y fusiladas no se vio por parte alguna ni por las víctimas ni por los verdugos».

Latorre también entra en detalles sobre las responsabilidades últimas de la represión, que centra en los generales Franco y Dávila y, para el caso asturiano, en el general Eugenio Pereiro Courtier, quien ya en 1934 había actuado como auditor, justificando los excesos cometidos por los legionarios y regulares como lógica reacción: «Que los bárbaros y cruentos espectáculos que se encontraron las fuerzas en su avance es justo que hayan crispado de noble y justa indignación a todos sus miembros»[61]. Ahora, según el gobernador militar, debía evitarse que la situación se perpetuase. Para ello, se debían mejorar las condiciones de los presos, acelerar la tramitación de sus expedientes y sanciones, proteger sus vidas de posibles sacas y frustrar también conatos de fuga como el que, presuntamente, debía tener lugar en febrero de 1938 poco después de la reconquista de Teruel por las tropas republicanas a finales de 1937:

DON GERARDO CABALLERO OLABEZAR. Vamos a ver si en la semblanza de este nuevo personaje, tenemos un poco más suerte que en la del anterior, general Aranda, ambos enemigos por ser ambos ambiciosos y soberbios.

Caballero, en julio del 36, se encontraba de guarnición en Oviedo mandando el Grupo de Guardias de Asalto ya que así se denominaba entonces a la actual Policía Armada, y es un hecho, por todos reconocido, aunque sin sacarlo de quicio, que, obedeciendo órdenes de Aranda, y esto es muy importante, contribuyó con decisión al triunfo del Levantamiento o sublevación, según el punto de vista que escojamos, al conseguir atraerse a la causa a los de Asalto, que estaban demasiado indecisos, mediante energía y vibrante alocución.

Después de este primer hecho, que tanto le enalteció y envaneció, quizá con exceso, ya que se le ha adjudicado con injusticia grande el título, nada menos que, de salvador de Oviedo, recordando a Jesús, después de este primer hecho, repetimos, tomó parte activa en el sitio y defensa de Oviedo en una de sus posiciones más avanzadas donde resultó gravemente herido, perdiendo el ojo derecho. Esto podrá ser todo lo sensible y emotivo que se quiera, pero no conviene sacar las cosas de quicio, repetimos, y colocar a Caballero en el templo de la heroicidad. Fue un verdadero azar el que una bala enemiga fuese la causante de la pérdida de un ojo, pero ¡tantos lo perdieron en la contienda y andan por esos mundos de Dios o del diablico olvidados! ¿Qué decir entonces de los que quedaron ciegos? ¿Y de los muertos? La guerra es eso y sólo eso.

Después de convaleciente de la herida y una vez liberado Oviedo, cambió la espada y la vida activa de campaña por la pluma y la poltrona al ser nombrado gobernador civil de Asturias, con residencia en Luarca, reconquistada por las columnas gallegas al ir a liberar Oviedo.

Conviene advertir que la esposa de Caballero ejercía y ejerce una gran influencia sobre su marido, hasta el extremo, que, a doña Paulita, tal es su nombre, con razón o sin ella, se le achacaba cuanto bueno o malo hacía su marido.

Cuando llegué a Oviedo para tomar el mando integral de la provincia, tanto en su aspecto civil como militar, lo que suponía una subordinación total a mi autoridad por delegación de la cual debían actuar, me encontré con que, mi hombre, Caballero, además de ejercer las funciones de gobernador civil, en nuestro caso mangoneador, como procuraremos demostrar, desempeñaba los siguientes cargos: jefe de Milicias de FET; jefe de las fuerzas de Asalto; jefe de Orden Público de Asturias, ahí no es nada; y, además, otros cargos de menor cuantía. Como se comprenderá, de no ser un hombre muy superior, y el nuestro no lo era, resultaba imposible hacer nada útil, ya que, por otra parte, las circunstancias especialísimas que concurrían en Asturias, cualquiera de esos cargos, debidamente ejercidos era capaz de agotar a un hombre bien dotado.

Como yo noté, desde los primeros momentos, que todo su afán era la plácida y agradable independencia, es decir, autoridad (mangoneo, intriga, favoritismo, etc.) sin responsabilidad, prontamente puse las cartas sobre el tapete y boca arriba para centrarlo en su única misión, de un delegado mío en aquello que quisiera delegarle, porque el estado de guerra en Asturias tenía aún mayor extensión y profundidad que en el resto de las provincias reconquistadas, lo que en la práctica quería decir que todos los poderes estaban concentrados en la autoridad militar excepto el judicial, con gran satisfacción por mi parte, y más aún, también en Asturias donde tanto se castigó, seguramente, con exceso y cuyas consecuencias pagamos ahora ¡¡todavía!! en 1950 ya que los odios familiares de tantas ejecuciones no remiten, pues conviene adelantar, como dato importantísimo que eran poquísimos, un tres o cuatro por ciento, los que recibían los sacramentos antes de morir.

Con los antecedentes expuestos a la vista, recabé del ministro del Ejército, en Burgos, la confirmación plena y formal de que todo lo relacionado con el Orden Público dependía de mi autoridad, lo que no se hizo esperar en telegrama urgente, en cuyo momento, llamé a Caballero a mi despacho y se lo hice presente, contestándome que él nunca lo había dudado ya que se creía simplemente un delegado mío. De todos modos, con éstos que quieren sentar plaza de héroe y más si son mutilados, todas las precauciones a tomar son pocas para que no le absorban a uno en cuanto no está en su puesto.

Le hice presente mi resolución de desligar completamente del Gobierno Civil todo cuanto tuviese relación con el Orden Público y que ya tenía designada la persona, para que no hubiese dudas, el teniente coronel de Inválidos don Eladio Amigó, que debía ocuparlo, dándole una orden escrita para que entregase toda cuanta documentación y demás tuviese en relación con el Orden Público en Asturias al nuevo delegado.

A continuación, le relevé del cargo de jefe de Milicias de Asturias que entregó al comandante de Caballería, don Rogelio Puig. El bueno o malo de Caballero, por debilidad o por lo que fuese, se valía de dicho cargo para eludir el que una partida de paniaguados, que por su edad debían ir a servir en el ejército y de allí a los frentes de combate, se quedasen tranquilamente en Asturias y, a ser posible, en sus casas; todo por obra y gracia de doña Paulita.

El mando de las fuerzas de Asalto quedó confiado al capitán más antiguo de dicho Grupo.

Sentadas bien firmemente las funciones delegadas de Caballero, es decir, privado de caciquear, quiero referir, ante todo, un hecho que criticó unánimemente todo Asturias.

Con motivo de si fue o no el alma de la sublevación de Asturias, del sitio y defensa de Oviedo y de que perdió un ojo, gente oficiosa e interesada acordó rendirle un homenaje (siempre los oficiosos e interesados, los logreros, son quienes los organizan, e incluso luego de realizarlos, si así conviene a sus intereses particulares, los critican acerbamente), pero nada de palabrería hueca y vana ni de que oliese a papel, cartón o cartulina, ni siquiera pergamino, sino cosa tangible, exceptuando las fungibles que se consumen con el uso, maciza, arrogante y, sobre todo, valiosísima. En su vista los aduladores acordaron fuese una placa de plata y, a su vez, encargar a los ayuntamientos patrocinasen y se encargasen de la suscripción. La cosa, como el lector comprenderá, no estaba del todo mal pensada, siendo Caballero el gobernador civil y el que había nombrado los tales ayuntamientos, ya que en esta forma se aseguraba la espléndida aportación de los mismos, ¡cómo no! en argentino, a la par que la coacción de aquellos sobre los respectivos vecindarios. Y así resultó ello de bien, porque en aquellos tiempos, otoño de 1937, en que la peseta valía muchas veces más que ahora (diciembre del 49) la suscripción rebasó con mucho las cincuenta mil pesetas, y ahora empieza el verdadero lío. ¿Qué hacer con ellas ya que, para una placa de plata, por grande y maciza que fuese, eran excesivas pesetas? Pues a preguntárselo a doña Paulita, y no crean Vdes. se le ocurrió que el sobrante se entregase a los necesitados que entonces, y ahora, eran legión en Asturias, ¡quía!, la solución fue más maquiavélica y diabólica, que con el dinero sobrante de la placa de plata se adquiriesen unos gruesos brillantes y se incrustasen en aquélla, que le sentaban como a un Cristo tres pistolas; pero, en esa forma, se expuso en dos joyerías una de Oviedo y otra de Gijón con gran asombro y escándalo de todos, necesitados y pudientes, pero que les quiten lo bailao a don Gerardo y doña Paulita y todo lo demás que Vdes. quieran sobre las 50 000 pesetas del ala, pero no volando.

A mí se me quiso azuzar, por algunos que le daban la enhorabuena a don Gerardo por lo de la placa ¡hay que agarrarse y prevenirse! para que yo interviniese suspendiendo la suscripción por amoral o inmoral, es lo mismo, ya que la a y el in niegan, pero me resistí terminantemente porque acababa de llegar y ya estaba iniciada y podía aparecer como envidia o poca caridad en lugar de justicia; me negué, eso sí, a que el gobierno militar diese un céntimo, que ya está bien.

Otro sucedido de importancia mayor tuvo lugar en relación con don Gerardo al solicitar éste su ascenso por méritos de guerra, entre los que figuraban la sublevación de los de Asalto y su actuación en el sitio y defensa de Oviedo perdiendo un ojo, y en este momento se puso de manifiesto y patente que nada extraordinario, ni mucho menos heroico había realizado ya que la votación arrojó un rotundo NO de sus compañeros de armas en el sitio y defensa de Oviedo, saliendo a la superficie en esta ocasión la soberbia de las personas, pues se presentó en mi despacho para darme cuenta del juicio de la votación del todo adverso y los nombres de los malditos que puso a bajar de un burro y que se llaman los hoy generales, Recas, Fernández Ladreda, [Antonio] García Navarro y coroneles y tenientes coroneles Álvarez Buylla, Bozzo, Uría, Menéndez, Sangüesa, Uzquiano, Albornoz y toda una serie interminable de ellos. Me añadió que pensaba dejar el cargo y marchar voluntario al frente, para probar sus dotes de mando, como así lo efectuó, en parte, por lo expuesto, pero, en parte mucho mayor, porque el papel de cacique máximo asturiano se había ido cotizando a la baja hasta casi anularse.

Otro hecho que nos puede servir para hacer la semblanza de nuestro Caballero es el siguiente. Todos cuantos han pisado Oviedo saben y conocen, que en la calle de Uría, la principal, existe el aristocrático café de Peñalba; pues bien, otra vez, cómo no, allí tenía su tertulia el gobernador civil, nutrida o concurrida, como todas las de las autoridades en el ejercicio de sus cargos y máxime si estos son de índole gubernativa, cuyos contertulios, generalmente, son los primeros en ponerles verdes cuando cesan en sus cargos, a no ser que el cese sea debido para escalar otros de mayor categoría, en cuyo caso sigue la coba, es decir, el embuste gracioso.

El Gobierno Civil está cerca del café citado y ¿cómo creen Vdes. que se trasladaba don Gerardo desde su residencia al café? Pues muy grotescamente, ya que se hacía acompañar siempre, por las populosas calles de Oviedo, fuese o no al café, por ¡dos guardias de Asalto con dos pistolas ametralladoras Mauser montadas y con el dedo índice en el gatillo, como vulgarmente se llama! Naturalmente, que los comentarios eran sarcásticos porque el general gobernador militar de Asturias, un servidor de Vdes., lectores, si los tengo, marchaba por la capital y provincia de día y de noche, sin la menor protección, como no fuese en viajes largos con un segundo coche de repuesto.

También quité a don Gerardo, como a las restantes autoridades, a fin de unificar criterios, la facultad de imponer multas, requisar y detener (sobre todo a Falange) sin mi autorización. Por cierto, que no puedo resistir la tentación de contar un jocoso sucedido en relación con este asunto.

Un buen día, se sentaron a nuestra mesa, y digo nuestra porque comíamos reunidos los integrantes del Cuartel General, cierto número de ferroviarios (maquinista, fogonero, guardagujas, etc.) quiero recordar eran cinco, y el motivo del ágape no podía ser más sagrado ni de índole más elevada y fue el siguiente.

Con motivo de una explosión fortuita en la fábrica de explosivos de La Manjoya, a unos ochos kilómetros de Oviedo, se produjeron grandes incendios en los diversos y de gran capacidad, depósitos de proyectiles cargados con trilita y en espera de salir para los frentes de combate (diariamente debía salir un tren). La estación de ferrocarril de La Manjoya se encontraba cerca de los citados depósitos a fin de facilitar la carga y descarga de los mismos en los vagones, por lo que los cascos de los proyectiles que explotaban, más lingüísticamente, que hacían explosión, caían sobre los vagones, pero la preocupación máxima se centraba en el avance del incendio sobre una serie de vagones, unos veinte, ya cargados en el interior de los mismos y que aquella tarde debían salir para los frentes de combate como era ya preceptivo. No había máquina que debía venir con la anticipación conveniente de la estación, creo de Soto del Rey. Al pedir la máquina con la mayor urgencia no se silenció de lo que se trataba —que, por otra parte, es bien seguro lo conocían— solicitándose un equipo voluntario que llegó rápidamente y cuando ya las llamas y sobre todo las elevadas temperaturas rondaban los vagones. Con toda diligencia y tranquilidad y cada uno en su puesto se procedió al arrastre del tren hasta sacarlo fuera de la zona de peligro, ya todo él recalentado y con el subsiguiente e inminente peligro, por lo que el tren pudo salir cargado con el mortífero alimento de nuestras insaciables bocas de fuego, y, ahora, llega lo chusco.

Del hecho, tan grande como sencillo, se dio conocimiento a la superioridad, y se acompañaba propuesta de cruces del Mérito Militar para todo el personal del equipo que intervino en tan peligrosa maniobra, que les concedieron e impusieron. Por otro lado, me honré sentándolos a nuestra mesa y al final del almuerzo, ordené se les diesen, a cada uno de ellos, 250 pesetas. Y cuál no sería mi asombro al oírle decir al guardagujas, sentado a mi derecha por edad, «que bien me vienen estas pesetas para satisfacer una multa que por esa cantidad se me ha impuesto». ¿Cómo?, repliqué asombrado: y entonces me amplió lo anterior, diciéndome que vivía en Campomanes y que por no pagar la cuota del risible e inútil «día sin postre», el gobernador civil le había impuesto una multa de 250 pts. ¡a un pobre guardagujas! y esperaba ir a la cárcel al no poderla pagar. Entonces me dirigí al jefe de Estado Mayor diciéndole diese orden a aquella autoridad delegada de que levantase la multa. Se me hizo presente por dicha autoridad «si tenía antecedentes comunistas», contestándole que me parecía muy bien, aunque fuesen verídicos dichos antecedentes, pero que eso y mucho más quedaba borrado con el hecho heroico y voluntario realizado, ante el que muchos, no comunistas e incluso anticomunistas rabiosos, hubiesen vuelto la espalda, y aquí dio fin esta historia de Don Crispín aun cuando no todas.

Porque cuando consiguió lo destinasen al frente de Levante, trató de hacerme la faena siguiente, y digo trató porque no llegó a consumar.

La orden que tenían, terminante, los controles de las carreteras que dan acceso a Asturias era que no podía salir de Asturias ningún vehículo a motor sin orden escrita del Gobierno Militar, siendo válida, únicamente, mi firma o la del primer jefe de Estado Mayor, ambas registradas en todos los controles. Y como yo suponía que nuestro don Gerardo trataría de llevarse el coche que tenía en el Gobierno, soberbio, como gobernador civil y el danzante de su ayudante, alférez de complemento, otro, se apretaron las clavijas a los controles (Gerardo y su ayudante conocían perfectamente las órdenes a este respecto), pero todo fue inútil ya que los coches se escaparon. ¡Oh poder mágico de los coches que no son de uno! ¡Cómo los defendemos!

Pero, naturalmente, yo no permanecí inactivo, apresurándome a poner un oficio […] pletórico de razones y energía a la Superioridad relatando lo ocurrido y poniendo de manifiesto, que si faltas de esa naturaleza no se corregían con la prontitud y energía debidas sería muy difícil para el general gobernador militar de Asturias poder desempeñar su mando con eficacia. La respuesta o contestación a tal comunicación no se hizo esperar y, por cierto, ejemplar porque se impusieron los correctivos correspondientes y el retorno de los coches pródigos a sus respectivos garajes.

Mucho más podríamos seguir escribiendo a propósito de Don Gerardo, pero como estas Memorias sobre Asturias van a ser demasiado extensas, ya tendremos ocasiones de que el personaje salga varias veces a escena representando papeles que nunca sintió, porque el haber perdido toda su intriga al perder tanto cargo, QUE NO DESEMPEÑABA, no me lo perdonó nunca, ni durante la guerra ni después de la guerra.

PLACIDÍN ÁLVAREZ BUYLLA, ALCALDE DE LA HEROICA OVIEDO. Otro de los personajes con quien tuve que debatirme y batirme, un personaje no de cuento ni de novela, sino de la historia que estamos relatando lo más objetivamente posible, fue el que encabeza estas cuartillas y sus antecedentes en diversos aspectos son:

La familia Álvarez Buylla, de gran abolengo en Asturias, tiene la singularidad, nada de particularismos, de que en todos los sucesos políticos ocurridos en aquella región, consecuencia de convulsiones del mismo tipo ocurridas en España, parte de la familia cae en uno de los platillos de la balanza y la otra parte en el opuesto; y así ocurrió en 1936, que alguno fue fusilado (el [Arturo] Álvarez Buylla que estaba de secretario [sic, en realidad llegó a ser alto comisario] en la Alta Comisaría de España en Marruecos), con mayor o menor razón; otro sentenciado, un afamado médico ovetense en Consejo de Guerra; otros en el exilio; y otros, entre ellos nuestro Placidín, en el candelabro, por no decir araña, que estaría mejor, y más apropiado a nuestro caso, en el sentido figurado de araña.

Su profesión era, comandante de Artillería, y al ocurrir los sucesos del 36 se encontraba en Oviedo y no tuvo opción, por tanto, para no embarcarse en la aventura, porque quien no lo hacía, le olía la cabeza a pólvora. Se enroló con dicho empleo en el «Batallón de Voluntarios de Oviedo», organizado y mandado por Ladreda, y su actuación no fue nada sobresaliente ya que, malas lenguas afirman todo lo contrario. De todos modos, el caso es que, en un encuentro con el enemigo en las proximidades de la estación del ferrocarril del Norte, en que no dio ninguna prueba de heroísmo, ocurrió una gran voladura cuyas salpicaduras le llegaron, sin nada importante, pero, amigo mío, aprovechó bonitamente el caso para retirarse de la línea de fuego y ocupar la poltrona de la Alcaldía en cuyo cargo me lo encontré.

En relación con este punto, y otros, conviene no olvidar que la mujer de Placidín es parienta cercana de la de Franco y por ende de la del terrible, don Ramón Serrano Súñer, ¡¡OJO!!, entonces ministro del Interior, vulgo Gobernación, vulgo pone y quitaalcaldes.

El nombrarle la gente por Placidín, dice ya más que todo lo demás que, en conjunto o detalle pudiéramos decir sobre el mismo, ya que ese apelativo reemplaza al de simple, que es lo que en realidad era y sigue siendo.

Lo primero que se me informó por todos los conductos fue, que en el cargo no se ocupaba de nada. Pero a mí, y desde mi punto de vista de militar y artillero, lo que más me preocupaba era que, siendo comandante de Artillería y joven, cómo no estaba en el frente mandando un Grupo de baterías, y donde tanto escaseaban, recayendo ese cargo en muchos casos en capitanes. Pero lo que más me irritaba aún era que, existiendo muchos Grupos de baterías mandados por comandantes italianos y alemanes, desgraciadamente, un comandante español de Artillería, en activo, desempeñase el pasivo cargo en la retaguardia de alcalde de Oviedo, donde tantos y tantos hombres civiles había en muchas mejores condiciones para desempeñarlo a plena satisfacción del vecindario.

Como es reglamentario y lógico nada más posesionarme del cargo vino a presentarse y ponerse a mis órdenes en mi despacho oficial. Le hice presente mi extrañeza de que un hombre joven, como él, sin mutilación alguna y comandante en activo de Artillería estuviese en un destino tan sedentario y de retaguardia como el de la Alcaldía de Oviedo, contestándome que ya había pedido destino en el frente, pero que no se lo daban. Me rogó si podía dejarle algunos prisioneros entendidos en arboricultura y jardinería para arreglar los diversos parques ovetenses, a lo que accedí, pero con la precisa condición, que con su propio personal debía atender la custodia, mientras trabajaban, y facilitar autobús o camioneta para la ida y regreso al campo de concentración, La Cadellada, a menos de tres kilómetros, y pronto hemos de ver el gran interés con que cumplió esta orden [de forma manuscrita añade: «Le recalqué muy mucho no se empleasen en trabajos particulares»].

Hablé con Ladreda del caso Placidín, ya que realmente era un caso, para que lo hiciese por su cuenta con él y sus compañeros de Arma, ya que, como un artillero más, me avergonzaba bastante lo que estaba ocurriendo. Cumplió la comisión Ladreda, notificándome, se había convenido con Placidín en que escribiría una carta a Serrano Súñer, de quien dependía, insistiéndole en que se le mandase al frente, cuya copia me entregó Ladreda. Pronto se aprestó el interesado, es ya mucho Placidín, a comunicarnos y enseñarnos la respuesta en la que Serrano Súñer le decía ¡¡¡agarrarse con fuerza para no caer!!! era «insustituible» en el importante cargo de alcalde de Oviedo (además, y esto sí que era insustituible, con muchos miles de duros de congrua), donde jamás hizo nada de nada que no fuese incuria y abandono del cargo, que todos, sin excepción, reconocían. Total, que por ser vos quien sois, nuestro interfecto no empuñó las armas, y no en grado heroico, más que el mes y medio o dos meses, que duró el asedio, no la defensa, de Oviedo, porque cuando cesó en el cargo, por influjo indirecto de su mujer, por si tenía o no relaciones íntimas o amistosas con una que no lo era (presumía de niño bonito, casado y sin hijos) se le mandó de gobernador civil a Las Palmas de Gran Canaria donde siguió vegetando varios años, también sin hacer cosa alguna de provecho, pero, repetimos, era pariente cercano del mandamás de aquel entonces, el fiero Serrano Súñer, otro, que tampoco nos ha explicado nadie, en paridad con Muñoz Grandes, cómo logró salir de Madrid, salieron, sanos y salvos. Cuando consiguió la privanza de Franco, que bien cara le costó, y costará, a éste, y en cuyo cargo reemplazó a Nicolás Franco, le dijo éste a su hermano: «Tú prescindes de mí, pero caro te costará el cambio», y así fue, ya que ha sido muy grande el perjuicio, que tan nefasto político, tránsfuga de la CEDA, causó al régimen y a Franco, hasta que el último se decidió a largarlo violentamente por la borda a consecuencia de los desagradables sucesos de Bilbao, Basílica de Begoña, a su salida, entre requetés y falangistas. En su vesania llegó, indica un alma depravada, a querer detener a Gil Robles en la provincia de Salamanca (la orden la dio y aún tuvo valor para dar una nota a la prensa desprestigiando a Gil Robles) en uno de los varios viajes que aquél efectuaba desde Portugal donde había fijado su residencia, sencillamente, por no estar conforme con el régimen, lo que, según estadísticas exactas, ocurre al 90 % de los españoles, aun cuando al 50 % de esa cifra, se les ponga la carne de gallina cuando se habla de sustituir a Franco; allá veremos cuando la hora llegue, que indefectiblemente llegará, cual de esos dos 50 % tiene razón.

Y ahora volvamos de nuevo a los prisioneros y a nuestro flamante alcalde, que todo su afán, el mayor y el único, que se arreglasen los tranvías de Oviedo en sus dos aspectos, material fijo y móvil, todo deshecho, pero ese interés procedía de que era director gerente de la compañía, no porque fuese alcalde. ¿Está claro, queridos lectores?

Placidín no se ocupó en lo más mínimo de cumplir ni hacer cumplir, la orden de que los prisioneros se empleasen únicamente en trabajos de utilidad pública, ni de que se les custodiase. Algunos pocos con completa desgana arrancaban algo de hierba en los jardines, pero sin custodia de ningún género, y la mayoría en grupos atomizados de tres o cuatro deambulaban también sin custodia alguna (con esa diseminación, realmente, era imposible ejercerla) por las calles o lo que era aún peor desde un punto de vista moral, los empleaban en trabajos particulares en las viviendas de amigos seleccionando oficios, fontaneros, albañiles, carpinteros, etc. Como a mí no me conocían pude comprobar personalmente los hechos en cuanto se me denunciaron y en su vista, llamé a mi despacho al pseudoalcalde para hacerle patente mi disgusto ante el empleo que hacía de los prisioneros, que, independientemente, de no hacer ninguna labor útil, gozaban de plena libertad, por cuya razón varios de ellos habían desertado, no presentándose muchos días el camión o camioneta a recogerlos para trasladarlos al campo de concentración. Me prometió se corregiría todo, pero como así no ocurrió, ordené no fuesen más a Oviedo para perder el tiempo. Lo curioso fue, que luego, el amigo de la pipa a pesar de no fumar, me pasaba a mí la cuenta de que no se adelantase nada en el desescombro y limpieza de Oviedo, todo él un verdadero montón de abandono e incuria de la autoridad municipal, la que vino a mi despacho a manifestarme que le parecía observar estaba yo descontento de su gestión, lo que no negué, y al preguntarme si debía presentar la dimisión del cargo, le respondí que eso era cuestión suya y que hiciese lo que creyese más conveniente a sus intereses y los de la ciudad, que fue… quedarse hasta que lo echaron. Todos podrán comprender es un consecuente y buen amigo mío. Sólo diré, por mi parte, que el caso Placidín, es un verdadero caso, repitiendo, por ser vos quien sois. […].

ORGANIZACIÓN DE LA VIDA ECONÓMICA Y SOCIAL DE ASTURIAS. Ya creo haber escrito que todas las comunicaciones estaban destrozadas y lo mismo las industrias en todo el inmenso campo que abarca en Asturias, empezando por la básica, la del carbón. Constituía un verdadero problema el poderse mover por corta que fuese la distancia a recorrer. Las minas abandonadas, inundadas y con grandes hundimientos. En carreteras y calles y plazas de los pueblos verdaderos ejércitos de parados con caras famélicas y de resignación mal reprimida, pero sin la menor convicción, y en este último aspecto así continúan hoy día (enero de 1950) y continuarán. Por si esto fuese poco, muchos miles y miles de hombres perfectamente armados y pertrechados por los intrincados montes asturianos cometiendo todo género de fechorías, asesinatos, ataques a la fuerza armada, robos, venganzas, etc. Y como final campos de prisioneros, cárceles, prisiones reglamentarias u oficiales y prisiones improvisadas sin las menores condiciones de seguridad, todo congestionado, hacinados, mejor dicho, de prisioneros y presos, que daban lástima u horror según el prisma desde el que se les mirase, entre los cuales existían, en gran número, de gran peligrosidad, grandes presuntos asesinos y futuros condenados a muerte.

Tales eran los principales problemas con los que hube de enfrentarme, en unos, a tiro limpio, que procuraba con arreglo a mi criterio de siempre, fuesen los menos; en otros, la mayoría, con justicia y caridad.

COMUNICACIONES Y TRANSPORTES. A base de los ingenieros militares, en íntima y estrecha colaboración de los ingenieros de Caminos civiles, se confeccionó un plan para, provisionalmente, y por medios de circunstancias, restablecer aquellas comunicaciones de vital importancia para la vida industrial (cada cual creía que la suya era la más importante y hube de poner a prueba mi energía y mi justicia) del país, sin olvidar el militar ya que por todo y ante todo estábamos en implacable, incruenta y encarnizada guerra, casi sin cuartel. Algo, poco, se aprovechó de las comunicaciones que las fuerzas habían restablecido, muy de precario, en su avance.

Se les dotó a ese plantel de ingenieros del mayor número de medios posibles pues al marcharse de Asturias las fuerzas que la conquistaron se llevaron consigo cuanto pudieron de todo, y todos los días al darme el parte el jefe de los trabajos coronel de Ingenieros, don Mariano Zorrilla y Polanco, buena persona, inteligentísimo, trabajador infatigable y borracho empedernido, veía cómo se restablecían comunicaciones tras comunicaciones, con muchas medianas pistas y rodeos, efectivamente, y con puentes provisionales que había que pasar con grandes precauciones, pero que ninguno se hundió. Los ferrocarriles siguieron el mismo ritmo, pero en ellos los destrozos habían sido menores.

Restablecidas las principales comunicaciones en forma provisional, se empezó otra nueva etapa para hacerlas definitivas a la vez que se procedía a ir restableciendo, también provisionalmente, las de carácter más secundario.

A medida que se avanzaba en el restablecimiento de las comunicaciones, paralelamente se avanzaba en el de los transportes, encargándose de la distribución de los camiones, para lo que también había tiros, todos requisados, de momento, el teniente coronel de Artillería, Ladreda, que, a su vez, asumía el cargo de jefe de Movilización Industrial de Asturias.

Las comunicaciones telefónicas y telegráficas se habían ido restableciendo, algunas de ellas, por las fuerzas, en su avance hacia Oviedo y Gijón, claro es, que de una manera provisional y circunstancial. Por ello hubo que repasarlas y consolidarlas por personal de la Compañía Telefónica en íntima colaboración y compenetración de fuerzas de Ingenieros del Ejército, y, a su vez, poner en servicio aquellas otras líneas, muchas, que habían quedado destruidas, e instalar otras nuevas que eran vitales para mi mando, como medio de enlace entre el despliegue de los 30 000 hombres que tenía a mis órdenes en Asturias. Aquel invierno, el de 1937, precisamente, nevó mucho en Asturias lo que hizo durísimo el trabajo de reparación, instalación y vigilancia de las líneas, ya que el enemigo las inutilizaba continuamente, pero las inclemencias del tiempo, se procuraba atenuarlas, mediante unas camionetas, furgonetas o coches ligeros que convertidos en bares muy bien surtidos y del todo gratuitos acompañaban a los equipos de trabajo.

Además, en el Gobierno Militar disponía de una Compañía completa de radiotelegrafía con varios equipos de aparatos de diversas potencias, sobre todo, uno de ellos potentísimo a mi servicio directo, instalado en el parque del jardín del Gobierno Militar para comunicar con Burgos y La Coruña, principalmente, en radiogramas oficiales. Este medio de enlace inalámbrico lo empleé entre el Concejo de Ibias, las Hurdes asturianas, allí donde Cristo dio las tres voces, y Cangas del Narcea, 60 kilómetros, región del todo aislada del mundo exterior desde que éste existe, y donde los adelantos modernos empezando por la electricidad, teléfonos, radio, etc. eran del todo desconocidos como más adelante hemos de ver con todo detenimiento.

PUESTA EN MARCHA DE LA INDUSTRIA ASTURIANA. En relación con el problema industrial de Asturias, y principalmente el minero, llamé a mi despacho al presidente del Sindicato Minero de Asturias, luego mi gran amigo, don Eustaquio Fernández Miranda, del que ya hemos tenido ocasión de hablar, indicándole me informase sucintamente y por escrito qué auxilios de urgencia podía prestarle para la urgente puesta en marcha de todo el sistema minero asturiano con sus 30 000 mineros, todos en paro forzoso. Me indicó era de primera urgencia entibar las minas para lo que se necesitaban rollizos de madera, siendo Pontevedra la única provincia que podría suministrarlos en grandes cantidades. Le ofrecí camiones para el transporte desde dicha provincia, objetándome que ese medio era antieconómico y lento en el suministro y que debían venir por mar hasta Gijón, pero ¿y los barcos?, ¿y el enemigo que dominaba aún el Cantábrico aun cuando no fuese más que en plan de piratería desde puertos franceses? Todas estas interrogantes, y otras, se fueron contestando, y luchando con el gran interés que todos teníamos en la empresa, se consiguió que las minas empezasen a funcionar y rendir. Como dato curioso quiero hacer constar, que la penuria de dinero era tal entre los industriales, que tuve que adelantarles cantidades para poder satisfacer los jornales a sus obreros.

[…] El ingente problema de los parados, que lo eran todos en Asturias, se fue resolviendo paralelamente a la puesta en marcha de las comunicaciones y de la industria, pero, de momento, había que alimentarles a ellos y sus hijos, el «primum vivere», mediante comedores gratuitos que se instalaron con profusión por todas las zonas mineras e industriales de Asturias.

Realmente, el espectáculo era impresionante y de una gran emotividad, como para humedecerse los ojos, ya que comían con verdadera avidez, hambre, nada de apetito, y esa hambre la traían ya atrasada desde la época de dominación del enemigo. No quiero dejar en el tintero tampoco ¡la gran alegría de los viejos y niños cuando a los primeros les daba algún cigarrillo y a los segundos caramelos o alguna chuchería! Era, yo creo, el único momento en que las fisonomías cambiaban con miradas de agradecimiento en lugar de las de indiferencia u odio. Estos y otros cuadros que relataremos, al hombre mejor templado partían el alma y desgarraban el corazón, al menos a los de mi complexión moral y cristiana.

Los muchos miles de hombres que por los montes de Asturias deambulaban, perfectamente armados y pertrechados, sembrando el terror y la desolación por donde pasaban (también ante este tenebroso cuadro el corazón continúa desagarrándose), es objeto de estudio detallado en la parte militar de estas Memorias, ya que ésa era la principal razón de tener a mis órdenes tanta fuerza armada.

Los «campos de concentración de prisioneros y presentados» no estaban, ni mucho menos, habilitados a tales fines, ya que eran muchos miles aquéllos. Había que instalar, por lo menos, alguna alambrada, montar la debida vigilancia, relacionarlos y hacer las fichas, vestirlos e instalarlos humanamente, pues en el mes de noviembre y en Asturias no era cosa de dejarlos a la intemperie. Por último, había que clasificarlos, en libertad, a la cárcel, al servicio militar (Asturias pasa, con mucho el millón de habitantes) o a constituir batallones de trabajadores prisioneros con sus correspondientes mandos, que no tenía, y había que improvisar con el personal militar retirado de Asturias que a lazo había que cazar aún después de haber salido libres en la depuración.

Todo lo expuesto, como es natural, hasta que se organizó y reglamentó dio lugar a que muchos se escapasen y se volviesen al monte a tomar las armas, lo que era muy sensible, pero inevitable. ¡¡¡Había que atender a tantas y tantas cosas casi sin medios!!!

El problema de los presos era aún más grave, porque aparte de que en realidad no había más que dos cárceles en condiciones, ambas modernas y de régimen celular, las de Oviedo y Gijón, las dos congestionadas en grado sumo, porque donde debía haber un solo preso, había 7 u 8 en unas condiciones que no podían ser más antihigiénicas y antimorales, total, anticristianas; pero eran los auditores del Ejército del Norte, dependientes directamente del general que los mandaba, don Fidel Dávila Arrondo, conjuntamente con el personal del Cuerpo de Prisiones quienes se ocupaban del régimen interior de aquellas, limitándose mi intervención, afortunadamente, a dar la guardia exterior al fin de evitar fugas.

Las cárceles del Partido Judicial eran muy pocas las que reunían condiciones, independientemente de que su cabida era muy reducida, lo que obligó a habilitar diversos edificios, pero ello trajo como consecuencia, que se escapasen algunos presuntos de penas muy graves y huyesen también a los montes donde luego dieron mucha guerra. El personal de prisiones era escasísimo y el del ejército no daba abasto a cubrir tantas necesidades y tan perentorias.

Volviendo al asunto transportes diremos, que yo, personalmente, me quedé con la organización y reglamentación de los transportes en lo referente a coches ligeros y autobuses para el Ejército y población civil y camiones militares. Todo lo referente a camiones para la industria y población civil ya hemos dicho lo administraba Ladreda, aunque bajo mi supervisión, tanto porque estaba muy metido, repetimos, en negocios industriales, cuanto que por sus antecedentes políticos tenía, y tiene, en Asturias y aún fuera muchos amigos, pero grandes enemigos como podremos ver en alguna ocasión.

Mi papel se redujo a dotar a las fuerzas militares de camiones, autobuses y coches ligeros, pero con un cuentagotas muy meditado, y, además, a reglamentar el uso de los mismos en forma de la mayor austeridad […].

En relación con los coches ligeros para cubrir las primeras necesidades de la población civil de Asturias, mi plan fue severísimo y a este propósito hubo varias escenas jocosas y algunos títeres que con gusto relataremos. Criterio análogo se siguió con los autobuses.

Las líneas generales de mi plan fueron. Supresión de los coches, sin la menor contemplación, a todo el elemento civil y militar que disponían de coche a todo pasto, pero sin el menor derecho. Montar con todos los coches que me proporcionó la revisión anterior, que fueron muchos, un servicio público de taxis a cargo naturalmente del elemento civil y con absoluta independencia, a fin de poder empezar a cobrar tributos para el Tesoro, de ellos tan necesitado, y que el elemento civil pudiese ir de una parte a otra ya que las comunicaciones ferroviarias se restablecieron, forzosamente, por falta de medios (todos se los llevaron) con gran lentitud, y, a este propósito, conviene recordar, que voladuras tan terribles como la de Soto de Dueñas en la línea férrea, zona en que marcha junto a la carretera, Oviedo-Santander, tardó varios meses en poder hacer desaparecer sus grandes estragos […].

Como final del plan me negué tozuda y tercamente, si se quiere, a conceder peticiones de coches, misión que no delegaba en nadie.

No debe de extrañar esta mi actitud porque ante lo muy golosos que son los coches, cuando no son de uno, para todos, en este aspecto no hay diabéticos, al marcharse hacia otras zonas el Ejército de Operaciones arrampló con casi todo, un verdadero «Puerto de Arrebatacapas», y ese casi se libró gracias a mi gran energía y dar cuenta a Burgos de lo que estaba ocurriendo, al mismo tiempo que les comunicaba que de seguir así no me sería posible cumplir misión alguna.

Ya he dicho que la parte referente a la supresión de autos ligeros, la llevé personalmente, firmando las órdenes de entrega, y a este propósito, y para regocijo de los lectores, quiero referir algunas escenas que tuvieron lugar en mi despacho oficial.

Una mañana vino a verme el presidente de la Audiencia Territorial, Sr. [José] Prendes [Pando], para hacerme patente, extrañado, le habían quitado el coche, a lo que le contesté era yo quien había dado la orden, comunicándole las razones que me habían movido a adoptar tal resolución, y que eran las siguientes:

1.º Que con anterioridad al 18 de julio de 1936 los presidentes de la Audiencia Territorial no tenían coche oficial, sin duda alguna, por no creerlo necesario la autoridad.

2.º Que en aquel momento dichos cargos tenían una función específica.

3.º Que en los momentos actuales no tenían función de ninguna clase, ya que tanto las salas de las Audiencias Territorial y Provincial, como diversos Juzgados, y demás de su jurisdicción estaban completamente cerrados, por recaer todo el trabajo, de dicha índole, sobre la jurisdicción militar.

4.º ¿Qué hacía Vd., le pregunté, antes del 18 de julio de 1936 cuando tenía necesidad de coche para asuntos oficiales? Lo alquilábamos, me contestó. Pues eso mismo deben hacer ahora, pero con mayor razón, ya que a esos fines he montado un servicio de taxis públicos y es muy conveniente y de deber darles vida para que la vida en Asturias renazca y puedan tributar al Tesoro. Seguir Vd. usufructuando un coche, en momentos que no tiene más obligación que pasear, además de injusto y antirreglamentario, es antieconómico para el Estado.

Nuestro buen presidente salió de mi despacho mohíno, compuesto y sin novia, y con el semblante y pensamientos que el lector podrá suponer, y, seguramente, diciendo que yo era un hombre muy raro, por lo menos, pero desdibujando la verdad.

También vino a verme con el mismo motivo, y aún con menos razón, el MAGNÍFICO (parece un poco de chunga) rector de la Universidad de Oviedo, Sr. [Sabino Álvarez] Gendín, con los mismos resultados, y de éste me consta dijo de mí algo más que raro, faltando descaradamente a la honestidad debida a la verdad.

Y otros y otros vinieron a verme a los mismos fines, hasta que se corrió la voz de que era cosa de perder el tiempo, y se quedaron sin coche, que era el teorema que se trataba de demostrar y sus corolarios.

Referente a peticiones de coches, seguí idéntica trayectoria, negarlas, es decir, poner en acción el adverbio NO de lo que tan necesitados estamos en España. Y para no fatigar al lector voy a referir un solo caso pintoresco y picaresco, entre los muchos, como en el caso anterior.

Un buen día, consiguió introducirse en mi despacho, a pesar de todas las observaciones de mis ayudantes, doña Isabel Macua, Vda. de no sé quién, ni me importa. Se trataba de un tipo de señora que no falta en casi ninguna población. Viuda sin hijos, de ilustre prosapia, de normal ver, algo descarada, que había disfrutado de buena posición económica, frisando los 60 y presidenta de todo lo presidible en relación con obras pías y benéficas.

Me sorprendió verla entrar en mi despacho sin más avisos, y en el acto me puse en pie para saludarla, sin hacer alusión a que se sentase, por otra parte, cosa en mí frecuente, para mayor y mejor brevedad en la conversación. Con cara amable y sonriente, le pregunté. ¿Qué desea Vd. de mí, Isabel? Un coche, me respondió, agregándome era para ir a Santander a esperar a la Generalísima que venía a Oviedo. ¿Quién es esa señora?, volví a preguntar. La señora de Franco me respondió; y con un ¡¡ah!! alargado entré en materia que fue la siguiente.

Siento mucho, Isabel, la conocía y trataba en algunos actos públicos en que concurríamos, no poder acceder a sus deseos, que son los míos, pues más que escasez tengo verdadera penuria de coches, independientemente de que dispone Vd. de varios medios para poder ir a Santander sin que yo le facilite coche. ¿Cuáles?, me preguntó un poco sorprendida.

1.º No ir, por creer no es necesaria su presencia y ahorrar al mismo tiempo gasolina que debemos pagar en oro y hay muy poco. ¡Por Dios, mi general!, me dijo entre admirada y contrariada ya que su exquisita educación no le permitía otra cosa, y aún le agregué que podía decirle mi determinación a la señora de Franco que es bien seguro no le disgustaría, ni a su marido tampoco.

2.º Ir haciendo uso del ferrocarril Oviedo-Santander, a cuyo procedimiento aún mostró más extrañeza ya que el material era muy deficiente, los cristales rotos, exceso de gente, etc., lo que yo le hice notar para justificar su extrañeza, pero añadiéndole que en esas condiciones habían venido mi mujer y mi hijo nada menos que desde Pamplona, y eso, que yo, por mi cargo, tenía perfecto derecho a haberles mandado mi coche oficial, lo que no hice, precisamente, para dar ejemplo. Y aún le añadí más, y fue que, al llegar el tren a Llanes, donde se revisaba la documentación, y observar que era mi mujer, la del general gobernador militar, avisaron en seguida al comandante militar de la Plaza al que le faltó tiempo para ofrecerle su coche, a fin de trasladarse a Oviedo por carretera, lo que [no] aceptó en forma alguna, aunque agradeciéndolo mucho. Por cierto, que dicho jefe se apresuró a comunicarme por teléfono lo ocurrido, llamándole la atención, que a su vez agradecía, por haberle ofrecido el coche, que no podía hacerlo.

Ante razonamientos de tal envergadura, que demudaron a nuestra Isabel, pasemos al tercer procedimiento para poder ir de Oviedo a Santander.

3.º Alquile Vd. uno de los taxis del servicio público, le indiqué, y así evitamos la competencia ilícita que resultaría al proporcionarle un coche del Estado, además de que perjudicaríamos al erario público. La buena de Isabel, ni pestañeaba, ante los mazazos de mi argumentación.

4.º ¿Por qué no se lo pide Vd. a algún amigo entre los muchos que tienen coche? Tampoco, ya con cara que indicaba contrariedad y disgusto, me dijo nada, haciendo ademán de despedirse.

5.º Y, por último, Isabel, yo tendré mucho gusto en pagarle el coche, pero en forma alguna ceder uno del Estado. Este último procedimiento se notó que la enfureció, y con fría despedida, más por su parte que por la mía, se marchó de mi despacho, pero no se marchó a Santander, por no querer gastarse, sencillamente, unas pesetillas.

Isabel, no sé si naturalmente o no, tampoco se desbordaba en elogios a mi persona, pero teniendo muy buen cuidado de relatar nuestra entrevista.

Por estos y otros procedimientos análogos empecé a poner un poco de orden en el desbarajuste de los transportes.

Otro grave problema fue el de los teléfonos que se me denunció por la Compañía Telefónica ante el número exorbitante de los que lo usufructuaban, haciendo, además, imposible el servicio, lo que se resolvió muy pronto.

Pedí a dicha Compañía relación nominal de teléfonos y sus usuarios, y a la vista de la relación, éste no quiero y el otro tampoco, todos aquellos que lo tenían de gorra, que no pagaban, di orden de que con toda urgencia se desmontase. Se decidieron a pagar bastantes pocos y los demás se quedaron sin teléfono. Tampoco por este camino me capté amistades.

PRISIONEROS Y PRESENTADOS. La clasificación de los mismos, por las «Comisiones» correspondientes, se fue haciendo con toda celeridad, en los grupos que ya con anterioridad hemos indicado. Como unos iban a la cárcel, otros a la Caja de recluta, servicio militar, otros, del todo libres, a reintegrarse a sus actividades civiles y familiares, no quedaba a mi disposición más que aquel otro grupo que constituido por aquellos prisioneros que debían integrar los batallones de trabajadores, a los que se mandaba a retaguardia para vestirlos, dotarlos de mandos e instruirlos.

PRESOS. Ya hemos mencionado el verdadero abarrotamiento de las cárceles, ¡una pena! pero inevitable; ésa es una parte muy dolorosa de todas las guerras y más aún en las civiles, quizá la más dolorosa, ¡y pensar que hay quienes se recrean, incluso, con la crueldad! Todos los conocemos.

Dios me libre entrar a discutir cómo se administró la justicia militar en Asturias, como ya hemos indicado, del todo independiente de mi jurisdicción. Pero sí puedo afirmar que se mató mucha gente, demasiada, excesiva, a base de dicha justicia. No poseo estadísticas de fusilados, que se efectuaban, frecuentemente por tandas de unos veinte en las proximidades de San Esteban de las Cruces, ni de ahorcados, bastantes, entre ellos en Gijón el famoso futbolista [Guillermo González del Río, más conocido como] Campanal de buena familia de Avilés, que, realmente hizo verdaderas barbaridades. Tampoco tengo estadísticas de hombres y mujeres ejecutados por un procedimiento u otro, pero fueron muchísimos y también puedo afirmar que un noventa por ciento de los mismos murieron sin Sacramentos y con los puños en alto en medio de terribles y dantescos cuadros e imprecaciones horrorosas que silencio. El cacareado cristianismo o catolicismo de fusilados y fusiladas no se vio por parte alguna ni por las víctimas ni por los verdugos.

Desde luego, casi todos los Consejos de Guerra eran de tipo sumarísimo, y si ello, en un caso aislado puede ser necesario, no sé si ejemplar, emplearlos por sistema y casi por un tribunal único, llamado el de la «sangre», que es lo que ocurría en nuestro caso, me parece una enormidad y una verdadera herejía y aberración cristiana, al tratarse de penas irreparables que eran la mayoría y que lejos de calmar odios y rencores los exaltaban, al considerar como mártires los que caían bajo el plomo o estrangulados por la horca. Lo lógico y cristiano parece, aquí donde tanto se exalta el sentido de aquel, dejar transcurrir bastante tiempo, salvo algún caso aislado como hemos dicho, entre la captura y prisión y el Consejo de Guerra, en ningún caso único o casi único, y más aún en país y temperamentos pasionales como los nuestros. Uno de los mayores responsables de tanta matanza, quizá el mayor, fue el hoy auditor general de Guerra don Eugenio Pereiro Courtier, juntamente con los generales Franco y Dávila, ya que entre los tres se repartían la función judicial, sin que ni el propio capitán general de la Región ni yo, tuviésemos la menor relación.

Pereiro, entonces coronel auditor, era el «alma mater» del Ejército del Norte, el verdadero técnico y artífice de la justicia. Dávila, nuestro flamante marqués de última hora, sin duda, por haber sido uno de los principales causantes del desastre del año y verano de 1921 en Melilla, donde desempeñaba uno de los principales cargos en el Estado Mayor; por no haber hecho nada en nuestra contienda civil como no sea el de ostentar el pomposo nombre de general en jefe del Ejército del Norte; tolerar e incluso fomentar verdaderas indisciplinas y enemistades entre los mandos superiores (caso típico el verdadero match entre Camilo Alonso y Rafael García Valiño), poniendo en juego rivalidades o estímulos malsanos para resolver en diversas ocasiones situaciones difíciles de la guerra, y si él, por su falta de carácter y preparación para el cargo, no lo hacía directamente, consentía que otros lo hiciesen; o por su desastrosa gestión durante ya casi cinco años al frente del Ministerio del Ejército, pues ya tenemos dicho con anterioridad, que si Azaña lo trituró, pero lo hizo eficiente, en lo que cabe en España por la poquísima eficiencia de nuestra industria de guerra, y además barato y económico, el marqués de Dávila, me resistía a escribirlo, lo ha volatilizado, está arruinando a la nación y nunca tuvo tan poca eficiencia ni satisfacción interior, es opinión y voto unánime entre técnicos y profanos. Pues bien, este buen hombre, abúlico y juguete e instrumento de Franco, sin duda para su familia, era el carnicero de Pereiro (una especie de coronel [Francisco] Chaperón de los tiempos de Calomarde) y el general Franco, ya que, en funciones, desempeñaba el mismo papel dentro de su Ejército que los capitanes generales dentro de sus Regiones, es decir, se conformaba o no con el dictamen de su auditor. Después, todo iba al general Franco, pero ello requiere un punto y aparte. Entre los tres formaban un verdadero aquelarre, pues todo tenía cierto aspecto de brujería y de intervención del mismísimo demonio.

El general Franco, equivocado en este aspecto de la justicia, como en casi todos, aunque de bonísima fe, cargó inconscientemente con el gran mochuelo de revisar personalmente todas las sentencias de pena capital, y, sin su firma previa no se ejecutaba ninguna sentencia, el histórico y trágico «ENTERADO». Para que este sistema pudiese funcionar y rendir sus frutos útiles, lo primero que se necesitaba era tiempo físico para estudiar caso por caso, y en temperamentos detallistas y desconfiados, como es el de Franco, y lo que es peor aún, un mucho, muy apasionado (es hombre de rencores sin tasa ni medida a pesar de sus afectos externos extremados de catolicismo) la verdadera justicia no aparecía diáfana y transparente como debe ser; y de ello pondremos, desgraciadamente, algunos ejemplos. Pero, siguiendo con el factor tiempo, fácilmente, puede colegirse que le faltaba, porque eran miles las sentencias de pena capital, por desgracia, en la España que hemos dado en llamar nacional, y ante todo y por delante se encontraba el acuciante problema de la guerra, grave siempre, pero no muy optimista en ciertos periodos de la misma. Bien es verdad, que, con razón o sin ella, se ha dicho y repetido por personas con solvencia moral para afirmarlo, que, «la guerra civil se ganó a pesar de Franco», lo que en mi sentir tiene, si no toda, una gran parte de verdad. El detallismo le perdía también en este aspecto jurídico como hombre dotado de no gran capacidad, lo que seguimos pagando muy duramente en enero de 1950. Olvidaba, y sigue olvidando que es lo peor, la parte principal, la básica, la de la inteligencia, la fundamental, la de enjundia, la troncal, en una palabra, porque se subía y sube a contar las hojas del árbol, mientras el fruto se pasa.

Esa falta material de tiempo para el estudio de las sentencias de pena capital, daba lugar a espectáculos macabros y despiadados, y a que influyese en el rendimiento de mi gestión de mantener el orden público en Asturias y eficiencia de las operaciones militares.

Hubo temporadas en que entre las dos cárceles de Oviedo y Gijón pasaban bastante de mil el número de los condenados a muerte, esperando en esta triste trágica situación, meses y meses, y los directores de aquéllas, en la información que a diario me enviaban, empezaron a acusar intranquilidad y peligrosidad crecientes ante la macabra, inhumana y anticristiana espera. Pues no era únicamente el problema interior, era también el exterior que contribuía a agravar el de detrás de las paredes de las prisiones. Ese número ingente de sentenciados a muerte, tenían muchos miles de familiares (hoy son los hijos de aquellos quienes no se resignan a que las cosas sigan así y de ahí la razón de ser de prolongación de esta dictadura que nada más que daños sin cuento, algunos irreparables, está causando a la inerme España) amigos y simpatizantes a los que podemos sumar con el signo más, esa cohorte de «hombres buenos», les llamamos así por hacerlo de alguna manera, que no quieren líos ni enemigos, de cuya fauna en Asturias hay abundantes manadas y cachorrillos, por aquello «de hoy por ti y mañana por mí», en esa rotación periódica de las revoluciones asturianas.

Esa atmósfera densa y difusa, pero muy peligrosa, se mascaba en Asturias, la información de todas las fuerzas desplegadas lo evidenciaba, y, precisamente, uno de esos baches coincidió con la pérdida de Teruel, que, como todas las noticias, y más aún si son adversas, por unos y otros se hinchan a sus fines. Fueron, de todos modos, días de extrema dureza, de los peores que he vivido, de esos días en el supremo vivir que encierran eternidades, hasta el punto, de que, en vista de que la tensión en las cárceles iba en aumento, un buen día, mejor dicho, una mala madrugada, de mediados de febrero de 1938, decidí plantarme en la cárcel de Oviedo para tratar de impedir que allí se plantase nadie que no fuera mi persona, a fin de poner con toda claridad, y energía, una vez más, los puntos sobre las íes.

Los motivos fueron que iba condensándose, madurándose y preparándose, un plan de asalto a la cárcel por los rebeldes del monte en combinación con los presos, de ellos, unos 700, aproximadamente condenados a muerte y pendientes, únicamente, de que Franco estudiase su caso. Así llevaban muchos, varios meses, y el lector supondrá, el estado de ánimo y de desesperación en que se encontraban, dispuestos a ejecutar lo que fuese para ver de encontrar una rendija probable de libertad.

Mis primeras y elementales medidas fueron, reforzar las guardias de ambas cárceles, montando secciones de ametralladoras en los fosos flanqueándolos, haciendo lo propio en la puerta de entrada y rastrillos interiores, pues no olvidemos que los edificios eran modernos y celulares, con fosos de altos y espesos muros de hormigón, cuatro garitas de vigilancia en los ángulos del cuadrado o rectángulo y otras cuatro en la parte media de los lados, en las que montaban la vigilancia guardias de Asalto, dos en cada garita, con fusiles ametralladores. Y, por último, dos piezas de artillería de 75 milímetros, enfilando la puerta de entrada, única de salida. Se rodeó de alambradas a cierta distancia el perímetro exterior, defendidas por fuegos cruzados y fuerzas del ejército, y… a esperar. Como reserva se acantonó en edificios muy próximos a la cárcel, un batallón de infantería, una compañía de ametralladoras y cuatro piezas de artillería.

Gran vigilancia, lo más discreta posible sobre los presos (uno de los mejores confidentes, pendiente de ser juzgado por penas graves era el barbero del director, lo que le libró, es bien seguro, de sufrir pena capital, el «do ut des») toda ella descansando sobre el espionaje interior de óptimos resultados, me puso en posesión del plan que se fraguaba. Además, efectuado un detenido reconocimiento en la ropa interior de los reclusos que daban a lavar los presos, se descubrió un medio clandestino de comunicación con el exterior, un simple y diminuto papel blanco, parecido al de fumar, metido en los cosidos de la ropa, muy difícil de descubrir ni a simple vista ni por el tacto. Efectivamente, ello nos confirmaba cuánto el espionaje había adelantado, y, por tanto, había que actuar pronto y enérgicamente para procurar evitar a toda costa derramamiento de sangre. Todo lo expuesto fue la causa de mi visita a la cárcel de madrugada y en el momento en que los reclusos estaban en pleno sueño.

Fijada la hora, de acuerdo en un todo con el director de la cárcel de Oviedo (por reflexión natural, o si se quiere por telepatía, pronto se sabría en la de Gijón), alrededor de las dos de la madrugada me presenté en la prisión con el personal de mi Cuartel General y jefes de la Guardia Civil y Asalto, mandando se tocase diana y ordenando, a su vez, que todos los presos formasen en cuadrilongo todo lo amplio posible en el gran patio central en varias filas, dejando gran superficie en el centro, donde me situé completamente solo, dirigiendo la palabra a los presos en los siguientes términos; el cuadro, naturalmente no podía ser más emotivo, triste y patético, por la hora, lugar, oyentes o asistentes, pero la autoridad, es esto, o no es nada.

Les hablé, en medio de un silencio sepulcral y con caras de avidez, nunca mejor empleado lo de sepulcral, en los siguientes términos. Me encuentro entre vosotros, como deber de compatriota, porque, querámoslo o no, en España, bajo el mismo sol hemos nacido y vivido; como un deber de cristiano, ante esa frase lapidaria, terminante, sin dubitativos ni distingos, de «amarás al prójimo como a ti mismo» y esa palabra prójimo se refiere, no al amigo, sino al enemigo; y vengo a hablaros en último término, como la máxima autoridad de Asturias. Sé de todos vuestros proyectos, que, como en casos análogos, son puro imaginativos, pero como pudieran conduciros a momentos de trágica gravedad, de verdadera locura, deseo transportaros del campo imaginativo al de la fría realidad. Los confidentes, vuestro espionaje, yo también tengo el mío, os han hecho creer y comentar con grandes euforias y mayores seguridades, que después de la caída de Teruel, los ejércitos, para nosotros enemigos, habían seguido avanzando y arrollando a los nuestros, asegurándoos que habíamos perdido Burgos, Zaragoza y Logroño, y seguía avanzándose hacia Santander y León, al mismo tiempo que la escuadra inglesa en patrulla por el Cantábrico, favorecía estos movimientos y que incluso se disponía a bombardear Gijón: total que «soñaba el ciego que veía». Pues bien, yo por el prestigio y buen nombre de mi cargo os aseguro solemnemente que nada de eso es cierto, ya que si la ciudad de Teruel por azares de la guerra se perdió momentáneamente, ya está de nuevo en nuestras manos y perseguido y arrollado el enemigo, y a mayor abundamiento, yo os brindo los teléfonos de esta prisión para que podáis comunicar con familiares o amistades que podáis tener en Burgos, Zaragoza y Logroño, que os dan por perdidas por nosotros. Todo es, pues, puro embuste para excitaros, para aumentar la rebeldía y ya en ese estado poder ser fácil juguete de las pasiones de otros. Bien sé, que son vuestros compañeros de lucha, y que hoy viven desesperados y desengañados por los montes asturianos, cada día en número menor, quienes os alientan, haciéndoos creer que ellos vendrán a libertaros, pero para eso os exigen como condición previa, que os rebeléis, en primer término, vosotros. Esa es la superchería corriente de estos casos y vengo en persona a deciros para evitar equívocos, que os despojéis de tales ilusiones, porque aquí no se moverá nadie y la misma seguridad podéis abrigar respecto a esa ayuda de los de fuera. En caso de revuelta, de esta prisión no saldría nadie con vida, porque aparte de las medidas que tengo a la vista y que todos conocéis, tengo otras mucho mayores rápidamente a mi alcance que asegurarían más aún mis aciagos pronósticos que acabo de haceros y que tanto me dolería tener que emplear, pero que en ello no dudaría un segundo. Comprendo que entre los que me escucháis hay un cierto número que por la importancia de la pena, estén dispuestos a todo y a envolveros, ésta es la palabra, a los demás en tan temeraria empresa, pero aún entre esos, hay muchos a quienes el indulto de esa pena les espera; pero, a los demás, que son la inmensa mayoría, cuyas penas no son irreparables y fácilmente indultables no comprendo cómo pueden prestarse a hacerles el caldo gordo al otro núcleo, cuando, por puro egoísmo, deberían ser los mayores y mejores valedores del orden dentro de la prisión, los mayores, también, auxiliares de la autoridad, en lugar de exponerse a perder la vida, ciertamente, ante semejante locura; procurad acordaros en esos momentos aciagos, de verdadera perturbación mental de vuestras mujeres, padres, hijos y demás familiares y amigos. Creo, señores, que más sinceridad no cabe, que nadie se llame pues a engaño y, mucho menos, dejarse engañar. Señores muy buenas noches y a descansar, y con las mismas nos marchamos todos a dormir.

Con este procedimiento quedó asegurado el orden carcelario porque en Gijón seguí un procedimiento análogo aun cuando limitada la conferencia a los presos más peligrosos y que gozaban de un mayor ascendiente entre los demás.

Del gravísimo peligro que representaba ese porcentaje tan elevado de presos condenados a muerte, di cuenta repetidas veces a la Superioridad, creo ya haberlo dicho, sin el menor resultado.

La justicia, pues, dando por supuesto lo fuera, se llevaba a la práctica en forma poco cristiana y humana, realmente despiadada y para esto no hay razones que valgan tratándose de penas irreparables.

Pero aún hay más y este nuevo sumando es que, con razón o sin ella, la justicia se discutía, y si era con razón la cosa era gravísima. Y a este propósito recordaremos el indulto de pena de muerte concedido a un médico muy conocido en Oviedo y cuyo nombre deliberadamente omito. Cuando en dicha capital se conoció la noticia del indulto se comentó con acritud e indignación, porque al comparar su caso con otros en los que la ejecución se había llevado a cabo, la injusticia realizada clamaba al cielo y si a ello unimos la condición social del indultado y cabeza de motín, aún el cuadro era más ignominioso y odioso. Total, que, hoy día, al poco más de once años, dicho galeno, hace años se pasea tranquilamente por las calles de Oviedo, mientras muchos de los que él pervirtió, envenenó e instigó a la revuelta y el crimen pasaron los pobres a mejor vida. Yo que por mi cargo disponía de sobrados medios para pulsar la opinión de Oviedo y de Asturias, en este y otros aspectos, pude comprobar las duras críticas en todas las clases sociales que tal indulto causó. ¡Parece mentira! pero así fue. Y ocurrió así porque la psicología de las multitudes es muy sensible a esta y otras resoluciones, son aquéllas verdaderos barómetros de precisión, análogas y que pueden condensarse en ese grito justiciero de «o todos o ninguno», pináculo de la justicia popular que también habla varias veces ex cátedra en sentido de infalibilidad y con tanta sagacidad que sublima cuanto a una justicia verdad se refiere. ¿Y saben Vdes. lo que además veía la justicia popular después de todo lo expuesto para dictar su veredicto? Pues una cosa sencillísima y clara pero que pesaba mucho en ese estado siempre infantil del pueblo, y era que cuando el general Franco estuvo de guarnición en Asturias, en su época de coronel y de noviazgo, con Carmen Polo, uno de sus buenos y constantes contertulios en la calle y en el casino, era el médico indultado, con el que además jugaba asiduamente al ajedrez, y todo ello ocurría a pesar de la amargura extremada de la cáscara que nunca trató de endulzar. ¿Qué tal? ¿Tenía razón vox populi? Sobrada.

Si este caso conmovió indignada a toda la población de Asturias y en particular a la de Oviedo, aún la conmovió mucho más el caso siguiente que tuvo por escenario a Gijón. Un comandante de la Guardia Civil, forzando mucho la pena, es condenado a muerte por el Consejo de Guerra y el general Franco acuerda que se cumpla la sentencia. Puesto en capilla el reo, momentos antes de su ejecución, se recibe la orden del propio ministro de Defensa en funciones, general, don Luis Valdés Cavanilles, de que se suspenda. El cuadro impresionante que en la capilla tiene lugar no es para descrito, pues hombre de arraigados sentimientos religiosos, estaba resignado cristianamente a morir asistido por dos célebres jesuitas de aquella Residencia, y ya se había despedido también en escenas terribles de dolor de su mujer e hijos, que al conocer la buena nueva volvieron presurosos a la capilla en forma que el lector puede fácilmente imaginar. El condenado fue llevado de nuevo a la prisión, pero ya no recluido en celda de los condenados a muerte.

Cuando ya la felicidad, o al menos la tranquilidad ya que la reclusión a perpetuidad no debe hacer muy feliz, ni a quien la sufre ni a sus familiares, una llamada urgente de Burgos pasado el mediodía al auditor, Pereiro, ordena desde el Cuartel General de Franco que el citado comandante sea ejecutado sin perder momento. Como cuanto ocurrió después no es para [ser] descrito desde ningún punto de vista, el lector podrá imaginarse cuanto quiera por espeluznante que sea, única manera de adivinar lo que allí pasó, ya que al contrario de cuanto ocurrió por la mañana el condenado no se resignaba a morir y hubo que recurrir a la fuerza.

Hombre cristiano y de derechas a carta cabal, ni mereció la pena de muerte por no defenderse a ultranza, ni mucho menos su cumplimiento después de aquel trágico conato de indulto.

Estamos ante un caso opuesto al anterior, el del médico, cuyo indulto pareció mal a todo el mundo, y en nuestro caso, a pesar de la condición de jefe de la Guardia Civil del acusado todo el mundo supo con verdadero horror su ejecución.

Otro caso terrible fue la ejecución de todos los jefes y oficiales de Artillería con destino en la Fábrica de Trubia, nuevo baldón sobre la conciencia, que dice, cristiana de Franco, bien es verdad que, en nuestro caso, atizado por el odio personal del general Aranda al coronel Franco [Mussió], que en interrogante hemos recogido en cuartillas anteriores.

Todos los de Trubia, empezando por el coronel Franco [Mussió], casado con mujer inglesa y con grandes amistades en dicha nación, donde había pasado largas temporadas en comisión del servicio por ser hombre muy capaz, pudieron marchar a otras zonas enemigas embarcándose en Gijón con otros muchos generales, jefes y oficiales, y a ello se les instó, negándose resueltamente, y tan convencidos estaban de que había procedido, al menos, con honradez, que el coronel Franco [Mussió] entregó a Gijón con el mayor orden evitando los asesinatos, incendios, saqueos y venganzas de última hora, al hoy teniente general, don Camilo Alonso Vega. El asombro subió de punto al dar el general Aranda la orden de detención y prisión contra todos ellos y someterlos a juicio sumarísimo. Por cierto, que en el Consejo de Guerra intervinieron varios coroneles de Artillería, por lo menos tres, Ginés Montel, Antonio Corsanego y José Fano que hubieron de venir de La Coruña. No fue todo unanimidad ni mucho menos, en las deliberaciones del citado Consejo y sí mucha duda y preocupación porque uno de los coroneles citados que almorzó conmigo, aprovechando el tiempo de suspensión para comer, me lo hizo presente y algún otro también, llegando incluso a preguntarme «qué haría yo en su caso» a lo que respondí a Ginés Montel, de mi promoción, «que proceder en conciencia» sin servir pasiones de ningún bando. De todos modos, el Consejo se llevó con excesiva prisa, como todo lo relacionado con este desdichado asunto, y mucho miedo a la Superioridad que en lugar de inhibirse en tan trascendental asunto cohibía cuanto podía. Ambas cosas eran evidentes y la condena a muerte de todos se pronunciaron, firmaron y rubricaron en la correspondiente sentencia. ¿Hubo votos particulares? No lo sé, pero no lo creo, porque, repito, existía mucho miedo, mal consejero para ejercitar la justicia.

No contento Aranda, y esto retrata a la perfección a una persona y no digo si la bondad o la maldad, con haber arrancado al Consejo de Guerra sumarísimo las condenas a muerte de todos, no hubo graduación de penas a pesar de existir superiores e inferiores (sería curioso y triste a la vez, examinar hoy día a sangre fría el proceso si no lo han escamoteado), todavía metía más prisa aún en la ejecución, porque en Burgos, donde estaban las sentencias a estudio del general Franco, no las remitían confirmadas con la celeridad que Aranda deseaba. ¡Triste y macabra prisa! y ¿por qué? Otra vez nos hacemos eco de esa interrogante siniestra y fatídica en relación con Aranda y su enigma.

La víspera de la ejecución fue terrible para mí, tanto por la amistad y antiguo compañerismo que me unía con alguno de ellos, como porque los familiares de todos, que hicieron acto de presencia en Oviedo, trataron de entrevistarse conmigo, a lo que con gran dolor por mi parte accedí, pero ¡qué triste remedio me quedaba! ¡Con qué derecho podía negarme en tales circunstancias! Los recibí. Uno de los visitantes era el coronel retirado, [Enrique] Alau, que tenía un hijo capitán [Luis Alau Gómez-Acebo] entre los condenados y padre, a su vez, de otro capitán y teniente que prestaban servicios en el bando contrario. Otro era el también teniente coronel retirado de artillería, don Julio Sáenz de Cenzano, que tenía otro hijo capitán [Hilario Sáenz de Cenzano]. La mujer de [Ignacio] Cuartero, otro capitán muy inteligente que había tenido a mis órdenes de teniente en la Comandancia de Artillería de San Sebastián, y cuyo padre, auxiliar de Oficinas de Artillería fue subordinado mío en los Parques de San Sebastián y Zaragoza. La señora del comandante [Manuel] Espiñeira, y a qué seguir ya que el cuadro fue de desolación, en el que no faltaron a voz en grito imprecaciones y amenazas como si la culpa fuese mía, a las que correspondía con mi silencio y dolor, ya que en mi mano no estaba poder hacer nada, porque he repetido intencionada y machaconamente que estaba al margen de todo lo relacionado con la justicia.

Como por una verdadera casualidad se encontraba en Oviedo el nuevo general jefe de la 8.ª Región Militar, general de División procedente de Artillería y de la época de alguno de los familiares de los condenados, don Luis Lombarte Serrano, al hacérselos presente les recomendé fueran a visitarle al hotel donde se hospedaba, por ser la máxima autoridad judicial en la Región.

El general Lombarte, en un alarde de inconcebible egoísmo optó por decirles se encontraba en cama, que se entrevistasen conmigo y que cuanto yo decidiese él lo daba por bueno. De nuevo en mi despacho, para comunicarme la mala nueva, con el subsiguiente cuadro, terminando la entrevista con una carta para el coronel juez instructor rogándole les diese todo género de facilidades cerca de sus familiares que se encontraban en capilla. Aquella noche me fue imposible conciliar el sueño pensando en las escenas que tendrían lugar hasta la ejecución. Todos, menos uno, el comandante Espiñeira, murieron cristianamente y supongo que ya Aranda podría dormir tranquilo, pero no creo que para siempre, si vive mucho, porque las hijas del coronel Franco [Mussió] y su mujer, poseen íntimos detalles de cosas y sucedidos, ignorando, si en Inglaterra donde reside la viuda, han salido o no a la luz pública a estas fechas.

Por cierto que a la familia de Franco [Mussió], coronel, le perseguía la desgracia y el rencor, porque uno de sus hijos, capitán de Artillería y como su padre destinado en la Fábrica de Trubia, creyéndose libre de toda culpa, al ocupar ya nuestras fuerzas toda Asturias marchó a Santander y cuando un buen día estaba paseando tranquilamente por la Alameda de Pereda con unas muchachas, se le detuvo, se le metió en prisión, se le procesó y como final trágico se le condenó y ejecutó con el natural asombro y dolor de todos.

Franco [Mussió], como acabamos de ver en los casos relatados a pesar de su cristianismo o cristiandad, parecía ignorar aquella sabia máxima de San Buenaventura: «Si la misericordia fuese un pecado yo le cometería», ya repetida.

Para que nada quede en el tintero y en plan de objetividad añadiremos, que en el caso de los condenados de Trubia se aducía, que dos tenientes o capitanes se escaparon y consiguieron llegar a zona nacional o amiga, pero ¿cómo? pues, sencillamente en un momento de resistencia y valor, que no se puede exigir a todos, porque cruzar el río Nalón a la altura de Trubia con la corriente y caudal que allí lleva es empresa de titanes, aparte de saber nadar muy bien sin olvidar que la faena tuvo lugar en pleno invierno con el agua helada del río. Otro u otros lo intentaron y pagaron con su vida tan honroso, valiente, heroico y patriótico proceder y empeño.

Sin embargo, en el caso del capitán Cuartero, que como hemos dicho era hombre muy inteligente, mucho después de su ejecución, la información suministró un dato de importancia suma y éste fue el original de un oficio en que el general en jefe del Ejército, enemigo, del Norte, [Francisco] Llano de la Encomienda, felicitaba a dicho capitán a través de su primer jefe, Franco [Mussió], por una modificación de su invención en el cierre de una pieza de artillería a fin de poder efectuar el fuego con una mayor rapidez y seguridad, y a eso realmente no había derecho, ni nadie puede obligar a hacerlo si en verdad con la cabeza y el corazón se está con los de enfrente lo que muchos de ellos alegaban, y en particular el pobre Cuartero, mediante unas cartas o documentos que su mujer a última hora, ya en capilla, enseñaba a varias personas, como prueba de inculpabilidad.

Ese retraso en la ejecución de las sentencias a que con anterioridad hemos aludido, refiriéndome a las de muerte, daba lugar a que se verificasen en masa, empleando esta palabra porque lo normal era fuesen en grupos de veinte o treinta sentenciados, tanto en Oviedo como en Gijón y casos sueltos en otras poblaciones de Asturias, de una o dos ejecuciones, generalmente ahorcados y que degeneraban estas últimas cuando se realizaban en la zona minera a verdaderos mítines subversivos dados por el sentenciado con una convicción de ideas que ponía espanto en el ánimo y elevando a la víctima entre sus partidarios en verdadero mártir de la idea, por lo que hubo que reducirlas y suprimirlas.

Ante el cúmulo de barbaridades que se cometían quiero recordar que, en el pueblo importante de la cuenca minera, Sama de Langreo, fue ahorcado uno en una de las columnas del alumbrado público enfrente de la misma Casa Consistorial lo que dio lugar a enérgicas y razonadas protestas al considerar eran inhumanos tales procedimientos, y así era en realidad.

Ya la interminable y macabra procesión de camiones con reos y guardianes empezaba a inspirar compasión y horror a la población civil a su paso por las calles a primeras horas de la mañana, desde la cárcel a los lugares de ejecución, cuyos recorridos debían también estar suficientemente protegidos y vigilados, lo que inspiraba alarma y desasosiego. Quien haya leído a fondo la revolución francesa, quiero referirme a la de final del siglo XVIII, sabe que las demasiadas ejecuciones impresionaron tanto que abrieron el paso al doce termidor.

Las ejecuciones, por otra parte, tenían lugar en medio de escenas dantescas y más aún cuando las condenadas eran mujeres, las que, en general, si observaban espasmos de miedo en los hombres ante el momento fatal, les increpaban en términos tales que no son para [ser] descritos, tanto de palabra como con sus ademanes obscenos.

Lo que sí parece inconcebible es que, en todas las ejecuciones, por inclemente que estuviese el tiempo, hubiese gran número de curiosos que, por lo visto, gozaban ante semejantes escenas y terribles sufrimientos ajenos, que, además, luego referían con cierta fruición.

Como final de todo lo referente al modo y manera de administrar la justicia militar en Asturias diremos, que ni en el fondo ni en la forma dio mucho lustre al concepto que de la misma se tiene por el mundo que, en todos sentidos en Asturias, se llevó a cabo. Para los espíritus rencorosos, vengativos, pasionales y de conciencia nunca cristiana, todo, y más aún, le parecía muy bien; pero para el hombre ecuánime, enamorado de la justicia y al mismo tiempo cristiano, pesaba mucho una de las siete palabras que Cristo pronunció en la cruz en los momentos de expirar: «Perdónalos porque no saben lo que se hacen». O bien esta otra máxima de los buenos católicos: «Perdona para que Dios te perdone».

Después de lo expuesto, y también como católicos, no podemos menos de pedir una oración por su alma[62].

Las partes seleccionadas del tercer cuaderno asturiano ejemplifican lo que el propio Latorre describe como «una exposición de algunos casos prácticos en relación con el ejercicio de la autoridad en Asturias». Desde el moralismo paternalista marca de la casa, se enlazan una serie de anécdotas que tienen en común la fascinación.

Por un lado, se critica el embeleso hacia el extranjero, hacia el contrario y hacia la autoridad, considerado por el gobernador militar como una muestra de inferioridad y complejo. Así, se acusa a la jerarquía de ser excesivamente complaciente con el turismo bélico forastero, a la derecha asturiana de contradictoria connivencia con elementos revolucionarios y a la población en general de deslumbramiento ante la vacía y retórica parafernalia alrededor de mandos como Ramón Serrano Suñer.

Por el otro, también se censura la fascinación ante los rumores, hasta el punto de provocar un cierto fatalismo e inacción entre los afectados. Latorre lo ejemplifica con las dificultades para hallar censores de prensa y correspondencia —aunque, al mismo tiempo, se muestra crítico contra el poder escondido tras la censura— y, sobre todo, con el episodio de exhibición militar nocturna en Gijón para acallar rumores y atajar cualquier reorganización de la oposición, a la estela de la ofensiva republicana en Teruel:

CÓMO SE CORTAN LOS CHISMES. Un buen día se presentó en el Gobierno Militar un oficial de aviación deseando verme, pero el jefe de Estado Mayor y ayudantes siguiendo mi consigna rigurosa le hicieron presente no podía ser, pero tanto importunó en la urgencia y gravedad del motivo que el citado jefe vino a anunciarme su visita, respondiéndole que indicase por mediación del mismo la misión que le traía. Volvió nuevamente diciéndome que se trataba de lo siguiente: «Un capitán de Asalto, [Enrique] Ibarreta (procedente del Cuerpo de ingenieros militares, heroico defensor de Oviedo y hoy día, teniente coronel, mandando las fuerzas de Transmisiones de la 5.ª Región militar) había hablado muy mal del general Aranda en el café de Peñalba». Contesté diciendo que formulase un parte por escrito de los hechos denunciados que yo los trasladaría a un Juez Instructor, pero que no tenía por qué recibirle.

Nueva entrada del jefe de Estado Mayor para manifestarme que lo que tenía que agregar, y lo más grave, el oficial de Aviación era, que «el capitán Ibarreta aparte de hablar mal del general Aranda, lo había hecho también de mí, del general gobernador, es decir, de mi humilde persona». A esto repliqué diciendo hiciese presente a dicho oficial «que me alegraba tanto y me hacía mucha gracia se hablase mal de mí, y que, por consiguiente, de eso no quería parte por escrito, ni nombramiento de Juez».

Al divulgarse lo anterior entre el público ovetense y asturiano, supe había hecho también gracia mi manera de proceder y… se acabaron los chismes para siempre en el Gobierno Militar de Asturias durante mi mando.

Pero lo sucedido tuvo aún consecuencias más chuscas en relación con el capitán Ibarreta a quien yo no conocía ni de vista y fueron las siguientes.

Otro buen día, transcurridos tres o cuatro meses, de lo anterior, uno de mis ayudantes me anunció la visita de un capitán de Asalto que deseaba verme por tener a su madre gravemente enferma en Zaragoza, agregándome que dicho capitán era el célebre Ibarreta. Le hice pasar en seguida y mis primeras palabras fueron en plan afectuoso y risueño; «con que Vd. es el que habló mal de mí». El hombre no sabía dónde meterse la cara, y todo afectado, me dijo que «se habían interpretado mal sus palabras». Le repliqué diciendo, que «de todos modos lo único que podría Vd. decir de mí es si tenía buen o mal genio, pues suponía que mi honorabilidad y honradez no se pondrían en tela de juicio».

Al buen capitán un color se le iba y otro se le venía y ya no sabía qué decirme, hasta que por fin le pregunté: «¿Qué desea Vd.?». Y al contestarme que un permiso (estaban muy restringidos y no se concedían más que en casos muy especiales y por breve tiempo) de 48 horas para Zaragoza por encontrarse su madre gravemente enferma, le contesté: «Puede estarse 6 días por haber hablado mal del general gobernador militar de Asturias, que se alivie su madre y buen viaje». Como no di lugar a réplica alguna, mi hombre salió todo azorado de mi despacho.

Andando el tiempo, que es el único movimiento continuo existente, ha sido uno de los apologistas mayores de mi mando en Asturias, y en cierta ocasión en que supo me encontraba en Zaragoza, donde él estaba destinado, revolvió Roma con Santiago hasta encontrarme para hacerme patente su afecto y respeto.

EL QUE DEBE, PAGA. Al posesionarme del Gobierno Militar de Asturias, que ya hemos indicado se encontraba instalado en un magnífico y grandioso edificio requisado, me quedé sorprendido ante el hecho inexplicable de que no nos cobraban ni el carbón (era muy grande el consumo para tan enorme edificio, que no es, como ya hemos dicho, el que ocupa en la actualidad) ni el agua, ni la luz y encima nos reservaban el mejor palco gratuito en teatros y toda clase de espectáculos y algunos otros gajes o granjerías. Como suponía, y suponía bien, que todo ello daría lugar a habladurías que podrían redundar en desprestigio del mando, fue uno de los primeros asuntos en el que puse pronto remedio. […].

PRENSA Y PROPAGANDA. […] Yo he partido siempre de la base de que la propaganda no tiene otro fin que la mecanización de la mentira, del verbo MENTIR en todos sus tiempos, números y personas. Pero se olvida con frecuencia, que un adagio que, todos conocemos desde niños, reza: «antes se coge a un mentiroso que a un cojo». Esta sentencia, realmente lo es (aunque no del Supremo), popular, rezuma razones a borbotones en contra de la siempre siniestra Prensa y Propaganda.

Yo no puedo negar que en periodos muy cortos (hay que dar a este adverbio toda su significación de cortedad) puede convenir reglamentar las libertades del alma, siempre divinas (digo reglamentar, querido lector, nunca suprimirlas a rajatabla) como en casos de guerra, peste o epidemia, etc. pero erigirlo en sistema en largos periodos de paz es cometer una monstruosidad jurídica y humana sin el menor resultado. Porque esa facultad soberana del alma, que se llama inteligencia, en mayor o menor escala desarrollada en el individuo, no cesa de inquirir el «porqué» de las cosas, y si no se le satisface en la forma debida o en ninguna (al campo no se le pueden poner puertas ni a la inteligencia tampoco), aquélla no se resigna fácilmente al oscurantismo, a la prisión, y se pone a discurrir por su cuenta, pero en este momento empieza, se da nacimiento al enemigo número uno de la propaganda, de la censura, de la mentira, de la carencia de crítica, como Vdes. quieran.

Al discurrir por su cuenta, naturalmente, lo hace en contra de ese régimen que a ello le obliga.

Al anterior enemigo número uno de la propaganda, le sigue el número dos de tanto peligro como el anterior y es el fenómeno, que, por generación espontánea, surge a fuerza de obstinarse en mentir, desfigurar la verdad o escamotearla, y no es otro, que la gente en este aspecto se hace incrédula, porque artículos de fe no hay otros que los catorce que nos enseña la doctrina cristiana, y el octavo mandamiento que nos prohíbe mentir, y no valen excepciones. Y al decir incrédulo quiero significar, que no cree ni las cosas ciertas.

Otro tercer inconveniente grave de la censura es, que el gobernante, si no es de una gran capacidad y visión práctica de la vida, llegue hasta engolarse y embotarse a través de todos los artículos periodísticos o del libro, que a diario ensalzan su gestión más y más, y no quiero cansar más con relatar lo que de todos es sabido en relación con la censura y sus terribles y trágicas consecuencias (verdadero castigo divino por atentado a la divinidad) al traspasar el breve espacio de tiempo en que pueda ser conveniente. Pero ¡¡¡se gobierna tan bien y tranquilamente sin crítica, en monólogo y no oyendo más que elogios!!! En aquellas incredulidades y en estas aventuras está, precisamente la muerte de todos los regímenes dictatoriales o totalitarios. Creo haber dicho que, para ciertos hombres, y en particular si son dictadores, creen que la historia empieza ahora y precisamente en ellos. […].

MUERTE DEL JEFE PROVINCIAL DE PROPAGANDA DE ASTURIAS DE FET. Otro caso de mucha mayor gravedad tuvo lugar en el control de Trubia, éste, a la una y media de la madrugada. En relación con la noche, las órdenes a los controles (difundidas con profusión por prensa, radio, el consabido Reglamento, etc.) eran también concretas y terminantes. En cuanto aparecía en lontananza un coche, el control ponía en funcionamiento dos potentes reflectores rojos, que, conforme se indicaba en la difusión dicha obligaban a detenerse el carruaje para ser inspeccionado y revisión de documentos. Si no se obedecía a la señal, al pasar por el control se hacían dos disparos o más al aire, y si a pesar de esta nueva intimidación tampoco se obtenía resultado se disparase al carruaje. Se recomendaba no viajar de noche a no ser en casos de absoluta necesidad y en ciertos momentos de cierta gravedad en Asturias se prohibió el hacerlo.

El viaje que vamos a relatar y que tan trágicamente terminó era, por de pronto, un viaje innecesario, ya que lo era de placer.

Un coche ligero hizo su aparición por la carretera de Galicia en las proximidades de Trubia con dirección a Oviedo. El control estaba a la entrada del puente sobre el río Nalón, donde la carretera hace fuerte curva que obliga a moderar la marcha a los coches. Dicho coche al no atender a las dos primeras intimidaciones recibió una descarga que originó la muerte de uno de los tres falangistas que lo ocupaban que resultó ser el jefe de Propaganda de FET de Asturias. Yo me encontraba por aquellos días muy lejos del lugar del suceso y prácticamente incomunicado, pues marchaba hacia el valle de Ibías, las Hurdes asturianas, en el límite de las provincias de Oviedo y Lugo, donde el oso tiene su principal guarida (y contra el que los pocos habitantes tienen siempre tomadas sus precauciones) y demás animales dañinos, sin olvidar entre estos a los huidos.

En el momento en que me disponía a abandonar Cangas de Narcea para internarme sesenta kilómetros tierra adentro en la zona desértica, pero en extremo accidentada, tan propicia a emboscadas y que tantas agresiones y vidas ha costado, una llamada telefónica de Oviedo hizo que uno de mis ayudantes se pusiese al aparato. El consabido y cursi «dígame» dio por resultado que mi jefe de Estado Mayor comunicaba un poco nervioso y azorado lo ocurrido en Trubia haciendo observar que había cierto descontento entre el elemento falangista. Mi contestación fue, como de costumbre, y no se hizo esperar, que la cosa no tenía importancia, que se nombrase juez instructor y que ni en el entierro ni después de él se tolerase la menor manifestación de ningún género y que yo seguía tranquilamente mi viaje, no pensando, en ningún caso regresar a Oviedo; bien entendido, además, que hacia donde me dirigía ya sabía no había más que muy difíciles comunicaciones.

El entierro se verificó, no pasó nada y del expediente resultó que el viaje había sido de juerga con faldas y exceso de vino, y ya demasiado alegres es natural no se diesen cuenta de nada. Una vez más «el muerto al hoyo y…».

[…] Centrado el mando y creado mediante las medidas expuestas con anterioridad el clima moral y justiciero más propicio, para todos los asturianos, para ejercitar la autoridad, la cosa marchó como sobre ruedas, sin grandes complicaciones, a pesar de las peculiares características de todo mando en Asturias, entre las que no hay que olvidar como esencial, la falta de colaboración en todos los órdenes, en particular del sector que hemos quedado en calificar de derechas. Y en relación con ello, no se olvide que los grandes cabecillas asturianos, y en primer término, González Peña, estuvo oculto al perder la revolución de octubre del 34 en casa de una virtuosa y católica dama [Eduvigis González, viuda de don Francisco Montoto], y en los primeros días de dicha revolución, en los de triunfo, el marqués de San Félix, fue oculto y protegido por los revolucionarios a fin de que nadie le molestase en lo más mínimo, mientras atado a un árbol del Parque de San Francisco, rociaban de gasolina y quemaban a un bendito P. Carmelita del convento allí situado [sic, en realidad, el sacerdote y prior de los Carmelitas de Oviedo Eufrasio Barredo Fernández fue fusilado por los revolucionarios de 1934 en dicho parque].

Ítem más. En el diario Avance de Oviedo de filiación marxista-comunista, anunciaban sus negocios o profesiones importantes firmas industriales o afamados médicos, abogados, etc., sin olvidar en el aspecto de falta de colaboración a los sacerdotes, que unas veces por miedo y otras por lo que creían entender de caridad cristiana colaboraban inconscientemente con la revolución, lo que a la inmensa mayoría de bien poco les sirvió ya que fueron sacrificados sin piedad, excepto los menos que lograron esconderse y huir.

Yo no sé por qué en todas las grandes revueltas de tipo revolucionario marxista la inmensa mayoría de las víctimas propiciatorias, son la clase media, ingenieros, sacerdotes, militares, empleados, etc.

[…] Y ya que de la colaboración o de falta de ella hablamos tampoco quiero silenciar cuanto en relación con la búsqueda de censores hube de luchar. Nadie quería colaborar, quiero referirme al personal civil, en parte por falta de espíritu y en mucha mayor parte por temor.

A este respecto conviene no olvidar, que la Universidad, Institutos, diversas Escuelas (Magisterio, Comercio, etc.) estaban cerradas y sus cuadros de profesores sin otra obligación precisa que pasear y lo mismo digo del personal todo de Audiencias y Juzgados. Pues bien, a pesar de todas mis requisitorias afectuosas y amistosas y a pesar de mis apremios, hubo que cazarlos con lazo o con órdenes terminantes, ya que, casi todos, cobardemente, se excusaban, y, claro, un servicio de esta naturaleza, quien a él va forzado, es mucho peor que si no fuere. Procuré salir del paso, malo, con elementos militares, algunos sacerdotes, maestros y un par de catedráticos.

Y ya que del ejercicio de la censura hablamos, entre otros muchísimos casos, quiero relatar uno que hizo época.

El Gobierno en plan espectacular y exhibicionista, en el que suma y sigue persevera, fomentó excursiones de extranjeros para la visita de lo reconquistado en la Campaña del Norte, felizmente finalizada, y como colofón la obligada visita a Santiago de Compostela pues, en general, se trataba de católicos franceses, ya que los alemanes e italianos, católicos, protestantes o ateos andaban por España como por país conquistado y algo había de eso.

Un buen día, la censura postal me entregó una carta de uno de dichos peregrinos, escrita a un joyero de Burdeos […] en la que se nos ponía, en correcto francés, a bajar de un burro, pero, a su vez, un léxico de lo más soez que darse puede, y si así lo efectuaban por escrito, dando por seguro habría censura, ¿qué de cosas no contarían a su llegada a la nación vecina, aunque no hermana ni amiga? Llamé por teléfono a Burgos y comuniqué la mala nueva a nuestro flamante ministro del Interior, entonces, hoy ya de nuevo de Gobernación (como si el cambio de nombres llevase anexo trabajar más y trabajar menos) el nefasto cual soberbio, Ramón Serrano Suñer, de triste recordación para todos los españoles. Nuestro hombre, moderno coronel Chaperón del tristemente célebre Fernando VII, no salía de su asombro al leerle la carta, y se notaba al mismo tiempo su indignación y para que no hubiese duda me dijo agradecería le mandase el original de la carta. Sé que se localizó al peregrino, que se le mostró la carta afeándole su conducta, ¿qué más se le iba a hacer?

Este caso se repite periódicamente a lo largo de la ya también larga, demasiado larga, vida del régimen, ya que es frecuente que una serie de personajillos, que nadie conoce, a quienes sin pudor se les invita a visitar España, gratis, tirándoles todo el tiempo de la levita, por no emplear otra expresión más gráfica y fuerte, y luego, al llegar a su país nos ponen verdes en la prensa, en la radio y en el libro. Justo merecido a nuestra adulación sin par.

Con el susodicho, don Ramón, hube de hablar varias veces por teléfono, las que espero tener ocasión de relatar, y siempre me decía que cuando fuese a Burgos no dejase de saludarlo, así es que un buen día me dispuse a hacer buenos esos deseos tan insistentes, ya que conviene advertir, era íntimo amigo del que fue mi ayudante durante la Campaña del Norte, ingeniero de Montes y capitán honorario de Artillería, don Miguel Ganuza del Riego a quien el susodicho Ramón le nombró gobernador civil de Vizcaya.

El principal objetivo de mi viaje a Burgos en ese buen día fue resolver asuntos relacionados con el momento militar de Asturias cerca del subsecretario de Defensa (con posterioridad, Ejército y con anterioridad, Guerra) de hecho ministro, que, al titular general don Fidel Dávila general jefe del Ejército del Norte, le absorbía este cargo todas sus actividades en las que no mereció nunca la calificación de sobresaliente. Y ya hemos dicho con anterioridad que, por estar Asturias en estado de guerra, en cuya situación de excepción continúa (mayo de 1950) no tenía el cargo de general gobernador militar la menor dependencia de autoridad civil de ningún género y por tanto del ministro del Interior o Gobernación.

El Ministerio de Defensa estaba instalado en Burgos en el casino y el del Interior enfrente. Después de saludar y terminar la misión que traía cerca del subsecretario de Defensa, mi buen amigo el general, don Luis Valdés Cavanilles, entusiasta y nativo asturiano, le dije a mi ayudante y querido amigo el comandante de Caballería, don Julián Zulueta Echeverría: «vamos a saludar a Serrano Suñer ya que tanto me insiste por teléfono en que no deje de verle cuando venga a Burgos». Cruzamos la calle y hétenos en el Ministerio del Interior (galicismo) en cuya puerta daban guardia unos falangistas todo espectáculo.

Así como en el Ministerio de Defensa apenas se veía un soldado, en cuanto nos enfrentamos con el del Interior era una sucesión ininterrumpida de falangistas foscos y altaneros, un poco perdonavidas, pero que no estaban en el frente de combate. Yo empecé por tomarlo a risa, pues no era cosa de enfadarse ante tanta y tanta sandez, ridiculez y majadería. Después de darnos a conocer a una serie de controles, todos puro falangismo o fariseísmo, arribamos a un despacho no sin antes subir una escalera, donde en cada ángulo de los rellanos había un falangista, cual pie derecho, con mirada torva como para espantar un poco a los que no estaban en el secreto de estos trucos, pero yo lo estaba.

Al llegar al despacho, a un despacho ya que eran innúmeros, petición de cartas credenciales para acreditarnos y misión que traíamos. Al comprobar era el general gobernador militar de Asturias, se me hizo presente (serían las 6 y ½ de la tarde de un día frío de invierno) que no estaba en la lista de las personas citadas para recibir por el ministro. Le contesté que sí, que estaba citado por el propio titular, sin yo haberlo pedido, a lo [que] puso cara de extrañeza el secretario o lo que fuese, hasta que cansado de tanta estupidez le dije: «Estoy citado por la sencillísima razón de que el ministro en persona me ha dicho repetidas veces al hablar por teléfono desde Asturias, que no dejase de venir a saludarle si alguna vez venía por Burgos, y como ha llegado la hora de venir pues aquí estoy a cumplir lo pedido y por eso le he dicho que el propio ministro me había citado a pesar de no estar en la lista de visitas». Entonces mi interlocutor me añadió que el ministro se disponía a salir y que podría recibirme a la mañana siguiente. Secamente le contesté, lo que le supo a cuerno quemado que: «No tengo el menor empeño en ver al ministro, ahora ni mañana, y mi único deseo es que sepa he estado en Burgos y he venido a saludarle que era lo convenido» y sin añadir una palabra más tomamos el portante, mi ayudante y yo y nos marchamos tomando las de Villadiego pueblo, por cierto, cercano a Burgos, suponiendo sea éste el pueblo de marras.

Esta escena, que tanto molestó en unión de otras a Ramón, falangistamente se habla así, tuvieron sus represalias por su parte y por la mía y la última fue negarme a ser testigo en la boda de mi íntimo y exayudante, Miguel Ganuza, con fútiles pretextos, al saber que también concurría a la ceremonia el consabido y nefasto personaje, cobarde y traidor enemigo número de su exjefe, Gil Robles y conste no fui nunca de Acción Popular.

DIVERSOS SUCEDIDOS DURANTE MI MANDO EN ASTURIAS […].

EL PASODOBLE VOLUNTARIOS TOCADO UNA MADRUGADA EN GIJÓN. Ya hemos dado referencia con anterioridad, que el elemento obrero de Gijón, población, que, a su condición de puerto de gran movimiento une la de ser eminentemente industrial y de densidad muy superior a la de la capital de la provincia, se caracterizaba y continúa caracterizándose, por el predominio del elemento anarcosindicalista. Desde luego, era la población de más cuidado de Asturias, ya que aparte de la epopeya del cuartel de Simancas, todo lo demás había sido una contemporización, un verdadero maridaje entre elementos de derecha e izquierda por miedo o por lo que fuese; ya que si el elemento civil sano (vamos a dejar quietas la derecha y la izquierda) se aglutina y organiza, no en el cuartel de Simancas (falta de visión, previsión y error gravísimo encerrarse en ningún sitio tanto aquí como en el cuartel de la Montaña de Madrid), sino a la sombra de él mediante el suministro de armas y de mandos, otros muy diferentes hubiesen sido los resultados. De decidirse a morir, ése es el momento difícil, hay que decidirse en el mismo momento a luchar y si es posible morir matando, jamás encerrarse que con muy poca diferencia de letras y significado es lo mismo que entregarse, tarde o temprano. Todos sabemos ya lo ocurrido en el Alcázar toledano[63].

De haberse seguido otra trayectoria opuesta por los bravos mártires de Simancas es casi seguro que los resultados hubiesen sido muy otros, porque de no haber triunfado en las calles siempre quedaba el gran recurso de ir a buscar el monte, donde el hombre decidido se multiplica, por otra parte tan cerca, tratando de ganar Oviedo conforme indicamos al principio; sobró valor, pero faltó cabeza y plan. Pero como por mucho que queramos razonar no hemos de modificar los hechos ya pretéritos, volvamos a buscar o encontrar el pasodoble Voluntarios.

Por las razones antedichas y sin duda porque a la entrada de nuestras tropas en Gijón se castigó en exceso, más con propósito de venganza que de justicia, el odio y el rencor en potencia eran grandes y una inmensa mayoría aspiraba a ser posible, a la revancha, o, mejor dicho, a otra nueva venganza.

Por falta de celo y energía en la autoridad militar de la plaza se fueron aflojando, inconscientemente, tanto la disciplina en las fuerzas propias, como la indisciplina en las contrarias, conforme la información con machacona y medrosa insistencia me comunicaba. Entre las fuerzas propias y las contrarias anidaba, como anida siempre, ese sector medroso, ése que no quiere líos de ninguna clase a costa de lo que sea y no tiene otra aspiración que el vivir tranquilo. Ese sector era el que un día y otro soñaba con escenas dantescas, y como la imaginación nos causa verdaderos tormentos y sinsabores con cosas venideras que después nunca llegan, pues nos traían a todo el mundo en jaque.

No es que yo creyese, ni mucho menos, que Gijón era una balsa de aceite, pues sabía y veía que había mar de fondo, por supuesto, como en todo Asturias (coincidía con los sucesos de [la toma republicana de] Teruel), pero tampoco era motivo para tomar medidas extraordinarias, ni menos draconianas, que ésas sí que alarman. Y lo sabía y lo veía porque mis visitas a Gijón se sucedían ya que rara era la semana que, a una u otra hora, y siempre sin previo aviso, caía por allí comprobándolo todo. Veía las dos cárceles, si el personal llevaba las bombas de mano ordenadas, si los servicios se montaban y prestaban en la forma debida, si los parques de artillería y depósitos de armamento y municiones tenían las seguridades y custodias mandadas, me informaban directamente los confidentes, lo mismo hacían las personas que yo creía de alguna solvencia, recorría el puerto y los muelles contrastando caras, semblantes, y expresiones a nuestro paso pues siempre iba a pie y sin la menor protección llegando a ignorarse quién era. En una palabra, que procuraba tener en la mano y al día a Gijón y suplir con mi continua presencia la falta de carácter del coronel comandante militar, don Gerardo Mayoral, mi íntimo amigo desde la juventud y al que por fin me vi en el triste caso de tenerlo que destituir, al comprobar no se conseguía nada con mis recomendaciones y reconvenciones amistosas, como luego veremos.

A pesar de los pesares el ambiente de Gijón era mefítico y seguía respirando miedo y todos sabemos, que ese estado del ánimo no guarda la viña y, por tanto, menos, la bodega. Pero también pensaba que algo había que hacer para actuar sobre el decaído espíritu de un sector grande de Gijón que no veía ni oía otra cosa que las bravatas que en ciertos barrios obreros y en ciertas tertulias, que tenía vigiladísimos, y sabía hasta lo que pensaban, se echaban a rodar.

Quiero insistir en que ese sector en que anida el miedo en todas partes y ocasiones análogas es curioso de estudio, porque si alguna vez, precisamente, en Gijón, o fuera de Gijón, las circunstancias obligaban a tomar alguna medida violenta contra los perturbadores era también [de] los primeros en lamentarse y criticarlas, sin saber ya uno, por tanto, a qué carta quedarse. Ahora bien, yo sí procuré saberlo, porque empapelé a dos o tres de los más medrosos de categoría y tuvieron que cumplir arresto y soltar la bolsa, que era lo que más les dolía. ¡Desgraciada de la autoridad que ante estos estados de opinión vacila y no pone con resolución a una carta! Pero ¡mucho ojo! porque hay que haber conocido y estudiado a fondo los problemas, ya que los palos de ciego aún son peores, lo peor que le puede ocurrir a una autoridad, pero que no saber a qué carta quedarse.

La idea que maduré y puse en práctica fue la siguiente una vez que el miedo, a fuerza de correr, llegó hasta Burgos.

Un buen día, mejor sería decir noche, aproximadamente a las diez di orden al jefe de Estado Mayor a fin de que una columna motorizada integrada por tres compañías de fusiles y una de ametralladoras (las puse todas a doce máquinas en Asturias), una batería de montaña de artillería y la sección de música estuviesen prontas para partir a las doce de la noche. A su vez enviaba un pliego reservado al comandante militar de Gijón a abrir personalmente a la una de la madrugada.

A las doce di orden de marcha a las fuerzas por la carretera de Gijón, nadie sabía a donde se dirigían, a las que me adelanté con mis ayudantes y Estado Mayor, también completamente ayunos de la maniobra que intentaba. Escasamente a un kilómetro de Gijón mandé echar pie a tierra a las fuerzas que se distribuyeron en forma de desembocar en la población por sus principales avenidas, una de ellas la de la cárcel del Coto. Las máquinas a hombros juntamente con las piezas de artillería a brazo y precedidas por la banda de música debían avanzar por la famosa calle Corrida. La orden de avance de las fuerzas se dio a las dos de la madrugada y como en el pliego reservado al Comandante Militar le marcaba zonas que había que ocupar o rodear (barrios obreros, cárceles, los muelles, playa, etc.) y que todas las calles de acceso debían estar enfiladas por ametralladoras o piezas de artillería. Yo hube de limitarme a ser un espectador más, a presenciar cómo se desarrollaba la maniobra, que no tenía otra finalidad que la de ocupar militarmente Gijón en un momento dado, aún en el supuesto de que la sublevación interior fuese apoyada por algún desembarco, que era otra de las cosas que el rumor público no descartaba, a cuyos fines corté la energía para que el supuesto enemigo exterior no tuviese puntos de referencia y la ocupación fuese más real y de mayores dificultades.

La orden de avanzar a las dos de la madrugada iba acompañada de otra que decía que la banda de música había de atacar a todo pulmón, redoble y platillos Voluntarios alegre y jaranera marcha, al enfocar la calle Corrida.

Lo que ocurrió en Gijón no es para [ser] descrito, porque sin mover un solo soldado de la guarnición de Gijón, ni guardias civiles ni de asalto (sólo en Gijón había una Comandancia de los primeros y tres compañías de los segundos) quedó todo él sujeto, y nada digamos del jolgorio que se armó pues la gente se arracimó alegre y confiada, como la música que oía, a los balcones y ventanas, ya que el pasodoble no era para angustiar ni atemorizar a nadie, y a medida que se desperezaban empezaron a echarse a la calle ya todo de nuevo alumbrado.

Final, que la comedia humana, triunfó sobre la tragedia, como ocurre tantas veces en la vida, y es así porque, como hemos dicho, la imaginación vuela, es un verdadero aeroplano mental, siempre, y nada digamos en casos como el relatado[64].

El título del cuarto y quinto cuadernos, «Pacificación de Asturias», sitúa claramente el tema principal de los fragmentos aquí escogidos. Como reconoce el propio autor, se le había nombrado gobernador militar para «resolver un problema militar». En concreto, se quería acabar con los «más de cuarenta mil activos» con que contaba el maquis. Para ello, Latorre aseguraba haber desarrollado una exitosa combinación de palo y zanahoria.

El garrote venía dado por el uso de la fuerza puesta bajo su mando. Aunque por las necesidades bélicas tuvo que ceder sus mejores tropas a los frentes activos y recomponer sus filas con componentes variopintos —«elementos positivos, neutros y negativos»— confiaba en que el ejemplo de algunos veteranos y el propio sirvieran para corregir los abusos y la desidia. Latorre impuso una efectiva ocupación y control del territorio, con una mezcla de tácticas militares, mejoras en el avituallamiento y un cierto paternalismo moralista. Así, una «Nota del Gobierno Militar» de 17 de junio de 1938, conminaba a los propietarios de «cafés, bares, chigres, y demás establecimientos de bebidas» a controlar la ingesta de sus parroquianos. Según el gobernador militar, a ellos correspondía garantizar que sus clientes no acabasen borrachos y no malgastasen toda su paga en alcohol[65].

El caramelo consistía en el intento de aliviar algunas de las necesidades más perentorias de la población (trabajo, comida, comunicaciones, saneamiento…), en una mezcla de voluntarismo, promesas y propaganda. En esta última faceta destacaba el propio Latorre, quien emprendía constantes viajes de reconocimiento y charlas públicas. Según su interesada versión, las conferencias habrían logrado un cierto éxito, aunque precisamente su eco —hallamos referencias a ellas en La Voz de Galicia de noviembre de 1937— acabó provocando su cancelación por parte de la superioridad, ya que algunos de los argumentos utilizados se contradecían con la política oficial practicada por los sublevados.

Con estas charlas, Latorre intentaba convencer a los asistentes a confiar, a pesar de las limitaciones que él mismo reconocía, en el Nuevo Estado y a renunciar a las ideologías revolucionarias. En este sentido, destacan sus intentos por desprestigiar a los líderes sindicales y políticos republicanos. A las acusaciones de haber abandonado a su suerte a los asturianos, se suman descalificaciones directas sobre sus vidas y actuaciones y respuestas concretas a declaraciones públicas realizadas desde el otro bando o, incluso, desde el exilio. Entre las bestias negras habituales del gobernador militar sobresale el sindicalista y político socialista Ramón González Peña. Partícipe activo en los hechos de octubre de 1934, le fue conmutada la pena de muerte por cadena perpetua, pero la victoria de febrero de 1936 lo excarceló y le retornó el acta de diputado. Durante la guerra civil dirigió la UGT, y fue ministro de Justicia en el segundo gobierno de Juan Negrín. Su relevancia política y su ascendencia sobre el obrerismo asturiano obsesionaba, con razón, a la máxima autoridad subleva del Principado.

Respecto de las promesas, el 15 de diciembre de 1937, por ejemplo, el gobernador militar emitía un bando desde Oviedo dirigido «a los huidos en los montes» para que se presentasen, en un plazo de cuatro días y «sin temor alguno», «aquellos que no hayan tomado parte en asesinatos». Tras este periodo de benevolencia y gracia, «la fuerza pública hará fuego sobre toda persona que se encuentre huida en los montes». Además, a la habitual advertencia contra cualquier colaboración con los huidos, se sumaba el compromiso de no permitir ningún abuso de los vencedores sobre los vencidos y perseguir a quien incumpliera dicha orden[66].

Esta combinación de fuerza y buenas palabras habría logrado capturar supuestamente gran cantidad de armamento —«unos cuarenta mil fusiles, quinientos fusiles ametralladores y doscientas ametralladoras aparte de un sinfín de municiones y material de guerra»—, desmovilizado voluntariamente «varios millares de rebeldes presentados» y reducido a su mínima expresión la violencia y enfrentamientos. Sin embargo, algunos datos incluidos en el propio cuaderno y la bibliografía existente ponen en duda esta descripción tan complaciente.

En primer lugar, la actividad guerrillera seguía siendo importante. Aunque Latorre se burla de los avisos histéricos remitidos desde Burgos sobre inminentes contragolpes revolucionarios, lo cierto es que él mismo optó por desplazar a los millares de presos —35 000 encarcelados, de los cuales mil condenados a muerte— fuera de las cuencas mineras, alejarlos también de los centros urbanos y trasladarlos hacia campos cercanos a la frontera con Lugo. El peligro, por lo tanto, no debía ser tan incierto cuando, además, se suceden los episodios de «caza del hombre», de confidentes pagados y de lamentaciones ante la connivencia existente entre la población, incluso de derechas, y algunos de los escondidos.

Segundo, los abusos de los vencedores —como los de Falange hacia la familia Pedregal, cuyos miembros habían tenido presencia destacada en política— y la represión contra la población se mantenía y, sin poner en duda sus intentos por atajarla, él mismo relata algún episodio concreto como la ejecución, por parte de dos guardias civiles, de la maestra María Escalante González el 4 de noviembre de 1937 en el concejo de Aller. Nada dice, en cambio, de Sara Díaz, maestra como la anterior y asesinada en fecha desconocida en el mismo municipio, en un listado que comprende a diversos vecinos[67]. De hecho, una operación militar presentada tan asépticamente por Latorre como la llevada a cabo en San Juan de Nieva en febrero de 1938 parece esconder una realidad bien diferente. Así, mientras él describe a «la plana mayor revolucionaria», a cómo hubo que reducirlos tras atrincherarse en la fábrica de ácidos y a un recuento de cinco muertos y seis heridos propios y de 35 fallecidos y varios prisioneros en el bando contrario, la historiografía disponible habla de una auténtica matanza represiva[68].

Finalmente, incluso la supuesta mesura de Latorre y su entorno, sobre todo en comparación con sus compañeros de armas, exige ser puesta en cuarentena. Por un lado, asume acríticamente parte del discurso que imputaba a los republicanos una violencia previa que hacía inevitable el pronunciamiento militar. Así, su relato sobre el pasado reciente asturiano se halla repleto de lugares comunes acerca de los presuntos excesos cometidos: «eran hienas y no lobos revolucionarios». En el caso, por ejemplo, de lo sucedido en Cabañaquinta, el gobernador no duda de la culpabilidad de los tres hermanos panaderos de Cuérigo —Valentín (47 años), Dionisio (45) y Senén (34) García Díaz— y, por ello, dicta su ajusticiamiento a garrote vil en la plaza principal del pueblo a las diez de la mañana del 10 de diciembre de 1937 y ante numeroso público. Además, posteriormente, el 10 de septiembre de 1938 se les abría un expediente de responsabilidad civil, se les incautaron los bienes y la valiosa biblioteca del hermano mayor fue desvalijada y destruida por falangistas. Sin embargo, recientes investigaciones cuestionan tanto la culpabilidad de los tres hermanos como la instrucción del proceso. De hecho, en todo el concejo del valle de Aller la represión sublevada tuvo como resultado el fusilamiento y asesinato de 807 personas (incluidas unas cuarenta mujeres), a los que hay que sumar unos cuatrocientos muertos en combate (seis de ellas féminas), más unos quinientos quince prisioneros en campos de concentración y batallones de trabajadores (186 mujeres) y las incontables sanciones económicas, palizas y persecuciones[69].

Por el otro, la reescritura seguramente atemperó algunas de las opiniones del momento. Sin sugerir una reorientación completa, quizá sí que la distancia maquilló algún juicio. Podemos intuirlo, por ejemplo, a partir de casos como el de Paulino Vigón, a quien describe como gran amigo y compañero. Sin embargo, el entonces alcalde de Gijón se declaraba abiertamente germanófilo, cerrando algún discurso al grito «Heil Hitler» y «pidiendo que se colgasen banderas con las cruces gamadas o homenajeando a aviadores de la Legión Cóndor»[70]. Un posicionamiento ciertamente alejado de la moderación aliadófila y la alergia a la injerencia militar alemana manifestada en todo momento por Latorre.

Esto no es óbice para que el gobernador muestre su característico desdén hacia Falange, las corruptelas, los abusos de poder, lo que él descalifica como politiquería y alcahueterías y los deslices morales. A lo largo de los dos cuadernos, especialmente en el quinto, hallamos una diversa y rica casuística, a menudo alejada de Asturias, pero ejemplificadora de las prácticas existentes entre la jerarquía militar: