La guerra civil española

La guerra civil española

La campaña del Norte

LA CAMPAÑA DEL NORTE

La crónica de Latorre sobre la guerra civil española se organiza en tres apartados, correspondientes a sus tres principales destinos a lo largo de la contienda. En primer lugar, la campaña que desde Pamplona lo lleva a través del País Vasco. Se trata de ocho cuadernos mecanografiados y numerados, titulados Mi actitud ante la guerra civil. Únicamente el primero se ha transcrito casi por completo, pues resulta el de mayor interés y permite, además, hacerse una idea cabal sobre el conjunto. Este se inicia con un posicionamiento político expreso e incluye una crónica de los momentos iniciales del levantamiento en tierras de Aragón, Navarra, País Vasco y Cantabria, con las primeras desavenencias y contradicciones en el seno de los sublevados. Del resto de cuadernos se han escogido los fragmentos más relevantes por su singularidad, mientras que se han descartado aquellos centrados en unas operaciones militares ya ampliamente conocidas gracias a la bibliografía existente. El relato se ha complementado con los exhaustivos Diario Operaciones Campaña Norte (Columna Latorre, tres cuadernos, y Tercera Brigada de Navarra, tres cuadernos) y su Hoja de servicios.

En segundo lugar, se hallan los seis cuadernos centrados en su paso por el Gobierno Militar de Asturias entre octubre de 1937 y diciembre de 1938. A diferencia del episodio anterior, el relato bélico —a excepción de la represión del maquis— pasa a un segundo término y, sobre todo, encontramos reflexiones relativas a la concreción del Nuevo Estado, así como esbozos sobre personajes y situaciones que, a juicio de Latorre, representaban un mal presagio sobre la futura paz.

Y, en tercer lugar, hallamos las aportaciones realizadas desde Teruel como jefe del Cuerpo de Ejército de Albarracín y posterior gobernador militar de febrero a septiembre de 1939, limitadas a un único cuaderno y de carácter menos sistemático. De hecho, todo lleva a imaginar que en esos momentos se hallaba preparando ya las grandes reflexiones acerca de la situación internacional, el Ejército, la paz, Falange o el futuro de España que, tras el final de la guerra civil, centrarían sus trabajos.

Aunque algunos de los cuadernos están fechados a mediados de los años cuarenta, todos ellos parten de notas tomadas sobre la marcha. Así, en algunos casos, los apuntes no conocieron versiones posteriores, mientras que en el resto se limitaba a incorporar comentarios referentes a la evolución de ciertos hechos que venían a reforzar sus tesis originales.

De Pamplona a Santoña

De Pamplona a Santoña[1]

Al iniciarse el levantamiento militar, el hasta entonces retirado teniente coronel se presentó «a la Comandancia Militar de Pamplona ofreciéndose incondicionalmente». En línea con la ortodoxia de los sublevados, Latorre consideraba que la asonada habría sido forzada por la excesiva moderación de la represión tras los sucesos de octubre de 1934 y la supuesta escalada de la violencia republicana luego de la victoria de las izquierdas en febrero de 1936. Aunque la petición formal de reincorporación «con urgencia a la escala activa», «por su extraordinario comportamiento en operaciones de campaña», no se concretó hasta el 24 de abril de 1937[2]; el 20 de julio ya recibía órdenes del coronel José Solchaga, comandante militar de la capital navarra, «para que en unión de un capitán y un teniente de Artillería y una escolta de 14 guardias civiles, reconociese el Canal de Berdún hasta Jaca e informase a su vez de la cantidad y calidad del material artillero existente en dicha Plaza».

Tras la expedición al Pirineo aragonés, Latorre encabezó una columna que, desde Pamplona, avanzó por los valles cercanos a la frontera francesa hasta tomar la guipuzcoana Tolosa, combatiendo una presunta fiebre comunista que atemorizaba aquellas comarcas. Su relato resulta a la vez interesado e interesante.

Interesado, pues insiste en diferenciar el supuestamente desprendido y sano patriotismo de sus tropas respecto del cálculo interesado de los militares africanistas, quienes, tras un supuesto juramento en el rifeño Llano Amarillo el 12 de julio de 1936, en realidad se moverían por intereses personales. También se distancia de los excesos y abusos cometidos por el resto de tropas sublevadas. A pesar de acentuar el valor, el honor y la religiosidad de sus hombres, no puede silenciar episodios de represión como los vividos en Alsasua. El párroco de entonces, Marino Ayerra Redín, relataba escandalizado cómo la violencia causó que 308 hombres, de un pueblo de algo más de tres mil vecinos, huyeran la noche anterior[3]. Tanto exceso provocó la publicación, por parte del jurista Pedro Uranga Esnaola, del artículo «Basta ya de sangre», el 8 de agosto de 1936, en el Diario de Navarra. Un exhorto que era respondido de forma contundente por Francisco López Sanz con un «Que se calle ese santón».

Con la misma voluntad de contraste y, seguramente, de recuperación del sesgo ideológico buscado, Latorre porfía de forma continua y maniquea sobre la ausencia de apoyos extranjeros, la prevención y castigo de los abusos cometidos bajo su mando, el alivio entusiasta de las poblaciones ocupadas —incluida la supuesta colaboración de un comunista arrepentido— y la precariedad de los medios militares disponibles. En cambio, frente a ellos se hallarían unas tropas republicanas presuntamente tan bien armadas como malvadas, desorientadas y sanguinarias.

Interesante por las descripciones y caracterizaciones que se incluyen en el relato. Así, en estas primeras páginas aparecen personajes como el jurista Manuel de Aranzadi, a quien se describe como un separatista converso, o, entre otros, el capitán Carlos Ruiz García, posteriormente gobernador civil de Madrid —según el historiador Josep Clarà el más longevo gobernador civil del franquismo—, a quien un informe de los servicios secretos británicos fechado en 1943 calificaba de «inculto y de poca inteligencia. Debe su situación a Serrano Súñer. […] Se dice que mantiene una relación amorosa con Concepción Liaño, igualmente nativa de Santander, y que por esa razón la ha llevado a Madrid para ser Delegada de la Sección Femenina de la Falange. Es un apasionado germanófilo»[4].

El vil, cobarde y repugnante asesinato de [José] Calvo Sotelo y el mismo 18 de julio no hicieron otra cosa que materializar víctimas generalizando y dar estado oficial al descontento, mediante una ingente explosión popular, a la lucha citada, explosión, que quienes no la vivieron no pueden comprenderla. A mí me sorprendió en Pamplona[5] y en unión de mis dos únicos hijos sin previo acuerdo nos lanzamos al campo en defensa de los sacrosantos intereses de la PATRIA. Estábamos de lleno en el caso, casi único que yo preconizaba —ferviente defensor de la supremacía del poder civil—, de intervención del elemento armado en mi obra, escrita durante la dictadura de Primo de Rivera, Ejército. Y no hay que insistir sobre la extrema gravedad de aquellos momentos porque están en la mente de todos. El «Delenda est Monarchia», de Ortega Gasset, hubo de trasplantarlo a la república. ¿Que el 18 de julio no fue todo trigo limpio e intervinieron también intereses bastardos? Evidente de toda evidencia. Porque aquí conviene advertir, que una de las mejores medidas tomadas por Azaña fue la reducción del ejército y la forma en que lo hizo, y no la «trituración» como con maledicencia intencionada se quiso hacer figurar por los perjudicados (¡qué diríamos, entonces, ante el momento actual en que se gastan en ejército miles de millones para que su eficiencia efectiva y real sea muchísimo menor que en aquella época!), porque todos los jefes jóvenes procedentes de las campañas africanas —donde tanto y tan mal se usó y abusó de los ascensos— soñaban, in menti, con escalar los más altos puestos militares, «llevaban en la mochila el bastón de general» [sic], pero Napoleón, quiso aludir con la frase anterior al soldado raso, nunca al jefe, porque lo último no hubiese tenido importancia.

De modo, que, como en todos estos grandes movimientos populares, intervinieron, como materia prima, los sentimientos patrióticos y religiosos y recriados y apoyados en ellos ciertos egoísmos y resentimientos, porque no en balde se habían truncado carreras por anulación de ascensos por méritos de guerra o disminución en la antigüedad de los mismos (luego se olvidó pronto el compromiso adquirido en el Llano Amarillo de Marruecos de no aceptar ascenso ni recompensa alguna durante la guerra civil, que no se cumplió en ninguna de sus partes pero la letra está aceptada y en circulación para ponerla al cobro en su día, que no lo olvide nadie) pero eso bullía en el fondo, porque, afortunadamente, en la superficie, en ese corazón, rincón y asiento de todas las pasiones, y cuyas razones la inteligencia no comprende, el entusiasmo era desbordante y arrollador. Y al grano. Pero antes queremos hacer constar, como ya lo he hecho en otra parte, que [el general Francisco] Franco, que se encontraba en Canarias hubo que apremiarlo, ante sus titubeos desde Algeciras durante los días 17, 18 y 19 de julio, de esto sabe mucho el general [Alfredo] Kindelán que fue quien me lo refirió y que se encontraba en dicha Plaza preparando y esperando el momento, y aún hubo que mandar a Canarias a un conocido médico militar de Sta. Cruz de Tenerife, enlace de Franco allí, un telegrama, en que una vez descifrado se podía leer poco más o menos lo siguiente: «tendrá lugar, sin V., con V., o contra V.»[6]. Y la duda tenía su fundamento, toda vez que el año 34 con tantos o mayores motivos que ahora, se quedó cómodamente quieto en el cargo que ocupaba de jefe del Estado Mayor Central del Ejército, teniendo como ministro a [José María] Gil Robles, a quien en 1936 tan sañuda e injustamente persiguió hasta el punto de tener que huir al extranjero para salvar la vida. La opinión pública sí que pedía acción inmediata en 1934 ante los desmanes separatistas y anárquicos de las multitudes sin freno, y las cataplasmas de entonces trajeron como consecuencia la tragedia de 1936, porque tragedia y grande es una guerra civil, aunque se conceptúe necesaria. Franco, Lerroux y Gil Robles tienen la palabra, y ya a este respecto entre Gil Robles, ya en la emigración, y Franco se cruzaron cartas muy duras de las que el último no resultaba bien parado.

La guerra, la incruenta guerra civil había pasado del terreno especulativo del potencial, al práctico a la acción, pero bien entendido: la guerra con sus leyes y códigos y la tradicional hidalguía española.

En mi calidad de teniente coronel de Artillería retirado se me confirió por el Gobierno Militar de Pamplona la misión de restablecer las comunicaciones por carretera con Jaca el 21 de julio (y empecé por no llevar conmigo a mis dos hijos, uno, inútil en dos reconocimientos sufridos en años anteriores a la guerra y el otro con sólo 16 años) interrumpidas desde mucho tiempo antes del 18 de julio porque los asaltos, atracos a los autobuses, asesinatos y exacciones a metálico que se imponían por doquier por los extremistas que campaban por sus respetos en campos, carreteras y poblados así lo disponían e imponían.

Ya en esta primera salida al frente de dos capitanes y un teniente de Artillería y catorce guardias civiles hube de llamar la atención de uno de los capitanes, Ruiz Ojeda, por amenazar con su pistola a cuantas personas se cruzaban con nuestros coches o a pacíficos labriegos afanados en sus labores agrícolas, por no contestar al grito de ¡viva España! que la mayoría de aquéllos por la distancia y el ruido de los motores no podían oír.

Al pasar por Tiermas un general de Caballería retirado, creo se llamaba Torres, que se encontraba haciendo su cura de aguas termales, ya nos anunció debíamos tomar el máximo de precauciones hasta Jaca. Sin embargo, nuestro paso por la «Venta de Carrica», Berdún, Puente de la Reina y Santa Cilia se acogió con curiosidad o sorpresa, pero en ningún momento con hostilidad.

A nuestra llegada a Jaca nos encontramos con la población y autoridades incluso las militares, no recuerdo el nombre del coronel gobernador militar en aquél entonces, grandemente preocupados y deprimidos ya que aquella mañana o la anterior al salir una compañía a declarar el estado de guerra había sido recibida con nutrido fuego por elementos atrincherados en los hotelitos de entrada a la ciudad por la carretera de Zaragoza, causándoles numerosas víctimas entre ellas toda la oficialidad. Tampoco tenían seguridad las autoridades militares sobre la definitiva actitud de las fuerzas de carabineros.

Después de procurar tranquilizar y dar ánimos, sobre todo a las autoridades, me trasladé al Parque de Artillería para ver de qué material de artillería de Campaña, pesado o ligero, podríamos disponer. Yo había estado allí de guarnición desde el año 20 al 25 y había dejado varias baterías al completo de material y municiones y en perfecto estado de servicio. Ello, no obstante, como si hubiese pasado por allí un terremoto, no encontré nada utilizable, y no porque se hubiese inutilizado en aquellos días de revuelta, no; era sencillamente, que un abandono completo durante once años había dado lugar a que cada cual de dentro y de fuera de la Región Militar dispusiese a su antojo de cuanto creía utilizable, pero en forma aislada, terminando por destrozar y dejar incompletas todas las baterías.

Todo mi empeño era ganar Navarra a plena luz solar para evitar las emboscadas o reprimirlas con mayor facilidad si se presentaban. Y, efectivamente, en el término de Asso-Veral, próximo a los límites entre las provincias de Zaragoza y Huesca en una trinchera en curva, se vio brillar desde mi coche que iba en cabeza la carretera en bastante extensión. Ordené hacer alto a los coches, salir la gente y ocupar rápidamente y desplegados el terreno a los flancos de la trinchera para evitar sorpresas. Lo que en la carretera brillaban era cascos de botellas rotas de champagne y sidra. Luego supimos que el espionaje funcionó desde Jaca por mediación de un médico dentista que avisó a Sigüés —primer pueblo del valle del Roncal en la parte correspondiente a Aragón— que pensábamos regresar en el mismo día, y los de dicho pueblo al amparo de la oscuridad nocturna pensaban agredirnos impunemente desde un viñedo (todo este detalle lo supimos con posterioridad en el mismo Sigüés al día siguiente) al tener necesidad de parar nuestros coches. En honor a la verdad hay que hacer constar que entre los que prepararon el atentado (romper las botellas y cubrir con los cascos la carretera) hubo unanimidad en su preparación, mas no en su ejecución, toda vez, que quienes debían quedar apostados para hacer fuego lo pensaron mejor ante las consecuencias y se volvieron al pueblo.

Este episodio dio lugar a que se efectuase un reconocimiento por aquellos montes, llegando hasta las proximidades del pueblo de Asso-Veral sin encontrar alma viviente, excepto un cazador armado con su escopeta al que se le sometió a un interrogatorio soltándosele después de habernos acompañado un trayecto de nuestro recorrido, desde luego, sin haberle originado la menor molestia.

El capitán, Ruiz de Ojeda, seguía con su exaltación amenazando con la pistola —e incluso llegó a efectuar algún disparo— hasta que llegó un momento en que hube de decirle: «en este coche sobramos uno de los dos y como yo no quiero apearme lo hará Vd.». Hubo, por tanto, de pasarse a otro coche de la escolta con la prohibición absoluta de disparar su pistola con la advertencia de sanciones.

Sin novedad, y ya anochecido, llegamos a Tiermas donde reparamos fuerzas, y donde se nos advirtió que a la salida del pueblo pensaban hacernos objeto de una agresión desde las alturas que dominan la carretera por su derecha.

Conviene advertir que a nuestro paso por el cuartel de la Guardia Civil del citado pueblo en aquella mañana hubo ya sus más y sus menos con el comandante jefe del Puesto que por no haber recibido consigna alguna de sus jefes directos e inmediatos permanecía en actitud expectante. Hubo quien quiso emplear procedimientos de extrema violencia —desde luego el capitán Ruiz Ojeda— llegando a sujetar al cabo del Puesto a lo que me opuse con toda energía y terminando así el incidente.

Hecha esta advertencia, y ante las noticias recibidas llamé al citado cabo a quien hice presente las amenazas denunciadas y ordenándole que con todas las fuerzas del Puesto protegiese nuestro paso por la carretera desde las alturas. Así lo efectuó, regresando todos a Pamplona sin la menor novedad.

VALLE DEL RONCAL[7]. Después de dar las novedades en el Gobierno Militar se me ordenó por el coronel, don José Solchaga Zala, que ocupaba el cargo, que al siguiente día y a primera hora debía salir al mando de una pequeña columna, unos cien requetés, para efectuar un reconocimiento por el valle del Roncal que hacia Sigüés, Roncal e Isaba andaba algo revuelto.

A primera hora de la mañana tomamos rumbo al citado valle, cuyo primer pueblo, Sigüés, desde febrero de aquel año vivía en pleno régimen comunista. Al aproximarnos al mismo recibimos los primeros disparos de gente que huía, pero ya los nuestros habían abandonado los camiones con bastante anterioridad y desplegado en amplio frente sobre el terreno de huerta que rodea al pueblo al que nos acercamos con grandes precauciones. Una vez en él parecía abandonado totalmente con todas sus puertas y ventanas herméticamente cerradas y ausencia completa de personas por las calles y plazas y sin que nadie contestara a nuestros requerimientos. Me dirigí en persona a la casa de unos amigos míos, almacenistas de vinos y cereales —una viuda cuyo nombre no recuerdo y varios hijos— y después de aporrear repetidamente la puerta con las culatas de los fusiles y de vocear mi nombre y apellidos, llamándoles a ellos por el suyo se consiguió que por una ventana, cual alma en pena, apareciese la cabeza de uno de los hijos de la casa que al comprobar nuestra presencia bajó rápidamente franqueándonos las puertas y la escena de alegría y derrame de lágrimas de toda aquella familia no es para descrita. Poco a poco se fueron abriendo puertas y ventanas, y las gentes, como si saliesen de un sueño con enorme pesadilla, invadieron las calles. La pesadilla era que desde el pasado mes de febrero el pueblo sufría alta fiebre comunista. Sin embargo, ya nos hicieron presente eran muchos los vecinos huidos que habían marchado al monte, unos con armas, en particular escopetas y pistolas, y otros sin ellas. Allí nos enteramos, en el centro comunista, cómo se había preparado el atentado de la carretera del día anterior y cómo no se había consumado.

No hubo otra novedad que la captura de un prisionero herido al efectuar un reconocimiento por los alrededores del pueblo al que se le asistió en la mejor forma posible, y ni que decir tiene que todos los vecinos se desvivieron por obsequiarnos.

Se hizo otro reconocimiento por la carretera del Valle del Roncal adentrándonos hasta Salvatierra de Esca y Burgui, sin novedad, siendo recibidas las fuerzas con grandes manifestaciones de alegría. Los puestos de la Guardia Civil nos comunicaron que, en el resto de los pueblos del valle, Vidangoz, Garde, Roncal, Isaba, Urzainqui y Ustárroz, las indecisiones y pequeñas resistencias de los carabineros y algunos paisanos se habían reducido.

A la caída de la tarde emprendimos el regreso hacia Pamplona con gran disgusto y temor del vecindario de Sigüés, que temía, que al alejarnos volviesen los huidos por los montes, tomando sangrientas represalias. A fin de mantener la moral decidí quedasen unos pocos fusiles en el pueblo para el elemento civil de máxima confianza y cuatro o cinco requetés de los mejores y más ponderados.

Para terminar, diremos, conviene destacar la conducta del cura párroco que sin dejar de ser patriótica lo fue eminentemente cristiana, al afirmar que él que tenía ochenta años y llevaba más de cincuenta en el pueblo había visto nacer a casi todos y a todos había bautizado.

Regresamos a Pamplona sin otras novedades, y después de dar el parte correspondiente, recibí las órdenes para el siguiente día.

LEIZA-BETELU. Dichas órdenes se referían a que tomase el mando de dos pequeñas columnas que dirigidas por los comandantes de infantería Francisco Becerra y Venancio Tutor operaban por el macizo comprendido entre las carreteras que, partiendo de Lecumberri, una por Leiza y otra por Betelu vuelven a converger en Tolosa.

Al pasar por Lecumberri me encontré con mi hermana Felisa, su marido y su hija que me invitaron a unas buenas magras con tomate y unos huevos. Me vieron partir con cierta tristeza, pero con mayor alegría a pesar de alguna lagrimilla que no podían reprimir.

Los primeros encuentros tuvieron lugar con los miqueletes, poco antes de las divisorias con Guipúzcoa, ya que en los primeros momentos se habían infiltrado en Navarra para tratar de sorprender Pamplona, pero fueron fácilmente vencidas las resistencias, entregándose en su mayor parte. La mayor resistencia se encontró en el puerto de Urto.

Los aprovisionamientos de nuestras fuerzas en el monte tenían lugar desde los pueblos de Lizarra y Leiza en los que desgraciadamente se había infiltrado desde Guipúzcoa el virus separatista.

Conviene hacer constar, a fin de deshacer muchos equívocos cuando no falsedades, que entre las dos pequeñas columnas no figuraba ningún soldado de reemplazo (todas las fuerzas militares en filas de guarnición en Pamplona habían salido con la máxima urgencia a taponar el puerto de Somosierra) eran todos voluntarios de primera hora, y en su mayor y mejor parte requetés, siendo muchos los que por primera vez tenían un fusil entre sus manos. Era frecuente encontrar familias enteras, padres, hijos y yernos, y algún caso de tres generaciones con exceso de espíritu, y menciono esto porque en algún caso nos fue perjudicial[8].

Armamento, únicamente fusiles sin cuchillo bayoneta y muy dosificadas las municiones. Nada de artillería, ametralladoras, bombas de mano, etc.

La vida en el monte era la primitiva, el vivac, pero sin más refinamiento que algún establo de ganado lanar (con miles de millones de pulgas que hacían la vida imposible) para guardar las provisiones de boca y guerra, pues conviene no olvidar que el tiempo fue frío y lluvioso, e incluso confeccionar las comidas para no delatarnos al enemigo con el que ya habíamos establecido contacto, cuyo contacto también se estableció, no sin grandes resistencias encontradas por las fuerzas de Tutor, entre nuestras dos columnas, en cuyo momento asumí de hecho y de derecho el mando de todas las fuerzas.

El enemigo se había hecho fuerte en el pueblo de Leaburu defendiendo Tolosa, situado en magnífica posición táctica, una elevación del terreno con muy difícil acceso por nuestro frente, tanto por la fuerte pendiente de las laderas como por un foso natural que el terreno formaba. El fuego era continuo de fusilería y nuestras fuerzas aprovechaban como elemento defensivo, a modo de parapeto, los muros de mampostería en seco que dividían las heredades.

Como las posiciones enemigas de Leaburu y circundantes era muy fuertes, hubiese sido una temeridad lanzar a la gente a ataques infructuosos sin ni siquiera el cuchillo bayoneta y bombas de mano.

Conviene hacer constar que el mayor núcleo de fuerzas contrarias estaba constituido por carabineros y miqueletes todos ellos excelentes tiradores.

Por lo expuesto solicité insistente y razonadamente el envío de alguna pieza de artillería para tratar de reducir las resistencias, y un buen día me avisaron en el monte que a Lizarra habían llegado dos flamantes piezas de 105/11. Me apresuré a bajar y me encontré con dos piezas mondas y lirondas y, desde luego, sin ganado y escasas municiones si bien muy buenas, todas rompedoras, por ser de espoleta francesa. Por medio de carretas de bueyes y habilitando en parte camino, conseguí situarlas en nuestras posiciones del monte con lo que nuestra moral subió enormemente, y no digo nada cuando sonó el primer cañonazo y sus granadas, que fragmentaron totalmente, empezaron a causar bajas en el personal enemigo y grandes destrozos en sus defensas cuyo mayor valor residía en la dominación sobre las nuestras. Pero, la alegría duró poco en casa de los pobres, y éstos éramos nosotros, porque antes de 48 horas la artillería enemiga dio también señales de vida, pero no de 105/11 sino de 155/13 con su potente proyectil rompedor de 43 kilos y el nuestro sólo pesaba 13. Las fuertes explosiones de los proyectiles y sus silbidos sobre nuestras cabezas —la risa iba por barrios— sembraron un poco el desconcierto en nuestras filas, y la cosa no era para menos ya que casi todas las fuerzas, por no decir todas —en África nunca empleó estas piezas nuestro enemigo— apenas si había oído en sus respectivos pueblos disparos de escopeta y fusiles, y, desde luego, ninguno de cañón y si estos últimos se dirigían contra nosotros la novedad no podía ser más desagradable. Sin embargo, pronto me percaté que la artillería enemiga estaba falta de dirección y en cuanto fue localizada —algunas piezas en una papelera de Tolosa al resguardo y enmascaramiento de unos almacenes— empezó a ser contrabatida por nuestras dos modestas piezas, naturalmente, que, con toda precisión, porque sabíamos tirar. Este modesto duelo artillero duró varios días y, desde Pamplona, tenían empeño grande —mayor era el nuestro— en que avanzásemos, si bien es verdad nadie se tomó la menor molestia en subir a visitarnos y comprobar y estudiar la situación, en los días y días que estuvimos por aquellos andurriales pues las lluvias y nieblas ponían aquello imposible. Pertenecían, sin duda, a aquella comunidad religiosa en que era lema decir: «ha dicho el padre prior que bajemos a la huerta y que trabajéis y que luego merendaremos juntos».

El día del apóstol Santiago, 25 de julio, fue un día aciago al ir conociéndose los nombres del gran número de capitales en que el Alzamiento no había triunfado y la penuria grande de nuestros medios, en particular, armamento y municiones. Se llegó a rumorear que el general [Emilio] Mola había huido a Francia y que todo estaba perdido. La moral de las fuerzas sufrió, pero no decayó. No conviene olvidar que, si escaseaban las municiones de guerra, las de boca abundaban hasta la hartura, tanto en cantidad como en calidad, porque los pueblos de Navarra se volcaban materialmente en enviarnos cosas, todas muy buenas.

Ante las órdenes apremiantes de avance se procedió a estudiar el plan de ataque a Leaburu, plan clásico, es decir, infantería avanzando protegida por el fuego de su artillería; pero como las pendientes de la altura a salvar en que estaba situado el pueblo eran muy pronunciadas, como ya se ha dicho, el acompañamiento de la artillería a la infantería se hacía algo peligroso para ésta. El oficial que mandaba la artillería, muy inteligente y entusiasta, resolvió el problema sin causar bajas propias.

Cuando ya se creyó que las posiciones contrarias estaban suficientemente reblandecidas y batidas se dio orden de avanzar a la infantería, en todo momento protegida por aquellos empinados riscos los que más parecían jabatos que personas. El enemigo, en lo alto del pueblo, se desconcertó ante aquel brioso y audaz avance —eran todos cristianos y sin alemanes e italianos— y por el fuego concentrado y rápido que nuestras dos modestas piezas hacían contra aquél. Perdida la moral no se ocupó de otra cosa que de huir y tan rápida fue la huida que todavía nos fue posible coger el aparato telefónico y hablar con San Sebastián y Pasajes haciendo creer que el pueblo continuaba resistiendo y ocupado por el enemigo. Uno de los primeros en huir fue el cura párroco, pero en cambio varios carabineros y miqueletes se entregaron y después de un breve interrogatorio para tratar de conocer la moral y medios del enemigo fueron conducidos a Pamplona. Nuestras bajas fueron pocas y, desde luego, ningún muerto.

Como es natural yo esperaba rápidamente la reacción enemiga por medio de su artillería y así ocurrió. Por ello después de dejar montado un buen servicio de seguridad y vigilancia en el pueblo para ponerlo a cubierto de cualquier sorpresa, escaloné las fuerzas en la contrapendiente por la que se había verificado el asalto, pero con la seguridad plena de que los disparos de la artillería contraria no podía alcanzarlos por estar aquellas fuerzas desenfiladas absoluta y totalmente. Las fuerzas de la contrapendiente constituían las reservas de las del pueblo ante toda eventualidad. Sin embargo, el comandante Becerra encargado de la defensa de la posición conquistada no se dio cuenta de la importancia de la orden recibida lo que dio lugar a que la explosión de una granada rompedora de 155/13, que fue a chocar contra uno de los muros de la iglesia matase al capitán de infantería, Loperena, y cuatro o cinco bajas más entre los requetés.

Desde nuestra salida de Pamplona la incipiente columna iba recibiendo refuerzos sucesivos aparte de las dos piezas de artillería. Se incorporó una sección de la guardia civil de Zaragoza y algunos números sueltos de carabineros encuadrados en una centuria de Falange que también se incorporó y un poco después una sección de ametralladoras servida por fuerzas del Ejército; eran las primeras que venían en nuestra ayuda. Ya con todos estos refuerzos el total de la columna ascendería a unos cuatrocientos hombres, sin ningún alemán e italiano, interesa hacerlo constar así. También llegaron mulos para nuestras dos piezas de artillería de montaña. Y no quiero olvidar la famosa pieza de 70/16 que al mando del teniente de artillería Javier Escudero apareció un buen día, y digo famosa porque cada disparo originaba su desguace y había que empezar para efectuar el siguiente a armarla de nuevo, pero el excelente espíritu lo suplía todo. Dicho oficial recibió en un mismo día con gran estoicismo y resignación cristiana, la muerte de dos hermanos, uno alférez de navío asesinado por la marinería en el arsenal del Ferrol y otro ingeniero de Caminos en Madrid.

De lo que carecía en absoluto era de material de transmisiones por lo que todos los partes debían enviarse mediante enlaces tanto a nuestra vanguardia como al pueblo de Lizarra donde ya había línea telefónica con Pamplona.

Desde que se ocupó Leaburu y el frente enemigo hubo forzosamente que retroceder pudimos disponer de un chalet —propiedad de un notario de Tolosa y que acababan de abandonar los contrarios— a retaguardia y un flanco el derecho del citado pueblo que nos dio cobijo confortable —se encontraron algunas camas— después de haber andado tirados por los montes durante bastantes días con un tiempo inclemente de nieblas, lloviznas y frío. Claro es que a pesar de estar un poco desenfilado el chalet fue pronto blanco de la artillería contraria —el espionaje funcionaba a favor de nuestros enemigos— que nos hizo pasar unos días muy desagradables, aunque sin bajas. En dicho chalet eran frecuentes las disputas entre los comandantes Becerra y Tutor, con mejor y mayor educación y cultura el primero que el segundo, si bien, tampoco, nada del otro jueves. Tutor tenía por costumbre, por pésima costumbre, blasfemar, sobre cuyo extremo ya hube de llamarle la atención por el escándalo que producía, sobre todo, entre los requetés.

De los episodios dignos de mención en estos días merece destacarse la presentación en nuestras filas del Conde de Torrubia [Álvaro Caro y Guillamas] y un hijo en edad militar, que huidos de San Sebastián con pasaportes falsos y protegidos por un jefe comunista que los acompañaba se quedaron todos en nuestra zona en un aspecto imponente de desarrapados que fue el inocente truco para pasar desapercibidos. El comunista citado nos dio datos concretos del estado de ánimo de los defensores de Tolosa que no podía estar más deprimido y el auxilio apremiante que de Alegría y otros pueblos se pedía. Como puede comprenderse estos datos nos fueron de gran utilidad para nuestros planes sucesivos y en particular para la moral de nuestras tropas.

Dicha presentación tuvo lugar muy poco antes de la toma de Leaburu, y Torrubia, campeón de tiro de pichón, cogió un fusil y fue no un tirador más, porque generalmente eran muy malos, sino el mejor tirador entre los buenos. El hijo, que su padre hizo presente estaba delicado, no tenía otra preocupación que alejarse de aquél silbar de las balas y aduciendo que además de delicado estaba reventado de la caminata desde San Sebastián, buscó refugio en cuanto refrigeró bien fuerzas en nuestra modesta despensa, en el mejor olivo de las proximidades bien alejado de las balas, en el pueblo de Gaztelu. Allí pernoctaron padre e hijo y no se les vio más el pelo a pesar de sus ofrecimientos de que volverían en seguida. Toda la documentación que entregó el jefe comunista se remitió a Pamplona en unión del interesado.

Otro episodio digno de mencionarse acaecido en estos días, ya después de la toma de Leaburu, fue la captura de dos gitanas en una descubierta, en servicio de espionaje o cosa parecida. La nota característica de esta detención fue que la noche que pasaron en una dependencia del campamento ordené durmiesen con grilletes en los pies para impedir cualquier intento de violación durante la noche y así se les explicó en el momento de ponérseles por la guardia civil. No resultaron cargos concretos contra ellas y ordené se les pusiese en libertad hacia nuestra retaguardia.

Otro nuevo episodio lo constituyó que al enterarme que, a unos dos kilómetros de Lizarza, hacia Tolosa, se había tiroteado un camión nuestro con víveres y municiones y sus ocupantes lo habían abandonado sin la debida defensa, ordené que los mismos lo recuperasen a toda costa, lo que hicieron. Los contrarios tampoco se habían atrevido a apoderarse de él ni de su contenido ante el temor de que fuese una emboscada nuestra, como luego supimos.

Una columna que salió de Estella integrada por el Batallón de Montaña que estaba allí de guarnición, fuerzas voluntarias y artillería mandada por el teniente coronel [Pablo] Cayuela, redujo primeramente las resistencias de Alsasua y posteriormente las de Beasain continuando su marcha hacia Tolosa.

Como en dicha marcha solicitase auxilio, la superioridad ordenó se le prestase por las fuerzas a mi mando, confiando esta misión al comandante Tutor con un núcleo de infantería y las dos piezas de artillería. Estas fuerzas vencidas las resistencias enemigas en los pueblos de Alzo y Orendain abrieron el paso a través de los mismos a la columna Cayuela y cumplida su misión regresaron a nuestro campamento al cabo de dos días. El terreno para pasar de nuestras posiciones a los pueblos citados es de lo más endiablado que darse puede.

Nuevamente pidió auxilio la columna citada y nuevamente ordenó se le prestase por nuestras fuerzas lo que se hizo en forma parecida a la vez anterior y sin bajas por nuestra parte.

Estos, para nosotros, imprevistos exteriores, retrasaron más de lo debido la preparación del plan de ataque a Tolosa que, desde la toma de Leaburu, quedaba a nuestros pies completamente dominada. Prontamente concebí la idea de que, si conseguíamos por sorpresa apoderarnos y sostenernos en la altura donde está situada la ermita de N.ª S.ª de Izaskun, llave de Tolosa, esta última plaza no podría resistir.

La operación fue concebida en la forma siguiente, tanto en su parte estratégica, o por mejor decir estratagema, como en la táctica.

Un inciso que habíamos olvidado mencionar era que el comandante de artillería don Antonio Sagardía agregado a la columna visitó al teniente coronel Cayuela para comprobar sus dificultades de avance, porque los auxilios prestados dejaban a nuestras fuerzas de las posiciones de Leaburu muy debilitadas e incluso expuestas a cualquier contratiempo serio y a su regreso me dijo: «No te choque nada de lo que está ocurriendo porque Cayuela se pasa la vida bebiendo». Esto por cierto era sabido de todos, pero nadie puso remedio.

Volviendo a nuestro asunto diremos que, en relación con la primera, estratagema, se trataba de hacer creer al enemigo nuestra próxima retirada de las posiciones que ocupábamos, peligrosas en grado sumo para Tolosa. A estos fines se desplazaron hacia Lizarza unos cuantos camiones, los precisos para transportar unos 200 hombres al mando del comandante Tutor haciendo creer a los vecinos de este último pueblo (muy propicio al espionaje a favor de los contrarios) empezábamos a retirarnos hacia Pamplona. Al llegar al cruce de Lecumberri los camiones cambiaron de dirección y por Uitzi, Leiza, puerto de Urto, Berástegui, Elduayen, Berrobi, echaron pie a tierra en una zona de terreno, y que previamente se había estudiado, desde nuestras posiciones de Leaburu con el mayor detalle posible, desde la que al amanecer pudiesen avanzar por la retaguardia de la ermita de Izaskun —situada a la derecha de Tolosa desde nuestro frente— y caer sobre ella por sorpresa previo todo el apoyo artillero posible desde nuestras posiciones de Leaburu, y con cuyo objeto se había establecido un enlace horario, ya que otro no era posible, entre nuestra artillería y las fuerzas del comandante Tutor; una perspectiva detallada tomada desde aquellas de acuerdo el mando de la infantería y artillería, fue, como es natural, el complemento del enlace.

Conviene advertir que el enemigo tenía instaladas dos piezas de artillería de 75/28 en el interior de la ermita y por cañoneras abiertas en los muros efectuaba el fuego contra nuestras posiciones de Leaburu que, al mismo tiempo continuaban siendo cañoneadas diariamente por las piezas de 155/13 resultado, nuestra posición realmente muy incómoda en todos los aspectos y urgía, por consiguiente, despejarla.

Debemos anotar que un disparo afortunado de nuestras piezas de 105/11 hizo blanco en una de las piezas enemigas situadas en la papelera y que ya mencionamos; el entusiasmo y alegría entre nuestra gente no tuvo límites.

De todas formas, para librar a las fuerzas de Tutor del mayor número de obstáculos y aliviar un poco nuestra posición incómoda se procedió a batir con artillería la ermita ya que la ocupación por el enemigo la había desprovisto de todo carácter sagrado, extremo éste que consulté con los sacerdotes que acompañaban a la columna, uno de ellos, don Clemente Muruzabal, de San Martín de Unx (Navarra) y el otro un coadjutor de Alsasua cuyo nombre no recuerdo [posteriormente añade a lápiz el nombre de «Ortigosa»; seguramente Luis María Ortigosa, ordenado dos años antes[9]].

Llegado el amanecer del día siguiente de la salida de las fuerzas de Tutor de nuestras posiciones de Leaburu, dichas fuerzas a la hora convenida salieron de las posiciones de espera y emprendieron rápido avance protegidas por la artillería según el enlace horario establecido.

La operación resultó perfecta por el efecto sorpresa principalmente y los defensores de la ermita la abandonaron sin la menor defensa limitándose a huir lo más rápidamente posible, no sin antes inutilizar sus piezas de artillería. Este desconcierto del enemigo se aprovechó para avanzar sobre Tolosa nuestras posiciones de Leaburu, como así se hizo, quedando aquella plaza a tiro de fusil de nuestro nuevo despliegue. Nunca debieron permitir nuestros enemigos, sin una heroica defensa la pérdida de las posiciones clave Leaburu, Izaskun y en cambio se obstinaron en tratar de defender Tolosa —un hoyo— pero que tampoco lo consiguieron.

TOLOSA. El nuevo empujón del enemigo hacia Tolosa nos acercaba más y más a la ocupación de la plaza y las noticias que los fugitivos de la misma llegados a nuestras filas nos proporcionaban no podían ser más esperanzadoras a nuestro objetivo: TOLOSA. Claro está que también nos comunicaban que en su huida final pensaban incendiar y volar la población por disponer de grandes depósitos de dinamita. De todos modos, lo que era evidente es que la moral enemiga estaba ya por los suelos y era urgente entrar antes de que pudiera reaccionar ya que del mando de San Sebastián recibían órdenes de resistir a todo trance e incluso para sostener un poco la moral les anunciaban el envío de importantes refuerzos: ese viejo truco de la guerra es de todos conocido.

A dicho fin propuse al mando superior efectuar algunos disparos de artillería sobre la población a objetivos en que no hubiese víctimas inocentes ni grandes daños materiales, pero que en cambio la moral de los pocos defensores que quedaban bajase aún más dejando de aterrorizar a la población con sus amenazas. Obtenida la autorización solicitada se eligió como objetivo más vulnerable la estación de ferrocarril y algún edificio de la zona por donde pensábamos efectuar la entrada (carretera de Berástegui-Leiza) y que teníamos certeza estaban desalojadas. Con toda precisión la artillería rompió el fuego y el ruido que producían las rompedoras al hacer explosión en el interior de los inmuebles era terrible para nosotros que desde las alturas lo veíamos y oíamos, pero aún mucho más para los habitantes de Tolosa que luego nos lo manifestaron, bien entendido, que, para evitar el pánico, cuando como es de rigor se anunció el bombardeo, ya se dio el plazo debido para el abandono de la población por los vecinos pacíficos.

Al mismo tiempo que se realizaba el bombardeo se acercaban nuestras líneas a la población y se ocupaba sin resistencia el barrio de Ibarra. Al bajar hacia Ibarra fuimos tiroteados, pero no me enteré, porque no oía silbar, lo que me advirtió mi escolta.

Un grave accidente vino a turbar la alegría de estos momentos y fue que el comandante de ingenieros, Fernández Checa, dotado de un espíritu militar y patriótico que corría parejo con su gran inteligencia y capacidad, al ver o creer muy fácil la empresa de entrar en Tolosa la acometió, pero pagando con la vida su intrepidez y arrojo, ya que el enemigo desde unos camiones blindados y ocultos a las vistas le disparó casi a bocajarro una ráfaga de ametralladora. Un grupo de unos cien requetés arrastrados por la actitud de su jefe le siguieron ciegamente pero al encontrarse con aquella densidad de fuego que les impedía dar un paso sin bajas y sin defensa posible contra los blindados hubieron de refugiarse en las casas próximas que estaban deshabitadas donde ya se hicieron fuertes, impidiendo que el enemigo las incendiase, y quedando aisladas del resto de las fuerzas durante más de veinticuatro horas pero impidiendo también que el cadáver del jefe quedase en poder del enemigo.

Las tropas no solamente no tenían orden de entrar en Tolosa, sino que tenían orden terminante de no hacerlo sino en acción conjunta y a mi orden, pero en forma alguna aislada y esporádicamente. El mando estaba enterado del abandono de la población, excepto de algunos suicidas, y quería entrar sin bajas, tanto porque quería evitar la lucha callejera para la que no teníamos ningún medio (la bomba de mano seguía siendo cosa desconocida mientras los enemigos disponían de ella a placer) ni de efectivos, cuanto porque fue norma en mí durante toda la campaña evitar las bajas evitables; las cosas así eran menos espectaculares, de menos lucimiento, sin laureadas, pero en cambio eran más humanas y más seguras. El fruto se cae del árbol por su propio peso cuando está maduro y a eso debe tenderse en la guerra, a una pronta madurez para evitar, en cuanto sea posible las violencias.

Por suerte los requetés encontraron en los inmuebles que ocuparon grandes provisiones de plátanos y pudieron hacer bueno aquello de «primus vivere…»; de todos modos, constituyó para mí un motivo más de preocupación y contrariedad todo lo ocurrido.

La noche del contratiempo anterior la pasamos en Ibarra en posición peligrosa e incómoda y la cosa no era para menos por la escasez, repito, de nuestros efectivos y falta absoluta de disciplina y preparación militar. Y al decir disciplina quiero referirme al buen sentido de la palabra ya que su valor y arrojo eran insuperables pero indisciplinados. Un núcleo de nuestros efectivos se encontraba en Izaskun al mando del comandante Tutor; otro en las proximidades del cementerio al mando del comandante Becerra; la retaguardia cubierta, o figurándonos lo estaba, por fuerza al mando del capitán don Carlos Ruiz García, hoy en día gobernador civil de Madrid, y la Plana Mayor de la columna con la artillería en el barrio tolosano de Ibarra.

Las dos piezas de artillería se situaron en plena calle enfilando las entradas de Tolosa y apuntadas y cargadas con granadas de metralla en cero a toda eventualidad.

El primer susto nos los dio nuestra retaguardia que, atacada por el enemigo al amparo de la oscuridad nocturna, cedió originándose un poco de pánico y un poco de desbandada ya que alguno no dejó de correr hasta Pamplona. Esta es la verdad objetiva, pero no lo es menos que el valor y la moral por grandes que sean, y en nuestro caso lo eran mucho, si no van encuadradas en una disciplina no conducen en la mayoría de los casos a resultados prácticos y éste era nuestro caso; estábamos en presencia de verdaderos hombres, mas todavía no de soldados.

El pequeño desaguisado se cortó mediante el envío de pequeño refuerzo, ¡eran tan precarios nuestros efectivos! Esto dio lugar a confundir, en el nerviosismo de los disparos a amigos con enemigos. En realidad, y afortunadamente, no hubo bajas fuera de algunos heridos leves más por caídas que por arma de fuego por verdadero milagro.

Otros sustos de menor cuantía ocurrieron en los dos extremos de nuestro frente, pero todo él permaneció inconmovible.

La noche transcurrió en continuo sobresalto, pero sin novedad y así llegamos al 9 de agosto víspera de nuestra entrada en Tolosa. En el interior de la población no cesaban de oírse explosiones de bombas de mano y disparos de fusilería en las luchas sostenidas entre ellos, ya que unos eran partidarios de huir y otros de defenderla a todo trance. Durante todo este día la llegada de huidos de Tolosa era incesante y todos coincidían en que podíamos hacerlo sin el menor peligro. Y a este propósito haremos constar que en el trágico percance del heroico comandante Checa hubo también algo de buena fe porque algún fugitivo le indicó podían entrar sin peligro alguno.

Durante el atardecer del día 9 fueron todavía en aumento, pero a pesar de las insistencias de unos y otros, incluso de algunos de los que me rodeaban demoré hacerlo, por razones de plena seguridad, hasta el amanecer del día 10, porque no me parecía prudente ocupar una población de la importancia de Tolosa durante la noche y completamente a oscuras por estar cortados los cables de la luz en varios sectores.

A las 5 de la mañana, previa notificación al general Solchaga (aquí ya funcionaban los teléfonos), ordené a las fuerzas de la guardia civil, que formaban parte de la columna se adentrasen en Tolosa con todo género de precauciones y ocupasen los lugares estratégicos, dando parte el jefe de aquéllas de haberlo cumplimentado sin la menor novedad. En vista de ello ordené que el resto de las fuerzas ocupasen Tolosa, dando acto seguido el correspondiente «Bando».

Telefoneé la ocupación al mando superior y allí esperé órdenes que el coronel Solchaga me daría personalmente ya que me anunciaron en el Gobierno Militar de Navarra había salido ya para Tolosa.

La alegría de la entrada fue inenarrable por ser la población de alguna importancia que caía en nuestro poder y los habitantes se dedicaron a todo género de expansiones con cánticos y gritos patrióticos a los acordes de músicas improvisadas.

Yo entré en Tolosa agotado por el desgaste enorme (desde luego, dos días sin dormir) en todos los órdenes, padecido en los días anteriores y después muy impresionado por el relato de los asesinatos que habían cometido los extremistas durante su efímero mando en la población y las exacciones de todo orden; dinero, alimentos, alhajas, etc.

Después de dar las órdenes provisionales que el caso requería no me preocupé más que de reposar y alimentarme esperando la llegada del coronel Solchaga. En el Ayuntamiento me sirvieron un par de huevos y magníficas magras con tomate, bien escanciadas con media de Rioja y un buen plato de mermelada.

Por fin llegó Solchaga y después de abrazarme y felicitarme efusivamente, me dijo: «Vd. ahora, Latorre, a descansar dos o tres días que bien merecido lo tiene por su excelente labor».

Todavía hubo que rechazar un ataque de los blindados enemigos desde la carretera de San Sebastián contra nuestras posiciones de vigilancia en aquel sector. Heridos y prisioneros sus ocupantes manifestaron habían sido engañados ya que nada les habían dicho de estar la plaza en nuestro poder, hasta el extremo de que conducían comida confeccionada y víveres para los defensores. Las recriminaciones y maldiciones contra quienes les habían metido en empresa tal, eran terribles.

Después de almorzar en Tolosa me tumbé en el coche a fin de tratar de reconciliar un poco el sueño antes de emprender la marcha a Pamplona. No pude descansar porque en seguida vino a saludarme el jefe tradicionalista, [Manuel] Fal Conde, con quien conversé largo rato y ya entonces atisbé en él ciertas divergencias políticas. A continuación, me saludó un hijo del Infante don Carlos de Borbón, teniente de ingenieros, que luego murió gloriosamente en el frente de Eibar.

Desde la salida de Pamplona hasta la toma de Tolosa, se cogieron fusiles, cascos, correajes y municiones en las distintas trincheras y posiciones que nuestros contrarios abandonaban.

Con el coronel Solchaga llegó el teniente coronel de infantería don Pablo Erviti que se hizo cargo de la Comandancia Militar de Tolosa y por fin pude emprender el viaje a Pamplona para descansar los días de permiso que me habían concedido y a mi llegada, me enteré con tristeza, pena y dolor del gran número de personas de todas las clases sociales que habían sido asesinadas dentro de la mayor impunidad e ignorando los lugares en que habían tenido lugar tales monstruosidades y las circunstancias de tan cobardes y denigrantes hechos. Entre los asesinados figuraban un hermano de mi mujer, Eugenio Seminario Galicia, y los dos abogados de la familia, Enrique Astiz y José Andrés y un sinnúmero de amigos y conocidos. Realmente fueron unos días, muchos, sádicos, hasta el extremo que el gran patricio, por todos respetado, don Pedro Uranga, escribió un artículo en el Diario de Navarra llamando la atención de las autoridades sobre tan terribles excesos que a ciencia y paciencia de las autoridades o con su complicidad se estaban cometiendo no ya en Pamplona sino en todo Navarra donde reinaba un verdadero «TERROR».

Es cierto que, en Tolosa, como indiqué anteriormente, se cometieron asesinatos análogos e idénticas noticias iban llegando de distintas poblaciones españolas que no estaban en nuestro poder, pero no es menos cierto que nuestro emblema y nuestra guía era la santa Cruz, la de Santiago que quiere decir, caridad y amor, y la de los contrarios la estrella solitaria enmarcada en la hoz y el martillo que implican odio y venganza.

Pasé los tres días en familia, pero deseando volver al frente por respirarse aires más puros y el 14 de agosto me incorporé a Tolosa tomando nuevamente el mando de la columna.

Para que nada se quede en el tintero y por conceptuarlo muy interesante diré que en los primeros días del Alzamiento el diputado a Cortes nacionalista (separatista) don Manuel de Aranzadi poseído de un miedo cerval, en unión de sus hijos, Tanis y Manolito, hizo aquél una retractación plena de sus ideas ante notario y que publicó toda la prensa de Navarra y además sus dos hijos se dieron de alta en el requeté. Ello no obstante debido a la gran amistad e incluso parentesco de los Aranzadis con la familia de mi mujer, Seminario, se presentó en casa pidiendo protección que no tuve inconveniente en prestar y el pánico de padre e hijos era tal que hasta cartuchos de caza me entregaron (en casa están todavía) y creo que cortaplumas, y conste no hay hipérbole. Cuando marché al frente seguía pasando la mayor parte del tiempo en casa.

No quiero pasar por alto un sucedido en relación con la toma de Tolosa, y éste es que el chusco, no encuentro otro calificativo más apropiado, quiso cubrirse de gloria efímera atreviéndose a poner un telegrama al Diario de Navarra atribuyéndose la hazaña de haber tomado sus fuerzas, y él a la cabeza de las mismas, Tolosa. La broma de mal gusto duró poco, lo que tardé en enterarme, porque la rectificación y el mentís más completo en el mismo Diario apareció con pruebas en el número siguiente, ya que lo único que hizo el teniente coronel Cayuela fue, retrasar nuestra entrada en Tolosa como queda expuesto con anterioridad. La columna Cayuela entró en Tolosa por la carretera de Beasain cuando ya llevábamos seis horas en Tolosa y estaban todos los caminos libres.

Al regresar a Tolosa me enteré de que un oficial de Asalto había abusado de su autoridad substrayendo algunos artículos de los comercios, entre ellos algunas joyas parte de las que pudieron recuperarse en Tudela. El oficial fue sumariado y condenado, aparte de perder la carrera[10].

Reincorporado al frente de la columna, el 15 de agosto de 1936 Latorre y sus hombres se dirigieron hacia San Sebastián, aunque previamente debían, desde Andoáin, vencer la resistencia concentrada en el monte Buruntza y en el complejo fortificado de Santa Bárbara, para ocupar a continuación Hernani. El militar insiste en su inferioridad táctica, en el camino hacia Andoáin, por las fortificaciones artilleras y la aviación republicanas que dominaban la población y las líneas de comunicación, así como en el presunto apoyo incondicional francés, interesado en debilitar a España. De ahí, la importancia de controlar la frontera, objetivo que se conseguiría supuesta y únicamente con el fervor de unas tropas donde abundaban los requetés, en muchos casos euskaldunes. Esta exaltación y compromiso contrastaría con actitudes más propias de la propaganda y el turismo bélico, como la aparición en el frente del triple campeón de Europa de peso pesado Paulino Uzcudun Eizmendi. Posteriormente, su prestigio deportivo y su cuestionable participación en la guerra lo convertirían en un símbolo del franquismo, con la aquiescencia de Vicente Gil, médico personal del dictador y presidente de la Federación Española de Boxeo:

En nuestro caso, todo, absolutamente todo, terreno, efectivos, medios materiales se encontraban en gran escala en poder de nuestros enemigos, y, sin embargo […]. Conviene no olvidar a este respecto, que la rendición de los cuarteles de Loyola en San Sebastián, fuertes de Guadalupe y San Marcos puso en poder del enemigo una cantidad tal de material de guerra y, sobre todo, de artillería moderna y potente, que nadie puede explicarse ni se podrá explicar nunca, cómo nos dejaron avanzar un solo paso y cómo no nos infligieron una derrota fulminante y terminante. Francia, además, por Irún y Cataluña ya empezó a facilitarles cuanto pudo. Francia era, como es y será siempre, nuestra gran enemiga y «no tiene más política internacional que debilitar al vecino por todos los medios» y conste que son palabras de [el historiador y político francés Adolphe] Thiers. Bien es verdad que ese pensamiento lo completó con posterioridad el gran político y patriota, don Antonio Cánovas del Castillo cuando escribió: «La grandeza de Francia es nuestra humillación y la grandeza de España la impotencia de Francia».

[…] Y vuelta con el Buruntza, porque a todo esto los días pasaban y nada se hacía por su captura, causa determinante de nuestra completa inmovilidad, y ya los pasados del campo enemigo nos informaban de la defensa cada día mayor que estaban organizando y al mismo tiempo Irún dándonos mucha guerra por su tenaz defensa y consumiendo muchas vidas de los mejores hasta el extremo de bautizársele por los bravos navarros (únicos casi encargados del ataque) con el remoquete de «cementerio de Irún». Eran dos goznes alrededor de los que giraban las puertas de entrada a Hernani e Irún, llaves a su vez de S. Sebastián. Ambos baluartes los defendían con tenacidad manifiesta al tener en cuenta la gran importancia de los mismos. Si caía Irún perdían la frontera de importancia capitalísima en su caso (los cobardes franceses presenciaban regocijantes sentados en sillas desde la otra orilla del Bidasoa cómo se consumían heroicamente las vidas de uno y otro bando, que al fin eran españoles todos, como si se tratase de una riña de gallos o cosa parecida; pero bien pronto demostraron su cobardía legendaria al huir como gamos y rendirse sin condiciones por enésima vez ante su secular enemigo, Alemania) y el frente enemigo se derrumbaba y si le ocurría lo propio a Hernani y sus fortificaciones (Sta. Bárbara, Monte Cónico, Loma Roja, etc.) la entrada en S. Sebastián era inmediata, y el enemigo acorralado contra la costa tenía que rendirse. Ocurrieron ambas cosas a la vez porque al mismo tiempo que caía Hernani, como corolario tenía que hacerlo Irún.

[…] Antes de referir la operación quiero intercalar un «intermezzo» que por lo chusco e inesperado no debe silenciarse. Inesperadamente se me presentó el famoso boxeador, Paulino Uzcudun, en unión de otros irreprochablemente vestidos de falangistas de pies a cabeza. Su pretensión era servir de voluntarios en la columna y ni que decir tiene que se accedió en seguida, porque, además, «querían pegar tiros desde los sitios más avanzados y peligrosos». Esto ocurría cuando el frente lo teníamos a la altura de Ossyi, y en extrema vanguardia del mismo y casi a tiro de fusil de Sta. Bárbara, teníamos una avanzadilla con dos ametralladoras y una veintena de fusiles, y allí se fueron dos de sus hombres cuya «toilette» tan atildada contrastaba con lo desarrapado de mis hombres. Uzcudun, que acababa de escaparse de S. Sebastián, y los demás que se decían estudiantes y por más señas de medicina, en Valladolid y que, según ellos, habían estado en «El Alto de los Leones» [Puerto de Guadarrama] y querían pegar tiros en todos los frentes, dijeron iban un momento de Andoáin, para no recuerdo a qué, y, hasta… ahora[11].

Tras duros enfrentamientos artilleros y un primer intento fracasado por culpa de la descoordinación, la columna Latorre conseguía reducir a las tropas republicanas del monte Buruntza el 30 de agosto, gracias a la incorporación de más piezas de artillería, de 800 efectivos de «la “Legión Gallega”, perfectamente equipados y asistidos, y de una sección de blindados de Zaragoza con ametralladoras y alguna pieza de 37 milímetros». Sin embargo, la artillería y la aviación republicanas seguían castigando con dureza las posiciones sublevadas y, hasta el 11 y el 12 de septiembre, no tiene lugar el asalto final mediante una combinación de artillería —beneficiada por el conocimiento del terreno y del armamento— e infantería.

La ocupación de Hernani certificaba la suerte de San Sebastián. De nuevo, Latorre describe su actuación como humanitaria, al impedir supuestamente excesos y daños sobre la población civil, y el recibimiento de esta como entusiasta. La retórica se correspondía con la propaganda propia de la guerra de liberación:

La caída de Sta. Bárbara y Loma Roja tuvo como consecuencia necesaria e inmediata la entrada en Hernani donde se nos recibió con demostraciones de entusiasmo no fingido. Hube de tomar determinaciones enérgicas para evitar todo género de desmanes, tanto contra las personas como contra viviendas y círculos de los separatistas en particular ya que el furor que contra estos últimos sentíamos todos no podía ser mayor por tratar de romper la Patria, y sancioné aquellos desmanes que previamente se comprobaron.

[…] Pronto se recibieron órdenes del mando superior de que no se rompiese el fuego contra la multitud nómada que la teníamos bajo el fuego de nuestros cañones. Se quería evitar, y con razón, por un lado, víctimas inocentes y por otro que, al no poder evacuar S. Sebastián, por la única salida posible y factible, el enemigo embotellado, tomase represalias contra personas y edificios mediante asesinatos e incendios. No cabe duda de que la medida, muy discutida, fue sabia y en extremo prudente.

Unas chicas, margaritas, del Requeté de Tolosa, que a diario visitaban nuestros campamentos hiciese el tiempo que fuere, tuvieron empeño grande en que al desfilar con mis fuerzas en S. Sebastián llevase boina roja con gran borlón dorado caído sobre el hombro y camisa kaki con hombreras e insignias bordadas en la misma camisa, y, efectivamente, muy pocos momentos antes de abandonar Hernani rumbo a S. Sebastián con mis fuerzas, me trajeron el presente, debiendo desnudarme de nuevo y plantarme gustoso la para mí simpática indumentaria, que conservo como oro en paño[12].

El 14 de septiembre, a las dos de la tarde, las autoridades sublevadas encabezadas por el general Mola pasaban revista a las tropas. Veinte años después, Jorge Vigón aún recordaba a Latorre «al frente de unos centenares de mozos navarros, entre un capellán como un castillo y una bandera española al viento, [desfilando] por las calles de San Sebastián, alto, descarnado, ascético e impetuoso, enfundado en una gabardina vieja, y tocado con una boina vasca, un hombre maduro que daba un tono de energía dinámica a aquella vieja estampa novecentista»[13].

Durante todo el mes de septiembre, la columna siguió su camino a lo largo de la costa vasca, en dirección a Asturias. La marcha se organizaba en dos grupos, de trescientos y quinientos hombres respectivamente y con dos piezas de artillería por contingente. El primero progresaba por el interior, mientras que el segundo iba costeando, hostilizados a menudo por embarcaciones pesqueras republicanas, armadas con ametralladoras. Este avance casi continuo y con pocos momentos de descanso, descolocaba incluso a la familia de Latorre: «Mi mujer, hija, nieto y la hija de mi hermano, Pilar, cuyos padres habían quedado bloqueados en Madrid, vinieron a verme desde Pamplona y creyéndome en Igueldo allá se fueron infructuosamente. De allí bajaron a Usurbil pocos momentos después de haber emprendido la marcha hacia Aya»[14]. El día 27, las diferentes fuerzas confluían en la población guipuzcoana de Motrico, donde quedaban acantonadas.

A menudo, el relato militar se ve salpicado con anécdotas que buscan ampliar la información sobre sus compañeros de armas, las poblaciones ocupadas o las actuaciones protagonizadas. Sin embargo, otras cuentan con un carácter más ideológico y se ofrecen como justificaciones del recurso a las armas por parte de los sublevados. Para Latorre, más allá del socorrido desorden republicano, dos eran las coartadas: el anticlericalismo y el separatismo. Ambos quedan ilustrados en dos episodios acontecidos en Guipúzcoa. El primero sucedía la tarde del 14 de septiembre de 1936, en un Igueldo recién ocupado:

Después de muchas vueltas conseguimos encontrar en una vivienda lindante con la parroquia dos sacerdotes que con una mujer estaban rezando el rosario; eran el párroco y el coadjutor. Se les recriminó por no haber salido, desde el primer momento, a nuestro encuentro al oír el ruido de los motores y la algarabía de la gente. Luego supimos eran uno de tantos sacerdotes inoculados con el criminal virus separatista y que utilizan tan sagrado ministerio para la propagación y difusión de tan fratricida como sin base idea que unos vividores alientan y sostienen. Olvidando los malvados que España siempre sacrificó sus intereses económicos a la mayor prosperidad de esa Región que el resto de España admira y exalta. ¡Canallas[15]!

El segundo episodio de españolismo visceral se produce en la también guipuzcoana Deva el 23 de septiembre de 1936, con un jesuita identificado únicamente como padre Aguirre:

Otro incidente muy curioso tuvo lugar al ordenárseme la detención del P. Aguirre, jesuita, y separatista furibundo, uno de los que, en unión de [José de] Ariztimuño, también sacerdote, causaron grave y gran daño a la causa nacional. Me dieron antecedentes de la vida que llevaba y entre ellos que, por la mañana, después de celebrar misa, daba un paseo por la playa. Le esperé y dirigiéndome a él con toda mesura y corrección que tenía orden de detenerle lo que constituía para mí un gran dolor por mis acendradas convicciones religiosas y tratarse de un sacerdote y además jesuita. Le cité para las once en mi despacho de la Comandancia Militar donde también concurriría el cura párroco de la localidad. En la entrevista convinimos, después de grandes protestas por parte del jesuita, que quedaría detenido en la casa del párroco hasta tanto se recibiese la orden de conducirlo a San Sebastián; podría celebrar misa y cumplir todos sus deberes religiosos: todo se realizó con la mayor discreción posible a fin de evitar el menor escándalo. Vino la orden y se le impuso por jurisdicción competente la penalidad de residencia en Canarias. ¡Bien poca, por cierto, después de haber sido parte activa de ese inconcebible contubernio comunista-separatista y mayor contubernio aún en cuestiones de religión[16]!

El arraigado odio de Latorre contra el vasquismo, entendido como separatismo, se había fraguado durante su anterior destino en San Sebastián, cuando coincidió con la campaña que, desde El Pueblo Vasco, José de Ariztimuño Olaso, Aitzol, protagonizó con sus artículos. Los enfrentamientos verbales y de papel de entonces se convirtieron en violencia explícita a partir de julio de 1936. Aitzol pagaba con su vida la implicación en el renacimiento de la cultura vasca a través de entidades como Euskaltzaleak y su participación como ideólogo en el Partido Nacionalista Vasco (PNV). Detenido en Bilbao, encarcelado en Ondarreta y fusilado contra las tapias del cementerio de Hernani con otras 191 personas, se convirtió así en unos de los dieciséis curas vascos asesinados por los sublevados[17].

Volviendo al relato militar, las tropas de Latorre habían conseguido penetrar hasta la vizcaína Berriatúa, pero recibieron órdenes de replegarse, con el objetivo de concentrar fuerzas a las puertas de Bilbao, todavía en manos republicanas. Los intentos de conquistar la capital de Vizcaya socavando la moral de sus habitantes se habían demostrado vanos:

De nada sirvió [sic] al malogrado general Mola aquellas proclamas habladas por la radio y escritas, que se arrojaban por aviones sobre Bilbao y sus populosas barriadas amenazando con penalidades mil y males sin cuento si no se rendían, y como dichas proclamas tenían un poco, bastante, de enano de la venta, porque no había efectivos suficientes en cantidad y calidad que las respaldasen, constituyó un verdadero fracaso del general Mola, ya que Bilbao no se rindió y el cuento se acabó. Y todo esto y otras muchas cosas más ocurrieron, porque Mola, ni fue nunca un genio de la guerra ni de la paz, ni tenía por qué serlo, era, eso sí, un soberbio y brusco y esto lo dice quien no recibió de él más que muchas atenciones[18].

La espera de nuevas órdenes solo se ve trastocada por un breve bombardeo de Deva a cargo de la Marina republicana y por la incorporación de Rafael Latorre Seminario, con diecisiete años recién cumplidos, a la columna de su crítico y exigente padre, proveniente de la columna Beorlegui responsable de la ocupación de Irún:

Como tantos otros jóvenes voluntarios de su edad no sabía manejar un fusil aun cuando sus entusiasmos juveniles fuesen grandes, cuyos entusiasmos se apagaron pronto, e incluso se trocaron en mieditis, cuando se enfrentaron con la triste realidad de la guerra, y ésta era, mal comer, mal dormir y por encima de todo, las dichosas balas, que nunca habían oído silbar por encima de sus cabezas y menos aún los zambombazos de las explosiones de los proyectiles […]. De todos modos, en ningún momento hizo nada excepcional, como tantos otros, limitándose a cumplir y procurando volver a retaguardia por mil pretextos, luxaciones, dentista, etc., pues por otra parte no estaban encuadrados militarmente[19].

La relativa calma en el frente bilbaíno le permite una digresión que, bajo el título Juicio crítico sobre las operaciones de Guipúzcoa, repasa lo acontecido hasta entonces. El relato reitera algunos de los tropos ya conocidos de crítica hacia la jerarquía africanista egoísta e insensible al sacrificio de las tropas, de puesta en valor de cómo el arrojo y la capacidad táctica les permitió sobreponerse a una presunta inferioridad material ante las fuerzas republicanas, de negación de la existencia de apoyo extranjero que limita al supuesto trato de favor francés al otro bando, y de prevención y castigo ante cualquier exceso cometido en las filas propias.

Sobre esto último, Latorre asegura enfáticamente que se pagaban las provisiones tomadas en caseríos y poblaciones o que, «en ningún momento ni circunstancias de la Campaña autoricé a las fuerzas de mi mando el botín, saqueo bajo la forma de multas, requisas, etc., y mucho menos las violaciones y trágicos paseos, que tanto y tanto nos perjudicaron, perjudican y perjudicarán ante la Historia el día de mañana por las ideas que decíamos defender, cristianas y católicas». Y así recuerda con desagrado las actuaciones del comandante Tutor, de quien se decía se había hecho con un vehículo y «cuando nuestra entrada en Leaburu y Andoáin se había apoderado de algunos libros en casa del párroco del primero y de unas miniaturas de marfil en un palacio del segundo»[20].

Como idea fundamental sentaremos que las operaciones para liberar Guipúzcoa, ni estratégica ni tácticamente pueden servir de modelo, ni las de un bando ni las de otro, en ninguna Escuela Militar por elemental que fuere. Bien es verdad que [de] Mola para abajo nadie dominaba el arte de la guerra ni tenía motivos para dominarlo. A lo sumo habrían sido, si lo fueron, unos buenos jefes de harkas o de policía indígena en las campañas africanas. Pero, ahora bien, entre los dos bandos en lucha no cabe duda de que el nuestro en moral y mandos, es decir técnica, fue, desde el primer momento, muy superior, al contrario; en cambio éste nos llevaba ventaja grande en lo referente a armamento (en artillería y, sobre todo, pesada era abrumadora), municiones, material y hombres numéricamente. Conviene no olvidar que los grandes centros industriales productores de dichos elementos estaban todos en su poder en particular en la región norteña. Sin embargo, o no pudieron o no quisieron o no supieron ejercitar la resistencia en terreno tan propicio para ello, siendo inconcebible que en poco más de dos meses toda la provincia de Guipúzcoa cayese en nuestro poder, y si exceptuamos la resistencia de Irún, por el apoyo moral y material del Frente Popular francés, con las subsiguientes bajas (pasaron de mil llegándose a calificar de matadero) el resto de la campaña constituyó en realidad un paseo militar por la maraña de montes guipuzcoanos con muy limitadas bajas para la extensión de la operación, de envergadura, aunque algunas muy sensibles.

El enemigo, por consiguiente, no supo sacar el menor partido, ni defender el terreno ¡y aquel terreno!, uno de los principales factores para la victoria; ni [a] su abundante y magnífico armamento supieron sacarle el menor rendimiento; ni a sus numerosos hombres supieron disciplinarlos ni instruirlos, dejándoles en plena libertad para ejercitar el pillaje, robo, asesinato e incendio; ni las famosas milicianas sirvieron para otra cosa que para desenfrenos sexuales que contribuyeron al ludibrio y desmoralización; ni a su aviación el menor efecto útil a pesar de que por nuestra parte en este frente no disponíamos de ningún aparato ni pieza de artillería antiaérea; en una palabra, que el desorden, vicio e indisciplina presidieron todas sus acciones guerreras. Y aquí no vale sacar a colación el consabido sonsonete de si nos ayudaron o dejaron de ayudar los alemanes e italianos, porque no existía ni uno para muestra en aquellos tiempos ni tampoco armamento y municiones de esa procedencia. Era desgraciadamente una lucha fratricida, exclusivamente, que empezaba a arruinar y desangrar a España para muchos años y a anegarla de odios.

En el campo propio también se acusaban defectos y grandes, aunque en gran parte de índole distinta y a la cabeza de los mismos la desorganización y falta de capacidad en el Alto Mando, culpable en grado sumo de no haber sabido prestar auxilio alguno a San Sebastián durante el tiempo que dominaron los nacionales y contribuir, por tanto, a que la Campaña del Norte se eternizase al convertirse los días en meses. A ello contribuyó el desconocimiento total del terreno, nada de cartografía que a tantos errores da lugar, por los que debían decidir.

[…] Resumiendo, que, entre otras muchas, las dos faltas garrafales de nuestros mandos fueron, un desconocimiento de visu del terreno, y, por tanto, de su valor y una pésima organización de los medios disponibles con la subsiguiente falta de rendimiento de los mismos sin olvidar que aquéllos eran escasos o nulos en número. Faltaban por completo bombas de mano, todo género de transmisiones, ametralladoras y fusiles ametralladores, aviación y la instrucción militar de los hombres también nula o deficiente porque muchos de ellos no habían visto ni tenido en sus manos ni un fusil. Por todo ello se debió extremar la organización en lugar de ser un verdadero barullo el Gobierno Militar de Navarra, en Pamplona, donde residía el Cuartel General de las Brigadas Navarras, cuya única obsesión era arrojar hombres y hombres, no soldados, sobre la pira de Irún, procedimiento que, desgraciadamente, se siguió por muchos generales y jefes durante toda la Campaña y ahí empieza a tener su origen esa cifra tan macabra como repetida del millón de muertos de que tantas y tantas veces se hace mención en discursos y artículos periodísticos. En toda la Campaña no se exigió responsabilidad sobre extremo tan importante, pero a cambio, algunos desgraciados sin nombre, no muchos —a la cabeza de los cuales puede figurar el coronel de Caballería, [Luis] Campos Guereta— hubieron de ser destituidos y sacrificados, sin motivo suficiente, para salvar faltas, omisiones y falta de capacidad de los de arriba, y en este aspecto hay casos de supina ignorancia que con rara unanimidad han sido criticados. Les sacrificaron para que pudieran subir, auparse, unos cuantos que hoy congestionan las escalas de los altos empleos militares y que también se les designa con el remoquete de africanos […].[21]

Tras «setenta días continuados de marcha y combate», Latorre disfrutaba de un permiso en Pamplona. En su lugar, se nombraba como responsable de la columna al teniente coronel de Infantería Pablo Cayuela, y de la Comandancia Militar de Deva al también teniente coronel, pero de Artillería, Manuel Lecumberri. Ambos eran criticados por su moralmente estricto antecesor, pues parece ser que mancillaban el nombre del Ejército con sus excesos: «tanto a base de la bebida (cuyo vicio dominó por completo a Cayuela) como de las mujeres, llegando incluso a dejar en estado a una muchacha de la población»[22].

Este caos se extendía también al respeto de las leyes, pues se toleró el saqueo en el pueblo guipuzcoano de Escoriza de las propiedades del histórico dirigente del Partido Nacionalista Vasco —y tras el exilio, fundador de Herri Batasuna— Telesforo Monzón y Ortiz de Urruela, a quien Latorre descalifica como «flamante ministro separatista», a pesar de ser primo de su ayudante durante buena parte de la guerra, el ingeniero y capitán honorario de Artillería Miguel Ganuza del Riego, posteriormente gobernador civil de Vizcaya por su proximidad con Ramón Serrano Suñer. «En ningún caso la guerra debe dar lugar a estos verdaderos latrocinios. Igual suerte corrió la casa de Vergara a ciencia y paciencia de las autoridades»[23].

El 11 de octubre Latorre recibía orden urgente de encargarse del sector del Alto Deva con centro en Mondragón —supuesto «gran feudo rojo-separatista»— y de reorganizar sus fuerzas tras las derrotas sufridas, por culpa de la mala gestión táctica y estratégica del teniente coronel Camilo Alonso Vega. Así, durante los meses de octubre y noviembre, el nuevo responsable se centró en la instrucción de los dos mil soldados y voluntarios carlistas —como los Tercios de Requetés de Oriamendi y de Zumalacárregui, entre cuyos integrantes se hallaba «[Sergio] ESCOFET, hermano del famoso [Frederic Escofet], por sus ideas avanzadas, de Barcelona»—, la recomposición del frente y la consolidación de las posiciones.

Para alguien tan dado al paternalismo, la reorganización también debía incluir la moral de las tropas: «a fin de procurar por todos los medios evitar o reducir las deserciones al campo enemigo, mediante un desvelo continuo por la alimentación, vestuario, seguridad y comodidad del soldado dentro de lo posible, y, sobre todo, mediante conferencias que por turno se han dado por jefes, oficiales y clases aptos para ello». La preocupación no era gratuita pues, como él mismo reconocía, inquietaba «el gran número de desertores de nuestras filas al campo enemigo y que tenía lugar a diario, siendo dicho número, desde luego, muy superior al de desertores del campo enemigo al nuestro».

Así pasó con la mayoría de los gallegos integrantes del Batallón de América, quienes se pasaron en masa al lado republicano. Según Latorre, se limitaron a seguir sus palabras al pie de la letra, ya que en una conferencia previa les había dicho «que cuando llegase la hora de incorporarse a la línea de fuego tendrían libertad para marcharse a las filas enemigas quienes no estuviesen conformes con nuestros ideales». Finalmente, «a fin de reducir a un mínimum el espionaje se tomó la radical medida de autorizar a una hora determinada la marcha al campo enemigo de todo aquel personal civil que tuviese familiares en el mismo. Realmente marcharon muchos menos de los que se esperaban, pues llegaron a comprobar que la guerra no la tenían ganada los suyos tan fácilmente como les habían hecho creer»[24].

Esta incertidumbre sobre el resultado final de la contienda tenía su máxima expresión en la tan anunciada y fracasada ocupación de Madrid por parte del ejército sublevado. Se pasaba de la euforia con programa de festejos, «percalina, cohetes, farolillos, etc.» y «discursos desde el balcón principal de algún ayuntamiento», a la decepción ante los sucesivos fracasos a las puertas de la capital española. Latorre no desaprovecha la ocasión para personalizar las culpas de esta ducha escocesa: «Todo ello fue consecuencia de ligerezas del general don José Enrique Varela e Iglesias (una más en su vida militar y las que le quedan aún por hacer) que su fogosa imaginación convirtió de potencia en acción, de un buen deseo a un rotundo fracaso. Había que oír los comentarios de las altas potestades militares. Franco, en presencia del general Kindelán, calificó de cobarde a Varela, llegando a poner dificultades a su ascenso incluso por turno ordinario. Y el general Mola ya en mi presencia y la de otros, decía: “qué se puede esperar de un andaluz que siempre había sido un fulero”»[25].

Paralelamente, ambos bandos buscaban ampliar sus conocimientos sobre el enemigo. Así, el coronel Latorre, reconocido como tal desde el 10 de diciembre y pasando sus tropas a constituir la Tercera Brigada de Navarra, se informaba a través de los hermanos de San Juan de Dios que estaban a cargo del manicomio de Santa Águeda, en una zona de Mondragón convertida en tierra de nadie. Mientras tanto, los republicanos se veían beneficiados por los contactos familiares en la zona controlada por los sublevados y por la colaboración directa del «cura párroco y un coadjutor [que] eran separatistas, furibundos en su odio a España». Los supuestos cargos contra José Joaquín Arín Oyarzábal y Leonardo Gudiri Arrázola se considerarían confirmados poco después gracias a la documentación incautada en el vapor Galerna apresado en su ruta entre Bilbao y Bayona-Burdeos. Junto a las presuntas evidencias de espionaje, también se capturaba al ya citado sacerdote Ariztimuño. «Sometidos a Consejo de Guerra en San Sebastián, lo que llegó a mi conocimiento mucho tiempo después, fueron juzgados y fusilados (q. e. p. d.)», tanto los dos religiosos como el sacerdote José Markiegi y el miembro del PNV Joseba Ceciaga[26].

Deserciones y espionaje, sin duda, influyeron y se vieron influidos por la ofensiva lanzada por las tropas republicanas el 30 de noviembre en todo el frente defendido por Latorre con la intención de envolver la Tercera Brigada y cortar sus comunicaciones con el resto de las fuerzas sublevadas. La fecha elegida coincidía con San Andrés, «patrón de los separatistas vascos», y, aseguraba el interesado, le había sido filtrada previamente por el superior de Santa Águeda[27]. Cierto o no este último extremo, las tropas republicanas consiguieron un cierto avance y, aunque no llegaron a cercar a su enemigo, el duro castigo aéreo y artillero le causó setecientas bajas y le obligó a desplazar hombres y material para frenar el avance hacia Mondragón.

Como siempre, Latorre insistía en refutar la presencia de tropas extranjeras entre sus filas o a negarles cualquier grado de trascendencia. Así, sobre las fuerzas voluntarias irlandesas aseguraba «que nunca llegaron a operar ni a pegar un tiro, y ello ocurrió, según buenas lenguas, porque los separatistas vascos les hicieron disuadir de su empeño, al hacerles presente luchaban, como ellos in tempore, por su independencia y que otras de sus banderas, o banderolas, era el catolicismo, ¡farsantes!, ya que iban arma al brazo y codo a codo con los comunistas y la FAI, “hágase el milagro, aunque lo haga el diablo”. Sea lo que fuere, la realidad acreditó que aquellas legiones de voluntarios se esfumaron y nadie volvió a saber una palabra de los mismos»[28]. Esta contundencia contrasta con los estudios sobre las brigadas navarras, donde se destaca tanto su dotación material como el apoyo aéreo de la Legión Cóndor y logístico del CTV italiano[29].

El nuevo periodo de calma trajo consigo la preocupación por la moral de las tropas. Latorre se lamentaba tanto de las constantes visitas de familiares que intentaban alejar del peligro a sus parientes llamados a filas como de que las personas de mayor valor profesional y prestigio se ausentaran y solo quedasen en el frente los pobres o más concienciados. Pero el turismo bélico también le permitió departir con personajes relevantes como el histórico liberal Álvaro de Figueroa y Torres. El conde de Romanones —con quien el coronel había mantenido correspondencia durante la Restauración a raíz de sus publicaciones sobre el Ejército— se había acercado hasta Mondragón para reencontrarse con sus dos nietos.

Aunque los requetés no veían con buenos ojos figuras como la suya, para Latorre la entrevista con Romanones le permitió ponerse al día sobre los sucesos en la retaguardia. Así, conversaron acerca de su común amigo el doctor Gregorio Marañón, quien había podido huir a París «mediante una curiosa estratagema». Al saber de sus artículos en prensa a favor de los sublevados, el coronel utilizó al viejo liberal como correo para proponerle al famoso exiliado incorporarse bajo su mando. En carta manuscrita, Marañón declinaba la oferta por sus compromisos en Argentina, que, decía, le hacían más útil fuera que dentro. Finalizaba su misiva diciendo: «El entusiasmo de la España nueva, que las cartas de mi hijo revelan de un modo emocionante, comparado con la sordidez, el egoísmo y la miseria moral del otro lado, indican que con el frente rojo se derrumba una parte de la España vieja que estaba podrida y que tenía que desaparecer. En la tabla rasa que queda, se puede construir un país magnífico. La próxima generación habrá olvidado el dolor y solo recogerá el fruto nuevo y eficaz»[30].

La visita también sirvió para que Romanones manifestase su completa identificación con los sublevados. Curiosamente, cuando se reencuentren en octubre de 1941 en la mansión de la Castellana del político, el pensamiento de ambos también coincidirá, pero ahora en forma de decepción y crítica mordaz contra algunos de los hombres fuertes del gobierno y el ejército franquista, especialmente contra el general José Enrique Varela Iglesias, rebautizado como «el puritano Varela» por su supuesta incompetencia, envidias y corruptelas:

[…] su escepticismo era completo y había experimentado una enorme decepción, como yo, al ver con su gran y dilatada experiencia política, cómo se ejercía la dictadura. Me contaba a este respecto un caso insólito cuando el exministro don Santiago Alba trató de volver a pisar España pero en tránsito (la primera vez fue objeto de un odioso y cobarde ultraje por parte de unos polluelos de la odiada Falange cuando se encontraba descansando en el hotel Ritz, donde recurriendo a todas las violencias le hicieron tomar aceite de ricino) hacia Portugal, y a pesar de llevar su documentación en regla, el ministro del Ejército, el genio de la guerra, el general Don José Enrique Varela e Iglesias (que acababa de retratarse en Madrid en una céntrica fotografía de la Carrera de San Jerónimo en mangas de camisa, guante blanco alto, con los brazos remangados, cuello desabrochado, sus dos laureadas sobre la camisa y sonrisa femenil. Bien es verdad que en forma análoga se encontraba otro gran cerebro castrense, el general don Pablo Martín Alonso. Lo inconcebible es cómo las autoridades militares toleraban semejante mamarrachada y vestimenta del todo antirreglamentaria, pero no olvidemos que el ministro era Varela. Los comentarios que se hacían al pasar y mirar eran sarcásticos y se condensaban en uno solo: ESTO RETRATA A VARELA. ¡Magnífico y mordaz comentario!) hizo llegar a su conocimiento que él no respondía de su vida a su paso por España y da rubor en la forma que tuvo que hacerlo. ¿Qué tal? ¡Qué vergüenza! Y conviene no olvidar que desde el primer momento, dicho exministro, se puso al lado de los nacionales y desde París resolvió muchos y difíciles problemas económicos y financieros, entre ellos, uno básico, el de la devolución de nuestros depósitos de oro en Mont de Marsan (Francia) en la sucursal del Banco de Francia que [el socialista Indalecio] Prieto, siendo ministro de Hacienda, había constituido en prenda de una operación financiera, y hay que salir al paso de la maledicencia y difamación diciendo que a Don Santiago Alba le tienen que ayudar a vivir hoy sus hijos, 1948, y que sus dos hermanas Elvira y Felisa viven en gran penuria económica y ninguno de los hijos de Alba viven de sus rentas, como éstas no sean las del trabajo. […].

Uno de ellos tuvo lugar en una plaza africana, creo recordar era Ceuta, entre el hoy general de Artillería Divisionario en la Reserva, Don Fernando Roldán y Díaz de Arcaya, en aquel entonces capitán, y el hoy teniente general, Don José Enrique Varela e Iglesias, y en los tiempos a que nos referimos comandante de Infantería muy joven. La intimidad reinaba entre ambos, lo que permitió que Roldán dijese a Varela que debía leer y estudiar cuanto pudiese para adquirir cultura profesional y general, la primera era muy escasa y la segunda nula. Varela que, sin duda, se hacía cargo de su situación agradeció muy de veras a Roldán el consejo, pero, por lo visto no lo siguió porque su falta de preparación profesional y técnica sigue siendo su característica más destacada hoy día, por lo que no es extraño que esa falta de preparación y capacidad se tradujese durante su tiempo de ministro en crear un Ejército —claro está que con conocimiento y autorización superior— a su imagen y semejanza, del todo ineficaz, que pesa como una losa pesada sobre la economía nacional y dotado de unos sueldos de verdadera hambre, de miseria.

Lo anterior me lo refería Roldán allá por las postrimerías del año 1941. Pero lo que ya no me refirió Roldán fue que en pro a esa buena amistad, Varela, sin haber prestado ni un día de servicio de coronel después de la guerra, lo ascendió a general de Brigada en 1943 con gran asombro y crítica de todos, compañeros o extraños, que ingenuamente creían que la superdotada Dirección General del Timbre y Monopolios ya era muy bastante bicoca, tan bastante, que su íntimo amigo y mío, el general [Luis] Orgaz, la valoraba en más de sesenta mil duretes, que ya está bien porque son muchos miles de duros.

Otro de los sucedidos tuvo lugar en otra plaza africana, ya que siempre por territorios africanos han sucedido muchas cosas de las que la moral salió bastante quebrantada. El general Orgaz, jefe de las fuerzas militares de Marruecos, en el otoño de 1944 organizó en el papel unas maniobras en la zona de Melilla sin otro objetivo que tratar de justificar el ascenso a teniente general del general [Salvador] Múgica, tratando, al mismo tiempo, de quitar hierro al general Varela que le hacía una oposición tenaz y grande porque a pesar de estar el general Múgica con su División completa en la Muela de Teruel, es decir, en las narices de Teruel, no supo evitar el gran desastre de Teruel. Dejémonos de bromas macabras de si el heroico y mártir, coronel Rey d’Harcourt, fue un traidor al rendir la plaza sin ejercitar la defensa debida. ¡Insensatos! Los únicos traidores, cobardes y culpables de aquella vergonzosa página, los mandos de las fuerzas que fueron a socorrer la plaza que hicieron oídos sordos, de mercader, a las continuas peticiones de refuerzos que, presintiendo graves peligros, se hacían desde Teruel meses antes del descalabro. Los nombraremos a algunos por sus nombres: Varela, Moscardó y Múgica. […].

Ya desde aquel momento Múgica, que fue relevado del mando, y Varela fueron enemigos irreconciliables y éste, Varela quiero decir, se apuntó su segundo gran fracaso después del de la toma de Madrid de BOQUILLA de que ya hemos hablado.

Por el voto en contra de Varela no ascendía a teniente general Múgica, y por ello se recurrió a otra nueva tramoya, la de las maniobras en la zona de Melilla, que mandaba Múgica y se TRABAJABA a Varela por todos los medios y a los mismos fines. Los dos frutos sazonaron a su tiempo y Múgica ascendió cosa que este señor daba por desahuciada, y era así porque en la tienda de campaña que él ocupaba en el campamento de sus fuerzas una buena mañana en que el general de Brigada de Artillería, don Jesús Badillo y yo habíamos ido a saludarle se desató en improperios contra Varela (y otros muchos africanistas entre ellos [Carlos] Asensio and company) que conocía por su larga permanencia en tierras africanas e incluso, en menor escala, contra el general Orgaz. Del primero dijo horrores, Badillo y yo lo comentábamos asustados después ya que incluso largó la especie viperina, entre otras muchas de si Varela había dado que hablar por la zona de Larache, en su día, de invertido, el famoso «más eres tú». Así las gastaba Múgica, y las gasta; su lengua fue siempre mordaz y de víbora.

Del general Orgaz se lamentaba mi hombre, que a fuerza de insistirle le había arrancado de Barcelona, donde se encontraba muy bien y contento, para llevarle a la Secretaría General de la Alta Comisaría de España en Marruecos, porque, les escribía, que dicho cargo le beneficiaría para el ascenso e incluso que sería su sucesor en el alto cargo que desempeñaba. Luego resultó que los servicios del cargo, que por fin aceptó, eran de índole civil y no servían para el ascenso ¡después de tres años de haberlo desempeñado!, pero Orgaz recurrió a la martingala de darle durante seis o siete meses el mando militar de la zona de Melilla e inventar las famosas maniobritas que se redujeron a bien comer y beber, muchos discursos camelistas y mucho rodar en automóvil por aquellas kabilas en plan de completo turismo; así da gusto. Total, repito, que Múgica ascendió y despotricó; los demás nos enteramos de la ropa del saco para la lavandera[31].

Volviendo a Mondragón, también las habladurías eran frecuentes. Al coronel Latorre le llegaron rumores sobre una relación romántica entre el comandante de Infantería Joaquín Gual Villalonga con su ayudante y con un camarero de San Sebastián. Para quienes se regían supuestamente por la moral católica, el escándalo era inevitable. «Yo tampoco quería ni podía creerlo, pero una comunicación de Solchaga, ya general, jefe de las Brigadas de Navarra me obligó a intervenir y nada menos que en calidad de juez, ya que se me ordenaba procediese a hacer una información con tal carácter reservada y urgente sobre aquellos extremos». Finalmente, con la aquiescencia del encausado y ante la existencia de murmuraciones sobre su paso previo por Larache, se decidió su traslado preventivo a Vitoria. Sin embargo, nada había sido demostrado e incluso se evidenció la falsedad de la supuesta relación con el camarero. «En honor a la verdad debo añadir que el comandante Gual (hoy próximo al ascenso a general de División) era un hombre inteligente, valeroso y de gran espíritu militar»[32].

El 31 de marzo de 1937 se recupera la actividad bélica con la orden de romper el frente de Vizcaya[33]. Desde el 11 de octubre anterior y hasta el momento, las bajas habían ascendido a ochocientas. El amplio frente, la posición a la defensiva y el menosprecio del frente norte dejaban expuestas y en un brete a las fuerzas de las Brigadas de Navarra. Según Latorre la culpa debía imputarse a la incorrecta dirección de la guerra por parte de los jerarcas sublevados: «todo ello dimanaba del gran error cometido por Franco —que se dejó alucinar por el ligero e inepto Varela— de marchar sobre Madrid cuando el verdadero TORO estaba en el Norte y era así porque allí radicaba el grueso y peso de nuestra industria y en particular de la de guerra. El fracaso de Madrid y una total carencia de información o lo que es peor de falsa información sobre el frente Norte, dejó la guerra muerta en todos los frentes y así no se cosechan más que fracasos y no se ganan las guerras»[34].

Antes de retomar las operaciones, se reforzó la Brigada con diez baterías (las de 149 mm remitidas por Italia) —que se sumaban a las tres ya existentes— y el Tercio de Requetés de San Ignacio. Con todo, por la dificultad del terreno, las lluvias y la tenaz resistencia republicana —«el enemigo supo aprovechar con bravura el terreno y lo defendió en forma admirable hasta el último momento percatado del inmenso valor que para él tenía»—, los objetivos previstos no se lograron hasta el 5 y 6 de abril, con la ocupación del pueblo alavés de Olaeta y los puertos de Anboto (Vizcaya) y Urkiola (Álava).

El 9 de abril Latorre asumía la defensa de todo el flanco izquierdo del frente, setenta kilómetros desde el puerto de Urkiola hasta la vizcaína Orduña. Sin embargo, ante las diferentes ofensivas republicanas, algunas brevemente exitosas, los sublevados se vieron obligados a reforzarse y a dividir el mando en dos, quedando el sector situado entre Barazar y Uzquiano, con base en Murguía (Álava), a las órdenes del coronel[35]. Entre los nuevos auxilios, cabe destacar —por su importancia y por ser la primera vez que Latorre admite la existencia de ayuda extranjera directa— la instalación en Olaeta de «una batería antiaérea alemana de 20 mm servida por alemanes, los famosos automáticos como luego se designó a esta clase de piezas». Mejorada la dotación material, desde su punto de vista subsistía una grave deficiencia: la incapacidad de algunos de sus compañeros de armas:

El avance de mi Brigada se hizo en combinación con las 1.ª y 4.ª mandadas respectivamente por el comandante de Infantería, Rafael García Valiño, y el coronel de la misma Arma, Camilo Alonso Vega, ¡vaya binomio! y vaya ¡niños bonitos! Rememorando al general [Francisco] Serrano, duque de la Torre, y uno de los amigotes de Isabel II. Adelantando sucesos diremos que a Don Camilo se le rebautizó con el expresivo remoquete de DON KAMELO, original de su camarada de armas, García Valiño, ambos enemigos mortales e irreconciliables por cuestión de ascensos más o menos, ya que los dos tuvieron muchos. Y a García Valiño, por todos, superiores, inferiores (sobre todo por éstos, su carne de cañón) y compañeros con el seudónimo de zapatero [Antoine] Simón o Juan Simón (a) El Enterrador, sin duda, rememorando también al guardián y asesino del Delfín francés en la Revolución Francesa de 1789, ¡tal era la forma y cuantía en que Valiño sacrificaba a su gente[36]!

La crítica va incluso más allá, hasta comprender la figura del general Emilio Mola y la gestión de decisiones sobre qué operaciones priorizar. Así, tras la toma de Málaga con colaboración italiana, supuestamente se optó por la ofensiva en el norte porque «en ninguno de los [otros] frentes es posible operaciones ofensivas de alguna importancia y con defensivas no se ganan las guerras». Ante esa débil argumentación, Latorre aseguraba que, «todos salimos, pero yo en particular, decepcionados de aquella falta de concepción, exuberancia de lugares comunes y de aquella penuria de elementos y hombres. Yo continuaba viendo en Mola el hombre de horizontes muy limitados, pero soberbio en grado sumo, al fin africano, y que al tratar de hacer pinitos por primera vez en su vida militar fuera de aquellos se ponía al desnudo su falta total de preparación. Pero, en fin, como en tierra de ciegos el tuerto es rey, con sus malas formas, sus lugares comunes y su cara fosca trató de alumbrar el otro ojo. No enseñó nada como no fuesen sus múltiples fotografías de todo, y ni el táctico, ni el técnico, ni el estratega apareció por parte alguna en ningún momento. Es un grandísimo error creer que si Mola hubiese vivido las cosas nacionales no estarían tan mal como lo están en la actualidad. Otro gallo nos cantara, en cambio, si [Manuel] Goded no hubiese desaparecido del mundo de los vivos por tratarse de un valor positivo»[37].

Mientras tanto, el avance de los sublevados continuaba, aunque a un precio muy alto por las fortificaciones republicanas reforzadas durante los últimos seis meses y un empeoramiento de las condiciones meteorológicas con frío y lluvia. El coste de la ocupación del pueblo alavés de Uncella, por ejemplo, fue de cuatro oficiales muertos, catorce heridos, veinte soldados muertos y doscientos treinta y seis heridos. Sin embargo, y a pesar de los celos entre los comandantes ansiosos de honores, de las presiones de la superioridad para precipitar las operaciones y de los contragolpes republicanos, se lograba la ruptura del frente y la apertura del camino hacia Bilbao[38].

Casi simultáneamente, por un lado, las «hordas enemigas, no puedo llamarlas ejército», huían en desbandada en dirección a la capital; y, por el otro, el general Mola visitaba de nuevo el frente, «con su máquina fotográfica nos hizo diversos grupos». No era el único visitante ilustre buscando una instantánea victoriosa, también el general Franco llegaba al vizcaíno Ochandiano para saludar a los responsables del éxito militar: Camilo Alonso Vega, Rafael García Valiño —«aun cuando García Valiño en este caso particular no hubiese roto nada, ni siquiera su soberbia y ambición»— y Rafael Latorre Roca:

Nos felicitó y dirigiéndose a su íntimo amigo, paisano, compañero de promoción y de diversas fatigas entre estas últimas el noviazgo de Franco en Oviedo con su actual mujer a cuyo matrimonio se oponía resueltamente la familia de ella, y en el que la señora de don Camilo, de Noreña (Asturias), compañera de colegio de Carmen Polo, tanto y tanto influyó en unión de don Camilo por reducir la oposición. ¿Está claro y quiero referirme a lo siguiente? Dirigiéndose a su íntimo amigo, repito, le dijo: «acabo de firmar tu ascenso a coronel por méritos de guerra» y conviene no olvidar como datos precisos y preciosos para la historia que en dicha fecha García Valiño era comandante efectivo únicamente, y esa historia puesta al día nos dice que al transcurrir del tiempo, llegó un momento en que García Valiño era nada menos que teniente general —agárrense Vdes. tan solo diez años después— y nuestro gran Don Camilo únicamente general de División ¡pobrecitos! ¡arriba los hombres! pero ni así estaban satisfechos como podremos ir viendo al volver las hojas[39].

Para Latorre, la complacencia por el éxito parcial evitó, por enésima incompetencia de un mando sordo e incapaz, la victoria completa, «ya que se rompió el frente, pero no se persiguió al enemigo, requisito indispensable para poder cantar y coronar la victoria, como se cantó y coronó. De haberla habido completa el frente se hubiera roto y desplomado después con abundante botín de prisioneros, armamento, material y municiones, lo que no ocurrió. Error imperdonable del mando supremo, uno de tantos a lo largo de la campaña y que tantas y tantas bajas costaron. Este error imperdonable, repetimos, ya se había cometido, creo haberlo dicho, en el mes de septiembre pasado al no avanzar sobre Bilbao. Las razones que puedan aducirse son aquellas que todo mando, y máxime si es supremo, tiene a su alcance para poder justificar lo injustificable y siempre en monólogo como cumple a la dictadura que toda guerra y más aún si es civil, impone»[40]. Todo ello, provocó que el enemigo pudiese reorganizar sus fuerzas y volver a defenderse duramente mientras bombardeaba las posiciones sublevadas.

Bilbao se hallaba solo a 35 kilómetros, pero la distancia se eternizaría para las tropas sublevadas, cuya toma de la capital vizcaína se retrasó hasta el 20 de junio. Nuevamente, Latorre responsabilizará de los contratiempos a la desidia de sus predecesores, a los contraataques protagonizados por fuerzas republicanas llegadas desde Asturias y al desgaste material y humano acumulado. Además, la Tercera Brigada de Navarra se veía debilitada por la decisión de Alonso Vega de llevarse las mejores unidades. El recuento de las fuerzas disponibles en ese amplio y accidentado frente evidenciaba sus limitaciones:

7 escuadrones a pie del Regimiento de Caballería de Numancia; un Batallón de Infantería del Regimiento de Bailén; el Tercio de Requetés de la Virgen Blanca mandado por el bravo comandante de Infantería, Don Pedro Echevarría Esquivel; 2 Compañías de voluntarios de Acción Popular; una de Renovación Española y pare Vd. de contar en relación con fuerzas de Infantería, que hacían un total de unos 3000 hombres. De Artillería, para tal extensión de frente, disponía de una modesta batería de 65 mm, italiana, la pobre muy gastada y sin potencia ni alcance, y otra de 75 mm Schneider, todo lo buena que se quiera, pero sin olvidar que ese material vino al mundo a principios de siglo, del actual, y que es totalmente inadecuado, desde todos los puntos de vista, para operar en terreno de montaña y máxime si la tracción animal, como en nuestro caso, se encuentra reemplazada por transporte de las piezas en camiones[41].

Ante las dificultades, Latorre dice sufrir por la moral de las tropas (a diferencia, subraya, de otros mandos como Alonso Vega que, «como buen español, cargaba la culpa a sus subordinados que conceptuaba de ínfima calidad»), e intenta mejorar las condiciones de vida con disposiciones contras las congelaciones y de moralidad. Así, «una de mis primeras medidas al tomar posesión de este frente fue prohibir radicalmente el juego al que estaba entregado de lleno, era su pasión dominante, el segundo de a bordo y hermano político teniente coronel de Infantería, don Pablo Erviti Marco, cuyo pésimo ejemplo cundía entre sus subordinados con grave y gran detrimento del servicio»[42].

El 20 de mayo el coronel se desplaza al Cuartel General de Vitoria, donde recibe órdenes para atacar el frente izquierdo de Bilbao, simulando un avance por el valle del Nervión para descongestionar el cerco y permitir el ataque real desde Durango. Con el refuerzo de «tres batallones a 800 hombres cada uno con sus correspondientes unidades de ametralladoras, once baterías de artillería, una compañía de carros y se me anunciaba también para el día de la operación la cooperación de la aviación», el día 26 Latorre concentra —desguareciendo el resto de posiciones— y lanza por sorpresa a sus tropas contra las fortificaciones del monte de San Pedro y del monte de Las Minas, sobre el pueblo de Orduña. Poco después se repliega al punto de partida para atraer, ante esa falsa retirada, la máxima potencia de fuego republicana. En tan solo media hora, la operación parece haberse coronado con éxito, con solo un muerto y 22 heridos leves: «cuando di el parte correspondiente al general Solchaga no podía creerlo por el poco tiempo transcurrido»[43].

Durante los siguientes días se sucedieron los contraataques republicanos y las maniobras de distracción de los sublevados. Según Latorre, en el episodio bélico del 31 de mayo habrían causado unas ochocientas bajas, trescientas de ellas muertos, entre las filas contrarias. El intercambio se mantuvo hasta el 4 de junio, cuando la consolidación del avance por Durango ponía al alcance de los sitiadores el famoso cinturón de hierro bilbaíno. Acerca de este último, el coronel ponía en duda el mito sobre su capacidad de resistencia: «En lo del cinturón podrán comprender quienes lo vieron, que hubo mucha propaganda tanto por parte del enemigo para levantar la decaída moral de sus tropas, como por la nuestra, para, hiperbólicamente, poder decir que aquello había sido algún Sebastopol»[44]. El 19 de junio tropas españolas e italianas ocupaban Bilbao.

A pesar de esta realidad, el relato de las operaciones bélicas se encuentra salpimentado por las recurrentes reivindicaciones de Latorre relativas al componente estrictamente español de sus tropas («Y quiero insistir en que cuantos requerimientos se hicieron por las fuerzas italianas para disponer de ellas en momentos tan graves y apurados, los rechacé con la mayor cortesía») y sobre el carácter ejemplar y ejemplarizante de su trayectoria, que le lleva a negar, sin nombrarlo, el bombardeo sobre Guernica:

[…] al ver a la importante ciudad de Orduña en el fondo del valle del Nervión, ocupada por el enemigo, circulando fuerzas por sus calles y plazas, toda ella intacta y sin querer hacer uso de la artillería (la distancia horizontal que nos separaba era escasamente de 3000 mtrs.) como hubiese podido hacerlo, se lo recalqué muy mucho a fin de que deshiciese leyendas extranjeras y de nuestros enemigos que circulaban, en relación con el bombardeo por nuestra parte de ciudades abiertas y habitadas por elemento civil[45].

El 4 de julio, Latorre instaló su Cuartel General en un modesto hotelito a las afueras de Otxaran, perteneciente al municipio vizcaíno de Zalla. Ocho días después, la Tercera Brigada de Navarra pasaba de depender de la 61.ª División mandada por el general Solchaga a la 62.ª División del VI Cuerpo de Ejército encabezada por el general de Brigada de Caballería Antonio Ferrer de Miguel. También se incorporó el general Agustín Muñoz Grandes, sustituyendo al frente de la 2.ª Brigada de Navarra al coronel de Infantería Cayuela. Este último había «tenido varios tropiezos gordos durante el tiempo que llevábamos de Campaña, y no solo tácticos, sino de otro orden por su afición desmedida a la bebida ya que frecuentemente estaba más que alegre, y a las faldas, porque bajo el pretexto de cocineras de su Cuartel General viajaba con su pequeño harén, dos buenas mozas, lo que no hacía ni pizca de gracia a su legítima esposa»[46].

Como en otras ocasiones, Latorre aprovecha la aparición de un importante jerarca, en este caso Muñoz Grandes, para repasar ácidamente su actuación pasada y futura. Así, le reprocha su paso en solo tres años de coronel a teniente general, cómo ni se marchó ni dimitió como primer jefe de los Guardias de Asalto republicanos tras el asesinato de Calvo Sotelo, y su huida de la zona republicana sin ningún rasguño, ni figurar «en el martirologio de Paracuellos de Jarama», así como su inclusión en «la felicitación aparecida en el D. O. del Ministerio del Ejército de la República en los primeros meses de lo que hemos dado en llamar Movimiento»[47].

Puestos en harina, aborda el anecdotario posbélico para comparar la dureza con que, en otoño de 1944 y como jefe de la Casa Militar de Franco, abogaba por cambios radicales en el régimen, incluso «fusilando a uno o dos generales» en referencia a Orgaz y Antonio Aranda; y cómo ya en mayo de 1949 prefería el inmovilismo, aunque ello significase hundirse en el abismo con el dictador. «¿Podrá haber influido en este cambio de actitud la condena a muerte en rebeldía impuesta por tribunales soviéticos por considerársele criminal de guerra en aquellas tierras rusas cuando mandaba la tristemente célebre División Azul[48]?». La misma doblez imputada a Muñoz Grandes, Latorre la extendía a otras figuras como el general Sanjurjo, a quien afea que, desde la Dirección General de la Guardia Civil, facilitase la caída de la monarquía al inhibirse ante la proclamación de la República, para después protagonizar la asonada de 1932 y, a pesar de ser tratado condescendientemente por las autoridades republicanas, volver a implicarse en el pronunciamiento de 1936, muriendo justo cuando retornaba a España para encabezarlo:

Yo no quiero en forma alguna que el régimen imperante en mi Patria pueda servir de escuela y menos de modelo a las generaciones sucesivas y conmigo mucho de mi sentir y pesar que no pecamos precisamente de anarquizantes o volterianos. Pues bien, a poco más de los dos años de ayudar con su pasividad a proclamar la República (tampoco de ella quiero saber nada, y no por República, sino por anárquica, en general) no se le ocurre cosa mejor, que levantarse en armas, un 10 de agosto, contra aquella, y hay que reconocer, en honor a la verdad, que la República fue pródiga en extremo en humanismos y bondades al indultarle de la pena de muerte, con toda legalidad y justicia aplicada, facilitarle su internamiento en Portugal y proporcionarle medios de vida cómoda y tranquila; y conviene recordar como anécdota, que, ya en capilla, se casó con la querida, hoy marquesa vda.[49].

Volviendo al relato cronológico, tras la ocupación de Bilbao el avance previsto en dirección a Santander debió ser aplazado ante el ataque sorpresa republicano en el municipio madrileño de Brunete entre el 6 y el 25 de julio de 1937. El enfrentamiento fue sangriento —con grandes pérdidas humanas y materiales y pocos cambios territoriales— y únicamente logró distraer un mes el avance sublevado por el norte de España. Para Latorre, la llamada batalla de Brunete ejemplificaba las carencias tácticas compartidas por ambos bandos y atribuía el final triunfo estratégico sublevado a «una mejor moral, disciplina y organización» y, sobre todo, a la ayuda —que niega y minusvalora para el frente vasco-navarro, aunque luego reconozca que la aviación republicana actuó en su zona aprovechando que la Legión Cóndor estaba en terreno madrileño— oficial y encuadrada de los regímenes alemán e italiano:

Las masas de aviación alemanas e italianas, sobre todo las primeras, perfectamente dotadas, entrenadas, disciplinadas y organizadas, juntamente con los tanques y artillería de ambas naciones contribuyeron en gran grado a nuestros éxitos tácticos en los que también dominó siempre la masa y el fuego a la maniobra, si queremos no pecar de insinceros, y si queremos con Cicerón, entre otras cosas que «la historia sea maestra de la verdad» [sic]. ¿Que los de la acera de enfrente recibieron refuerzos extranjeros? Evidentemente, pero lo fueron amorfos, heterogéneos, indisciplinados, con la moral, para estas cosas que da el marxismo comunista, de cuyos bajos fondos en su mayoría fueron extraídos, y, además, sin mandos profesionales en contraposición con los alemanes e italianos que los tenían magníficos hasta el extremo, funesto y grave error del que siempre protesté, de ser los formadores de nuestra oficialidad en las Academias que se organizaron. Los efectivos, por otra parte, fueron ya, en su mayoría, tropas regulares de ambos ejércitos. En todo lo expuesto los tantos a favor caen de nuestro lado[50].

Cerrado el cruento episodio de Brunete, el 23 de agosto se retoma el avance hacia Santander, con el retorno de las dos brigadas desplazadas puntualmente al frente madrileño y la incorporación de «cuatro piezas antiaéreas de 20 milímetros alemanas y servidas por alemanes». A pesar de rumores infundados como el de que unos «paracaidistas rusos iban a aterrizar en retaguardia de nuestras líneas», Latorre califica las operaciones de «verdadero paseo militar», con una resistencia esporádica y únicamente dificultadas por las infraestructuras inutilizadas en su retirada por los republicanos[51].

Es en este momento que tiene lugar el conocido como Pacto de Santoña (Cantabria), cuando, el 24 de agosto de 1937, representantes del PNV y de las fuerzas expedicionarias italianas conciertan la rendición de las tropas vascas, de espaldas al gobierno republicano y al mando sublevado, a cambio del permiso de evacuación de la población civil y los dirigentes políticos y del respeto de la vida de los soldados, que quedarían bajo supervisión italiana. El acuerdo provocó la indignación tanto de las autoridades republicanas, pues rompía la unidad de acción y malbarataba parte de los recursos bélicos disponibles, como del general Franco, ya que se arrogaba competencias ajenas y garantizaba unos derechos cuya existencia no se pensaba reconocer por parte de los sublevados.

Para reconducir la situación, se encarga a Latorre que abandone la Tercera Brigada y asuma el mando de las comandancias militares cántabras ocupadas y, sobre todo, se haga con el control de los treinta y tres mil prisioneros de guerra, sustituyendo a las tropas italianas —violentamente si fuera necesario, aunque después se matiza el exhorto— y deshaciendo cualquier pacto previo. El 30 de agosto los soldados vascos cambiaban de manos, pocos lograrían huir, y todavía se incrementaría su número con los diez mil, de diversa procedencia, capturados en el avance hacia Santander de los sublevados:

A la noche, ya de madrugada, se me avisó que acababa de llegar un auto con emisarios enemigos convenientemente autorizados por el general jefe de las fuerzas italianas que actuaban por la costa, de Bilbao a Laredo por Castro Urdiales, y con los emisarios venían dos oficiales de requetés. Sin pecar de exigente en el reconocimiento de personas y documentos, por otra parte, muy difíciles de comprobar, les dejé pasar y marchar porque aun cuando hubiese engaño no veía en ello el menor peligro pues se mascaba en el ambiente la falta de moral del enemigo.

Ante ese estado de cosas de chaqueteo indecente, querido disfrazar con el estribillo de que los vascos no querían pelear fuera de los confines de su patria (hay que escribirlo con letra muy minúscula o poner apatria) de la que tan mala defensa habían ejercitado, nuestro avance no tuvo ya el menor contratiempo bélico. Se ocupó el barrio de la estación de Gibaja y únicamente el corte de las comunicaciones retrasó nuestra marcha hacia San Miguel de Aras, San Mamés, Secadura, Solórzano y Hazas de Cesto, extendiendo el ala derecha de nuestras fuerzas hasta la costa en el pueblecillo veraniego de Noja.

[…] El día 30, próximamente a las siete de la tarde, un teniente coronel de Caballería, [Joaquín] Romero Mazariegos, del Servicio de Estado Mayor, del Cuartel General del Ejército del Norte, me trajo la orden verbal de que con la máxima urgencia me hiciese cargo de las Comandancias Militares de Santoña, Laredo y Castro Urdiales y de treinta y tres mil (33 000) prisioneros de guerra vascos que se habían rendido a las fuerzas italianas, que, como ya hemos indicado, habían operado desde Bilbao por la costa, y, ahora viene lo gravísimo ya que añadió que incluso recurriendo a la violencia me hiciese cargo de dichos prisioneros si los mandos italianos a ello se negaban, y cuyos mandos tenían el Cuartel General en la Penitenciaría de El Dueso.

Ante semejante orden me quedé atónito y disgustado. Lo primero porque no podía admitir que orden de importancia tan enorme y de la mayor responsabilidad se me diese verbalmente, y lo segundo porque me veía precisado a abandonar mi 3.ª Brigada de Navarra que llevaba mandando, bajo diversas denominaciones, desde el principio de la campaña, siendo muy contados los días que permanecí ausente de la misma.

Al requerir a dicho jefe de Estado Mayor para que orden de tal importancia se me diese por escrito, al principio se negó, pero ante mi enérgica insistencia de que si la orden no se me daba por escrito no la cumplimentaría, no tuvo más remedio que sacar de su cartera el bloque de los volantes y tirar de pluma estilográfica, para extender la orden por escrito, bien entendido, que como lo escrito queda, redondeó las aristas, por decirlo así, de la orden verbal, es decir, y hablando en términos geométricos puros, convirtió un poliedro en cuerpo redondo. La orden, modificada en el fondo y en la forma de su primogenitura verbal, se acompaña en la parte de documentos, y con arreglo al texto de la misma debía salir para Santoña en el momento de recibirla; también se me dijo verbalmente podía llevar conmigo el personal que creyese conveniente de mi Cuartel General y los coches y escolta.

[…] Al filo de las once de la noche entramos en Santoña en medio de la mayor oscuridad, dirigiéndonos a la Comandancia Militar instalada en el palacio del Duque de Santoña, donde nos esperaba con gran impaciencia medrosa un pobre hombre jefe de Infantería de la escala activa y de cuyo nombre no quiero ni puedo acordarme porque tenía un susto morrocotudo que no había modo ni manera de quitarle del cuerpo. Lo primero que me dijo fue que a las 12 de la noche tenía anunciada la llegada de un barco procedente de Santander con diez mil prisioneros más de guerra y en seguida marchamos al muelle, todo oscuro, donde atracó el barco, y en medio de un barullo enorme empezó el desembarco, en el que nadie se entendía ni sabía qué hacer. En su vista regresé a la Comandancia Militar, me encomendé a Dios y me eché a dormir, que ya mañana sería otro día y de día. ¿Qué partido mejor podía tomar[52]?

A su llegada a El Dueso, lo recibió un capitán italiano, pues el coronel se había ausentado para bañarse en la playa de Santoña y el general se había trasladado a Vitoria, donde, «tanto a las fuerzas alemanas como italianas, se les habían montado sensuales prostíbulos de mozas españolas». Tras un poco de tensión y consultas del comandante italiano con su superior en la capital alavesa, el 1 de septiembre se procedía al traspaso de responsabilidades. A lo largo de dos meses, Latorre gestionará la inmensa colonia penitenciaria donde, a pesar de lo dicho, no todos eran gudaris, pues también se hallaba un núcleo importante de republicanos y socialistas, y otro de anarquistas y militantes de extrema izquierda.

En el informe oficial de 15 de octubre de 1937, Latorre denunciará la supuesta permisividad de sus antecesores tanto hacia la libre comunicación de los presos entre ellos y con sus familiares como respecto de los abusos físicos y sexuales cometidos por Falange. Con su nuevo mando, en cambio, se habrían mejorado las condiciones de seguridad e higiene, impulsado conferencias y actos de persuasión ideológica y, con el apoyo entusiasta de voluntarios civiles, la clasificación, enjuiciamiento y distribución de los detenidos. La diligencia burocrática es presentada como un éxito que, únicamente, habrían querido desacreditar buscando influenciar en el proceso:

Hecho ya cargo de todos los prisioneros en número de unos 33 000, después de vencer pequeñas resistencias del mando italiano, más de forma que de fondo, se procedió a colocar en condiciones de seguridad a tan enorme número de prisioneros, que hasta el momento de la entrega habían disfrutado de comodidades y libertades incompatibles con su calidad de prisioneros de guerra, ya que sus familiares convivían con ellos en los distintos campamentos, en éstos había vendedores ambulantes, y, sobre todo, y ello era lo grave, los distintos batallones conservaban sus mandos, organización, comisarios políticos y vivaqueaban en lugares separados.

Previa requisa de locales y tomadas las precauciones que el caso requería, en dos horas, quedaron todos los prisioneros, cacheados rigurosamente (hasta ese momento no se había realizado cacheo alguno), en condiciones de completa seguridad, previa desorganización de los batallones, y en menos tiempo se desconectaron todos los mandos y comisarios políticos en número superior a mil setecientos, que, convenientemente custodiados, fueron trasladados a la Colonia Penitenciaria de El Dueso. Esto unido a órdenes terminantes y enérgicas a las guardias, dieron por resultado que el problema de la seguridad y evasión fuese resuelto por completo, ya que siete u ocho que, en los primeros días, trataron de evadirse, unos fueron muertos y otros capturados por las fuerzas encargadas de su custodia. En lo sucesivo no hubo ya ni intentos de evasión. Ni uno solo de los 33 000 ha dejado de seguir el camino que la justicia le ha trazado.

La incomunicación fue completa, y únicamente por mi autoridad se concedieron tres conferencias en casos realmente extraordinarios a pesar de las grandes presiones e influencias a que me vi sujeto incluso por familiares muy allegados que figuraban entre los detenidos.

Desarmados ya materialmente en todos los órdenes los prisioneros, y en condiciones de completa seguridad, se procedió a su desarme espiritual, no ritual y formulario, sino lo más a fondo posible, por medio de conferencias en los diversos locales donde se encontraban reunidos, las que dirigidas a su cerebro y a su corazón, en la mayoría de ellos intoxicados, han dado positivos resultados, no ya porque en sus semblantes y presentación se iba notando la impresión que las mismas les producían, sino porque el espionaje que en los campos de concentración se montó desde el primer día lo confirmaba, y porque además empezaron las delaciones entre ellos, algunas en número considerable. Al partir para los distintos destinos los grupos de prisioneros se les recordaba una vez más lo que la Nueva España representaba y en particular para el elemento proletario a cuya clase social pertenecían la mayoría de ellos.

Al mismo tiempo empezaron a funcionar las distintas Comisiones Clasificadoras afectas a los distintos depósitos de Prisioneros y Presentados, con gran celo y diligencia, en particular la presidida por el comandante de Caballería don José Moreno Díaz, auxiliadas eficazmente por personal de ambos sexos de Santoña, Laredo y Castro Urdiales que espontánea y voluntariamente a ello se prestaron, y para el que ruego a V. E. me autorice a formular alguna propuesta de recompensas, si lo estimase procedente.

La parte judicial ha radicado, y radica, en la Colonia Penitenciaria de El Dueso, y a ello, como es lógico, mi jurisdicción no ha alcanzado, ya que el personal de Auditoría y el de Prisiones auxiliado por el de Guardias de Asalto, es quien en todo momento responde, tanto de su funcionamiento, como de su seguridad interior, limitándose mi actuación a asegurar con una Compañía de Infantería la guardia exterior de El Dueso.

Transcurridos cuarenta y cinco días de labor asidua y constante, incluso los días festivos completos, aquella toca a su fin, toda vez que en el momento actual no queda prisionero alguno en Castro Urdiales y Laredo, y únicamente en Santoña quedan aproximadamente unos 2000, y pasados tres o cuatro días la cifra se reducirá a 1000, que por no haber llegado los informes pedidos o haber llegado dudosos y tener necesidad de repetirlos, la clasificación de los mismos será más lenta que la de los clasificados hasta la fecha.

Con motivo de la seguridad, higiene, alimentación y cuidado de los 33 000 prisioneros se acumularon gran número de fuerzas y por tanto de jefes y oficiales, y creo un deber, y máxime en los momentos actuales, proponer a la Superioridad, qué elementos deben quedar y aquellos que desde este momento se puede disponer para otros cometidos.

Se dieron también conferencias sin distinción de ideas y clases al elemento civil para hacerles comprender el espíritu de la Nueva España, ya que para que sea una es preciso una gran solidaridad espiritual y material entre todos.

Bien sé, Excmo. Sr., que a sus oídos o a los de alguna respetable autoridad habrán llegado quejas referentes a mi actuación, y, seguramente, todas se habrán referido a intereses bastardos heridos a los que no he dado beligerancia. Era intolerable, que, sin responsabilidad alguna, todos quisiesen erigirse en autoridad. Era intolerable la forma en que los prisioneros, en completa comunicación, convivían con público y familiares. Era intolerable las facultades que se arrogaban los distintos jefes de FET y de las JONS. Era intolerable que se apalease brutal y vilmente a los presos políticos en las cárceles, precisamente, por sus guardianes, e incluso que se tratase de violar a alguna detenida. Era intolerable que se sacase a enfermos del lecho y en un carrito se les pasease por el pueblo con el pelo cortado. Era intolerable que no se permitiese transitar por la calle a personas, que la justicia, ni aún en su parte gubernativa, había encontrado motivo para el más leve arresto. Era intolerable que todo el mundo estuviese armado, incluso chiquillos y borrachos habituales. Era intolerable que, en plena bahía de Santoña, un mercante inglés, sirviese de guarida a quienes tenían cuentas graves con la justicia española, y, sin embargo, el capitán y la tripulación seguían en libertad. Era intolerable que a muchachas de catorce y quince años se las hiciese trabajar durante todo el día sin remuneración alguna. Y en esta forma haría interminable la relación de abusos que corté.

Quizá en otro orden de ideas haya habido también alguna queja referente a mi gestión, y con ello quiero referirme a las innumerables visitas, cartas y telegramas recibidos, casi todos con miras también bastardas, habiendo tenido necesidad de ser con las primeras parco y seco, y dejar incontestadas miles de cartas y telegramas, único modo, a mi juicio, de poder dar cima al problema referente a los 33 000 prisioneros de guerra. De no haber seguido este procedimiento hubiese necesitado numeroso personal burocrático y sólo necesité un oficial 3.ª de Oficinas Militares[53].

Desde Santoña, Latorre no puede evitar relatar una serie de anécdotas que evidencian sus filias y fobias. Entre estas últimas, destacaba con fuerza su alergia hacia Falange y los falangistas. De hecho, no perdía ocasión para subrayar cómo su aparición en el frente siempre tenía lugar tras los combates, únicamente dispuestos a desfilar triunfalmente vestidos de gala, cuando la victoria era segura:

Eran, pertenecían y siguen perteneciendo al partido de los enchufistas actuales, de los que cobarde y vilmente se dedicaban a hacer ingerir por la fuerza a sus víctimas el ricino, a cortarles el pelo, cuando no pasaban a mayores paseando a aquellas. […].

Estando en Santoña vinieron a avisarme un buen día, que, en un pueblo próximo, entre otros varios desafueros falangistas contra personas y cosas, uno de ellos consistió en que a una pobre paralítica le cortaron el pelo al rape y valientemente, con verdadera heroicidad, la pasearon en un carrito por el pueblo. Con toda urgencia me trasladé allí, no puedo recordar el nombre, y localizando a la paralítica y sus familiares les pregunté por los nombres de los que tan vergonzosa hazaña habían realizado. Me los dieron, los reuní en la plaza, a donde hice venir a la paralítica en el carrito, allí, en público, les dirigí una catilinaria como Cicerón lo hacía contra Catilina, y no quedó palabra gruesa que no emplease y sonase contra aquellos miserables y cobardes que tenían atemorizado al pueblo, con lo que conseguí también levantar la moral del mismo, destituyéndolos de los cargos que ostentaban.

Otro hecho tan repugnante o más que el anterior y tan falangista, tuvo lugar en la cárcel de Laredo donde los falangistas que daban la guardia también vilmente trataron de forzar a algunas detenidas, a los que relevé y les hice ingresar en la misma prisión, sin que valiesen protestas ni coacciones de ningún género, que para mí nunca contaron, ni cuentan, en mis determinaciones. También esto contribuyó un buen revulsivo para el pueblo asustado e indignado de Laredo ante hechos de verdadero vandalismo[54].

El 15 de octubre de 1937 Latorre daba por concluida su misión en Santoña y remitía el parte oficial final ya citado, para solicitar a continuación se le destinase al frente de Huesca. Como él mismo reconocía, en Cantabria el trabajo estaba hecho y se aburría. En cambio, en el frente aragonés podría poner en valor su experiencia previa de cinco años de estancia. Sin embargo, y mientras la respuesta oficial no llegaba, conocía, a través de las páginas de El Correo Español de Bilbao, su nombramiento como gobernador militar de Asturias.