Antecedentes
Antecedentes
Rafael Latorre Roca
RAFAEL LATORRE ROCA
Rafael Latorre Roca nació el 17 de diciembre de 1880 en Zaragoza. Hijo de Manuel Latorre Jordán y Felisa Roca Roca, su árbol genealógico está estrechamente vinculado a las tierras regadas por el Ebro y se remonta hasta una tatarabuela de principios del siglo XVII. Políticamente, sus antecedentes lo vinculan al liberalismo y al unitarismo español, con unas convicciones patrióticas muy arraigadas. En este sentido, no dudará en apoyar al gobierno español ante la campaña de protestas desatada, dentro y sobre todo fuera de España, a raíz de la represión ordenada tras la llamada Semana Trágica de Barcelona. Entre el 26 de julio y el 2 de agosto de 1909, las protestas contra el envío de reservistas a las posesiones españolas en Marruecos habían derivado en episodios de violencia urbana. El gobierno presidido por Antonio Maura respondió con una contundente y arbitraria represión con miles de detenciones y procesos, cuyo punto álgido fueron las cinco penas de muerte que incluían al cofundador de la Escuela Moderna, el pedagogo Francesc Ferrer Guàrdia, acusado de instigador.
Igual de contundente era su adscripción católica posicionándose, por ejemplo, en contra de la llamada «Ley del Candado» que, en diciembre de 1910, pretendía prohibir, durante dos años, el establecimiento de nuevas congregaciones religiosas. El presidente del gobierno José Canalejas buscaba reforzar así la separación entre Iglesia y Estado y mitigar la confesionalidad católica consagrada en la Constitución de 1876 para, a su vez, frenar el creciente anticlericalismo.
Respecto del modelo institucional, Latorre se declaraba accidentalista y, sobre todo, contrario a la implicación del Ejército en política. A diferencia de buena parte de sus compañeros de armas, se opondrá a las autoconstituidas Juntas de Defensa, que pretendían influir directamente en las decisiones militares, obviando los poderes políticos civiles con el beneplácito del rey. Finalmente, el enfrentamiento entre poderes se decantaría en favor del gobierno de concentración presidido por Maura, dando Alfonso XIII su brazo a torcer y transformándose las juntas en meras «comisiones informativas» hasta su disolución poco después. En buena lógica, cuando el monarca apoyó nuevamente la inmiscusión militar en la esfera política, al aceptar el pronunciamiento del general Miguel Primo de Rivera, Latorre se alejó de ambos.
Esta necesaria separación entre Ejército y política debía reforzarse, según Latorre, con una auténtica profesionalización de la carrera militar. En este sentido, defenderá las bondades del Plan de Escuadra Maura-Ferrándiz (por el presidente del gobierno Maura y el ministro de Marina José Ferrándiz Niño) o Ley de Organizaciones Marítimas y Armamentos Navales, pues aspiraba a recomponer la flota española tras el Desastre de 1898, así como impulsar los astilleros españoles:
Fueron tradicionales en mi familia las ideas democráticas. Mis abuelos maternos, los Lorzas, de Logroño, lucharon al lado de los ideales que representaba [Práxedes Mateo] Sagasta, y mi padre figuró siempre al lado de [Emilio] Castelar, afiliándose a su fallecimiento al de Sagasta y sucesivamente a los de [Segismundo] Moret y Canalejas, y con ideales y programas democráticos tuvo diversas representaciones populares y políticas. En ese ambiente me crie y eduqué, y aun cuando en política, tanto por mi profesión, cuanto por convencimiento, era realmente indiferente, aplaudía a los hombres públicos por sus actos llamáranse [Alejandro] Lerroux, Maura, Canalejas, [Juan Vázquez de] Mella, etc. En relación con Monarquía o República ninguno de los dos postulados me quitó nunca el sueño; no fui nunca republicano convencido, pero tampoco traspasé el umbral de palacio ni grité «viva el Rey» como no fuese de ritual o protocolo.
En todo lo expuesto con anterioridad hago referencia al periodo comprendido entre la mayoría de edad cívico-política, los 25 años (nací en diciembre de 1880) y el 13 de septiembre de 1923, en cuyo día in menti e ideológicamente repudié el poco sentimiento monárquico que en mí podía existir, por repudiar en dicho día los ideales de Primo de Rivera, que el Rey [Alfonso XIII] no repudió; bien es verdad que hasta los mayores aduladores del último y del que habían recibido grandes favores de todo género no rompieron lanza alguna por su persona ni por sus ideales al verle marchar solo y en el más completo silencio camino del destierro y en primer término [José] Sanjurjo (que luego se sublevó) y toda la aristocracia. Todos mis actos procuraba inspirarlos en el más puro patriotismo. Estuve al lado de Lerroux cuando en las ramblas de Barcelona levantó y tremoló la bandera de España en contra del separatismo catalán. Estuve al lado de Maura cuando la campaña vil e infamante contra mi patria con motivo del tristemente célebre «caso Ferrer». Estuve al lado de los prohombres liberales cuando las incalificables coacciones al Poder Público de las nefastas «Juntas de Defensa» a las que combatí a sangre y fuego, de palabra y por escrito, negándome (fui el único en mi regimiento que en plena junta presidida por el coronel y a la que asistían la totalidad de los jefes y oficiales, disentí de todos abandonando la reunión) a pertenecer a las mismas y a satisfacer cuotas para el sostenimiento de aquéllas y a todo cuanto tuviese relación con las mismas a pesar de las amenazas y anatemas que contra mí se lanzaron incluso tratando de negarme el saludo. Estuve al lado del gran Mella cuando el problema religioso planteado por Canalejas y durante toda la discusión del proyecto de «ley de escuadra» presentado por Maura a las Cortes. Estuve al lado de la democracia y de quienes la encarnaban, fuesen monárquicos o republicanos cuando el 13 de septiembre de 1923, el general Primo de Rivera, mediante un «golpe de Estado» instauró la dictadura[1].
A través de su archivo, descubrimos una persona metódica y, sobre todo, de fuertes convicciones morales y religiosas. En su testamento, «hace profesión de su fe como católico, apostólico y romano» y añade que, «si en el momento de su fallecimiento está autorizada la incineración por la Santa Madre Iglesia Católica y de existir horno crematorio en el lugar del fallecimiento del testador o en sus proximidades, manda que su cadáver sea incinerado». Incluso previamente a este documento, ante la percepción de una República de laicismo combativo, dejaba escrito su deseo de ser enterrado por el rito católico.
Su interpretación y práctica religiosa estaban estrechamente ligadas al catolicismo social y manifestaba una sostenida preocupación por las condiciones de vida de las clases humildes y su vínculo con el cristianismo, tanto a través de sus escritos como en el desempeño de sus diferentes cargos. A diferencia de muchos de sus contemporáneos, también mostraba una cierta curiosidad intelectual, incluso por posicionamientos alejados al suyo. Su biblioteca personal resulta, en este sentido, muy ilustrativa de esa diversidad de intereses. Además de tratados filosóficos, religiosos y político-económicos, hallamos desde clásicos literarios como las Novelas ejemplares de Miguel de Cervantes a la versión francesa de Por quién doblan las campanas de Ernest Hemingway; desde el ortodoxo Diario de una bandera de Francisco Franco, hasta el clandestino La guerra civil española de Hugh Thomas publicado por Ruedo Ibérico; desde las obras del fiel Luis Suárez hasta las memorias de Winston Churchill; desde visiones complacientes con la sublevación como Hacia una nueva España de Francisco de Cossío, hasta visiones críticas del primorriverismo como La dictadura militar de Francisco Villanueva y positivo-utópicas del republicanismo como La República española en 191… de Domingo Cirici y José Arrufat.
Esa cierta comprensión hacia las reclamaciones sociales desaparecía, en cambio, cuando abordaba la cuestión nacional. Latorre personifica al nacionalista español excluyente que prefiere una España roja antes que rota. Así, mientras podía entender e incluso aceptar algunas de las reivindicaciones sociales del periodo, se negaba a admitir cualquier cuestionamiento de la unidad nacional. Entre los muchos lemas manuscritos siempre presentes en sus papeles, hallamos multitud de exhortaciones morales y patrióticas como ésta: «El amor a la patria y la generosidad son las dos virtudes que más embellecen al hombre».
No resulta extraño por tanto que, siguiendo los pasos de su hermano mayor Manuel, se decidiese por la carrera militar. Nacido el 15 de diciembre de 1877, el mayor de los Latorre ingresó en el Ejército el 12 de septiembre de 1896, eligiendo el arma de Infantería. El 30 de junio de 1919, tras ascender a comandante, realizó el curso de Estado Mayor. A la llegada de la República, se encontraba destinado en Madrid, en el Ministerio de la Guerra. Se acogería a la ley de Azaña, pasando al retiro y perdiéndose así su rastro.
Rafael Latorre, en cambio, tuvo una trayectoria mucho más larga y exitosa. El 1 de septiembre de 1897 ingresaba en la Academia de Artillería, donde permanecería hasta el 17 de marzo de 1901, cuando finalizó sus estudios como primer teniente de Artillería —quedó en el puesto 57 de 66, con notas de bueno y aprobado— y juró bandera. Tres días más tarde iniciaba su periplo, con destinos que le llevarían a la isla de la Palma, Mahón, Segovia, Burgos, Segovia de nuevo, Madrid y Getafe, donde el 22 de agosto de 1910 era promovido por antigüedad a capitán. En todos sus destinos dejó siempre interlocutores con los que mantuvo correspondencia durante toda su vida.
Durante estos primeros diez años destaca su incorporación como ayudante profesor de Cálculo infinitesimal y Física y topografía en la Academia de Artillería, a propuesta del director, desde el 29 de marzo de 1905. Su labor sería elogiada cincuenta años más tarde por el militar y entonces ministro de Obras Públicas Jorge Vigón Suero-Díaz: «Cuando, hace ya cerca de medio siglo, ingresé en la Academia de Artillería de Segovia, se conservaba vivo el recuerdo de un capitán que había ejercido allí el profesorado durante algún tiempo, cuya severidad y competencia técnica corrían parejas, y cuyo sentido de justicia había dejado saludable huella en la memoria de todos».
Latorre participó también en la revista militar con motivo de la boda del rey Alfonso XIII. Poco tiempo antes, el 28 de febrero, él mismo se había casado con Asunción de Orduña y Odriozola, con quien tendría una hija, Pilar. Sin embargo, su mujer falleció poco después, el 14 de enero de 1906. Tampoco su hija lo sobrevivió, aunque le dejó dos nietos: José María y Rafael Palacín Latorre, cuyos nombres reaparecen en los años cincuenta como estudiantes de Ciencias Químicas y Medicina, respectivamente, en la Universidad de Zaragoza.
Como capitán cumplió destinos en Getafe, Pamplona, San Sebastián y la guipuzcoana fortaleza de Nuestra Señora de Guadalupe. Durante este periodo recibió diferentes distinciones y reconocimientos, como el primer premio por la memoria presentada en 1912 tras el curso de tiro celebrado en Mahón el año anterior. Por ello, el 6 de septiembre de 1913 se le concedió una comisión de servicio de un mes para visitar París, Amberes y Glasgow, con tres mil pesetas de asignación. Poco antes, el 19 de julio, contraía nuevamente matrimonio, esta vez con Francisca Seminario Galicia, con quien tuvo dos hijos: Manuel y Rafael.
En 1915 volvía a ser felicitado por «el resultado brillante» y «la discreción, interés y suficiencia» demostradas durante el curso de tiro en Tudela en 1915; y se le encargó dirigir la comisión que en 1916 supervisó «la industria privada de las provincias vascongadas» para su posible colaboración en la fabricación de material de guerra. Siendo capitán, en agosto de 1917 intervino con sus fuerzas contra la huelga revolucionaria celebrada en Fuenterrabía. En el banquete de homenaje posterior ofrecido por el Ayuntamiento guipuzcoano, Latorre se dirigió a los asistentes para celebrar la comunión entre pueblo y Ejército.
En 1919 publicó Lo que yo haría si fuera obrero, que se abría con la frase: «Fortifiquemos con palabras / pero aún más con obras el / edificio nacional agrietado / para que no se derrumbe». 251 páginas con 16 capítulos y un apéndice donde Latorre analiza «la cuestión social», los peligros internos (alcohol, juego, analfabetismo, insalubridad…) y externos (abusos patronales, ideologías revolucionarias…) que amenazaban al obrero, y la necesidad de una respuesta alternativa al comunismo basada en la aceptación de las reivindicaciones obreras justas y en el cristianismo social inspirado por la encíclica Rerum novarum, de León XIII:
Yo admitiría la huelga general, pero para fines en un todo opuestos a los actuales como ya con anterioridad he indicado. Declararía una huelga general porque se cumpliesen las sabias leyes que sobre instrucción obligatoria están estatuidas, y que duermen y no precisamente por culpa de los gobiernos el sueño de los justos, y que ventajas tan grandes os reportarían. Declararía una huelga general porque se cumpliese lo legislado sobre higiene y sanidad que tan directamente se relaciona con el porvenir físico del elemento proletario tanto o más que el aumento de jornales. Declararía una huelga general, porque la fiscalización de vuestros alimentos fuese verdad y eficaz sobre todo el de las bebidas que en vuestros organismos ingerís y que son causa principal de vuestra degeneración física y sobre todo de vuestra descendencia, tanto o más que el trabajo muchas veces inhumano a que estáis sometidos. Declararía una huelga general para que esa lacra del juego que tantas víctimas morales y materiales ocasiona desapareciese de la nación. Declararía una huelga general por un sinfín de cosas que todas ellas redundan en beneficio particularísimo vuestro y de vuestras familias.
El lock-out, ese derecho que la clase patronal se arroga como defensa de sus intereses, pero que no deja de ser un ataque a la sociedad cuyos intereses generales están muy por encima de los de una clase determinada, debe de condenarse también, por razones si no iguales parecidas a las de las huelgas generales. Ambos derechos debieran desaparecer de la legislación vigente. […].
El obrero, con gran justicia, muchas veces, pide aumento en sus jornales para poder hacer frente a la carestía creciente de los artículos de primera necesidad. Conformes de toda conformidad. Pero como en sus peticiones no entra el pasarse horas enteras en la taberna, arruinándose física y moralmente, y gastándose parte de ese dinero que él pidió con fines bien distintos, por cierto, para sí y los suyos. El Gobierno debiera, por otra parte, legislar también sobre este punto y otros análogos, a fin de que lo legislado sobre jornal mínimo tuviera eficacia completa, y, por otra parte, hacer cumplir lo legislado a fin de que inocentes obreros no sean víctimas de la falta de conciencia de industriales desaprensivos, y debido a lo cual, el obrero se aniquila, más que por la cantidad de alcohol ingerido por la calidad del mismo.
Su obra recibió diversas alabanzas desde algunos círculos católicos, sobre todo porque la actitud de Latorre iba más allá de la teoría. En su correspondencia abundan las misivas de soldados licenciados que le agradecían su maestrazgo y/o deferencia respecto de algún asunto. Sirvan de ejemplo las palabras del zapatero y artillero licenciado Pedro Bienes, que desde Zamora, el 14 de mayo de 1920, le escribía: «Ha de saber que yo nunca le tendré en olvido y sé agradecer el mucho cariño que me tiene y que siempre será correspondido por este fiel servidor de la Patria y de V.».
Volviendo a su trayectoria militar, en febrero de 1920, ya en la Comandancia de San Sebastián, se incorporó a su hoja anual un elogio a sus «extensos conocimientos tanto militares como científicos» y a su capacidad de mando. Por todo ello, el 13 de mayo (R. O. de 21 de mayo) recibía la Cruz del Mérito Militar, de 1.ª clase, con distintivo blanco, «por haber mandado por más tiempo batería, y haber demostrado en el mismo celo, inteligencia y laboriosidad». En septiembre ascendía, por antigüedad, a comandante de Artillería, y se le destinaba a Jaca por cuatro años, donde progresivamente va aumentado su responsabilidad. Allí formó parte, como vocal, de la Junta de Defensa y Armamento encargada de revisar diferentes puntos de la frontera pirenaica, así como el material de guerra disponible, publicando un «Estudio de las obras defensivas de la boca meridional del túnel de Somport y estación internacional de Arañones, realizado por la Junta Local de Defensa y Armamento de Jaca, con arreglo a lo dispuesto por el Excmo. Sr. Ministro de la Guerra en fecha 2 de noviembre de 1920 y R. O. manuscrita de 28 de junio último [1921]».
En los años veinte redactó diversos folletos y artículos. Algunos, como Estragos del alcohol, llegaron a tener una cierta difusión. Algunos remitentes se muestran entusiasmados con sus escritos, como el ingeniero jefe de la Comisión de Ferrocarriles Transpirenaicos José María Fuster, quien le solicita el envío de «1000 (mil) ejemplares para repartirlos en Lérida y Tosas». No es una petición exótica, pues diversas sedes militares, e incluso empresas como las fábricas del Irati, le encargaron copias de sus textos.
No es extraño, por tanto, que la revista madrileña Reflejos, en mayo de 1920, incluyera a Latorre en el apartado «Galería contemporánea. Hombres que valen»:
«En este ciudadano se encuentran reunidas las cualidades más dignas de apreciación en la familia humana. Dotado de gran corazón, de una gran inteligencia y de prestigios sobresalientes, sus gallardías están lógicamente enunciadas en sus afanes por no flaquear en la brega por ardua que ella llegue a presentarse. La verdad es una y sin propulsores se abre paso, apoderándose de la opinión y de la conciencia pública, llevando a todas partes el convencimiento íntimo, claro y elocuente de los que por sus obras se han hecho merecedores del señalado tributo de admiración y respeto que hoy dirigimos al laborioso señor D. Rafael Latorre Roca».
También mantiene sus colaboraciones más profesionales, como las que realizó en Memorias de Artillería —«La defensa de nuestra frontera del norte» (agosto de 1921), «La defensa de nuestra frontera del norte. Submarinos y subterráneos. Insistamos» (mayo de 1922), «Escuelas prácticas de movilización industrial» (julio de 1924) y «Bolcheviquismo intelectual» (agosto de 1925)—, con citas literales y desacomplejadas de publicaciones extranjeras en inglés, francés, italiano o alemán. Más allá de las consideraciones estrictamente militares y técnicas, destacaba la claridad y contundencia de sus planteamientos:
Así como hoy día en los cuarteles recogemos y lavamos las culpas del atraso intelectual y cultural de España, en la misma forma procuraríamos lavar el atraso técnicoindustrial, y sobre todo rutinario, de nuestro obrero militar de mañana, ya actuase en las fábricas oficiales o privadas. En una palabra: haríamos resurgir el aprendizaje, hoy en vías de desaparecer en la mayoría de nuestras industrias[2].
Pero, sin duda, su obra más relevante del periodo es Serra Mandator (El Ejército por dentro), que a partir del 31 de agosto de 1921 formaba parte del «concurso de temas de oficiales», el 9 de diciembre se la declaraba «de utilidad para el Ejército, recomendando su adquisición sin carácter obligatorio», el 14 de julio de 1922 se le concedía una «mención honorífica», y el 21 de noviembre la Cruz de la Real y Militar Orden de San Hermenegildo. De hecho, antes de dejar su destino en Jaca, se hacía constar en su expediente «el notable progreso en instrucción alcanzado» por su regimiento.
Este reconocimiento no se limitó al ámbito privado o profesional, sino que también tuvo su traducción pública en diferentes artículos periodísticos que loaban su actitud en el ejercicio del mando. El Liberal Guipuzcoano se mostraba maravillado de la «compenetración entre el soldado y los jefes y oficiales. […] Salimos saturados de un ambiente de franca y respetuosa armonía que se respira en aquella fortaleza». Y La Unión de Jaca, el 21 de junio de 1923, no dudaba en imputar al «ilustrado comandante jefe del Grupo de baterías de esta plaza D. Rafael Latorre» el carácter ejemplar de su grupo, con iniciativas como la promoción del grado de bachiller entre sus sargentos. La publicística también se extendía a las conferencias públicas. Así, aprovechando su estancia en Jaca, protagonizó una serie en el Teatro de Variedades de la ciudad, con cierta repercusión de público, crítica y prensa.
La dictadura de Miguel Primo de Rivera
LA DICTADURA DE MIGUEL PRIMO DE RIVERA
Para Latorre, la injerencia de los militares en la vida pública había sido uno de los errores principales del siglo XIX español. La separación entre Ejército y política resultaba fundamental si se quería garantizar el buen gobierno. Según este criterio, el golpe de Estado protagonizado por Miguel Primo de Rivera constituía una tremenda equivocación. La asonada le sorprendió en Jaca, donde se hallaba destinado desde 1920:
En la mañana de dicho día, a las siete horas, el general gobernador militar, citó a su despacho a los jefes de Cuerpo. Dicha llamada ya fue un verdadero timbre de alarma por la hora. Ausente el primer jefe asumí yo la representación de la unidad. El general presidente dio lectura al siguiente telegrama: «Ministro Guerra a general gobernador militar de […] capitán general Cuarta Región se ha rebelado contra el gobierno: dígame, si como espero cuento con el apoyo de esa guarnición. AIZPURU». Apenas se había terminado de dar lectura al histórico telegrama, todos los reunidos, como movidos por un resorte contestaron con una rotunda y unánime adhesión al gobierno, la que trasmitió acto seguido el general presidente. A la salida hubo los comentarios de rigor y todos coincidían en poner de oro y azul a Primo de Rivera del que se sacaron todos los trapos sucios, que no eran pocos, unos reales y otros imaginarios, y pidiendo algunos su cabeza para acabar con las algaradas militares. A la caída de la tarde nueva reunión, ¿qué ocurría?, sencillamente que se había recibido un telegrama desde Zaragoza, firmado por el general Sanjurjo, comunicando que aquella guarnición se había sumado a Primo de Rivera y que esperaba lo hiciésemos nosotros también; y aquí viene lo chusco si desgraciadamente la dictadura que se instauraba no hubiese terminado en tragedia a su final. Al leer a los reunidos el anterior telegrama el cambio de opinión fue absoluto, completo, pero lo difícil era poner dicho estado de opinión acorde con lo que, con igual decisión, como yo, o mayor, habían manifestado por la mañana. Yo les argüí no veía razón alguna para ese cambio tan radical, y les pregunté: ¿qué harían Vdes. si ahora recibiese un telegrama firmado por el moro Muza del estado de otra guarnición disconforme con la de Zaragoza? La subversión militar triunfaba, una vez más, para desgracia de España y de los españoles, ya entraban a gobernar aquéllos «QUE NO LO DEJABAN HACER» según frase mordaz del gran español, don Antonio Maura [sic, la frase exacta fue «Que gobiernen ésos, que no nos dejan gobernar»]. Ya, desde aquel mismo momento, me coloqué en frente de la situación, que puse de manifiesto, de palabra y por escrito cuantas veces se me preguntó, sin recovecos ni subterfugios, pero cada día trabajando cuanto me era posible por mi querida España[3].
Inicialmente, su desacuerdo no pareció tener demasiadas consecuencias profesionales, pues el 27 de octubre de 1925 era trasladado al Parque del Ejército de Zaragoza, donde enseguida se le vinculó a la Junta Regional de Aragón de Enseñanza Industrial. Durante su etapa aragonesa participó en diversos ejercicios de tiro y comisiones. Sobresale su nombramiento como ayudante de campo del general inspector de Artillería de la Quinta Región, Alfonso Carrillo y Sánchez Tovar, que le permitió conocer a fondo los diferentes destacamentos.
A pesar de su inicial y creciente desacuerdo, a Latorre tampoco le convencerá la estrategia de usar un clavo para sacar otro clavo y se posicionará en contra de la llamada Conspiración Constitucionalista de 29 de enero de 1929. En esa fecha, un grupo de militares se sublevó contra Primo de Rivera en Valencia, bajo la dirección del expresidente del Gobierno durante la Restauración, José Sánchez Guerra, y se sumó el regimiento de artillería de la guarnición de Ciudad Real. El conato fue reducido por la aviación y la marcha de una columna dirigida por los generales José Sanjurjo y Luis Orgaz:
Estuve con Primo de Rivera ¡oh paradoja! cuando en noche memorable, enero de 1929, el regimiento de Artillería de Calatayud, que interinamente mandaba por huida vergonzosa y vergonzante de mis jefes superiores ante el peligro que amenazaba, engañado completamente, lo habían comprometido en una sublevación absurda, diciéndole que actuase de común acuerdo con la guarnición artillera de Valencia, y, efectivamente, puesto al habla telefónicamente, por dos veces, con aquélla, diez noche y doce noche, la contestación fue contundente: «que allí no pensaba nadie en sublevarse y que toda la atención y energías estaban concentradas en los comentarios del gran partido de football celebrado aquella tarde», textual. Idéntica información me suministraban los maquinistas de los diversos trenes que iban llegando del «Central de Aragón». Madrid, una vez más, quería que las provincias y los provincianos, «les sacásemos las castañas del fuego», mediante añagazas y estímulos malsanos. No quise la efusión de sangre y contuve a fuerza de energía y razones a la juventud tan fogosa como inexperta. De aquí se deduce que, en forma indirecta, apoyé a Primo de Rivera, a quien tanto y tanto había combatido y […] combatía, pero era que por encima de opiniones y pasiones está siempre la Patria «con la que se está con razón o sin ella como se está con el padre y con la madre». El resultado para mí de esta actitud elevada fue, perder la carrera por un ukase del dictador: TODO POR LA PATRIA[4].
Finalmente, su disconformidad alcanzó el límite y decidió desvincularse del Ejército de forma temporal. Primero, el 19 de febrero «se le considera provisionalmente paisano», causando «baja definitiva» a finales de junio, según orden del día 28 del mismo mes. En coherencia con dicho desacuerdo, redactó en 1929 un largo análisis sobre el Ejército (cuatro cuadernos) y la Hacienda (un cuaderno) españoles. Reflexiones que retomaría con la instauración del franquismo. De hecho, tras una exhaustiva nómina de espadones históricos ya añadía que dicho listado «hay que dejarlo en puntos suspensivos, por si Dios no quiere remediar estas ininterrumpidas calamidades nacionales». Presagiaba así el franquismo y apuntaba la existencia de un vínculo inversamente proporcional entre la calidad de un Ejército y su injerencia política:
Al llegar a este punto la pluma tiembla y se estremece, al considerar, que el dictador [Primo de Rivera], como si le estorbase (una vez hubo conseguido de él cuanto a su política y medro personal convino), desde el punto de vista de organización, técnica y disciplina, por división infinitesimal, y sembrando en terreno tan sagrado y peligroso, odios y pasiones, olvidando que los vientos del odio y de la pasión, tarde o temprano, traen tempestades funestas. La quietud material y relativa actual, no quiere decir nada; es momentánea, ya que la del espíritu está rota; es ya sólo cuestión de tiempo y lugar el que la última dé sus frutos amargos.
No es posible, y menos adentrados en el siglo XX, considerar el Ejército integrado por esa cohorte de gobernadores civiles, diputados provinciales, concejales, delegados gubernativos, de Abastos, Petróleos, Transmediterránea, Teléfonos, Hacienda, Somatenes, Educación física, directores generales, presidentes de exposiciones, etc.; no. En primer lugar, porque es conceder patente de omnisciencia a sus componentes, con gran desdén del elemento civil a quien, en su caso, competen esas funciones en el improbable caso de considerarse necesarias muchas de ellas, nunca al elemento armado. En segundo lugar, porque bautícese como se quieran, muchos de esos cargos son políticos en alto grado. Y, en tercero y último, porque el concepto Ejército implica algo más puro, sentimental, hidalgo y menos materialista y oportunista. Pues conviene tener muy presente, que, en su inmensa mayoría, cuantos generales, jefes y oficiales, buscaron, trabajaron o aceptaron los cargos antes mencionados, tuvieron por único norte y guía, resolver un problema de orden puramente particular, pocas veces patriótico y nunca militar, ansia fervorosa, este último de cuantos se honran vistiendo el uniforme. Fueron a ellos, unos, por huir de la vida militar; otros, por unas cuantas pesetas más de sueldo; algunos, por buscar destino cómo, dónde y cuándo les convino; y la inmensa mayoría por ocupar destinos donde no había más cantidad y calidad de trabajo que figurar, caciqueo y politiqueo rural o urbano, más el primero que el último, y esto le permitía y sigue permitiendo, a ciencia y paciencia de las autoridades civiles y militares vivir en la ciudad, villa o aldea que más podía convenir a sus intereses particularísimos. De esa situación de los sin-trabajo militar (pero con el sueldo entero, dietas, gratificaciones, locomoción e incluso derecho preferente para ocupar destinos militares al cesar en los actuales) nacieron comisionistas, preparadores, comerciantes, agricultores, todo menos militares. […].
Pero conviene que el País sepa, y esto debe pregonarse a los cuatro vientos para disminuir, no digo salvar, el gran abismo que hoy separa al Pueblo del Ejército, que aún disperso, dividido, desintegrado y disociado este último, late en los más de sus componentes, ideales muy grandes, nobles y ciudadanos, ya que desean por todo y ante todo, una compenetración íntima y verdadera entre ambos elementos básicos nacionales, hasta el punto de que uno de ellos sea continuación del otro sin solución de continuidad. Y para conseguir dichos y únicos fines quiere, por encima de todo, una subordinación completa y consciente al Gobierno que el Pueblo, en plena libertad de ideas y movimientos, elija, como depositario único que es de su soberanía, para regir los destinos nacionales. Su misión única y verdadera la concibe tratando de defender el honor e integridad de la Nación, obediente al mandato que aquella le dirija cuando el caso llegue; nada de política interior, nada de cuestiones sociales. Por intervenir con asiduidad, por no decir sin interrupción, en la primera, arrastrando inconscientemente por sus políticos-generales, pasamos todo el siglo pasado, y gran parte de lo que va del actual, unos periodos con más intensidad que otros, destrozándonos espiritual y materialmente en luchas fratricidas, en la forma más brutal que registra la historia de los pueblos. […].
Si algún militar en activo servicio, creyendo haber equivocado su carrera, se creyese con vocación y fuerzas para intervenir en los azares de la política, pedir su retiro debe ser la primera obligación, ya sea Capitán general o soldado raso. El vigente Código de Justicia Militar está bien terminante: no hay distingos; están incursos en él toda la escala jerárquica[5].
Yo admiro, sin que la admiración esté exenta de pena por las comparaciones que sugiere, aquellos países en que su poderío militar y naval (no digo nada del industrial, económico, cultural, etc.) está en razón inversa de la preponderancia del elemento armado en la vida nacional. En ellos tanto el Ejército como la Armada están recluidos voluntaria y patrióticamente en su misión, con subordinación absoluta y consciente a los poderes de derecho constituidos con arreglo a las leyes legítimas de la república o reino, y llámense aquellos conservadores o liberales, laboristas o socialistas. ¡Qué hermoso y grande ejemplo a imitar y reflexionar por nosotros! ¿Concebiría alguien a un gobierno militar o naval en Inglaterra o Estados Unidos, países regidos, uno en forma monárquica y otro en forma republicana? Y lo mismo podríamos decir en otro orden de ideas en Suiza, Francia, Bélgica, Holanda, Suecia, Noruega, etc., todos ellos países prósperos y florecientes. Aún en plena guerra europea, las naciones que de las citadas intervinieron en la misma, tuvieron gobiernos completamente civiles. ¿Concebiría alguien que en esas naciones el Ejército interviniese en la política nacional ni aún en la internacional de los mismos? A nadie le cabe, seguramente, en la cabeza semejante locura, y, sin embargo, esos nadie, que ahora, en nuestro caso, se convierten en todos, son los primeros en proclamar la organización recia y eficaz del Ejército y Marina de muchas de esas naciones, cuyas decisiones, o lo que es lo mismo, poderío militar o naval, están en razón inversa del alejamiento del elemento armado de la política. Cuando el gobierno necesita asesoramientos sobre asuntos de Guerra o Marina, llama a informar a personalidades o comisiones militares o navales, las que cumplido su cometido, desde luego sin imposiciones que allí no se conocen ni tolerarían, vuelven de lleno a su función a fin de llenarla lo más cumplidamente posible para justificar los sueldos que reciben, y por esos caminos, y no por los opuestos, sus fuerzas, tanto militares, como navales, y aéreas, dominan la tierra, el mar o el aire, con abominable imperialismo, sí, si se quiere, pero deseándolo cada hijo de vecino para su pueblo respectivo; y en momentos de tratados de la clase que fueren, cuando las razones no bastan, dejan caer en el platillo de la balanza, comercial por ejemplo, todo el peso de la razón convincente de la fuerza, que termina siempre por inclinarse del mismo lado, del de la política militar o naval, pero antimilitarista o antinavalista. Ya indicamos que hasta los secretarios o ministros de la Guerra, Marina o Aire de dichos países no ciñen las espada al cinto, sino más bien la toga, sin duda, porque tienen presente que ésta terminó por vencer a aquella en la edificación de los pueblos, y tienen muy presente también que el Ejército es una fuerza, pero no un poder. […].
Pero, en fin, supongamos, por un momento, para dar gusto a estos últimos, que siempre son los mismos en calidad, que una revolución profunda y extensa hubiera estallado en España. ¿Y qué? Mil y mil veces hubiera yo preferido eso al periodo anárquico derechista o izquierdista, algunas veces, y a la agitación o intranquilidad, siempre, de nuestro siglo pasado. ¡Quién sabe si en los momentos actuales tendríamos mejor postura que la presente! […].
Después de esta sucinta relación histórica pasaremos a estudiar la trayectoria de todas las dictaduras militares, desde su origen al punto de caída.
Empiezan por hacer cisco las ordenanzas, el código y disciplina militares, y acto seguido, un general que llegó con muy pocos años al empleo y que es frecuentísimo cuente ya en su historial militar con algunos actos de rebeldía y por tanto posiblemente ambicioso, enarbola la bandera de libertad u orden, según convenga, que siempre fue un antifaz o pantalla que trata de encubrir sus verdaderos propósitos y al que apoyan su «camarilla» y secuaces.
El consabido Manifiesto a la nación es inevitable, y pueden sintetizarse todos en que los que gobernaban antes llevaban al país a la ruina en todos los sentidos, y el advenedizo general viene a convertirlo en Jauja, a salvar la patria y darle días de gloria; se las promete muy felices. Una exaltación de la libertad o el orden, son sus palabras finales.
Es natural diga, sin contarla, que cuenta con el apoyo del elemento armado y de la parte sana del país, la que no está contaminada con el virus morboso, y que unas veces es la que defiende la libertad, y otras el orden, aunque ni al elemento armado, ni a esa parte sana, versátil, en su mayor parte, se les haya consultado sobre el particular, y si se le consulta al primero se hace con el truco consabido de que todas las guarniciones están ya con el general rebelde, y que el alcalde de corte de Isabel la Católica, don Francisco de Vargas lo averigüe. En fin, como sea y por los caminos que sean, todos muy tortuosos y con grandes encrucijadas, ya está el sable al frente de la nación, ya la fuerza, por el hecho de serla, se ha erigido en poder. Ya llega la primera etapa de gobierno, que se traduce siempre en los mismos actos, en conjugar los verbos suprimir y disolver en todos sus tiempos y personas, o lo que es lo mismo, suprimir y disolver todo aquello que signifique un atisbo de fiscalización o crítica de sus actos. ¡Qué bien! ¡Lástima grande que un poder tan puro y desinteresado tenga que aislarse desde sus comienzos! Pero así es la vida de estas situaciones, porque por lo visto en cuanto les da el aire puro, mueren. Disuelve las Cortes, Diputaciones, Ayuntamientos, Ateneos, Sociedades que no sean de su cuerda, etc., y suprime, por todo y, ante todo, la ley de Imprenta, para que todos nos quedemos a oscuras de cuanto ocurre y pueda ocurrir, y sucesivamente el Jurado, el Sufragio, derechos de asociación y reunión, etc. Sólo queda en pie aquello que pueda adular o lisonjear al dictador. Ya estamos en el «Estado soy yo», y eso haciéndose constar diariamente, una vez consumado el asalto, que ya todo el mundo dice albricias a la nueva situación, pero por boca del dictador. Hasta aquí, aparentemente todo marcha muy bien, de primera. […].
Pues bien, en ese mismo momento de escalar el poder un general empieza la división sorda en el Ejército, y como consecuencia lógica la pérdida de fuerza por el Poder Público naciente y que es su único sostén. Desde este momento se pronuncia su sentencia de muerte; durará el tiempo que tarde en acentuarse y exteriorizarse la división y quede el dictador con lo menos, porque «quien a hierro mata, a hierro muere», y este desenlace funesto es indefectible, pase lo que pase y suceda lo que suceda.
Y es así imperiosamente y precisamente, porque la base de sustentación era falsa, no tenía más que las apariencias de fachada que habían querido dársele, porque todo el Ejército no le apoyaba. Los inevitables choques, con la subsiguiente pérdida de energía, tienen lugar, en primer término, con el propio generalato. Su escala es una congregación de generales, pero por todo y ante todo de hombres, y no de ángeles, con sus odios, envidias, ambiciones, etc., y claro, aunque en el primer momento, por estupor más que por otra cosa, todos aparenten conformidad y callen, pasado ese primer momento todos también empiezan a hablar, pero murmurando, del general encumbrado en sus tertulias y camarillas, poniendo cada uno, desde su especial punto de vista, de oro y azul al general dictador (se suelen referir hasta los menores detalles de su historial militar, desde luego y en honor a la verdad, cargando la tinta), quien en los primeros momentos, y porque le conviene, hace la vista gorda, no da paso alguno, se limita a tomar buenas notas para luego (pero ese luego es tarde), pero como los otros arrecian al ver esa actitud pasiva, hay que hacer un cambio de frente para seguir muriendo, y a pretexto de mejorar y depurar el Alto Mando, o cosa parecida en nuestros tiempos (antes se era más radical o por lo menos se hacían las cosas sin tapujos, llamando al pan, pan, y al vino, vino), para tener un Ejército bien dirigido y que pueda traer días de gloria a la Patria (este otro truco es para el elemento civil) lanza un ukase en virtud del cual la depuración en el Alto Mando se reduce a arrojar por la borda a los generales que no piensan como él y a favorecer a los amigos, una manera como otra cualquiera y a la antigua de dar grados y empleos de gracia. Naturalmente, que, si entre los generales descontentos o murmuradores hay alguno o algunos que tengan, por una u otra causa, simpatías y prestigio entre el elemento armado, a éstos no se les aplica el instrumento político de tortura, muy al contrario, se procura traerlos a mandamiento con soberbios destinos, recompensas en las que van incluidos sus familiares y amigos, títulos de Castilla, en fin, cuanto haga falta y haya y si no se inventa. […].
Aquella gran mayoría que consciente o inconscientemente le siguió en sus principios, no sólo se esfumó, sino que la tiene en contra y ansiando su caída, sea como fuere. Los que han creado intereses, sobre todo si son bastardos, a la sombra de la situación, la defienden a capa y espada; para ellos el dictador es el salvador de España y de sus particularísimos intereses. Delegados gubernativos, petroleros, delegados de Abastos, somatenistas, concejales, etc., hacen coro a los últimos para que nadie les perturbe la fácil digestión en sus destinos esencialmente militares. Son los que dicen: «Caballeros no empujar, porque me voy a caer». […].
Ahora bien; ¿cómo salir de este mal paso? No hay más que un camino a seguir, recto, seguro, rápido y patriótico, y éste es, por todo y ante todo, sumisión total, absoluta, por deber, convicción, egoísmo y patriotismo al Gobierno que la Nación soberana designe, sin la menor intervención del Ejército ni de cerca ni de lejos, más que para informar cuando se le llame, en esa designación, únicamente emitiendo su voto en las elecciones como los demás ciudadanos, voto que debe hacerse extensivo a las clases de tropa. Esta actitud patriótica y debida del Ejército es observada en aquellos países que van a la cabeza de la civilización en sus diversas manifestaciones, como varias veces hemos indicado. Compenetración (no de casino o café), íntima, verdadera, consciente y patriótica de ese Ejército, con ese Pueblo, de donde sale y a donde vuelve sin antesalas y sin la que el valor moral y material del primero se anula automáticamente, fuerzas ambas sin las que la victoria es imposible, hoy más que nunca, si desde tiempo de paz no la hacemos efectiva sin condicionar, por muchos generales jóvenes que podamos tener y por muchas y grandes que sean las cruces que en su pecho ostenten. Prohibición absoluta y total, con grandes sanciones a los contraventores, de que nuestros generales, también ni de cerca ni de lejos, rocen la política, aunque sean solicitados por los mismos hombres civiles como instrumentos de sus fines, y máxime si tienen pocos años y muchas ambiciones los generales, ni siquiera bajo el nombre de senadores y diputados, mientras las luchas político-militares no sedimenten, porque por ese portillo o resquicio, al parecer sin importancia, empezaron todos; si alguno siente esas aficiones, que empiece por pedir previamente su baja en el Ejército, como ya indicamos, en otra forma, el tiempo y energías que pierde en la política, que suele ser todo, le ocupa y preocupa más que el «Arte de la Guerra» e instrucción de sus subordinados, que es porqué y para qué la Nación le paga el sueldo religiosamente. […].
Mi criterio completamente hermético en cuanto se refiere a intervenir activa o pasivamente y dirigir la política del país por el Ejército, no lo es tanto en cuanto se refiere a contener las oleadas tempestuosas de libertinaje o despotismo desmedidos.
¿Qué duda cabe que, si el populacho en turbulencia invade la vía pública, saqueando e incendiando, y trata de arrollar al gobierno legítimamente constituido y éste se muestra impotente con sus medios propios, el Ejército debe dejar caer su fuerza, no su poder que no lo es, del lado del orden, del derecho y la justicia, pero para recluirse, acto seguido, en su misión una vez restablecido el orden? Pero ¿qué duda cabe también que si un poder público despótico en lugar de acrecentar, ordenando las libertades legítimas, innatas y humanas del individuo y por ende de la sociedad, testificadas en el Calvario, las aherroja y suprime, y suprime a su vez el templo y el código donde las leyes de todos se elaboran y los derechos se escriben por representantes libremente elegidos por ese pueblo, erigiéndose dicho poder en instrumento de tortura y privación de aquellos derechos de la sociedad y de la inmensa mayoría de sus integrantes, el Ejército debe decir basta, y confiar a la Soberanía Nacional la elección de nuevos poderes dirigentes del país, y conseguido cesar ipso facto en su actuación de fuerza en esa dirección y sentido? Pero en ninguno de esos casos nos encontrábamos en 13 de septiembre del 23, era simple y llanamente un problema de policía por más que los timoratos y los del coro opinen en contrario; y aún con todo, resuelto el problema del orden material (ya que el moral está más perturbado), si convino hacer ver estaba muy alterado (al borde del abismo, según algunos, estaba la Nación), una vez restablecido, a casita, que es el cuartel, y a la instrucción y educación de las tropas, que también eso no andaba, ni anda, muy por lo alto.
En la parte social, en las huelgas, por ejemplo, el Ejército debe estar completamente al margen de las luchas entre el capital y el trabajo, a no ser que las mismas tomen el carácter de generales y revolucionarias, y aún en dicho caso con gran tino y parsimonia.
De guardias de cárceles, presidios, etc., en circunstancias normales y anormales debe encargarse la Guardia Civil, de Seguridad o el flamante y patriótico Somatén, si es que esto último puede subsistir, nunca el Ejército porque se le aparta de su misión.
Ahora bien; si la Soberanía Nacional en la plenitud de sus poderes, opta por la forma republicana, repetimos una vez más, que, a esa forma de gobierno debe prestar su acatamiento el Ejército, y si el Gobierno es socialista, como si fuera ultraconservador, a todos sumisión y respeto absolutos. […].
De todos modos, no deja de llamar nuestra atención, que al correr de los siglos y años, en cuantos monumentos, estatuas, se levantan en nuestras poblaciones e incluso en los nombres de calles y plazas de las mismas, no asoma por parte alguna nombres que rememoren despotismos, tiranías o dictaduras a ultranza, y que si alguna vez existieron, por haberse levantado o rotulado por adulación y temor durante la permanencia de los déspotas, tiranos o dictadores en el poder, el pueblo, desaparecida la opresión, supo siempre dar buena cuenta de ellos. No recuerdo que los nombres de Fernando VII, [el ministro Francisco Tadeo] Calomarde, [el noble y militar francés] Conde de España, [el presidente Luis] González Bravo y demás tiranos estén perpetuados en piedra, mármol o bronce en las calles, plazas y paseos de España, ni tampoco que las palabras injusticia, opresión, tiranía, absolutismo, etc., figuren entre los nombres de nuestras calles y plazas. Veo siempre monumentos a los mártires de la libertad ordenada o defensores de la misma, y leo nombres de «Libertad», «Constitución», «Democracia», «Soberanía Nacional», «Cortes», «Justicia», etc. […].
Tengamos muy presente que la anárquica situación actual tiene que finar, y, por desgracia, mal o peor, y es necesario que ese momento no sorprenda al Ejército en su estado actual; y quienes piensan que, luego, todo seguirá como hasta aquí están en un error crasísimo y es desconocer la historia y las sociedades. Hay muchos derechos colectivos e individuales hollados sin más ley que la de la fuerza, y eso en conciencia recta y honrada, ni puede ser, ni debe ser, ni será, y si los que hoy, también por la ley de la fuerza, están arriba y se obstinan por egoísmo inconsciente en no descender al encuentro de los de abajo dándoles la mano de hermanos y camaradas, auguro unos días muy difíciles que pueden materializar la guerra civil que hoy anida ya en los espíritus, y tendríamos de nuevo a nuestra pobre Nación en el caos (entonces verdad) víctima de nuestras discordias intestinas, por enésima vez[6].
El 8 de febrero de 1930, ya exiliado Primo de Rivera, se le reincorporó a la actividad y se le abonaron los deberes correspondientes al periodo de su separación, para, a continuación, el día 24, ser considerado «disponible forzoso en la Quinta Región», aunque se le permitió residir en Pamplona. El 4 de noviembre se le concedió la pensión de la Cruz de la Orden de San Hermenegildo, y el 31 de enero de 1931 se le destinó a Logroño y, por tanto, quedó como disponible forzoso de la Sexta Región. El 1 de marzo recibió el ascenso a teniente coronel, mientras en España crecían las expectativas sobre el futuro político e institucional.
La Segunda República española
LA SEGUNDA REPÚBLICA ESPAÑOLA
Tras el desprestigio monárquico, la proclamación republicana de 14 de abril de 1931 no se le antojaba como una mala solución al entonces teniente coronel Latorre. De hecho, el 22 de abril, en el Gobierno Militar de Pamplona, «prometió por su honor servir bien y fielmente a la República, obedecer sus leyes y defenderla con las armas». Sin embargo, rápidamente fue distanciándose ante lo que él percibía como una deriva anticatólica, fomentada supuestamente desde la calle por los revolucionarios y desde el gobierno por el movimiento laicista. A ello se sumaba la aprobación del Estatuto de Autonomía de Cataluña en 1932 y las peticiones en el mismo sentido por parte de otros territorios como Galicia o el País Vasco, vistos como un cuestionamiento de la unidad nacional española.
La creciente incomodidad lo llevó a acogerse a las bajas incentivadas por el entonces ministro de la Guerra Azaña —de ahí que la ley tome su nombre— para reducir la macrocefalia militar española y fomentar una milicia profesionalizada y apolítica. Latorre, quien en reiteradas ocasiones opina favorablemente respecto de la reforma y de la actuación ministerial, quedó en situación de retirado desde el 1 de julio de 1931, con residencia en Pamplona. Aseguraba no haber transformado su decepción en oposición activa y, por ejemplo, criticaba el pronunciamiento encabezado por el general José Sanjurjo el 10 de agosto de 1932, conocido como la Sanjurjada. Sin embargo, su relato de aquellos años sí que suscribía la lectura entre catastrofista y teleológica posteriormente impuesta desde el franquismo, que identificaba los levantamientos asturiano y catalán de octubre de 1934 —vistos como la quintaesencia del comunismo y el separatismo— como un punto de no retorno:
Estuve con la República y sus hombres hasta tanto que un 11 de mayo, la quema de iglesias y conventos, a ciencia y paciencia del gobierno y autoridades, se consumó: la República dejó de ser republicana para convertirse en demagogia, en una anarquía. El principio de autoridad estaba en el arroyo; esa no era la República que yo había soñado y por cuyo advenimiento tanto y tanto trabajé y sufrí. Seguí con mis ideales democráticos, cada vez más arraigados, pero del todo al margen de cuanto imperaba, y dolido y decepcionado me recogí en la vida de retiro y trabajo, pero solicitando antes mi retiro, que me fue concedido, precisamente, a raíz de habérseme concedido un buen mando (el regimiento de artillería de Zaragoza).
Esa visión, que ya en aquellos tiempos primeros se me apareció de la república fue la que mucho más tarde vieron [el filósofo José] Ortega Gasset, [el médico Gregorio] Marañón, [el escritor Ramón] Pérez de Ayala, [el periodista Joaquín] Pérez Madrigal y tantos y tantos otros que, con todas sus fuerzas, como yo, habían contribuido al advenimiento de aquella. Tuve, evidentemente, una mayor visión que ellos, pero, sin embargo, en nada la obstruccioné y me opuse, dentro de mi pequeño radio de acción a sus detractores sistemáticos, ya desde antes de nacer, tanto en las juntas de retirados por la «ley Azaña», como cuando la botaratada del «10 de agosto» que con tanta indulgencia juzgó el gobierno, y ésta es una gran verdad que nadie, que no esté cegado por la pasión, dejará de reconocer.
Durante todo este tiempo me limité a sostener correspondencia íntima y cordial con mi excelente amigo y compañero de toda la vida, don Juan Hernández Saravia, a la sazón jefe de la secretaría de Azaña. Le hacía presente el descontento que iba cundiendo por todas partes por la manera de entender desde el poder las instituciones republicanas que la mayoría del pueblo español había recibido con los brazos abiertos, y él me daba algunas comisiones sobre movimientos en Navarra, donde yo residía (Pamplona), Zugarramurdi, Estella, el coronel Sanz de Larín y sus andanzas, etc., de lo que yo con justeza procuraba informarle, deshaciendo casi siempre la mala y tendenciosa información que las autoridades de Navarra le enviaban continuamente, inventando, para justificar su adhesión al régimen.
Las campañas separatistas por doquier —se insultaba a España de palabra y por escrito en forma inconcebible— y la comunista tomaban sesgo alarmante sin que el gobierno hiciese nada para contenerla o encauzarla y lejos de ello parecía estimularla. Yo, ante ese terrible para mí dilema, me quedaba con la España roja, nunca jamás, con la rota.
En estas circunstancias se produjo la convulsión revolucionaria de tipo rojo-separatista de octubre del 34, con sus graves consecuencias, ya que dichos elementos no se resignaban a que dentro de la República gobernasen otros que no fuese ellos, y «viva la República» y «viva la democracia» y «el sufragio universal» por añadidura.
Y no era yo solo el decepcionado, éramos muchos los que así pensábamos, quienes ante el separatismo grosero e insultante preferíamos mil veces la muerte en la defensa de la unidad patria, que ver realizadas esas ingratitudes de Cataluña y Vizcaya en donde estaba a la orden del día el «MUERA ESPAÑA». Y digo ingratitudes, porque España y los españoles se habían volcado siempre por favorecer a esas regiones en todos los órdenes, a costa, inclusive, de que otras arrastrasen una vida pobre y miserable, precisamente, porque las arcas del tesoro, economía, fianzas, aranceles, etc., estaban siempre pendientes de dichas regiones para engrandecerlas y enriquecerlas. ¡La injusticia no podía ser mayor, y la ingratitud, tampoco! Por reacción natural ya se empezaba a boicotear los productos catalanes y las industrias vascas que si llevaban vida próspera era al amparo del arancel y otros privilegios.
Al transcurrir del tiempo las cosas se complicaban más y más. Todos los problemas iban desbordando al poder público, hasta el extremo que en plena Cámara de Diputados se hacía la apología del asesinato invitando a él a las turbas e incluso señalando víctimas, debido a lo cual el terror y el temor se iban apoderando de la masa ciudadana de todas las categorías, clases y opiniones políticas. Ausente la autoridad el asesinato callejero y de encrucijada estaba a la orden del día y las calles eran un campo de Agramante. España se ensangrentaba y convulsionaba, y nada, absolutamente nada, debía ya sorprendernos que algo muy grave —se MASCABA en el ambiente— iba a ocurrir en nuestra patria en defensa de los altos intereses de la misma e incluso de la seguridad personal, ya que las víctimas del pistolero traidor y asesino seguían cayendo en la calle por toda España sin que las autoridades consiguiesen descubrir ni a uno solo de los asesinos. Ya fue preciso ante esa inhibición total, e incluso complacencia de la autoridad «tomarse cada cual la justicia por su mano» y ya la lucha civil en embrión estaba iniciada en España[7].
Latorre permanecería inactivo militarmente durante cinco años y dieciocho días, hasta el 19 de julio de 1936 cuando, a raíz de la sublevación militar contra la República, regresó al servicio activo para colaborar en el derrocamiento del régimen republicano. Abandonaba la contemplación crítica por las armas.