CAPITULO X
El centinela que se hallaba en el puesto más próximo a la montaña, no hacía más que mirar a ésta.
En un principio le pareció una alucinación y por ello nada comunicó a su compañero.
Los acontecimientos sucedidos, habían puesto a todos en un estado de nerviosismo y por eso se dijo que debía de calmarse.
No obstante, él diría que la montaña en cuestión cobraba vida, que se movía...
Un rumor, tenue en principio, iba cobrando intensidad o al menos así le parecía a él.
No pudo más y llamó a su pareja de guardia:
—Oye, Ted... ¿Oyes como un rumor?
Mientras el uno vigilaba el otro dormitaba próximo a él para prestarle inmediato auxilio en caso necesario.
Ted no le contestó, por lo que tuvo que decirle de nuevo:
—Ted, despierta... ¿Oyes un rumor?
—Déjame tranquilo, Alfred... No oigo nada.
—Porque estás dormido. Mira hacia la montaña.
—Bueno..., ya miro. ¿Qué tengo que ver?
—¿No ves que está disminuyendo de tamaño?
—¿Estás loco? ¿O acaso has montado la guardia acompañado de una botella? Me veré obligado a dar parte de ti por negligencia en el servicio.
—Déjate de tonterías, Ted. Estoy muy despierto y he observado algo raro.
—¿A ver si son los fantasmas de nuestros compañeros al descubrir sus huesos?
—¡Calla, no me nombres eso ni en broma...!
—¿Ves...? Lo que tú tienes es un miedo enorme y te hace ver lo que no existe. No me molestes y despiértame a mi turno.
Y Ted, dando media vuelta, se dispuso a conciliar el sueño de nuevo.
Pero las palabras de su compañero de guardia, le despejaron y prestó toda la atención a cualquier ruido que pudiera originarse.
Ahora le pareció apreciar aquel rumor sordo que había mencionado Alfred, pero todavía no estaba seguro.
Malhumorado se levantó e increpó a su compañero:
—Ya me has fastidiado el sueño...
—¿Pero no oyes ese rumor...? Escucha bien... ¿Lo oyes...?
Ted, muy a su pesar, tuvo que darle la razón a su compañero, pero todavía dijo:
—Sí, lo oigo, pero debe ser el viento.
—¿Viento dices y aquí no se mueve ni una sola brizna?
Reparó en esto. No, no podía ser.
—Entonces..., ¿qué será eso?
—Mira, Ted, mejor será que demos la alarma.
—Espera, hombre, no vayamos a armar una revolución para ponernos en evidencia.
—Yo encuentro algo raro. Mira, la montaña ha disminuido de tamaño. He tomado un punto de referencia y así es.
—No digas tonterías. ¿Cómo puede ser eso?
—¡Yo qué sé! Pero es cierto. Y fíjate en aquel claro que está al pie de la montaña. Antes no estaba.
—Bueno, vamos a fijarnos mejor los dos. Tomaré también un punto de referencia y me fijaré en el claro.
Ted lo dijo más bien para tranquilizar a su compañero y le pasara su excitación.
Pero al poco rato, tuvo que convencerse que su compañero estaba en lo cierto, que la montaña disminuía de altitud y los claros aumentaban, así como aquel rumor.
—Tienes razón. Da la alarma.
—Ya te lo decía yo y no has querido hacerme caso, Ted.
—Déjate de habladurías y avisa al subteniente.
Alfred partió hacia el puesto de guardia, diciéndole:
—Señor, sucede algo raro. La montaña disminuye y unos claros se están extendiendo por la planicie.
Steven dio un salto en su asiento para ponerse de pie y exclamar:
—¡Qué...! ¿Te has vuelto loco?
—Puede comprobarlo, señor.
Y le señaló hacia donde estaban la montaña y claros.
Al comprobar que el centinela estaba en lo cierto y que el rumor era más insistente, el subteniente hizo sonar la señal de alarma.
En unos segundos la conmoción en el campamento era enorme.
El primero que apareció en el puesto de guardia fue el capitán, que inquirió:
—¿Qué sucede, Steven?
—Fíjese en la montaña y en la vegetación, están desapareciendo.
El capitán observó el fenómeno que le había indicado el subteniente.
Ahora los claros en la vegetación iban aumentando a gran velocidad y enfilaban directamente adonde estaban ellos, al campamento.
El capitán comentó:
—Es muy raro todo esto. Yo no he oído explosión o temblor alguno.
—¿Qué te hace suponer?
—Si se trata de una corriente de lava. Pero no se ven llamas por ninguna parte.
—Desde luego que no. ¿Y oyes ese rumor?
—Sí, sí...
Todos los componentes de la dotación ya estaban de pie con las armas en las manos.
La montaña estaba reducida a la mitad de su tamaño y ahora pudieron apreciar el avance de una mancha oscura a cuyo contacto la vegetación desaparecía.
La mancha oscura se iba extendiendo.
Terence ordenó:
—¡Encended el reflector!
Un potente haz de luz iluminó aquella masa oscura y con ayuda de unos prismáticos pudo descubrir de lo que se trataba.
Se quedó asombrado. Parecían tortugas gigantes, sin embargo sus extremidades más bien se parecían a las hormigas, lo que les permitía avanzar con rapidez.
El caparazón que llevaban, era más bien irregular y el color, el mismo de la montaña que iba desapareciendo.
Había millares y millares de esos bichos que devoraban lo que encontraban a su paso.
Steven también hizo uso de los prismáticos y horrorizado preguntó:
—¿Pero qué es eso... ?
—Si lo supiera podría explicártelo.
Y dirigiéndose al sargento, le ordenó:
—Mark, que los muchachos se sitúen frente al claro ese que se produce y en cuanto aparezca la masa oscura, que hagan fuego a discreción.
—A la orden.
El mismo capitán y Steven se situaron junto a la formación de los muchachos, incluso el doctor Wayne.
Todos empuñaban sus armas de gran potencia.
Cuando la avanzadilla de aquella masa oscura estuvo a tiro, el capitán dio la orden de disparar.
Pareció que el nutrido fuego surtió sus efectos, puesto que la avalancha se detuvo.
Pero poco les duró la alegría.
Aquellas tortugas o lo que fueren, iniciaron de nuevo su avance saltando sobre las que habían quedado muertas y no sólo esto, sino que se extendieron por los alrededores del campamento.
El capitán, gritó:
—¡Mark! Cubre con tu sección el flanco derecho.
Rápidamente se desplegaron los muchachos sin cesar de disparar.
—¡Steven, con la tuya cubre el izquierdo!
Hicieron la misma operación y el capitán con otra sección se encargó de cubrir el que quedaba libre.
De este modo habían formado un círculo de fuego en el que las armas no cesaban un momento.
Los encargados de distribuir los repuestos de cargas apenas si daban abasto.
Se abatían muchos bichos de aquéllos, pero eran reemplazados por otros tantos y el cerco se estrechaba cada vez más.
Fue tan rápido el movimiento envolvente de aquellos galápagos-hormigas que les aisló por completo de donde estaba posada la astronave.
La situación era angustiosa. De seguir aquel ritmo, pronto las cargas de las respectivas armas se agotarían y entonces no tendrían más remedio que sucumbir a la fuerza devoradora de aquellos extraños animales.
Terence, consciente del problema que se les avecinaba, ordenó:
—¡Steven y Mark! Uno de cada dos muchachos, que vayan cavando una trinchera alrededor del campamento, mientras los otros contienen la avalancha. ¡Rápido!
Febrilmente se dedicaron al trabajo ordenado por su capitán, mientras los encargados de detener a los "invasores", seguían haciendo una mortandad.
Menos mal que los animales muertos eran devorados por los que les seguían y esto les permitía tomarse una pausa, para luego volver a la carga.
El capitán les animaba:
—¡Venga, muchachos...! Ya falta poco para concluir.
El mismo, alternaba, cuando se lo permitían las circunstancias, los disparos con ayudarles y el ejemplo de su capitán coadyuvaba a que la dotación redoblara sus esfuerzos.
Ya estaban concluyendo y entonces a los que habían quedado libres, les dijo:
—Sembrar la zanja de combustible sólido. ¡Aprisa...!
Todos estaban sudorosos por la rapidez del trabajo. Pero ellos ni se daban cuenta.
Adivinaron las intenciones del capitán y todos cooperaban para salvar la vida de ellos mismos y la de sus compañeros.
Cuando todo estuvo dispuesto, el capitán Terence Stacy, gritó:
—Cuando dé la señal, retiraos tras la zanja.
Se cercioró de que todos estaban enterados, pues de quedar alguno rezagado le sería imposible reunirse con ellos.
Hinchando sus pulmones, rugió, más bien que gritó:
—¡Ahora...!
Como si hubieran sido impulsados por un resorte común, toda la dotación dedicada a la contención de la avalancha, saltó para colocarse tras la zanja o trinchera que sus compañeros habían abierto.
Una vez que estuvieron en la zona de seguridad, se produjo una llamarada que con la rapidez de la pólvora se propagó en círculo.
Una pared de fuego les aisló por completo de aquella plaga.
Esto les permitiría unas horas de descanso, ya que el combustible sólido era de gran duración.
A través de las llamas vieron cómo infinidad de animales se achicharraron al pretender aproximarse y los otros que les seguían, comprobar los resultados, su instinto les hizo retroceder.
Steven, le dijo confidencialmente:
—Terence, las cargas de repuesto para las armas, han dado un bajón enorme. Nos vamos a quedar sin ellas.
—Lo imaginaba. Por eso se me ha ocurrido lo de la zanja, para ahorrar todo lo posible.
Una tétrica incógnita flotaba en la mente de todos y que nadie se atrevía a formular.
¿Cómo saldrían de aquello cuando el combustible se extinguiera...?