CAPITULO V
Se encaminaron directamente al vehículo que habían abandonado con la mercancía a bordo.
Terence, experto en cualquier elemento mecánico, pronto lo puso en marcha y guiándose por los focos del vehículo que ocupaban los heridos, les fue siguiendo.
El capitán, comentó:
—Nos interesa saber dónde tienen su base de operaciones y una vez nos hayamos enterado, trataremos de irnos con la mercancía.
Steven le hizo la pregunta que rondaba su mente desde el momento que vio aquella caja llena de joyas.
—Y yo me pregunto. ¿De dónde habrán sacado toda esa riqueza que contiene la caja?
—De dónde lo han sacado, no lo sé. Ahora, lo que sí puedo aclararte es el manifiesto interés de retener las naves camufladas a la azul.
—¿A qué viene eso...? —inquirió Steven extrañado.
—¿A qué tiene que venir, cabeza de chorlito? ¿No te dice nada que la llevaran atrapada?
—¡Ah...! ¿Quieres decir que estaban enterados de su cargamento?
—Pues claro, hombre, y hubieran logrado sus propósitos de no cruzarnos en su camino.
—Está comprendido el silencio de unos y de otros al solicitar que se identificaran.
—Naturalmente, al tener que ocultar sus intenciones y lo que transportaban...
En este momento el vehículo que ocupaban se inclinó peligrosamente.
—¡Cuidado, Terence...! —advirtió Steven.
—Tú, tranquilo... Ya protestarás si nos vamos al fondo de cualquier precipicio.
—Eso si me queda aliento para hacerlo.
Sin más incidente que el susto, el vehículo se volvió a enderezar, siguiendo la senda del otro.
Llegaron a determinado punto en el que el camino se ensanchaba y el terreno era más llano, por lo que la velocidad fue aumentando.
Tras doblar una curva, quedaron al descubierto unas instalaciones que muy bien podían utilizarse como astródromo.
No se equivocó Terence en tal apreciación, puesto que por unos momentos, los faros del vehículo al que seguían, iluminaron una gran mole que bien podía pertenecer a una cosmonave.
El capitán paró en seco el vehículo.
—¿Qué pasa ahora, Terence?
—Que nos volvemos al punto de partida.
—¿Por qué?
—Si nos metemos ahí, las probabilidades de salida serán nulas. Ahora ya sabemos su escondite y te confieso, por conocer bien estos parajes, que no puede ser mejor.
—¿Y vamos a dejarles las cajas...?
Mientras, Terence ya había dado la vuelta.
Comenzaba a amanecer y la misma claridad matutina les permitía ver sin hacer uso de los faros.
—De ninguna de las maneras. Conozco una cueva que atraviesa Los Aguiluchos. Ahí esconderemos las cajas y al mismo tiempo, nos servirá de escape para llegar cuanto antes a la Base y con refuerzos capturarlos.
La velocidad iba en aumento, al igual que los tumbos.
Steven se tuvo que asir con todas sus fuerzas para no salir despedido.
Recorrido un buen trecho, Terence se paró de nuevo para apearse en seguida al tiempo que le decía a Steven:
—Vamos, rápido. Hay que llevar inmediatamente las cajas a la cueva.
—¿Qué cueva?
—Tú carga con una y sígueme.
Así lo hizo.
Terence subió un pequeño repecho, dio vuelta a una roca y apartando unos arbustos, quedó al descubierto una oquedad.
—Ahí la tienes.
—Pues nadie lo diría...
Depositaron las cajas en un rincón e hicieron otro tanto con las restantes.
Terminado este trabajo, se encaminaron al lugar donde abandonaron el vehículo la mujer y el hombre heridos, cuyo terreno era bastante inclinado.
Terence indicó a Steven:
—Apéate.
Luego de que el subteniente estuvo en el suelo, el capitán encaró el vehículo hacia el precipicio, puso una marcha lenta y acto seguido saltó a tierra.
Los resultados no se hicieron esperar. Un gran estruendo se produjo a consecuencia del arrastre de piedras que llevó consigo la caída del vehículo y finalmente la explosión del motor y una humareda.
Terence, dijo:
—Esto les hará suponer que se ha deslizado a causa de la inclinación y les tendrá muy ocupados en "recuperar la mercancía". Mientras, a nosotros nos dará tiempo para podernos escabullir.
Steven, admirado, no pudo por más que manifestarle :
—Eres todo un genio. No se te escapan detalles.
Pero en esta ocasión, los cálculos le fallaron al capitán.
Desde donde estaban pudieron descubrir a un vehículo ligero que se aproximaba a toda velocidad.
No les daría tiempo de regresar a la cueva sin exponerse a ser descubiertos.
Steven no tuvo ocasión de proferir palabra. Se sintió empujado bruscamente por Terence, al par que le decía:
—¡Rápido...! Vamos ahi arriba tras esas rocas.
Ayudados por las manos ascendieron aquella rampa natural y de no ser por Terence, que estuvo muy listo en sujetarle, lo más probable es que Steven hubiera dado con sus huesos en el precipicio.
Pasado el susto, sólo pudo decir:
—Gracias.
—Déjate de gratitudes y ocúltate bien. Ya están por llegar.
En efecto, a los pocos segundos de pronunciar estas palabras, el vehículo aparecía para detenerse frente a donde ellos estaban.
Se apearon cuatro hombres e inmediatamente se dirigieron al borde del precipicio.
Uno de ellos, comentó:
—Pues sí que la ha hecho buena la jefa... Por lo visto no lo frenó bien y se ha ido deslizando hasta caer al fondo del barranco.
Los otros tres no dijeron palabra y ante su mutismo, continuó:
—No nos va a quedar más remedio que descender y buscar las cajas.
—Tendremos que dar un rodeo muy grande para llegar hasta allí.
—No es necesario. Vosotros dos ir hasta donde capotó la nave. Encontraréis dos escaleras, traerlas y de este modo no tendremos que caminar y ahorraremos tiempo. La jefa quiere las cajas en su poder cuanto antes y ya sabéis cómo se las gasta si se contradicen sus órdenes.
En el momento en que aquellos dos se iban a marchar, una de las piedras que le servían de apoyo a un pie de Steven, cedió y rodó por la rampa.
Súbitamente los cuatro hombres se volvieron y empuñaron sus armas.
El que parecía mandar el grupo, le dijo a uno:
—Tú mira si hay alguien por ahí arriba.
Aquél obedeció la indicación y fue ascendiendo.
Terence y Steven estaban en una situación que no podían moverse de donde se encontraban pues de hacerlo los que estaban abajo les verían en seguida.
Se agazaparon cuanto pudieron en aquel espacio que ocupaban y por un resquicio veían como aquel hombre se iba acercando más y más a ellos.
La tensión a que estaban sometidos era enorme. Las armas las tenían a punto y de ser descubiertos, no tendrían más remedio que hacer uso de las mismas para defender su libertad.
El hombre se detuvo a dos pasos de donde estaban. Miró a su alrededor y en voz alta, manifestó:
—Por aquí no se ve nada. Habrá sido alguna alimaña.
—Está bien. Baja y vamos a traer las escaleras.
Terence y Steven dieron un respiro de alivio al ver alejarse el peligro y sus nervios se relajaron. Pero no por ello dejaron de vigilar los movimientos de aquellos inoportunos visitantes.
Mas la situación, por el momento no había variado. Seguían atrapados, sin poderse mover ya que los otros dos permanecían allí abajo y de repetirse otro desprendimiento, las consecuencias podrían ser fatales.
Volvieron aquellos dos llevando consigo las correspondientes escaleras.
Uno de los que regresaban, comentó:
—De los cadáveres sólo quedan despojos...
—Pues eso mismo nos pasará si no nos damos prisa. Ya hemos perdido mucho tiempo. Así que, manos a la obra.
Afianzaron los extremos de las escaleras, bajando primero dos y a continuación hicieron lo mismo los restantes.
Nada más desaparecer estos últimos, Terence se levantó, diciéndole a Steven:
—Salgamos de esta ratonera y vámonos a la cueva.
Pero antes de emprender el camino hacia donde habían escondido las cajas, Terence aflojó los cabos de sujeción de las escaleras, comentando:
—De este modo, cuando vayan a subir se les vendrá encima y hasta que puedan salir de ahí abajo, tendremos tiempo suficiente para llegar a la cueva sin ser molestados.
Una vez terminaron "su trabajo", se encaminaron hacia donde había ocultado la mercancía, donde llegaron sin que se produjera novedad alguna.
Comprobaron que las cajas seguían en el mismo lugar que las dejaron.
Terence, cogiendo unas cuantas joyas de la que fue destapada, indicó:
—Ya nos podemos ir. Nos queda un largo camino por recorrer.
* * *
El coronel Milles, jefe de Vigilancia del Espacio, quedó muy intrigado ante el relato del capitán Terence Stacy, y todo ello confirmado por el subteniente Steven.
—¿Y de dónde crees que puedan proceder esas joyas?
—Lo ignoro, señor. Habrá que ponerse en contacto con la policía, por si tuvieran noticias de algún robo.
—Esto está muy bien, Terence, pero no olvides que en nuestra misión también están incluidas las funciones de policía y con mucha más amplitud.
—No lo pongo en duda, señor.
—He creído conveniente recordarte esto, por considerar que sería contraproducente airear este asunto. Vosotros habéis sido atacados en el espacio, por lo tanto, es de vuestra incumbencia el descubrir a los culpables y las causas que motivaron su acto. Esto no quiere decir que si la policía recurre a nosotros, colaboremos con ellos.
—Comprendido, señor.
—Por lo tanto, tienes carta blanca para actuar como creas conveniente.
—Gracias, señor.
—No me des las gracias porque soy parte interesada. Vuestros éxitos son los míos. Así que, en parte, media cierto egoísmo.
En este momento llamaron a la puerta.
—Adelante —autorizó el coronel y al darse cuenta que encima de la mesa tenía las joyas que le había entregado el capitán, se apresuró a ocultarlas.
La puerta ya había sido abierta, haciendo acto de presencia un teniente de comunicaciones. Se cuadró ante el coronel, para anunciarle a continuación:
—Señor, la expedición de El Paraíso, no contesta.
—¿Otra vez...? ¿Pero qué diablos pasa allí?
—Lo ignoro, señor.
—¿Cuántas expediciones van con ésta?
—Concretamente, tres.
—Esto ya se pasa de la raya. ¡Qué barbaridad...! ¿Lo habéis intentado todo?
—Sí, señor, y sin resultado positivo.
—¡El colmo...! ¡Nada menos que tres expediciones desaparecidas en El Paraíso...! Y a todo esto, no sé a quién se le ocurriría bautizar con tal nombre a ese planeta. Yo más bien lo titularía El Exterminio...
El coronel estaba visiblemente contrariado y furioso a la vez.
Terence tenía noticias de aquellos sucesos extraños, pero oficialmente lo ignoraba.
El coronel Milles se quedó un momento mirando fijamente al capitán.
Después se dirigió al teniente a quien sorprendió con la mirada fija en su mesa:
—Está bien, continúen a la escucha por si dicen algo. Aunque me temo que todo será inútil... Puedes retirarte.
—A la orden, señor.
Cuando el teniente se hubo marchado, el coronel preguntó a ambos:
—¿Habéis oído esto?
—Sí, señor —contestaron casi al unísono.
—Pero..., ¿conocéis el caso?
—Únicamente rumores —contestó en esta ocasión Terence.
—Pues terminar cuanto antes lo que lleváis entre manos, puesto que lo tendréis que estudiar a fondo. Estoy seguro que de mandar a otros, se repetirán los resultados y no estoy dispuesto a perder más hombres y material.
—Como ordene, señor.
—A grosso modo, sucede lo siguiente: Las tres expediciones que han llegado a ese maldito planeta El Paraíso, al principio todo ha ido bien y de pronto dejan de mandar noticias. Las expediciones que han seguido a las anteriores, al llegar no han hallado rastro de nada. Como el mantener ese planeta bajo nuestro dominio, representa la preponderancia de rutas hacia otras galaxias, de ahí que se mandara la última expedición para su conservación y el resultado..., ya lo habéis oído.
—Sí qué es raro...
—¡Y tanto...! Lo que yo me digo, si se hubiera dado un caso aislado, pero ya son tres con el presente.
—¿Es respirable la atmósfera del tal planeta?
—Naturalmente, Terence. Los estudios llevados a cabo, la equiparan a la misma que nos envuelve.
Todavía permanecieron con el coronel durante un buen rato extendiéndose sobre el tema y cuando salieron de su despacho, ya estaban más documentados sobre la cuestión.