27

El Z-9 de Jia abandonó el hospital cuando éste terminó la llamada por radio.

—Nuestra gente en el punto uno ha sido asesinada por acción enemiga —dijo a través de la estática, observando a las Fuerzas de Élite que tenía a ambos lados—. Repito, nuestra gente en el punto uno ha sido asesinada por acción enemiga. Corto —repitió, incitando a sus hombres al tiempo que confirmaba su informe.

Bajo la débil luz verde que se reflejaba de los instrumentos de la cabina de mando tenía unos ojos preciosos, salvajes y brillantes. El Z-9 era una aeronave pequeña. Jia sólo contaba con cinco soldados, aparte del piloto y el copiloto, los cuales eran también comandos. En el otro helicóptero también iban ocho hombres. Jia habría preferido un ejército, y había reducido al mínimo cualquier riesgo para sus soldados después de haber sobrevolado el San Bernadino la primera vez. Las pruebas habían sido grotescas incluso a cierta distancia. A través de sus lentes de visión nocturna habían visto cadáveres licuados por todo el patio y un Z-9 volcado sobre unos escombros cercanos. Uno de los muertos empuñaba su arma. Aquello había sido suficiente para Jia. Los cuerpos parecían estar derretidos, y nadie se enfrentaba a la nanotecnología con una pistola. Qin tenía razón. Por terrible que fuera, Qin tenía razón. Los estadounidenses se habían infiltrado por aire en la cuenca de Los Ángeles, sorprendiendo al personal del laboratorio. Lo más probable es que ya se hubieran marchado, huyendo con datos inestimables y con prisioneros. Pero ¿adónde? ¿Cómo?

La rabia que sentía era impropia, dirigida tanto hacia su propia gente como hacia el enemigo. Podría haber protegido aquel lugar de haber sabido que estaba al alcance. Los superiores del general Qin no tenían ningún derecho a culparle por aquella pérdida, pero lo harían. Aquello hacía que se sintiese aún más atraído por el concilio de Qin.

Jia había ordenado el descenso de ambos helicópteros sólo para ahorrar combustible, y habían aterrizado en unas depresiones razonablemente estables entre las ruinas. Después había mandado a un equipo formado por tres hombres a explorar el enorme edificio del hospital. Detestaba tener que permanecer allí, pero tenían que asegurarse de que el emplazamiento estaba vacío primero. Aquella era la máxima prioridad.

Sus soldados regresaron diez minutos después y confirmaron su primera impresión. No había supervivientes. Pero, inexplicablemente, había una cantidad importante de material, de portafolios y de ordenadores portátiles apilados en el vestíbulo del hospital. Jia no paraba de darle vueltas a aquella información mientras volaban hacia el sur. ¿Por qué dejarían los estadounidenses todo aquel material atrás? Si no podían llevárselo todo en su aeronave, ¿por qué no lo habían destruido?

—Señor, hay otro helicóptero en las ruinas por delante de nosotros —dijo el piloto, girándose hacia Jia.

—Dirígete hacia allí.

Recogerían a los muertos más tarde, junto con el resto del material y las pistas que quedasen. Jia estaba seguro de que el segundo emplazamiento también había sido atacado, pero tenía que verificarlo físicamente por puro protocolo. Una tarea inútil. Así es como terminaría su vida, limpiando los errores de otros hombres antes de que le condenasen por esos errores. Su decepción era enfermiza, aunque pensó: «Haré todo lo que pueda. Tal vez ayude a Qin si...»

—¡Cuidado! —gritó el copiloto.

La estela de dos cohetes cruzó la noche a toda velocidad. Las ardientes líneas se ensancharon y pasaron de soslayo el helicóptero de Jia mientras los rotores rugían, impulsados por la reacción de los pilotos. La aeronave se inclinó bruscamente hacia la izquierda de Jia, pero el júbilo que sintió no se debió a haber escapado de los cohetes.

«¡Los estadounidenses siguen aquí!», pensó.

Le quemaban las retinas de sus ojos. Ambos cohetes venían prácticamente del mismo lugar entre las ruinas.

—¡Ahí! —gritó Jia, señalando por encima del casco del piloto. El Z-9 no tenía armamento, pero quería evitar recibir más disparos.

—Los veo —dijo el piloto mientras el copiloto hablaba por el auricular—. Vamos a girar a la izquierda hacia...

Un tercer cohete se elevó desde la tierra directamente delante de ellos. Pasó justo por delante del morro de la aeronave de Jia. El piloto empujó al colectivo de nuevo, meciéndolos hacia abajo. Después la noche explotó.

—¡No! —gritó alguien en el resplandor.

El cohete había alcanzado al otro helicóptero y éste se alejaba en una inmensa nube de fuego y humo.

«Los tenemos», pensó Cam. Tres explosiones iluminaron la oscuridad como fuegos artificiales, aunque dos de las granadas autopropulsadas aterrizaron en las ruinas sin dañar a los helicópteros. Aquellos brillantes estallidos de fuego le desorientaron porque los había esperado en el aire. Por un momento su mente empezó a dar vueltas, intentando entender los fogonazos distantes en el suelo mientras una tercera luz, mucho más cercana, dibujaba la forma de una de las aeronaves chinas en el cielo.

El tercer lanzamiento fue obra de Medrano, disparado desde algún lugar a su derecha. Fue sólo un golpe de refilón. La explosión pareció rebotar del lateral del helicóptero, pero había sido un golpe mortal. Con infinito cuidado, Medrano había colocado frascos de la nueva plaga de máquinas en cuatro de sus granadas autopropulsadas. La granada abrió una brecha en el vehículo. La nanotecnología hizo el resto. El helicóptero empezó a dar sacudidas y después descendió en espiral hacia los escombros. Las llamas se habían apagado antes de que se estrellase contra el suelo. Ni siquiera explotó. Pero se escuchó un sólido impacto en la oscuridad.

Cam agarró otra granada del trozo de cemento en el que había decidido luchar. Estaban más cerca de los laboratorios de lo que le gustaba, pero tenían miedo de que les superasen demasiado en número, y querían poder disparar hacia el campus en caso de que el enemigo lograse acceder.

Los cimientos del edificio estaban al descubierto en la parte en que las paredes habían sido destruidas, creando un pequeño rincón abierto en el que Cam había dispuesto su arsenal, memorizando cada arma en fila. Si Alekseev había apuntado con un segundo lanzacohetes, el coronel ruso todavía no había disparado. Cam no veía al otro hombre, pero era consciente de su presencia y de la de los demás, como ecos de sí mismo. En combate, estaban tan unidos como si fueran hermanos.

—¡No dispares aún! —gritó Alekseev—. ¡No dispares!

—¡Te oigo! —gritó Cam.

Aquélla era su última granada, y estaban disparando a ciegas. Habían sido probablemente sus primeros lanzamientos, como proyectiles trazadores, los que le habían proporcionado a Medrano la oportunidad de hacer diana. Ahora la aeronave que había sobrevivido estaba girando hacia el norte, y el sonido de sus aspas golpeaba los escombros. Cam se levantó y prestó atención en la oscuridad abriendo bien los oídos, y usó todo su ser como un diapasón. Podía seguir las vibraciones. «Ahí», pensó.

—¡A las once en punto! —gritó—. ¡Están a las once en punto!

Cam volvió a agacharse en la base del edificio.

—¡Reacciona, reacciona! —gritaba el copiloto, intentando despertar a sus camaradas.

Mientras, Jia gritaba por su propio transmisor:

—¡Aquí Dragón Corto! —dijo—. ¡Nos están atacando! ¡Los estadounidenses parecen estar atrincherados alrededor...!

La ciudad que había debajo estalló. Jia seguía buscando el otro helicóptero cuando las negras ruinas volaron por los aires con cuatro detonaciones. Las llamas subían distorsionadas. Cada estallido estaba cubierto de escombros. Uno de ellos lanzó un coche en espiral hacia él, y el capó y las ruedas saltaron volando por su cuenta. Algo golpeó la aeronave con lo que parecía el ruido de un escopetazo y el helicóptero empezó a dar bandazos.

—Nos han dado —dijo el piloto con calma.

«He sido un egoísta —pensó Jia—. No he tenido el suficiente cuidado.»

—¿Podemos volar? —preguntó, pero la respuesta era obvia. El vehículo giraba cada vez más deprisa en el sentido de las agujas del reloj.

—La cola... —empezó el piloto.

—Intenta que lleguemos al suelo de una pieza —dijo Jia antes de gritar por radio de nuevo—: ¡Aquí Dragón Corto en el punto dos! ¡Nos han dado! ¡Nos han dado! Los estadounidenses parecen estar atrincherados alrededor del objetivo y vamos a aterrizar al norte...

Otras dos explosiones tiñeron el cristal de luz. En el falso amanecer, Jia vio las vigas de un centenar de paredes rotas que se elevaban desde el suelo. Postes. Cables. ¿Había algún sitio seguro sobre el que aterrizar? Segundos después aterrizaron de golpe sobre aquel desastre. El helicóptero rebotó, y después se inclinó hacia un lado.

—¡Vamos, vamos, vamos! —gritó el piloto, desconectándolo todo mientras Jia y sus hombres saltaban en un rápido orden. Debería haberse sentido orgulloso de ellos, pero no podía ver nada más que su furia y sus propios fallos.

—Dividíos —dijo, indicando a la escuadra del teniente Wei que se dirigiera hacia su izquierda.

Los dos pilotos y otro hombre irían con él.

—Los rodearemos por ambos lados. Mantened la radio conectada. Daos prisa. Necesitamos atravesar sus líneas lo más rápido posible.

Primero informaría a su vieja base. ¿Enviarían refuerzos? ¿Cómo iban a llegar más soldados hasta él si no había más helicópteros? Jia le era leal a China y al general Qin, pero era consciente del peligro que había en lo que debía decir:

«El cincuenta por ciento de mi fuerza de ataque ha muerto.»

Si sus superiores intuían que estaba perdiendo aquella batalla, enviarían los bombarderos pesados de Xian sobre los laboratorios. De hecho, Jia se preguntaba si aquellos aviones no estarían ya en el aire.

Kendra alzó la mirada hacia las primeras explosiones.

—Vete —dijo—. Ayúdales.

—Estoy aquí para ayudarte a ti —respondió Deborah, perpleja al ver la serenidad que reflejaba el rostro de Kendra. «Dios mío —pensó—. ¿Es posible que haya estado totalmente coherente todo este tiempo?»

—Sé lo que tengo que hacer —dijo Kendra—. El marcador...

Hubo otra enorme detonación fuera del edificio, y más escombros cayeron acariciando y arañando la tienda de campaña.

—Sólo necesito algo más de tiempo —dijo Kendra.

—Puedo ayudarte.

—Tienes que confiar en mí.

«Pero no lo hago», pensó Deborah.

—Kendra...

—Estoy bien. Mírame. Estoy bien. Sé lo que tengo que hacer.

Deborah miró a los ojos negros y brillantes de la bruja. Después asintió, cogió su AK-47 del ordenador y rasgó las portezuelas selladas de la tienda de campaña.

Los escombros ardían. Las llamas saltaban y reptaban por las ruinas por una docena de lugares, proyectando sombras y una luz anaranjada. Cam esperó, con su estómago crepitando de la misma manera. La lucha se había detenido durante treinta minutos mientras los chinos avanzaban palpando el traicionero paisaje. Cada segundo que pasaba era a su favor. Oyó dos veces gente haciendo crujir las dunas, pero no disparó. Tenía menos probabilidades de fallar si lo hacía a quemarropa. «Deja que lleguen hasta ti —pensó—. Deja que vengan.»

De repente, dos de las bombas de Medrano estallaron a 90 metros a la derecha de Cam. Oyó el intenso tartamudeo de un AK-47. «¿Medrano?» Otra arma respondió. Cam intentó ubicar la posición del arma, pero la lucha estaba demasiado lejos.

Una tercera arma se unió a la segunda, era un traqueteo poco familiar. ¿Llevaban ametralladoras los chinos? Las balas impactaban contra los escombros. El AK-47 se había detenido. Entonces otra bomba derribó una de las paredes que todavía estaba en pie y arrojó fuego y cascotes. Las ametralladoras cesaron y el AK-47 ladró de nuevo. Una vez; dos veces. Cam se dio cuenta de que había dos rifles de asalto. Obruch debía de haber ido a ayudar a Medrano. Estaban defendiendo el frente. Cam quería ayudar, quería gritar y animarles, pero se mantuvo centrado en las ruinas que tenía delante, inspeccionando el terreno de un lado a otro en la penumbra.

Algo se movió a su izquierda.

Cam levantó su lanzagranadas.

Entonces un objeto silbó en el aire y aterrizó desde una superficie de metal a su derecha, rebotando en los escombros. Quizá fuese a haber otro impacto delante de él. «La granada», pensó, y se acurrucó en la base del edificio de nuevo para proteger la granada con su cuerpo. Si el frasco que contenía la nanotecnología se rompía...

Tres explosiones lo rodearon sin causarle ningún daño. Cam salió ileso del estallido más cercano, aunque el ruido le había atravesado el oído como un lápiz. «No saben dónde estoy», pensó, y se levantó de nuevo con el lanzagranadas al hombro.

La respuesta de Alekseev fue más peligrosa. Hizo estallar otro cartucho de C-4. Un utilitario salió despedido de entre los escombros. A quince metros de distancia, la metralla atravesó el hombro y la cadera de Cam. Aproximadamente a la misma distancia de la bomba, el torrente de fuego también iluminó a un hombre escondido en un hueco contra una de las paredes que seguía en pie. Los chinos habían usado el ruido de sus granadas para avanzar. Cam disparó, pero envió el cohete demasiado alto. Había perdido el equilibrio a causa del caliente metal incrustado en su costado. De modo que el hombre permaneció oculto tras el humo y el polvo.

Cam se agachó. ¿Había visto a otro hombre en la oscuridad? Su instinto demostró ser correcto. Varias balas pasaron por delante de su posición. Era como si las explosiones hubiesen abierto una puerta. Las ametralladoras tartamudeaban en la neblina, peinando los escombros. Cam se levantó, apuntando con el rifle, y su rostro se llenó de astillas, obligándole a cerrar un ojo a causa del dolor. El AK-47 de Alekseev rugía a su izquierda. Tal vez aquello le dio un respiro a Cam. Las ametralladoras no cesaban, pero la mayor parte del ruido estaba a mucha distancia de él. Lejos, a su derecha, oía armas en la posición de Medrano también.

Cam levantó su rifle de nuevo al tiempo que el fuego disminuía. Sin pensar, vaciló. La batalla tenía vida propia. Cada estallido traía más disparos, y cada pausa hacía lo mismo. Se comunicaban con amigos y enemigos de la misma manera.

—¡Tíng hu3! —gritó Alekseev—. ¡Tíng! ¡Ràng w3 mén tán tán!

Hubo un silencio.

La ceniza caía.

En alguna parte, una pared ardiendo se pelaba y repiqueteaba en los escombros que tenía por debajo. Cam escuchaba en la oscuridad. La táctica de Alekseev era arriesgada: intentar retrasar a los chinos con mentiras, ofreciéndoles un intercambio de rehenes que no existían a cambio de la posibilidad de escapar, y Cam quería proteger a su aliado. Siguió vigilando con cautela, con el rifle apoyado en el hombro.

Alguien gritó:

—W3 mén zài tīng zhe ne.

—¡W3 mén sh3u l0 y3u n0 mén de rén! —gritó Alekseev—. W3 mén yào hé n0 mén jiāo huàn tā mén qí zhōng de yī gè, rú gu3...

Dos granadas detonaron a ambos lados de Alekseev, una de ellas por encima de su cabeza. Los chinos debían de haber mantenido las armas mientras la mecha ardía y las habían lanzado en el último segundo.

La conmoción envolvió a Alekseev en un arremolinante huracán blanco. Cam gritó y disparó. Otra arma le devolvió los disparos. Las balas impactaban contra la madera y el yeso que había a su izquierda. Él le había dado a alguien. Se escuchó un grito. Después un proyectil le atravesó el antebrazo y lo empujó hacia atrás. Perdió el rifle. «Levántate», pensó.

Los chinos estaban penetrando en sus defensas.

Deborah recargó rápidamente, y apoyó su hombro malo contra la pared. Se había quedado en el extremo del campus en lugar de meterse en las ruinas. Esa decisión le había permitido ayudar a Medrano y a Obruch, disparando hacia los estallidos en su flanco mientras conservaba la opción de correr hacia Cam y Alekseev o incluso de retirarse al laboratorio de Kendra.

Era como disparar a unas chispas. Las armas enemigas parpadeaban, se apagaban y parpadeaban de nuevo. No sabía si acertaba, no veía a nadie. Su frustración la ayudaba a concentrarse. Todos sus músculos se centraban en su arma, porque disparar el AK-47 le resultaba un suplicio. Deborah apenas tenía fuerza para controlarlo y, probablemente, no habría podido manejarlo en modo semiautomático. En lugar de eso, lanzaba disparos independientes, golpeándose el hombro con cada tiro.

Sabía que debía moverse. Pronto le dispararían si no lo hacía. Hasta ahora, las demás armas les habían distraído, al estar mucho más cerca, pero ahora todos los de su bando estaban heridos o muertos. La lucha había cesado. «¿Cuánto tiempo ha pasado desde que aterrizó el helicóptero? —pensó—. Cuarenta minutos. Puede que menos. No es suficiente.»

Deborah avanzó con sigilo bajo la luz naranja, dividida entre dos direcciones, mientras su cuerpo temblaba a causa de la adrenalina y el miedo. ¿Seguía vivo alguno de los suyos?

Jia se abría paso entre los escombros de rodillas y con una mano, apuntando con su pistola. Se había colgado la ametralladora Tipo 85 de cañón fino en la espalda para poder escalar. Aquel páramo estaba repleto de cosas afiladas y de agujeros. Se venía abajo y chirriaba. Había perdido la cuenta de las heridas que llevaba en las piernas. El otro brazo le dolía bajo la escayola.

Sólo Jia y el copiloto seguían en movimiento. El otro soldado estaba muerto y habían dejado al piloto atrás después de que le hirieran en los dos muslos.

Jia pensó que estaban muy cerca. En la penumbra, más allá de las irregulares figuras de los escombros y de una farola doblada, vio una especie de campo abierto que debía de haber sido un aparcamiento. Había varios coches desordenados y en grupos, y el suelo liso estaba cubierto de hollín y de escombros, pero comparado con el resto de la ciudad, aquel espacio despejado era un jardín. Más allá había edificios más grandes que podían haber sido del mismo tamaño y de la misma forma antes de los temblores, el emplazamiento del laboratorio.

El enemigo estaba usando rifles AK-47, no estadounidenses. Y el hombre al que había visto no llevaba un traje de contención, de modo que ¿por qué no habían enfermado con la plaga cerebral? ¿Quiénes eran en realidad?

Jia se había quedado sin granadas. De lo contrario habría lanzado una para ocultar su aproximación. Todo estaba en silencio. Cada movimiento era un suplicio. Se acercó sigilosamente hacia la farola a través de cristales, de las ramas de los árboles y de los blandos almohadones de un sofá, tanteando cada trozo de basura antes para comprobar si hacía ruido. Quería enfundar su pistola, necesitaba las dos manos, pero no podía escalar sin llevar ningún arma.

Se preguntó si oiría sus aviones antes de que cayesen las bombas. ¿Cuánto tiempo quedaba? Jia estaba tan cerca del edificio que el napalm o los altos explosivos le incinerarían también, aunque continuó hacia delante, atrapado entre la necesidad de silencio y la necesidad de correr. «Ya casi estoy», pensó.

Una figura que corría atravesó el campo, saliendo a toda velocidad de los edificios. Jia no dudó. Se levantó sobre los escombros y abrió fuego.

La pistola ladró delante de Cam, pero el tiro no iba dirigido a él, sino que apuntaba por encima de su cabeza. «¿Adónde?» Alguien había salido corriendo del campus. «¿Deborah?» La figura era demasiado escuálida. Demasiado baja. Demasiado perturbada. Con toda la densa lucidez de una pesadilla, Cam sabía que Deborah no sería tan insensata como para correr al descubierto.

Era Kendra. ¿Qué estaba haciendo? Por un segundo logró ver su expresión gracias a la luz de los fuegos, sus dientes y sus inmensos ojos blancos, sus negras mejillas empapadas de sudor o de lágrimas. Los disparos la derribaron.

—¡No! —gritó Cam.

Jia se tambaleó hacia atrás cuando una AK-47 tartamudeó en las ruinas por debajo de él, sorprendentemente cerca. Atravesó la farola, y después los disparos pasaron a pocos centímetros por encima de su cabeza. Jia tuvo suerte de que el copiloto estuviese a su izquierda. Oyó el traqueteo de su ametralladora. Las dos armas se batían en duelo, intercambiando estallidos. En un repentino descanso, Jia se irguió y disparó también, descargando su pistola.

Su recompensa fue un cuerpo que se retorcía en la noche. El soldado enemigo había caído.

Deborah vio cómo el nuevo tiroteo empezaba en el perímetro, y con la misma velocidad fue testigo de cómo el rifle de su bando se quedaba en silencio. ¿Era Cam o Alekseev? Deborah se dispuso a ayudar, abandonando su rincón. Las armas enemigas giraron hacia ella. La vieron contra la fachada abierta del edificio y atrajo el fuego de al menos dos chinos.

Corrió hacia el aparcamiento, buscando la seguridad tras un coche volcado. El hombro le ardía como un horno, una caja caliente de carne y hueso. El vehículo resonó con el impacto de las balas. El cristal y la pintura llovieron sobre su pelo, pero eso evitó que se asomara por el hueco de la rueda para buscar a sus amigos. Lo que encontró fue una sorpresa mayor. A seis metros de distancia, Kendra estaba en el suelo, tanteándose el pecho desgarrado. «No.» La bruja loca parecía estar haciéndole gestos al aire, estirando las manos hacia el cielo o el infierno o lo que fuera que veía. «¿¡De dónde ha salido!?», pensó Deborah.

Y después: «¡No debería haber confiado en ella! Pero me dijo que estaba bien. Los hombres me necesitaban. —El debate de Deborah entre el orgullo y la indignación iba dirigido tanto a sí misma como a aquella mujer—. Sabíamos que era inestable. Cam me dijo que...»

Un hilo de luz lo cambió todo en Deborah. Mientras las llamas danzaban, un pequeño cuadrado brilló en la mano de Kendra. Un sustrato. El escaso grado de formación de Deborah fue suficiente para darse cuenta de lo que había pasado.

Quería celebrarlo. Necesitaba llorar.

«Esa maldita bruja estúpida», pensó. ¡Habían ganado! Kendra había creado su contravacuna... pero la nanotecnología tenía que ser absorbida por un huésped para poder replicarse. No podría haber escapado si Kendra la inhalaba en el laboratorio. La plaga mental le arrebataría los sentidos. ¿Y si se quedaba atrapada en la tienda o si los chinos la encerraban en el edificio? Necesitaba a otras personas para que la nueva epidemia se expandiera de manera incontrolada. Tal vez la bruja loca quisiera morir. De alguna manera debía de haberse dado cuenta de lo mucho que se había acercado el enemigo. ¿Por qué no había corrido hacia Deborah? ¿La habría estado buscando en la oscuridad de la noche? Las dos se podían haber infectado la una a la otra, escondidas junto al edificio o incluso allí, entre los coches.

Kendra estaba intentando ingerir el sustrato, pero no podía llevarse la mano a la boca. La sangre chorreaba desde su codo mientras temblaba con débiles e inútiles espasmos. «Llegó el momento —pensó Deborah—. Lo único que tenemos que hacer es lograr que los nanos entren en su cuerpo. O en el mío.»

Deborah corrió al descubierto.

Jia disparó también al tercer estadounidense, haciendo una mueca de placer al ver que el soldado de pelo rubio daba sacudidas y caía. Después su pistola quedó vacía de nuevo. No tenía más cartuchos, sólo su ametralladora. Empezó a avanzar de nuevo. Se detuvo cuando se dio cuenta de que el americano tumbado en el aparcamiento todavía se movía. Su cabello rubio brillaba con la parpadeante luz del fuego. Jia se apoyó la ametralladora contra el hombro. El arma estaba diseñada para liberar una fuerza bruta, no para lanzar disparos certeros, pero era vital detener a los estadounidenses de lo que fuera que estuviesen haciendo. ¿Liberar nanotecnología? ¿Preparar más explosivos? Ninguna otra cosa tenía sentido. No habrían abandonado sus trincheras de no ser por una buena razón, de modo que dispararía al herido.

—¡Mátalos! —gritó Jia al copiloto.

Deborah cerró los ojos con fuerza a causa del dolor, después los abrió de nuevo llenos de lágrimas y de ceniza cáustica. Su mundo se había reducido a unos pocos centímetros. Se agarró a él con su brazo bueno y arrastró su cuerpo, pero el asfalto nivelado parecía una pared. Estaba demasiado empinado. «Llega hasta Kendra —pensó—. Nada más. Llega hasta ella. Muchas personas cuentan contigo.»

Cada respiración era una lucha. Podía sentir cómo su energía abandonaba su cuerpo con la sangre que brotaba de su estómago destrozado. Apenas sentía la parte inferior de su cuerpo. Sus nervios se habían cortado en alguna parte por debajo de su abdomen, excepto por un único y tembloroso calambre que ascendía desde su muslo izquierdo en el que se le habían montado los músculos.

Kendra estaba a un metro de ella. Un metro. Pero incluso esa distancia era ahora demasiada para cualquiera de las dos. Los puños sueltos de Kendra estaban inmóviles, levantados por sobre su pecho. Sus ojos abiertos de par en par miraban hacia arriba. Estaba muerta. Muerta, pero todavía caliente. Las dos bastarían para gestar la nanotecnología si Deborah conseguía tragársela.

«Debes de ser la última que queda —pensó—. Cam, Medrano... están todos muertos.» Se arrastró con todas sus fuerzas, pero no logró acercarse. Se estiró, y se estiró... Sabía que podría olvidar. Podría escapar de aquel sufrimiento si lo conseguía. La contravacuna le borraría la mente, y ansiaba cualquier paz que la nanotecnología pudiera ofrecerle. Era su deber y su venganza. Con un solo movimiento podría honrar a sus amigos e infectar a los chinos, y con eso bastaba. Tenía que bastar.

«Llega hasta Kendra.»

El polvo se levantó del suelo. Al principio no entendió la lluvia horizontal. Las pistolas estaban más allá del alcance de su vista. Deborah sintió dos o tres tirones en sus piernas muertas y estiradas, pero se olvidó de ellos.

«Kendra.»

Entonces una bala le atravesó el antebrazo. El dolor era acuchillante. No lo conseguiría.

Jia dejó de disparar, rodó por encima de lo más alto de la duna y se preparó para correr hacia los laboratorios. Aquél era su momento. No había más estadounidenses delante de él y no tenía ni la munición ni el tiempo necesarios como para permitir que la lucha continuara.

—¡Vamos! ¡Vamos! —le gritó al copiloto.

Alguien se levantó de entre los escombros junto a él, una figura ensangrentada tan sucia como la noche. Jia apuntó con su ametralladora. Por desgracia, el hombre sostenía un sistema de disparo entre ambos, un artefacto parecido a un pequeño ordenador portátil. La débil luz del fuego reveló una barba y una vieja escocedura en su rostro oscuro. Era hispano.

Se miraron el uno al otro. Quizá fuese como verse reflejado en un espejo. Jia nunca le había puesto cara al enemigo. Siempre habían sido «los estadounidenses». Compasión no era lo que Jia esperaba sentir; siempre había sentido empatía por los demás hombres. Aquel soldado no era menos humano que sus propios hombres. Tal vez Jia fuese el único que realmente se daba cuenta de que los soldados de ambos bandos eran iguales, nobles y valientes.

Jia habría hablado con el otro hombre si compartiesen el mismo idioma. Aun así, intentó comunicarse:

¡Bié dòng! ¡Tíng! —gritó. «¡No se mueva! ¡Deténgase!»

Las pisadas del copiloto sonaban sobre los escombros cerca de allí. Su presencia añadía una segunda arma a Jia. Pensó que el estadounidense podría intentar negociar, pero el hombre no dijo ni una palabra. Parecía que sonreía. Una expresión salvaje dividía su rostro, aunque su odio y su resentimiento no eclipsaban la tristeza que reflejaban sus ojos.

Bajó la mano sobre su dispositivo. Las ruinas se sacudieron. Las explosiones estallaron, formando un anillo irregular alrededor de los laboratorios. Diez cegadores fogonazos en la noche. La metralla caía sobre las dunas, pero las detonaciones más cercanas fueron detrás de Jia. Estaba dentro de su perímetro. Las bombas lanzaron la mayor parte de los escombros lejos de él.

Era una última diversión.

Jia disparó al estadounidense mientras esquivaban los estallidos juntos. Ambos hombres se agacharon sin pensar. Sólo Jia permaneció agachado. El estadounidense volvió a levantarse cuando el chino le atravesó el pecho con su ametralladora, pero había conseguido darles más tiempo a sus camaradas, aunque sólo fueran unos instantes.

Mientras las explosiones se elevaban a través de las cenizas, el americano rubio tumbado en el aparcamiento se retorció una vez más, intentando llegar hasta el cadáver cercano. Jia apuntó de nuevo. A su lado, el copiloto apuntó con su ametralladora de Tipo 85. Los chinos acribillaron ambos cuerpos con sus armas, pero en ese mismo instante a Jia Yuanjun le pareció ver que éstos llegaban a alcanzarse. El brazo del cadáver cayó a un lado de su cuerpo, mecido por las bombas o por las propias balas de Jia.

Los dos americanos se estaban tocando.

Entonces la figura rubia se llevó una temblorosa mano a la boca.