7

A mil trescientos kilómetros de Los Ángeles, en el asentamiento de Jefferson, también había pocas cosas que eran lo que parecían. Cam estaba en el extremo norte del asentamiento con la cabeza dándole vueltas; miraba hacia las cabañas cuando en realidad su tarea consistía en controlar las vallas que había más allá de su hogar. El viento le agitaba la capucha, tranquilo y siniestro. Trató de ignorarlo. Se había asegurado la máscara y las gafas protectoras alrededor del rostro. Sus manos parecían más gruesas protegidas bajo unos viejos guantes de cuero. Tenía las muñecas y la parte inferior de los pantalones sellados con cinta aislante. Aun así se sentía desprotegido. El viento era como una voz que sonaba a sus espaldas. Un susurro que chocaba contra la coraza, frío y persistente, y que marcaba cada pliegue de las mangas y del cuello.

La oscuridad era total. La única luz que brillaba era la de las estrellas; pero aquellas tinieblas estaban repletas de tecnología. Casi todos los hogares de Jefferson tenían electricidad, incluso aunque sólo tuvieran unas pocas bombillas. Algunos hombres habían sacado lámparas, preparándose para iluminar el perímetro hasta la salida del sol. No estaban indefensos. Tenían una ametralladora M60 y un lanzagranadas del ejército ruso, además de docenas de rifles, carabinas, armas cortas y radios militares.

—Aquí número uno —dijo Greg a través de los auriculares. Estaban inspeccionando el perímetro en sentido de las agujas del reloj.

—Dos —respondió una mujer.

—Tres.

El sonido se repitió a lo largo de los once puestos de vigilancia hasta llegar a Cam, en el puesto más al norte.

—Doce —dijo.

—Trece —añadió Bobbi.

Dentro de la primera cabaña que habían sellado, Bobbi seguía controlando la radio Harris y la red local a través de los auriculares y de los walkie-talkies. Durante casi una hora habían estado confirmando el estado de cada uno de ellos cada diez minutos. Tenían miedo de volverse los unos contra los otros de nuevo. De hecho, ya había habido una explosión de luces y gritos en la estación número ocho, cuando las baterías de David comenzaron a fallar y la gente de las estaciones siete y nueve pensó que tendrían que dispararle.

Uno de los guardias llevaba una mascarilla de pintor de doble cartucho. Otros tres llevaban chalecos antibalas, que resultaban inútiles contra los nanos pero podían salvarles la vida en combate. La decisión estaba tomada. Jefferson estaba en cuarentena. Incluso aunque pareciera normal o necesitara ayuda, los guardias tenían orden de advertir o matar a cualquier intruso que apareciera entre las colinas; la prioridad era defender a sus propias familias. Cam estaba dispuesto a participar en una matanza si era necesario, pero había convencido a los demás para mantener el pueblo a oscuras en lugar de iluminar todo el perímetro. «¿Y si aquella mujer vino hasta aquí porque vio el fuego?», les había dicho a los demás. Cam tardaría mucho en olvidar el rostro de Tony con los ojos abiertos de par en par. Parecía que el chico se había quedado mirándole fijamente, tambaleándose atraído por sus gritos.

Había otras maneras de escudriñar la oscuridad. Aún tenían dos visores nocturnos, además del que habían perdido cuando Tony fue contaminado, y las vallas seguían siendo un buen sistema de alerta.

Cam se consideraba un hombre honrado. Desde la guerra se había convertido en un líder público, igual que Allison. La había apoyado, había cuidado de ella y se había preocupado por la economía y la política de Jefferson simplemente porque pensaba que él también podría ser de gran ayuda. Pero ahora gran parte de esa persona había desaparecido. El superviviente había regresado, sus instintos y sus viejas heridas habían vuelto a imponerse sobre la mente fría y racional del político.

Se había parapetado en el puesto más al norte del perímetro defensivo de Jefferson por una razón. Morristown estaba a sólo diecisiete kilómetros en esa dirección. Los nanos se habían apoderado de Allison en cuestión de segundos y habían paralizado todo el lado izquierdo de Marsha, pero incluso aunque la plaga dejara incapacitadas o matara al veinte por ciento de las víctimas, eso dejaría a más de novecientos hombres, mujeres y niños vagando por un asentamiento mucho más grande.

Cam estaba obsesionado por cómo aquella intrusa había llegado hasta allí caminando en contra del viento. Provenía del sureste, donde según sus mapas no había ningún asentamiento. ¿De dónde había salido? ¿Acaso formaba parte de un grupo de nómadas? Le inquietaba más saber qué harían si la dirección en la que caminaba aquella mujer no era algo aleatorio. Pensaba que quizá iba en contra del viento por la misma razón por la que Tony se había sentido atraído por sus gritos; porque eran un estímulo. De ser eso cierto, la gente de Morristown se movería en dirección noroeste, persiguiendo al viento. De ese modo se alejarían de Jefferson. Perfecto. Pero ¿cuánto tiempo pasaría antes de que los nanos llegaran hasta ellos? ¿Y si la plaga se había originado en Utah o en Idaho?

La noche debía de estar salpicada de veneno, y Cam se percató de que respiraba con exhalaciones muy breves, tratando de reprimir uno de los instintos más básicos. «Si respiras, mueres», pensó, tratando de luchar contra un desafío imposible. Lo mismo había ocurrido con la plaga de máquinas. No había forma de detener a los nanos. En lugar de dejarse llevar por el pánico, dejó que el peso del M4 le presionara las manos. Quería ahorrar energía. A pesar de todo, se sentía inquieto por estar allí solo en medio de la noche, con la vista oscurecida por el tono marrón de las gafas, esperando a la muerte.

Las estrellas eran puntos de luz muy débil que temblaban sobre su cabeza. Los edificios a su alrededor eran siluetas cuadradas y oscuras. Los auriculares cobraron vida.

—¿Dónde está Cam? —preguntó una voz de mujer.

—¿Ruth? —respondió él. Podía escuchar las voces de los demás guardias.

—¿Cómo están Michael y...?

—¿Has conseguido...?

—¡Alejaos de la radio! —intervino Greg—. ¡No ocupéis la frecuencia! ¡Dejad que hable ella!

Cam miró hacia el asentamiento. Podía escuchar más voces en la oscuridad. Los dos hombres que había en el puesto número diez estaban discutiendo, y Cam se preguntó cuánto tiempo podrían aguantar. Ni siquiera era medianoche.

—¿Ruth? —preguntó, tratando de discernir el tono con el que la mujer había pronunciado aquellas breves palabras. La conocía demasiado bien. «Malas noticias —pensó—.Tienen que ser malas noticias.»

—Tengo que hablar contigo —dijo Ruth.

Cam podía caminar por el asentamiento sin necesidad de usar una linterna. La disposición era muy simple: diecisiete cabañas dispuestas en círculo alrededor de los cuatro invernaderos, un almacén, un comedor y las duchas. Ni siquiera tenían el nivel de vida suficiente como para dejar diseminados por el terreno juguetes de niños o piezas de motores.

Pasó junto a la pared de sotavento de una de las cabañas para protegerse del viento. Después volvió a salir a la corriente. Le palpaba las piernas y el espacio que había entre los brazos y el pecho, buscando alguna fisura en la ropa. El viento, frío y hambriento, se le arremolinaba por el rostro.

Cam estaba muy asustado. La transición desde aquel momento de tranquilidad hasta la corriente de viento hizo que se detuviera de nuevo en otra zona protegida. Su mente se vio invadida por el sonido de viejos disparos y el rugir de los aviones; la imagen cruda de un hombre tuerto que levantaba una pala a modo de hacha; la visión y el olor de una mujer escuálida que tosía con el rostro cubierto de sangre. También vio la sonrisa de Allison, aunque trató de borrar esa imagen. Los recuerdos que albergaba en su interior eran un infierno crudo y horrible, y no quería que mancillaran lo que más le gustaba de ella.

Volvió a exponerse al viento, sosteniendo el M4 con una mano, inclinando su peso hacia delante como si caminara por un sendero de barro o nieve. Lo cierto era que ya vivían rodeados por otras plagas. Habitaban en las profundidades de un océano invisible, pero todos habían aprendido a ignorarlo como podían. La atmósfera de la Tierra estaba empapada con el hedor de la muerte. Billones de personas, animales, aves e insectos habían sido reducidos a cenizas por la plaga de máquinas. Reproduciéndose en una espiral infinita, la tecnología Arcos aprovechaba cada mota de carbono y de hierro para replicarse, desintegrando megatones de materia viva y convirtiéndolos en máquinas microscópicas; máquinas que, a su manera, aún seguían con vida.

La tecnología Arcos buscaría nuevos anfitriones eternamente. Miles de nanos inertes cubrían cada metro cuadrado de tierra en capas más gruesas o más finas, como membranas invisibles. Con cada paso Cam levantaba grandes nubes de ellos. La única razón por la que podían sobrevivir por debajo de los tres mil metros era porque habían conseguido vencerlos. Sus propios cuerpos se habían convertido en pequeñas plantas de procesamiento, destruyendo cantidades insignificantes de la plaga de máquinas cada día. Ruth y sus colegas habían encontrado el modo para protegerlos de los nanos.

¿Podría Ruth lograrlo de nuevo?

«Debes protegerla —pensó—. Si la proteges, quizá todo vuelva a ir bien.»

Su única salvación eran los nanos inoculados en forma de vacuna. En un principio fueron un remedio inefectivo. Pronto se vieron superados. En el mejor escenario posible habrían acabado con la plaga de máquinas en cuanto ésta entrara en contacto con la piel o con los pulmones. Pero la realidad era que su capacidad para anular la plaga era muy limitada y funcionaban mejor contra infecciones activas y de patógenos vivos. Ése era el problema. La plaga necesitaba minutos o incluso horas para «despertarse» después de ser absorbida por un nuevo huésped. Durante ese tiempo podía viajar con mucha más facilidad de lo que se pensaba. Los seres humanos estaban compuestos por kilómetros y kilómetros de venas, tejidos, órganos y músculos; y en cuanto la plaga comenzaba a reproducirse, el pulso del cuerpo humano se convertía en su mayor debilidad, puesto que esparcía a los nanos por doquier.

La primera versión de la vacuna no fue muy agresiva. No podía serlo. Era capaz de replicarse únicamente despedazando a su rival. De lo contrario se habría convertido en una nueva plaga. Ruth la hizo capaz de reconocer la estructura única del motor térmico de la plaga, algo que también compartía la vacuna, y le dio la capacidad de detectar la más mínima fracción de deshecho calórico generada por la plaga conforme ésta se reproducía. Pero aquella primera vacuna siempre estuvo muy por detrás de su hermana. Más pequeña y más rápida que la propia plaga, el primer modelo de la vacuna era capaz de erradicar a su presa, pero sólo después de la caza.

La versión final consiguió superar todas esas debilidades. Se movía por el torrente sanguíneo como lo harían unos anticuerpos diseñados para luchar contra una enfermedad concreta, atacando a la plaga de máquinas antes de que los nanos pudieran actuar.

«Quizá la vacuna pueda reprogramarse para hacernos inmunes a la nueva plaga», pensó Cam.

—Ya estoy aquí —dijo a través del comunicador mientras extendía el brazo para golpear la pared de la cabaña. Entonces se percató de que no estaba protegido del viento. ¿Y si ya la estaba absorbiendo?

—¿Cam? —Amortiguada por el traje de aislamiento, la voz de Ruth sonó apagada—. ¿Dónde estás?

—Estoy junto a la pared —respondió, aunque se había alejado un poco del edificio.

El interior de la cabaña de Ruth estaba sumido en la oscuridad. Incluso de día no parecía diferente de las demás, excepto por el hecho de que tenía menos ventanas que la mayoría; sólo había una pequeña abertura en la sala de estar y otra en la habitación de Eric y Bobbi. Ruth necesitaba suministro eléctrico en todo momento, de modo que su habitación estaba equipada con más tomas de corriente de lo que era habitual, y no tenía ninguna abertura que revelara lo que había en el interior.

Aquella cabaña era el corazón del asentamiento. Ruth dormía en la estancia principal junto a la puerta, donde no había ninguna privacidad, y había convertido su habitación en un laboratorio compartimentalizado con varias cortinas de plástico. Era básico y austero; y cumplía su función. Eric había sido su guardaespaldas principal, el mismo papel que una vez desempeñó Cam. Hacía varios meses que él no entraba allí. Desde que mejoraron el suministro eléctrico, no había tenido una buena excusa para entrar, y se había prometido a sí mismo alejarse de ella por el bien de Allison. Aun así, recordaba haber compartido un vaso de té helado con Ruth y con Eric, sentado en el suelo de la sala de estar junto al pequeño saco de dormir de Ruth y frente al aparador abierto en el que solía guarda la ropa, el cepillo de dientes, un lápiz de labios y un libro. Un pequeño espacio muy ordenado y repleto de objetos personales que él no había vuelto a ver.

—¿Hay alguien contigo? —preguntó Ruth.

Cam echó un vistazo por encima de su hombro; de pronto se sintió incómodo al darse cuenta de por dónde iba Ruth.

—Estoy solo —respondió.

—¿Puedes cambiar de frecuencia? Quiero que hablemos en privado.

—¿Greg? —preguntó a través del comunicador.

—Gilipolleces. Manteneos en esta frecuencia —respondió el antiguo sargento.

La frecuencia comenzó a llenarse de voces.

—¡Tiene razón! —gritó Owen.

—Nosotros os permitimos vivir aquí. Os acogimos cuando nadie quería tener nada que ver con los nanos y ahora queréis esconderos...

Cam apagó la radio y se quitó los auriculares. Después se acercó a la pared y golpeó la madera con los nudillos.

—¿Puedes oírme, Ruth?

Un sonido llegó hasta él desde otra parte de la cabaña, un sonido seco y repetitivo como si alguien estuviera sufriendo convulsiones en el suelo.

—¡Ruth! —gritó, creyendo que Patrick o Michael habrían conseguido romper la ataduras.

Comenzó a correr alrededor de la cabaña, pero se dio cuenta de que no podría romper ninguna de las ventanas ni abrir la puerta. Si lo hacía, la nueva plaga también se apoderaría de él. Pero ¿y si los infectados atacaban a Ruth o le desgarraban el traje? Cam encendió su linterna y dirigió el haz de luz hacia el interior.

—¡Eh! —gritó.

El plástico que cubría las ventanas distorsionaba la luz que provenía del interior. No podía ver más que la silueta alargada del armario, de modo que comenzó a golpear el cristal para llamar la atención.

—¡Ruth!

La intensidad de los golpes aumentó hasta convertirse en un ritmo desigual. Sonaba como si alguien se estuviera golpeando una y otra vez. Cam también pudo escuchar un gemido femenino. ¿Sería Linda? Comenzaron a sonar voces por todo el asentamiento. Vio la luz de una linterna. Entonces se percató de que Ruth estaba gritando al otro lado de la cabaña.

—¿Cam? Cam, estoy bien. ¿Dónde estás?

Cam corrió hasta la otra pared.

—Estoy aquí. Pensaba que...

—No dejan de moverse, sobre todo Linda y Patrick. ¡Están muy inquietos! Les he inmovilizado las manos y los pies, incluso los he atado a la mesa, pero no dejan de moverse.

Cam hizo una mueca, tratando de aplacar la tormenta que se había desatado en su mente. No resultaba difícil imaginársela allí dentro. Ruth estaba atrapada. Un montón de lunáticos y de cadáveres bloqueaban el paso hacia la puerta... y a pesar de todo debía permanecer allí.

—¿Qué puedo hacer? —preguntó Cam.

—¡Sácame de aquí!

—No puedo... No podemos hacer eso.

La voz de Ruth pareció estallar.

—¡Sácame de aquí, Cam! Sé cómo podemos hacerlo. Estoy descontaminando esta sección del laboratorio. Vais a tener que echar abajo la pared.

«¿La pared?», pensó. Aquella cabaña era de madera, como todas las demás, pero habían reforzado el interior del edificio con ladrillos y planchas de aluminio. Cam supuso que podrían abrir un agujero con palancas y sierras, pero ¿por qué?

—Tienes que quedarte ahí.

—¡Por favor, Cam!

—¿Es que no estás trabajando ahí dentro?

Ruth se limitó a golpear la pared repitiendo el mismo ruido que estaban haciendo los infectados en la otra estancia. Lo hiciera de forma consciente o no, aquel sonido hizo que Cam se sobresaltara.

—¡No podemos construir otro laboratorio! —gritó Cam.

Las ruedas de paletas que habían instalado en el arroyo eran toda una obra de ingeniería. Habían tenido que pedir ayuda a dos tipos de Morristown para que instalaran las ruedas y la maquinaria en el punto en el que la corriente fluía con más fuerza, y tuvieron que darles varias cosechas de maíz a cambio de un generador de cinco kilovatios para transformar toda esa energía en electricidad. Una vez que aquellos tipos se hubieron marchado, Cam, Eric y otros hombres del asentamiento tuvieron que enterrar todos los cables para ocultar la verdadera fuente de energía de la red eléctrica.

Allison y los alcaldes de Libertad y de New Jackson consiguieron equipar a Ruth con un microscopio de fuerza atómica y con un equipamiento muy básico. Los militares tenían informadores en todas partes, pero Allison confió en ellos para actuar en la clandestinidad.

Cam apagó la linterna.

—Sólo ha transcurrido una hora y media, tú puedes hacerlo.

—No puedo.

—Si abandonas tu equipo...

—¡Escúchame! He hecho todo lo que he podido. Este microscopio es muy viejo, Cam. Necesitaré un equipo mucho más avanzado si quiero comprender cómo funcionan estos nanos, sobre todo si queremos encontrar el remedio.

Cam cerró los ojos en medio de la oscuridad. «Era lo mejor que pudimos encontrar, y no tienes ni idea de cuánta comida tuvo que entregar Allison a cambio de todos esos aparatos.»

—No tiene sentido esperar hasta que lleguen los helicópteros —dijo Ruth—. Creo que no tenéis idea del tiempo que me llevaría descontaminarlo todo o abrir un boquete en la pared. ¡Cuando lleguen tenemos que estar preparados!

—No creo que debamos contar con esa ayuda, Ruth.

La mujer hizo una pausa. Entonces volvió a gritar de nuevo.

—¡Dijiste que Grand Lake iba a enviarnos un helicóptero!

—Dije que les había pedido que lo hicieran.

—No puedo... Yo...

Entonces se produjo otro ruido en aquel lado de la cabaña que sonó exactamente igual que los infectados, como algo inútil y perturbado. ¿Acaso ella estaba caminando de un lado a otro?

—Podrías actualizar la vacuna —dijo Cam.

—¿Con qué? ¡Maldita sea! ¿Con qué? ¿Es que no me escuchas? ¡Casi todo el trabajo que he desarrollado aquí ha sido teórico, Cam! ¡Este equipamiento es pura chatarra!

Por un momento Cam también quiso gritar, pero el fuego que ardía en su interior pronto se apagó. Por segunda vez aquella noche supo lo que Ruth pretendía decir a continuación, aunque intentó huir de ese pensamiento con la esperanza de escuchar algo diferente. Ya había perdido a mucha gente en batallas como ésa.

—¿Y qué ocurrirá con nuestros amigos ahí dentro?

—Mi consejo es que huyamos. Puede que aún tengamos alguna oportunidad de sacarle ventaja a esta plaga si nos vamos ahora. Ahora mismo. Tenemos que alejarnos de Morristown.

Eso era exactamente lo que él había pensado. Y se odiaba a sí mismo por haberlo hecho.

—No todo el mundo querrá marcharse —dijo—. Muchos no se irán nunca, Ruth. Sabes que no lo harán. ¿Qué me dices de Susan y de Jen? Sus maridos están ahí dentro.

—No hay otra salida —respondió ella.