17
Cam ya no estaba seguro de adónde ir, pero su principal prioridad no había cambiado. Proteger a Ruth. Sobrevivir. Llevó a las mujeres al este, hacia un angosto valle, porque quería salir del campo visual de más estallidos nucleares. También necesitaban alejarse del viento, aunque en el fondo lo agradecía. La brisa estaba cargada de nanos, pero también evitaba que las altísimas nubes negras que había al este cayeran sobre ellos en forma de polvo radiactivo. Sus puntos de referencia más distantes ya habían desaparecido y sus blancos picos nevados habían sido absorbidos por la tormenta.
—Espera —dijo Ingrid—. Por favor.
Iban caminando en fila india con Cam al frente. Éste se volvió. Ingrid se inspeccionaba la pierna izquierda, y a él le preocupaba que se hubiese torcido el tobillo entre los jóvenes álamos y los quebradizos trozos de pizarra.
—Tú sigue —le dijo Cam a Ruth—. Ya te alcanzaremos.
—No.
—La llevaré en brazos si es necesario...
—No. Permaneceremos juntos. De todos modos necesito consultar el ordenador un momento.
No podía verle la cara tras las gafas protectoras y la máscara, pero el testarudo modo en que levantó la barbilla fue suficiente. ¿Qué podía hacer? No tenían tiempo para discutir, y mientras Cam se esforzaba por hallar el modo de convencerla, Ruth se descolgó la carabina y la mochila. Después se arrodilló y abrió la mochila.
—¡Maldita sea! —dijo Cam, mientras Bobbi se apartaba de su camino.
Se agachó delante de Ingrid, que se había sentado en una sobresaliente roca desgastada. El amanecer había desaparecido, perdido tras las horribles y turbias nubes, aunque había luz suficiente como para que la mica del granito brillase y parpadease. Los álamos amarillos vibraban en el viento.
El terreno se había visto azotado por las ondas expansivas. Cuando el suelo tembló, los cuatro intentaron agarrarse al césped, pero acabaron saliendo despedidos hacia el cielo. Después llegaron violentos remolinos llenos de tierra y de vegetación, pero aquella alameda seguía siendo un lugar hermoso a pesar de todo lo que había sucedido. La mayoría de los árboles eran jóvenes y delgados como juncos, pero fuertes, y crecían entre los pocos troncos más grandes de sus padres. Cam esperaba que aquel lugar se mantuviese siempre tan vibrante: desierto, seguro y olvidado.
—Lo siento —dijo Ingrid—. Es el dedo del pie.
—A ver si podemos entablillarlo —dijo Cam, tirando del cordón de su bota mientras miraba a Ruth. Ella también le miraba, con el portátil medio abierto en los brazos. Ambos apartaron la mirada. «¿Por qué sigue pinchándome?», pensó.
Había un tercer motivo para avanzar hacia el este. Habían oído enfrentamientos. Aquellos estallidos de artillería sonaban a lo lejos, pero al menos significaba que había gente con vida. Cam sabía que había viejos campos de refugiados en las alturas de aquellas montañas. Algunos de esos campamentos seguían utilizándose como almacenes de suministros. Podrían haber sido excelentes puntos de encuentro para las unidades estadounidenses que intentaban escapar de la plaga.
¿A quién estaban disparando? ¿A su propia gente infectada? La artillería también podía ir dirigida hacia Grand Lake, con el fin de intentar limpiar esos picos de soldados enemigos, si se diera el caso de que los chinos hubieran aterrizado allí. Aquellas montañas y el Grand Lake estaban al menos a veinte kilómetros en línea recta, pero esa distancia estaba perfectamente al alcance de sus armas.
Era una locura caminar hacia una zona de combate con lluvia radiactiva, pero Cam no veía otra opción. Si la desgarrada y entremezclada nube de hongos atómicos iba a desplazarse hacia el oeste, donde ellos se encontraban, probablemente caminar unos cuantos kilómetros en cualquier dirección no supondría ninguna diferencia. Ya habían agotado sus últimas provisiones de comida y agua. Necesitaban ayuda. Más aún, necesitaban soldados entrenados y voluntarios. Ruth veía a las tropas chinas como una oportunidad porque pensaba que debían portar algún tipo de inmunidad contra la plaga mental en su sangre.
Actuara como actuase la nueva plaga, Ruth seguía pensando que su estructura central se basaba en la tecnología de la vacuna de refuerzo. No había motivos para pensar que los chinos no hubiesen desarrollado también una vacuna específica. ¿Cómo si no iban a estar operando en el área de la plaga? ¿Llevaban todos trajes de contención? Parecía improbable que los chinos hubiesen almacenado o fabricado tantos trajes, y en breve la plaga mental llegaría a la propia Asia.
Si el grupo de Cam pudiese capturar o matar a un soldado enemigo, podrían transferirse a ellos mismos su inmunidad con tanta facilidad como compartieron la vacuna original.
¿Sería posible que revirtiese los efectos de la plaga en personas ya infectadas? Ruth no respondía, y Cam sabía que eso implicaba una respuesta negativa. O al menos significaba que ella no lo consideraba posible. Pero merecía la pena intentarlo. Aunque eso no funcionase, al menos podrían protegerse. Entonces podrían empezar a buscar a otros supervivientes y protegerlos también, creando así una pequeña fuerza de guerrillas contra los chinos.
Cam tenía fruncido el ceño mientras examinaba el pie de Ingrid en busca de inflamación o contusiones. Parecía estar bien, pero los cuatro no serían capaces de superar la desesperada emboscada que Ruth había previsto. «Tal vez Bobbi y yo —pensó Cam—. Nosotros dos podríamos intentarlo si estuviésemos solos, pero entonces quién se queda con Ruth? ¿Ingrid? Necesitamos a alguien que no sea una anciana para protegerla.»
—Esta vacuna —dijo Cam—, ¿interferiría con la otra? ¿Y si la engulle y la anula? Entonces seríamos vulnerables a la plaga de máquinas de nuevo.
—No —respondió Ruth—. Deben de haber reconfigurado el motor térmico de la nueva plaga y de su vacuna. No mucho. Incluso invertir su estructura como una imagen en un espejo funcionaría. De ese modo, las diferentes plagas y vacunas ni siquiera detectarían a las demás.
—¿No vamos a reventar en algún momento? —preguntó Bobbi—. ¿Cuántos tipos de nanos puede tener una persona en su interior?
—Las vacunas matan todo lo demás, Bobbi.
Discutir con Ruth era inútil. Tenía respuestas para todo, de modo que Cam volvió a centrar su atención en Ingrid. Por lo que parecía, ni siquiera tenía el dedo torcido. Simplemente tenía sesenta años. Probablemente le dolían también otras partes del cuerpo: las rodillas, la cadera, la espalda, pero no se había quejado de nada hasta que ya no pudo aguantar más el dolor del pie.
—Dobla los dedos —dijo Cam.
—No puedo. Lo siento.
—¿Los notas adormecidos?
—Sí.
—Vamos a hacer lo que podamos para que sigas andando —dijo Cam, llevándose una navaja a su propio calcetín. Cortó la mayor parte de la tela por encima del tobillo y después volvió a sellar la pernera de su pantalón por dentro de la bota lo mejor que pudo. A continuación usó los pocos centímetros de calcetín cortado para almohadillar la parte anterior del pie de Ingrid. No le sobraba ni un gramo de carne, y su pie era huesudo y enjuto.
Cam tenía una sed insoportable, y aquello le debilitaba. Necesitaban ingerir líquidos, sobre todo Cam, que había perdido muchísima sangre, pero el agua corriente podría ser incluso más peligrosa que el aire. Ruth había dicho que si la plaga mental sólo se reproducía cuando encontraba nuevos huéspedes, lo peor podría haber pasado ya. Todo el mundo en aquella región estaba infectado, de modo que las nubes más densas de nanos deberían de haberse alejado ya, dejando sólo algunos rastros en trampas aleatorias e invisibles. Aun así, era más difícil que se adhiriese a la tierra, a la roca o a las plantas que que fuese absorbida por el agua. El agua en movimiento envolvería a los nanos, concentraría la plaga mental y llenaría las orillas de los ríos y lagos de nanos, de modo que no sabían qué otra cosa hacer aparte de sufrir y aguantarse.
—¿Estás preparada? —le preguntó a Ruth, no a Ingrid. Las palabras sonaron más duras de lo que pretendía, pero no podía creer que estuviese allí sentada tan tranquila con el ordenador sobre sus muslos y tecleando con los guantes puestos.
—Déjala tranquila —dijo Ingrid—. Está concentrada en algo. Ya lo sabes.
—Cinco minutos.
—Necesito quince —respondió Ruth.
Bobbi encontró un sitio para descansar contra un árbol con su M4. Cam no se sentó. Se alejó de las tres mujeres, esquivando los troncos blancos y las hojas amarillas del tamaño de una moneda de los álamos. Había un leve zumbido que no lograba identificar, pero sabía que no debía dejarse llevar por su curiosidad. ¿Serían escarabajos?
—Necesitamos más gente si de verdad vamos a intentar atacar a los chinos —dijo, girándose hacia Ruth—. Vamos.
—Quince minutos —respondió Ingrid.
—Hay algo en estos árboles. Bichos.
—¡Por todos los santos, déjame pensar! —gritó Ruth—. ¡Cállate! ¡Cierra la boca! —Estuvo a punto de tirar el portátil al ponerse de rodillas—. Pero ¿qué te pasa? Te juro por Dios que estoy a punto de terminar de programar esto...
—Vamos —dijo Cam.
—¡No!
—¡Silencio! —dijo Bobbi—. Yo también lo oigo.
—¡Dejadme en paz! —exclamó Ruth—. Tenemos que saber a qué nos enfrentamos incluso si les robamos la vacuna. Ya casi está. Después podemos dejar que el ordenador trabaje...
Cam la agarró y la levantó. Le dolía mucho el costado, pero su miedo podía más, ya que finalmente había visto a dos de los zumbantes insectos. Chaquetas amarillas. Grandes avispas chaqueta amarilla a rayas. Era imposible saber cuántos insectos carnívoros saldrían de sus nidos si los olían. Aunque imaginaba por qué estaban allí. Supuestamente, las chaquetas amarillas, las avispas y las abejas se habían extinguido al igual que las polillas y las mariposas. Las hormigas habían acabado con todo lo que dependiese de colmenas y capullos. Los insectos voladores fueron también vulnerables a la plaga de máquinas. Generaban demasiado calor, al absorber la luz del sol con sus cuerpos y crear fricción con sus alas, el calor suficiente como para activar su motor térmico. El entorno allí era lo suficientemente frío como para que las chaquetas amarillas escapasen a la desintegración, pero debía de haber algo más que las hubiera protegido de las hormigas.
—Cuesta abajo —dijo Cam—. Lo más rápido que podáis.
El zumbido aumentaba a su alrededor. Las agitadas hojas ocultaban los pequeños y oscuros movimientos de las chaquetas amarillas, pero en unos segundos había cincuenta o más. Después un centenar.
—¡Au! —gritó Bobbi, dándose un manotazo en el cuello.
Ruth cedió. Metió el portátil en la mochila y agarró su M4, moviendo ambos objetos como si fueran pesados matamoscas. Bobbi e Ingrid golpeaban el aire también. Consiguieron ahuyentar a algunas de las chaquetas amarillas, pero enfurecieron al resto. Los insectos zumbaban ante el rostro de Cam, descendían en picado y chocaban contra él mientras dirigía al grupo por un ángulo de la colina. Aterrizaban sobre sus hombros y examinaban su capucha.
—¡Ay! —gritó Ingrid.
Cam se giró. Una de las avispas debía de haberse colado por dentro de la ropa de la mujer, porque ésta se estaba golpeando el pecho. Después se dio contra un árbol y casi cayó al suelo. Ruth se volvió para ayudar y Cam gritó:
—¡No, Ruth! ¡Déjame...!
Entonces vio una serpiente cerca de los pies de Ruth. Era larga, gruesa y de color crema, con manchas oscuras, una serpiente toro. Tenía la cabeza hacia atrás a punto de atacar. Las serpientes toro no eran venenosas, pero si le hacía sangre, la convertiría en un objetivo más deseable para las chaquetas amarillas.
Cam saltó hacia delante y le dio una patada, interceptando el mordisco. Los colmillos del reptil atravesaron su pernera y se clavaron en la piel de su pierna mientras él la pisoteaba.
—¡Cuidado! —gritó Bobbi por detrás de él. Su M4 empezó a disparar al suelo. No estaba disparando a las chaquetas amarillas. Había más serpientes delante de Bobbi, y Cam agarró con su mano buena a Ruth de la manga y tiró de ella al tiempo que ésta tiraba de Ingrid. Se alejaron formando una cadena.
Cam estuvo a punto de pisar uno de sus nidos. La mayoría de las serpientes estaban destrozadas y ensangrentadas. Las doce que había vivas se mordían entre sí en un frenesí de dolor.
Atravesaron a toda prisa la maleza y los álamos. Cam golpeaba todas las ramas que alcanzaba para intentar ahuyentar a los insectos, mientras Bobbi disparaba de nuevo a nada que pudiera ver, peinando la tierra. Si había más serpientes, Cam no sabía si el fuego las excitaría o las ahuyentaría, pero él también sacó su pistola como refuerzo.
Ingrid corría con más ímpetu que concentración y cayó al suelo. Ruth la levantó y Cam disparó seis veces delante de ellas con la esperanza de que los estallidos y el humo de la pólvora afectase a los insectos. Bobbi tuvo la misma idea y descargó el resto de su cartucho ametrallando el aire. Las balas impactaban contra los árboles. Las hojas y los trozos de corteza volaban por los aires. En algún lugar lejano, a Cam le pareció oír los disparos de un rifle en respuesta a sus armas, como un código Morse. Siguieron corriendo. Bobbi recargó, pero contuvo los disparos tanto como Cam reservaba sus últimos tiros.
Salieron de la amarilla alameda a una verde pradera. Los insectos parecían haber desaparecido. Cam no quería detenerse, pero Ruth e Ingrid iban tambaleándose a su lado, y a él le dio la impresión de que se le había abierto el costado al desgarrársele los puntos.
—Descansemos —dijo entre jadeos—. Descansemos, pero preparaos para continuar.
—¡He visto cincuenta! ¡Cincuenta serpientes! —dijo Bobbi. Mientras respiraba agitadamente, intentó subirse a un viejo tronco, pero se resbaló y estuvo a punto de caer al suelo.
Al mismo tiempo, Ingrid, Cam y Ruth se acercaron con cautela a la maleza con las espaldas pegadas.
—Agua —dijo Ruth—. Tiene que haber agua.
—Seguiremos ese barranco —propuso Cam.
La parte norte de la pradera descendía y se dividía en dos quebradas. Estaba seguro de que acabarían encontrando un arroyo... pero ¿sería seguro beber?
Bobbi sollozó y se quitó la máscara para masajearse las ronchas de la cara y el cuello. Cam se distrajo escuchando más disparos. La unidad de artillería debía de haberles oído. ¿Estaban intentando hacerles señales o estaban perdiendo la intermitente batalla que llevaban librando desde hacía más de una hora? Si habían abandonado su artillería y estaban luchando con armas más pequeñas ahora, ¿sería porque estaban alejándose de personas infectadas?
No hubo más disparos, de modo que Cam se volvió hacia los árboles, preguntándose sobre lo que acababa de ver. Las serpientes toro no eran autóctonas de aquella altura. Tampoco las chaquetas amarillas. Calculaba que se encontraban a unos dos mil setecientos metros. No debería haber nada allí para alimentar a las serpientes, que se alimentaban principalmente de roedores y de lagartos pequeños. No quedaba ningún roedor por debajo de la línea mortal, y no muchos por encima tampoco, pero tal vez ése fuera el motivo de que aquellos reptiles hubiesen migrado a aquella altura, al encontrar suficientes ardillas, marmotas jóvenes, pájaros y huevos como para perdurar todo aquel tiempo. Quizá la población de serpientes estuviese mermando de nuevo tras haber sobrevivido al año de la plaga por encima de los tres mil metros de altura, hibernando durante los largos inviernos y dejando sólo a las criaturas más fuertes y adaptables para que se reprodujeran.
Las serpientes toro podrían estar evolucionando para comer insectos también, adaptando su dieta a la única fuente de alimento disponible. Igual habían evitado que las colonias de hormigas se extendiesen por aquella área, lo cual sería la razón por la que las chaquetas amarillas habían sobrevivido también a aquella altura, desarrollando una cruda simbiosis con los reptiles.
Cam tenía preguntas más importantes.
—¿Crees que la plaga mental afecta a los animales? —preguntó al silencio—. ¿Ruth? Oye. ¿Crees que la nueva plaga afecta a las serpientes y a las chaquetas amarillas?
—¿Cómo diablos voy a saberlo?
Cam se encrespó ante su tono, pero Ingrid habló primero.
—Hemos conseguido salir de ahí —dijo—. Eso es lo único que importa.
—No, no lo es. Necesitamos saber si vamos a tener problemas también con ellas. Me refiero a si son contagiosas.
Ruth se encogió de hombros. No le miró ni a él ni a Ingrid. Hasta que por fin dijo:
—Los animales no tienen la misma estructura neurológica que los humanos. Ni siquiera se acerca. Imagino que los nanos fallarían o sólo se activarían parcialmente, pero ¿cómo íbamos a saber si una serpiente se comporta de forma anómala?
—Podrían estar paralizadas —respondió Cam—. O quedarse ciegas o tener ataques.
Ella le miró a los ojos.
—Sí.
—Yo no he visto a ninguna serpiente inmóvil —dijo Bobbi.
—Ruth, ¿quieres terminar lo que fuera que estabas haciendo con tu portátil? Después continuaremos —ofreció Ingrid.
—Sí.
Cam no pensaba zanjar el tema.
—Si tuviesen la temperatura suficiente, la plaga podría estar reproduciéndose en su interior incluso sin afectar a su comportamiento —dijo—. Eso significa que será mejor que lo evitemos todo. Que lo matemos todo.
Nadie dijo nada. Ingrid se examinó el pie. Ruth abrió su portátil y Cam observó la pradera en busca de chaquetas amarillas.
—Joder, estoy sedienta —dijo Bobbi.
Él podría haber tenido algo que ver en la salvación de los insectos y las serpientes. Quizá fuese algo perverso, pero la idea le alegró. El mundo necesitaba todas las formas de vida que pudiera encontrar.
Hace tiempo, en Grand Lake, Cam y Allison habían participado en un amplio programa para atrapar y liberar animales con el fin de distribuir la vacuna entre tantas especies como fuera posible. Sobre todo habían tenido éxito con las ratas. Los alces, las marmotas, los urogallos y los pájaros autóctonos de aquella altura se habían cazado hasta la extinción, pero las ratas abundaban en los atestados campos de refugiados y, una vez inmunizadas, hacían el resto de su trabajo por ellos.
Había picos de montañas a los que nadie había ido. Y había otros en los que nadie había sobrevivido demasiado tiempo. Algunos animales habían perdurado en aquellos picos solitarios. Con el tiempo fueron atacados por las ratas vacunadas. Las ratas se reproducían a un ritmo descontrolado por debajo de los tres mil metros, se enfrentaban a los insectos e invadían los nuevos puestos de avanzada construidos por el hombre. En verano, las ratas también regresaban a las montañas, donde acababan con las crías de las pocas marmotas que quedaban y se abalanzaban en masa sobre los alces viejos o heridos. Robaban los huevos de los urogallos y otras aves. Pero también transmitían la vacuna a los animales que atacaban y que no conseguían matar. ¿Serían las chaquetas amarillas inmunes ahora después de un encuentro con las ratas? Cam esperaba que así fuera. «Deberíamos volver si tenemos la oportunidad —pensó—.Deberíamos regresar y hacer todo lo posible para protegerlas y criarlas.»
En su interior sintió una mezcla de soledad y satisfacción porque sabía que la idea habría complacido a Allison. Habría hecho que se sintiese generosa.
«Imagina lo que podríamos hacer con los polinizadores de nuevo», pensó.
Perdieron de vista el horizonte mientras avanzaban hacia Willow Creek, un elevado cañón a dieciséis kilómetros de Grand Lake. Cam habría evitado aquel valle de no estar seguro de que la unidad de artillería estaba parapetada en su interior. Aun así, mantenía a su grupo lo más al norte del cañón posible, cruzando al este sin perder más elevación de la necesaria. No quería tener que escalar de nuevo para salir de allí si se diera el caso de que los artilleros hubieran huido o estuvieran infectados. El riachuelo serpenteaba por el lecho del cañón, discurriendo hacia el suroeste, hacia el único punto bajo, donde finalmente torcía hacia el sur y caía cuesta abajo al lado de una pequeña carretera estatal. La carretera llevaba a la autopista 40, que no estaba muy lejos de la interestatal 70, el paso Loveland, y las carreteras que llevaban al cráter de Leadville. Cam conocía bien la zona. Durante la guerra, su unidad de Rangers había cruzado de la 40 a la 70, bordeando la zona radiactiva. Varios campamentos civiles y pequeñas guarniciones militares habían ocupado la región desde entonces.
El primer cadáver estaba bajo sus pies, al sur. El hombre estaba tumbado boca arriba, con el rostro y el pecho descubierto mucho más claros que la roca y la maleza. Sólo la piel blanca captó la atención de Cam. Después se dio cuenta de que el suelo ahí abajo estaba quemado y destrozado, ocultando lo que había sido un surcado camino de tierra.
—Mirad —dijo.
Ruth e Ingrid se arrodillaron, aprovechando aquella oportunidad para descansar. Bobbi entrecerró los ojos en la dirección que él había señalado. Su vista debía de ser mejor que la de Cam.
—Joder —dijo—. ¿Cuántas personas creéis que hay ahí abajo? ¿Treinta?
Una vez Cam entendió qué era lo que tenía que mirar, sus ojos registraron al menos veinte cuerpos tirados en un área tan grande como un campo de fútbol. La plaga mental debía de haber conducido a algunos de los infectados a seguir a los supervivientes hasta aquellas montañas... Los artilleros habían ido desplazando las armas por la boca de Willow Creek, derribando a todo aquel que les perseguía. Cam estaba contento por partida doble de haberse mantenido fuera del cañón. El campo de batalla estaba al menos a kilómetro y medio de distancia, pero no cabía duda de que sería contagioso.
—Bobbi —dijo de repente—. Dispara dos veces.
—¿Qué? ¿Para qué? Estoy casi sin munición.
A él mismo sólo le quedaban unas cuantas balas, pero tocó su pistolera.
—Tendrán a alguien vigilando por si alguien llega por lo alto de las montañas, como nosotros —dijo—. Nos dispararán si no les hacemos ver que estamos bien.
Ruth se puso en pie como pudo. Descolgó su carabina mientras Bobbi miraba hacia el cañón como si estuviese buscando observadores de artillería. Incluso harapienta, sucia y herida, Ruth procesaba las situaciones más rápido que todos los demás.
Era una luchadora. Era lo que él necesitaba.
¡Pum! ¡Pum! Ruth disparó dos veces al aire, y sobresaltó a alguien que estaba por encima de ellos. Se escuchó el sonido de la gravilla a unos noventa metros cuesta arriba y Cam se giró, agarrando su pistola de nuevo. «¿Tan cerca?», pensó. Entonces alcanzó a ver una pequeña figura que se escabullía. ¿Una ardilla? ¿Ratas? Tal vez aquellas montañas estuviesen volviendo a la vida de verdad. Tal vez hubiese más serpientes o lagartos, o incluso lobos o abejas en lugares extraños, ayudándose los unos a los otros, formando simbiosis inesperadas. «Allison tenía razón», pensó, sintiendo de nuevo esa sensación de soledad y satisfacción. Los disparos de Ruth todavía resonaban en el cañón cuando dos tiros más les respondieron.
—Una vez más —dijo Cam. Ruth obedeció. A los pocos segundos, la señal se repitió de nuevo de manera exacta, y Cam dijo—: Bien. Nos están esperando.
Los supervivientes estaban situados en un área plana, en una especie de península, rodeados por tres lados por una curva del arroyo que utilizaban para potenciar al máximo sus defensas. Ésta los separaba del grupo de Cam, incluso a pesar de que el agua no parecía cubrir más de un palmo, y había dos pasarelas construidas para cruzar de un lado a otro. Habían intentado levantar barricadas en el lecho del cañón. Cam vio cuatro furgonetas y un todoterreno pegados en fila en el camino de tierra. No había ningún árbol alrededor. Se habían talado todos para obtener combustible durante los largos inviernos. Habían cavado algunas zanjas con palas y posiblemente con potentes cargas de explosivos, lo que había reducido el cañón a inequívocos campos de fuego. Por lo que podía advertir sin los prismáticos, menos de media docena de infectados había logrado llegar cerca del campamento. El cuerpo más cercano yacía desparramado a unos ciento ochenta metros de distancia. Su artillería había alcanzado a la mayoría de los infectados en el otro extremo de Willow Creek. Los francotiradores habían derribado al resto.
Su base la conformaban diez largos invernaderos, dos cuarteles más pequeños, dos emplazamientos de cañones Howitzer de 155 milímetros, y unos cuantos camiones y vehículos militares multipropósito, o Humvees, que habían mantenido atrás para evitar contaminar el entorno. El gobierno había estado usando ese cañón para una importante operación agrícola. Estaba protegido de las inclemencias del tiempo y a una altura suficiente como para escapar a la mayoría de las plagas, y ya tenían allí mismo algunos de los recursos necesarios. Por eso estaba allí la artillería, para proteger los cultivos de los asaltantes. Tal vez ahora estuviesen alojando a gente bajo el plástico también. Era imposible saberlo.
Cam detuvo a su grupo a cierta distancia de una trinchera en la pendiente septentrional del cañón. Vio al menos a uno de los soldados. La cabeza del hombre era visible. Llevaba puesta una máscara bioquímica M40 con ojos de plástico ovalados y una capucha hasta los hombros. Aunque era un equipo de camuflaje para el desierto, las manchas de color canela y beis eran demasiado claras para aquel entorno.
—Levantad las manos —dijo Cam a las mujeres—. Dejad que nos vean.
—¡Identificaos! —gritó el hombre.
—¡Cabo Najarro, de la Septuagésimo Quinta! ¡Tengo a tres civiles conmigo!
Probablemente hubiese dado igual lo que hubiese dicho. Sólo querían comprobar que pensaba y hablaba. El hombre se levantó y les hizo gestos para que avanzasen.
—¡De acuerdo! —dijo, levantando un walkie-talkie hasta su capucha.
Cuando se encontraban a unos noventa metros, Cam vio a dos soldados más apuntando con sus armas. Y más cerca, ayudó a Ruth y después a Ingrid a subir por un irregular muro de tierra y roca mientras Bobbi escalaba sola. Los soldados se mantuvieron donde estaban.
—Necesitamos agua —dijo Cam—. ¿Tenéis agua embotellada?
Ninguno de ellos señaló al riachuelo. O bien habían llegado a la misma conclusión sobre las cuencas de agua o bien habían visto a alguien infectarse tras haber bebido de ella.
—Hay tanques de almacenamiento —dijo el primer hombre, señalando a los invernaderos—. Pasaréis en un minuto. La teniente quiere hablar con vosotros.
—Llevamos andando toda la noche.
—La teniente hablará con vosotros primero.
Un soldado ya estaba cruzando la pasarela más cercana. Era evidente que era una mujer, a pesar de su anticuada máscara de gas, su vieja chaqueta y el antiguo rifle que llevaba colgado de uno de sus hombros. Era delgada, sin apenas pecho, pero su caminar era femenino y su pelo oscuro caía suelto en una melena desenfadada, que no casaba con su actitud. Su uniforme estaba perfecto; sucio, pero perfecto, mientras que su cabello sugería una veta rebelde. Caía por la parte de atrás de su máscara como una bandera. A Cam le resultaba familiar, y cuando habló, aunque su voz sonaba distorsionada tras la máscara de goma, supo de quién se trataba.
—Najarro —dijo, desviando la vista de él a Ruth—. Tenía que verlo con mis propios ojos, malditos traidores.
Era Sarah Foshtomi.
Ingrid echó mano a su M16. El tono de Foshtomi era amargo, incluso lleno de odio, y la anciana no estaba tan exhausta como para no advertir la amenaza.
—¡No! —exclamó Cam, pero Ingrid se puso delante de Ruth con su rifle de asalto.
—¡No le harás nada! —gritó Ingrid.
Cam agarró el cañón del arma de Ingrid y la desvió hacia arriba. Al mismo tiempo, los hombres de Foshtomi apuntaron con sus propios rifles. Uno de ellos agarró a Bobbi del brazo. Todo el mundo se quedó congelado, y entonces Foshtomi se echó a reír.
—Bajad las armas —dijo—. Hablemos.
El invernadero olía a pimientos y cebollas. Era un olor agradable, y Cam nunca se había alegrado tanto de quitarse la máscara. Su piel desnuda reaccionó al cálido ambiente como si hubiese entrado en una sauna, empapándose de la acre esencia de los cultivos.
Foshtomi les guió a través de filas alternas de espesas plantas de pimientos y de cortos tallos de cebollas. El depósito de trescientos ochenta litros de la parte trasera había sido bombeado hacía tres días, de modo que era seguro. La unidad de Foshtomi había abierto el grifo en la base del depósito para que llenasen las cantimploras y las ollas. El suelo estaba mojado. Cam sólo consiguió dejar que las mujeres bebieran primero por pura fuerza de voluntad, y empezó a quitarse la chaqueta mientras Ruth y Bobbi se tiraban agua con las manos en la boca y en la cara. Ruth tosió, pero no paró. Ingrid bebía más despacio de una de las tazas que había junto al depósito.
—Estás herido —dijo Foshtomi, mirando el ensangrentado costado de Cam—. Deja que vea lo que podemos hacer al respecto.
—Ingrid también está herida. Su pie.
Ella cogió el walkie-talkie que llevaba en el cinturón.
—Foshtomi. Necesito un médico en el Edificio Seis.
—Recibido —respondió el aparato.
—Cam —dijo Ruth—. Bebe.
Un rizado y mojado flequillo caía sobre su rostro limpio, lo cual era toda una contradicción. Sus ojos marrones eran suaves y penetrantes. Por un instante, ella se negó a apartar la mirada, aunque podía ver que tenía miedo de lo que él pudiera decir. No habían estado tan cerca y tan desprotegidos desde la muerte de Allison, ni siquiera cuando hacían el amor, ocultos bajo la luz de las estrellas.
Tenían un fuerte vínculo. Cam no quería estar enfadado con ella e intentó demostrárselo. Al pasar le tocó el brazo. Después se inclinó hacia atrás y bebió más agua de la que debía en cinco tragos incontrolados. Su estómago empezó a hacer ruidos. Estuvo a punto de vomitar. Pero era una magnífica sensación. Era bueno estar vivo y perderse en la sensación de la perfección fría y líquida del agua.
—Si necesitáis orinar, hacedlo en las plantas —dijo Foshtomi tan franca como siempre—. El nitrógeno les hará bien. También hay tarros de miel ahí atrás. Os daremos de comer y os curaremos, y después supongo que tendremos que pensar en qué demonios vamos a hacer con vosotros.
—Gracias —dijo Cam.
—Sí, bueno, no tiene por qué gustarme. —Foshtomi miró a Ruth mientras decía la última parte—: ¿Eres la responsable de esta nueva mierda?
—Ella está intentando detenerla —dijo Ingrid, y Ruth le lanzó una mirada de agradecimiento.
—Entonces fue otro maldito genio esta vez —dijo. Su rostro oscuro y ovalado era implacable—. Sois reclutas, todos vosotros. ¿Entendido?
—Sí —dijo Cam.
—Seguiréis órdenes. Sois soldados... incluso tú —dijo, señalando a Ruth—. Legalmente tengo ese poder según la nueva Constitución. Seguimos bajo la ley marcial.
En su día habían sido compañeros de escuadra. Sarah Foshtomi había sido uno de los miembros de su unidad de los Rangers. Era cabo, como él, y la única mujer del grupo. Por eso hablaba con tanta dureza, para compensar su tamaño y su género. Al parecer, su estilo le había funcionado. Foshtomi debía de haber continuado sirviendo con fuerzas locales, eso estaba claro. Incluso había llegado a teniente. ¿Se había estacionado allí o había huido hasta Willow Creek con otros supervivientes? No importaba. Cam sabía que podía ser una poderosa aliada.
De repente esa magnífica sensación dio paso a una especie de mareo. Se dejó caer en el suelo junto al depósito. Saciar su sed le había hecho ser más consciente de lo cansados que estaban sus músculos, lo mucho que le dolían los pies y del hambre que tenía. Podía haberse quedado dormido.
—¿Estás en contacto con alguien? —preguntó.
Foshtomi sacudió la cabeza.
—Aquí no hay líneas telefónicas terrestres y la atmósfera está totalmente jodida. Tengo algunos hombres intentando conectar con un satélite.
—De acuerdo.
Las mujeres se sentaron alrededor de Cam, excepto Foshtomi, que no estaba acostumbrada a sentarse sin hacer nada. Se quedó de pie, mirando hacia la puerta del invernadero como si de ese modo el médico fuese a llegar antes. De hecho, probablemente se alegraba de tener a Ruth para cooperar, porque hasta ahora, sus soldados carecían de determinación y sólo sabían esperar órdenes.
—¿Cuánto combustible tenéis? —preguntó.
Foshtomi le miró.
—Habéis venido a pie desde las montañas, ¿verdad? Así que no sabréis cómo está la cosa en las ciudades.
—Greg y Eric han muerto —dijo, respondiendo a su brusquedad con la suya propia. Los dos Rangers habían sido sus compañeros de escuadra—. Siguieron con nosotros todo este tiempo, Sarah. Murieron anoche.
—Yo... —dijo ella.
—Todo nuestro asentamiento está infectado. Había cientos de ellos, Sarah. Greg nos consiguió el tiempo suficiente para que pudiéramos salir.
—Eric era mi marido —dijo Bobbi.
—Lo siento. —La mirada de Foshtomi pasó del rostro de Cam al de Bobbi, y después al de Ruth, pero Ruth desabrochó su mochila y extrajo su portátil con su típica y testaruda resolución.
Cam sacudió la cabeza, admirando la misma dedicación que le había enfurecido en la alameda. Ruth nunca se daba por vencida. No si le daban tiempo. Sus dedos tecleaban sin parar y Cam le dijo a Foshtomi:
—Si tenéis suficiente combustible, podemos intentar sellar esos Humvees.
—¿Y adónde ibais a ir?
—A Grand Lake.
—Estás loco. Hay como un millón de putos zombies en el camino. Además, creemos que los chinos han tomado la base de todas formas.
«Zombies», pensó. En otra vida, a Cam le encantaban aquellas viejas películas cutres. Era curioso que su grupo nunca se hubiese referido a los enfermos con otro apelativo aparte de «infectados». Eran zombies en todos los sentidos: letales, estúpidos y temerarios. Pero eran su familia. El grupo de Cam no se había enfrentado a nadie más que a sus propios amigos y vecinos. La lucha de Foshtomi había sido más larga, más impersonal. Llamarlos zombies hacía que matarlos les resultase más fácil; reducían a los infectados a caricaturas en lugar de considerarlos víctimas reales.
—Los chinos tienen una vacuna contra la nueva plaga. Ruth cree que podemos robarla —dijo.
—¿Y qué hay del parásito?
—¿A qué te refieres? —preguntó, aunque él mismo ya se había imaginado algo así. La nanotecnología parasitaria desactivaría la primera vacuna, la que les mantenía a salvo de la plaga de máquinas. Todos aquellos que no lograran llegar a una altura segura morirían, y Cam sabía hasta qué punto afectaría eso al ataque de los chinos, pero ¿a qué precio?
Foshtomi entrecerró los ojos con odio.
—¿Y si lo liberamos? Eso jodería bien a los chinos.
Ruth dejó de teclear, pero no levantó la mirada, como si tuviera demasiado miedo de dejar que Foshtomi leyese algo en su expresión. A Cam le preocupó que Foshtomi ya hubiese interpretado su propia expresión.
—Sarah —dijo—. El parásito afectaría a todos los que se encontrasen por debajo de los tres mil metros, no sólo a los chinos.
—Pero los nuestros ya están muertos, ¿no?
«Ella también perdió a alguien anoche», pensó. Había una nueva frialdad en la voz de Foshtomi. A Cam le pareció que estaba guardando la compostura, utilizando ese tono imprudente como algo más que una fachada. Su actitud se había convertido en el puntal que la ayudaba a mantenerse cuerda.
—Ya no tenemos el parásito —dijo él.
—Venga ya. Sé que existía. Deborah Reece cedió su frasco. Grand Lake lo guardó en alguna parte, y todo el mundo dice que habría hecho lo que Ruth dijo. ¿Qué ibais a hacer? ¿Esconder el vuestro en alguna parte?
—Eso es exactamente lo que hicimos —dijo Ruth, tecleando de nuevo lentamente en el portátil—. Lo enterramos a cuatro metros y medio en una caja de metal.
—¿Dónde?
—No puedo decírtelo.
—Yo creo que aún lo tenéis —dijo Foshtomi, y Cam se preguntó si iba a tener que enfrentarse a ella. ¿Obedecerían sus soldados una orden de detener y registrar a su grupo?
«Sí —pensó—. Lo harán. Por ella lo harán.»
Cam estuvo a punto de mirarse el bolsillo, pero se contuvo. Incluso con el mapa, incluso sabiendo dónde habían enterrado los nanos a las afueras de Jefferson, Foshtomi no tendría muchas posibilidades de recuperarlos; sin embargo, él necesitaba que se mantuviese centrada en otra dirección, hacia Grand Lake.
—Sarah, ésa no es una opción —dijo Cam.
—Nos han atacado con armas nucleares.
—Incluso si lo tuviéramos, que no lo tenemos, el parásito no actuaría de manera instantánea. Tardaría días en extenderse lo bastante lejos. Es posible que tardase una semana en llegar a California. Las condiciones atmosféricas no nos acompañan. No conseguirías más que matar a nuestra propia gente hasta que el viento diese toda la vuelta al mundo hasta llegar a nuestra costa.
—Entonces lo tenéis.
—No, Sarah. Lo que quiero decir es que no podemos quedarnos aquí.
—Conducir hasta Grand Lake es una locura.
—Te has alegrado de vernos —dijo Cam—. Ya estabas inquieta. Mírate.
Foshtomi adoptó una expresión desdeñosa mientras se giraba. Su intención era negar lo que él había dicho, pero el respingo que había dado demostraba que estaba en lo cierto. Sí, tenía miedo de abandonar aquel cañón. Una de sus principales responsabilidades era mantener el número de sus fuerzas, pero ¿para qué? ¿Para quedarse allí sentados esperando a que los aviones chinos les atacasen a ellos también?
—No tenemos suficientes máscaras —dijo Foshtomi—. Sólo las llevan nuestros observadores y personal clave.
—Si conseguimos la vacuna, eso no importará.
—Ya habéis visto lo rápido que ataca la plaga a la gente. ¿Cómo íbamos a acercarnos lo suficiente como para...?
—Cam —dijo Ruth.
—Él no está al mando aquí —respondió Foshtomi, girándose hacia ella.
—Cam. Y todos. —Ruth parecía atónita—. La masa extra de los nanos es un mensaje —dijo—. No hace nada. Sólo es un código binario. Alguien lo introdujo en la máquina como una nota.
—Aquí nadie sabe chino —dijo Foshtomi, pero Ruth sacudió la cabeza.
—Está en inglés. Una vez aislado el código, el ordenador lo tradujo en segundos.
—¿Qué? ¿Y qué es lo que quieren?
Ruth parpadeó y se humedeció los labios primero, como si sopesara sus palabras antes de compartirlas en voz alto.
—Dice que es de Kendra Freedman —reveló Ruth.