8

Ruth arañó la pared una vez más.

—¡Por favor! —gritó suplicante. La claustrofobia palpitaba en el interior de su pecho, golpeando y retorciéndose como los monstruos de la habitación contigua. Lo único que quería era salir de allí.

Quería estar junto a él.

—¿Cam? —preguntó desde el interior del caparazón ardiente en que se había convertido la máscara. El traje de aislamiento estaba empapado en sudor. Se estaba asando en su interior. Cada nueva bocanada de aire suponía un terrible esfuerzo, y los extremos del visor se habían empañado, lo cual había creado un punto ciego a la derecha de su campo de visión. El laboratorio era un cubículo blanco iluminado por cuatro bombillas, pero Ruth no cesaba de girar la cabeza creyendo ver la sombra de alguien que no estaba allí.

Sentía cómo el corazón se le salía del pecho cada vez que Patrick daba un golpe en el suelo, despertando los gemidos de Linda, Michael y Andrew, si es que aún seguía vivo. La agitación de Patrick había ido en aumento. Ruth podía imaginar la maraña de cuerpos vivos y muertos que inundaba la habitación contigua mientras Pat se arrastraba entre las siluetas de sus amigos. ¿Y si no lo había atado lo suficientemente fuerte?

Posó los guantes sobre la lámina de plástico que cubría la pared. ¿Qué grosor tendría el muro exterior de la cabaña? ¿Veinte centímetros? Ruth casi podía sentir los tablones de madera, los ladrillos, el aluminio, y de nuevo la madera. Pero entre ella y Cam había otra barrera más fina, aunque mucho más importante: el plástico. El laboratorio era como una pequeña tienda de campaña dentro de aquella habitación blanca, y se preguntó cuánto tiempo podría aguantar el recubrimiento de plástico si Patrick o Michael irrumpían en la estancia. Probablemente no demasiado.

—¡No nos queda mucho tiempo! —gritó—. ¿Cam?

—Lo consultaré con Greg —respondió por fin.

—¡Sácame de aquí!

—Lo discutiré con él, Ruth.

Apenas podía oírle en medio de los resuellos que inundaban la atmósfera viciada del interior de la máscara. En una situación normal se movería muy despacio, tratando de no sobrecalentar el cuerpo, con la certeza de que podría quitarse el traje si fuera necesario. Pero en lugar de eso, parecía que había corrido una maratón. Y lo que era aún peor, su lugar de trabajo estaba infestado de nanos. La pulcritud del laboratorio había sido mancillada.

La estructura de plástico que ocupaba la habitación consistía en dos compartimientos desiguales. El primero estaba protegido por tres de las cuatro paredes de la estancia, tenía una superficie de dos por dos metros y estaba ocupado por un escritorio, un ordenador portátil, la estructura achaparrada del microscopio y unos pocos aparatos electrónicos. El segundo compartimiento era mucho más pequeño, una esclusa de aire del tamaño de un armario que se extendía justo al atravesar la puerta. Hacía las veces de espacio de descontaminación, y contenía una aspiradora y unas bolsas en las que depositaba los trajes azules que normalmente vestía en el laboratorio, muy similares a los de los hospitales. También había una percha para el traje de aislamiento, que a una persona sola le resultaba prácticamente imposible ponerse sin ayuda.

En su afán por ponerse el traje antes de salir al exterior, Ruth debía de haber desgarrado uno de los sellos que aislaban la cámara de descontaminación y la separaban de la estructura principal. El laboratorio estaba equipado con un kit de emergencia para reparar fisuras en el plástico (no contenía más que un rollo de cinta aislante, un cúter, dos rollos de láminas de plástico, dos cables alargadores y un pequeño soldador), pero no estaba segura de haber podido hacer nada con aquella fisura incluso aunque la hubiera visto antes de volver a entrar en el laboratorio. Además, le habría resultado prácticamente imposible esterilizar el traje. La aspiradora sólo estaba pensada para absorber el polvo, las pelusas y el pelo de la ropa antes de acceder al interior.

También habían instalado otras medidas de seguridad: un sistema de ventilación improvisado y varias lámparas de luz ultravioleta que podían ponerle las cosas difíciles a un nano fuera de control, eso si no lo abrasaban completamente. Ruth pensaba que podía volver a sellar el laboratorio desde dentro y después descontaminar toda la estancia junto con el traje, pero ¿luego qué? Salir por la puerta principal no era una opción válida. Sin el traje, no conseguiría dar más de dos pasos en la habitación contigua, pero con él no conseguiría más que contaminarse de nuevo y se quedaría sin tiempo suficiente para quitárselo antes de que se terminara el aire. Necesitaba ayuda. Y no podía abrir un agujero en la pared ella sola...

¿Y si los de fuera se negaban?

Aquel déjà vu le hizo regresar a la Estación Espacial Internacional. El gobierno de Leadville se negó a traerla de vuelta a la Tierra porque era un activo que no podrían reemplazar; no les importó que les jurara que ya no había nada más que pudiera hacer estando en órbita. Ahora se enfrentaba al mismo dilema. La gente de Jefferson estaba aterrorizada, e insistiría en mantenerla dentro del laboratorio; por eso le había pedido a Cam que fuera solo. No hacía mucho, ambos estaban muy unidos, pero ahora ella no podía más que suponer lo mucho que el sufrimiento le había cambiado.

Parecía como si él hubiera estado a punto de sugerir que Ruth debía quedarse dentro para cuidar de los infectados. No había nadie más que se les pudiera acercar.

«Pero podría prestarle el traje a otro cuando esté fuera», pensó.

Tal vez alguien mejor que ella se prestaría voluntario para atender a sus amigos. Por desgracia, a su manera, Ruth estaba tan afectada como cualquier otro superviviente, no sólo por el baño de sangre del que había sido testigo, sino también por los muchos meses que había pasado en soledad dándole vueltas a todo lo que había hecho.

El equipo no estaba tan mal como le había hecho creer a Cam. No había mentido, sólo había exagerado un poco para reforzar su argumento. El microscopio de fuerza atómica era un IBM Centipede exactamente igual al que usaba en Grand Lake. En lugar de tener una única sonda, contaba con un conjunto de cien puntas que funcionaban en paralelo. Cuando consiguió colocar un nano de la nueva plaga sobre la superficie de barrido, Ruth pudo trazar una imagen del aspecto exterior en menos de diecisiete minutos; después comenzó a inspeccionar la muestra en mayor profundidad. Irónicamente, estaba repleta de arrugas y surcos, como el cerebro humano.

No había duda de que podría trabajar mejor en un laboratorio real, con la ayuda de asistentes y con una mayor capacidad de procesamiento de datos; pero también podía continuar allí. Tenía miedo de quedarse allí sola. Estaba llena de energía negativa, lo que no hacía más que aumentar su sentimiento de culpa.

Aquella gente había depositado toda su fe en ella. Habían trabajado muy duro para construir el laboratorio y para cultivar las cosechas de maíz a cambio de las que después consiguieron un compresor de aire Ingersoll Rand. Luego tuvieron que modificarlo para poder recargar los tanques de aire del sistema de respiración del traje de aislamiento, para las pocas ocasiones en las que se lo ponía en vez de llevar las ropas hospitalarias. Incluso habían conseguido hacerse con una lavadora-secadora que instalaron en el edificio de las duchas, y que solamente usaban para lavar la ropa de laboratorio. Todos los demás hacían la colada en el arroyo, incluso las madres con hijos pequeños. Tantas precauciones, cada gramo de coraje y determinación... ¿serían suficientes?

¿Y si era ella el eslabón más débil?

«Eso no es cierto —pensó, discutiendo consigo misma—. ¡No lo es! Debemos movernos antes de que lleguen más infectados al asentamiento. Ellos quieren creer que eso no ocurrirá, pero es inevitable.»

Ruth agarró el walkie-talkie. Lo había desconectado para poder hablar con Cam a través de la pared, ya que seguía crepitando con el sonido de otras voces. Interrumpió todas las conversaciones cuando subió el volumen y pulsó el botón de ENVIAR.

—Aquí Goldman. —No había planeado hablar de manera tan formal, pero sus viejos hábitos habían vuelto a salir a la superficie y sabía bien cómo usar aquel tono como un arma, ocultando su remordimiento bajo unas palabras recubiertas de acero—. Voy a salir.

—¡Espera! —dijo Greg—. ¡Ruth, espera!

—Quiero anunciar lo que he descubierto hasta ahora.

—¿De qué está hablando? —preguntó una mujer antes de ser interrumpida por otra voz femenina.

—¡Déjame coger papel y lápiz! ¿Ruth? Soy Bobbi. Voy a buscar un papel para apuntar.

—Tienes que quedarte ahí dentro —dijo Greg—. Nadie puede hacer ese trabajo por ti.

—Tiene razón —dijo Cam.

—¡Voy a salir! —interrumpió Ruth, pero esta vez percibió menos convicción en su propia voz. Toda su atención estaba siendo absorbida por las palabras que no podía transmitirle a Cam.

«Lo siento —pensó—. Yo también echo de menos a Allison.»

En la habitación contigua, Patrick seguía sufriendo convulsiones, no paraba de dar golpes y emitir gemidos. Ruth se preguntó si se estaría muriendo. ¿Tenía la integridad necesaria como para ir a comprobarlo? ¿Y si no conseguía evitar que se asfixiara o si comenzaba a sangrar de nuevo?

—He hecho todo lo posible con este equipamiento —dijo—. Por favor, creedme. Si hubiera algo más...

Otro hombre intervino en la conversación.

—¿Y qué pasa con Linda y con Michael?

—Alguien puede ponerse mi traje y volver aquí dentro. Los tanques de aire se pueden rellenar, mientras tanto...

—Ruth, eso sería una gran pérdida de tiempo —dijo Greg.

—Mientras tanto, puedo continuar analizando datos en el portátil. ¡Eso es precisamente lo que queréis que haga! ¡Y estar aquí dentro no es seguro!

—Linda nunca... —protestó otro hombre.

—Puedo llevarme el ordenador y el microscopio, pero tenéis que sacarme de aquí.

Cam fue el siguiente en hablar.

—Has dicho que el laboratorio está contaminado —dijo, advirtiendo a los demás.

«Genial, Cam —pensó Ruth—. Tengo que aprender a contar siempre contigo.»

—¿Qué significa eso? —preguntó alguien.

—Ruth, ¿es que los nanos también andan sueltos por ahí dentro? —preguntó Greg.

—De todos modos necesitaréis tiempo para reunir las herramientas necesarias. Yo esterilizaré el equipo, y mientras tanto os contaré lo que he descubierto.

—Pero no hay modo de saber si estás limpia —dijo Cam.

—Sí que lo hay.

—Ruth, eso puede esperar —intervino Bobbi—. Presta atención a lo que estás haciendo, cuéntanos lo que sea cuando estés fuera.

—No, os lo diré ahora —respondió Ruth, luchando contra la claustrofobia; su voz se llenó de emoción—. Voy a quitarme el traje antes de que abráis el agujero en la pared —continuó—, así que hay muchas posibilidades de que no consiga salir de aquí sin ser infectada.

Ruth sabía quién había diseñado la plaga cerebral. Reconocía la autoría del trabajo. Gran parte de aquella tecnología se basaba en los mismos avances de la plaga de máquinas y de los diferentes nanos que llegaron después. La primera plaga fue el paso inicial. Una vez abierta, aquella puerta señaló el camino a seguir por todas las demás.

Por supuesto, el equipo de diseño no la desarrolló con la intención de crear una plaga. Quienes estaban detrás de la tecnología Arcos, unos investigadores llamados Kendra Freedman y Al Sawyer, querían encontrar una cura para el cáncer, y consiguieron resolver dos de los tres principales desafíos de la tecnología nanométrica. Como fuente de energía, los arcos usaban la temperatura corporal del portador. Para conseguir cualquier resultado significativo debían de ser capaces de crear suficientes nanos, por lo que contenían un código de replicación muy eficiente que hacía que un solo nano se dividiera en dos, después en cuatro y después en dieciséis; todo ello en cuestión de segundos.

La vacuna se basaba en la misma tecnología, aunque perfeccionada. No era más inteligente que su hermana. Ésa fue la razón por la que los primeros modelos resultaron imperfectos. La vacuna tenía una capacidad muy limitada para distinguir entre la plaga y otras estructuras moleculares. Eso cambió cuando los equipos científicos de Leadville consiguieron desarrollar la capacidad de la vacuna para pensar. Incrementar la capacidad de decisión de aquellas máquinas microscópicas sin limitar su velocidad operativa no resultó tarea fácil, pero tan pronto como la vacuna fue capaz de dejar atrás a su rival, las fuerzas estadounidenses consiguieron sacar una ligera ventaja a rusos y chinos.

Por desgracia, los nanos eran algo demasiado etéreo como para que Estados Unidos pudiera hacer un uso exclusivo de ellos. La versión final de la vacuna se extendió de forma tan inexorable como la propia plaga. Cada vez que un soldado recargaba su arma, cada vez que el personal de tierra preparaba la munición de un caza, su aliento, su sudor y su sangre quedaban infestados de máquinas microscópicas; de modo que aquel beneficio también llegó hasta el enemigo.

Pocos días antes del bombardeo, Leadville también desarrolló otra clase de nano llamado «refuerzo». Una vez más, su núcleo estaba basado en lo que ya se sabía. Los refuerzos empleaban la misma fuente de energía calórica y podían replicarse a costa de la plaga de máquinas, pero estos nanos sí contaban con un verdadero principio de inteligencia. El código de discriminación que tanto había ayudado a la vacuna comenzó así a convertirse en algo más profundo.

Los refuerzos estaban pensados para leer el ADN de su huésped y para reforzar esa información genética. En última instancia incluso conseguía corregir y mantener esos códigos. Un hombre de veinte años que recibiera esos refuerzos podría tener siempre veinte años, quedaría inmunizado ante toda clase de virus e infecciones y protegido del deterioro propio de la edad, de una mala alimentación y de lacras genéticas como la diabetes, las enfermedades cardiovasculares o el cáncer. La primera generación estaba muy lejos de todos aquellos objetivos, pero le dio a Ruth, a Cam y a muchos otros una protección suficiente contra la radiación que flotaba en las afueras del cráter de Leadville.

Una vez más, los nanos volvieron a extenderse. Los refuerzos pronto se dispersaron por todo el mundo igual que la propia vacuna, y cualquiera pudo estudiarlos y beneficiarse de ellos. Ruth sabía que había un cuarto modelo de nano completamente operativo, y lo sabía porque era suyo.

Aquel parásito no tenía ningún rasgo benigno. En esencia, era un modelo de refuerzo simplificado y combinado con un nuevo código de discriminación, un mecanismo muy simple diseñado para atacar a la vacuna en lugar de a la plaga de máquinas. Ésa era el arma del fin del mundo que Ruth había creado en Grand Lake. Habría conseguido que todo el mundo volviera a ser vulnerable a la plaga de máquinas y habría arrasado a los ejércitos de todos los bandos antes de que consiguieran protegerse en las zonas elevadas.

Ruth no podía saber qué caminos estaban siguiendo otros investigadores aliados. Pero en lo que a ella se refería, no tenía fuerzas para soportar más muertes. Decidió dejar de lado todos los esfuerzos por crear nanos nocivos y centrarse en desarrollar versiones perfeccionadas de los refuerzos. Quería crear una tecnología médica que no sólo evitara la proliferación de enfermedades, sino que también pudiera sanar heridas, como las viejas cicatrices que cubrían el cuerpo de Cam. Había cientos de miles de personas que sufrían las secuelas de la plaga, y miles de ellas también debían hacer frente a las quemaduras o a los efectos de la radiación. Ruth quería ayudar. Ahora aquella decisión le parecía un terrible error. El otro bando había conseguido progresar mucho cuando era ella la que había tenido capacidad para destruirlos a ellos primero.

—Los nanos son chinos —dijo Ruth por el walkie-talkie. Lo había dejado en el escritorio para tener las manos libres y poder trabajar con la lámpara de luz ultravioleta sobre el equipo—. El estilo es muy similar a toda la tecnología china que he visto. No es que haya sido mucha, pero Leadville estudiaba todos los programas enemigos tan de cerca como era posible.

—¿Estás segura, Ruth? —preguntó Greg.

—Sí. Estos nanos son chinos. —Estaba intentando iluminar cada recoveco y cada viga, lo cual era especialmente difícil entre los papeles, el ordenador portátil, los dos microscopios, el galvanómetro y los cables. Tenía que apartar los instrumentos con una mano mientras sostenía la lámpara con la otra.

La luz le quemaba los ojos aunque tratara de mantener el rostro alejado de ella, utilizando la máscara como escudo. El calor púrpura era como un sol en miniatura. El hecho de que Ruth se hubiera centrado primero en el equipo y en el escritorio no era casualidad, ya que la lámpara podría afectar al material del que estaba compuesto su traje. De hecho, si no tenía cuidado, también podía derretir las cortinas de plástico.

Ruth escuchó otro golpe y levantó la cabeza. ¿Provenía del interior de la cabaña? Se giró para ponerse de espaldas al escritorio. Todos los cajones le resultaban sospechosos. Abrió el primero y lo iluminó con la lámpara, utilizando la otra mano para apartar unos pocos lápices, unos clips y una grabadora. El siguiente cajón contenía los apuntes de sus estudios y el tercero estaba vacío. Tenía muy pocas cosas que atestiguaran su presencia en aquel lugar.

—Aún no sé cómo se reproducen —dijo—, pero creo que se basan en la misma tecnología de los refuerzos. El motor calórico es muy similar, incluso la estructura general, aunque ésta es mucho más fibrosa. Son más grandes, más sofisticados. Diría que estas cosas contienen alrededor de dos mil millones de UMA.

Todos conocían aquel acrónimo. Unidades de Masa Atómica. Todos los supervivientes habían acumulado tantos conocimientos técnicos como les había sido posible.

—Si usan el mismo motor calórico, ¿no puedes reprogramar la vacuna para que también les ataque a ellos? —preguntó Bobbi.

¿Qué les habría contado Cam?

—Podemos intentarlo —dijo Ruth—. Aunque son máquinas muy diferentes. También las he sometido a bajas presiones y no parece que tengan un límite hipobárico, de modo que puede que no se autodestruyan por encima de los tres mil metros. —Hizo una pausa y se detuvo sobre el escritorio. Acto seguido, iluminó el walkie-talkie con la lámpara, aunque no estaba segura de si el calor derretiría la radio.

Pudo escuchar otro golpe, esta vez procedente del exterior. «Bien.»

—¿Cam? —dijo.

—¿Cómo nos afectan esos nanos? —preguntó Cam.

Ruth sonrió aliviada al comprobar que el walkie-talkie aún funcionaba. Pero esa sonrisa pronto se evaporó bajo la luz áspera.

—No lo sé —contestó ella—. Es evidente que afectan al cerebro, puede que también al sistema nervioso. Es algún tipo de arma biológica.

—Reuniré a un equipo de trabajo —dijo Cam.

—Gracias. —«Cielo santo, muchas gracias», pensó Ruth. Entonces desconectó el walkie-talkie y le dio la vuelta para iluminar la parte de atrás.

No era seguro que el baño de luz ultravioleta pudiera pulverizar a los nanos. Como mucho conseguiría dañar a aquellas máquinas invisibles. Sería más efectivo combinar la luz con rayos X, pero en el pequeño hospital de Steamboat Springs no habían podido encontrar todo lo que necesitaban. Al igual que los generadores eléctricos, hacía mucho que el equipamiento médico más común había sido saqueado. Ni siquiera habían podido comprar un equipo de rayos X en el mercado local.

Tratar de iluminar con aquella luz cada milímetro del traje era una tarea irritante. Los tanques de aire de la espalda casi le aplastaron la cabeza cuando se agachó para iluminarse las botas. Apoyó los nudillos en el plástico del suelo y consiguió apartar la lámpara justo a tiempo. Tuvo que apoyar las rodillas contra el escritorio para no perder el equilibrio, recorriendo con la lámpara cada pliegue en sus piernas, su cuello y sus mangas con una precisión impasible.

A continuación, Ruth pasó la lámpara por su máscara, cerrando con fuerza los ojos para protegerse del calor púrpura. Se retorció para dirigir la luz arriba y debajo de sus tanques de aire, contorsionando su tronco. Finalmente se centró en el recubrimiento de plástico. Actuaba con paciencia, moviendo la luz arriba y abajo como si fuera una brocha.

En la otra habitación, Patrick continuaba arrastrándose por el suelo como un gusano. Pum, raaaas, pum.

Linda emitió un gruñido.

—Voy a conectar los ventiladores —dijo Ruth—. Será mejor que os apartéis por si algo sale mal.

—¡Espera, Ruth! —dijo Bobbi.

—¡No! Tienes que contarnos más —intervino Greg casi al mismo tiempo.

—Eso es todo lo que sé. ¿Dónde está Cam?

—¡Esto no es una buena idea!

—Greg, me llevaría días descomponer los nanos con este microscopio, pero he conseguido escanear la superficie. Los datos están en mi portátil. Voy a seguir tratando de analizarlos, pero tengo que salir de aquí.

Esperaba que Cam dijera algo. Cualquier cosa. Le habría gustado escuchar una voz amiga que estuviera con ella. Sólo quería volver a tener contacto con él. ¿Es que Cam no comprendía que podría ser la última vez? Debía de estar ocupado organizando a los guardas y reuniendo las herramientas.

—Os avisaré cuando esté lista —le dijo a Greg. Acto seguido, apretó el interruptor de emergencia que había en el escritorio.

Toda la estancia se estremeció. Ruth estuvo a punto de caer. Las páginas con sus apuntes comenzaron a volar y el plástico se estrió a su alrededor. Detrás de ella, se hinchó como si fuera una vela. La tienda de plástico estaba fijada al suelo, al techo y a tres de las cuatro paredes mediante infinidad de grapas, pero la esclusa de aire y la zona de descontaminación únicamente estaban unidas al suelo. Aquel extremo de la tienda fue el que más se agitó. Su traje también se estremeció. La parte del pecho se comprimió contra su cuello mientras las mangas temblaban por la fuerza del ciclón.

Había dos marcos de metal que daban forma a la tienda, uno pequeño en el techo y otro más grande en el suelo. Habían instalado un enorme sistema de extracción en el suelo y un compresor de aire en el techo. El ventilador tenía más de un metro de ancho. Eric y Cam lo habían cogido de una imprenta, donde se utilizaba para extraer el aire contaminado. Ahora, introducía aire limpio en la habitación a través de dos aberturas hechas en la base de la cabaña. Habían decidido no instalarlo en la pared para evitar preguntas en caso de que el ejército visitara el asentamiento.

Ruth agitó todas las láminas de plástico que pudo con movimientos rápidos y secos, tratando de hacer saltar a cualquier nano que se hubiera posado sobre la tienda.

De pronto, la cortina de plástico que tenía a la derecha se desplomó, cayéndole sobre el hombro y la cadera. Ruth dejó escapar un grito. El plástico estaba intacto; lo único que se había desgarrado eran las láminas reforzadas de la parte exterior; pero si las demás láminas se soltaban, la tienda podría caer sobre ella como si fuera una red; o incluso puede que se rasgara.

Cualquiera de aquellas dos posibilidades probablemente la mataría.

«No te pares», pensó, juntando las manos mientras miraba hacia el orificio rugiente que tenía sobre la cabeza. Acto seguido, volvió a agitar las láminas de plástico febrilmente.

El marco que habían instalado en el techo de la cabaña era más resistente de lo necesario. Estaba diseñado para soportar el peso de la nieve, pero aquellas vigas también sostenían el compresor de aire y un sistema de conductos conectados a un tanque de almacenamiento del tamaño de un automóvil. Habían encontrado aquel compresor en el almacén de una empresa de tuberías. Estaba propulsado por un enorme motor diésel que habían extraído de un viejo camión Peterbilt, y que habían escondido en un sótano bajo la cabaña después de instalar un cinturón de transmisión y un tubo de escape que iban hasta el techo. Ruth no podía oír el motor por culpa del ruido del ventilador, pero probablemente estaba haciendo que toda la construcción se estremeciera peligrosamente.

El compresor tenía una capacidad de 76.000 metros cúbicos por minuto. Eso significaba que podía extraer todo el aire del laboratorio una y otra vez en cuestión de segundos, pero resultaba imposible asegurarse de que toda la estancia fuera segura. Incluso aunque en el primer minuto se extrajera el noventa por ciento del aire contaminado y en el segundo, el noventa por ciento del aire restante, siempre quedaría una pequeña cantidad en la estancia.

Por desgracia, la tienda no estaba aguantando bien toda aquella presión, y Ruth también estaba preocupada por el resto del sistema. Si continuaba funcionando a máxima potencia, el compresor podía explotar o los conductos podían comenzar a tener filtraciones. Por eso aquella cabaña estaba situada en el extremo sur de Jefferson; en caso de fuga accidental, el viento la alejaría del asentamiento.

Pero ¿y si no sucedía así?

Exhausta, Ruth se subió al escritorio con una lámina de plástico que había extraído del kit de reparación. Mecida por el viento, se agitaba entre sus manos como si fuera una bandera. Parte del conducto que había en el techo estaba bloqueado por fragmentos de papel; entonces extendió la lámina de plástico y lo obstruyó completamente. Acto seguido, accionó el interruptor de emergencia para desconectar todo el sistema.

El ventilador se paró justo antes de que el motor se ahogara y se detuviera. Ya no había necesidad de mantener la lámina de plástico en su lugar. Había sido absorbida casi en su totalidad y Ruth tiró de los extremos tanto como le fue posible, asegurándolos a la parte superior de la tienda.

Repitió el proceso con otra lámina más grande. Después se bajó del escritorio y examinó el laboratorio con la mirada. La tienda seguía fijada a la pared que había justo detrás de la mesa. Aquél no era el muro que pretendía que perforaran desde el exterior, aunque ahora debería serlo. Fuera de la tienda, la estancia no había sido descontaminada. Tendría que sellar el plástico a la pared antes de que pudieran abrir un acceso.

Encontró el walkie-talkie.

—Estoy bien —dijo, inclinándose sobre el escritorio para golpear la pared con los nudillos.

—¿Ruth? —dijo Cam—. Santo Cielo, parecía como si toda la cabaña fuera a derrumbarse.

—Cambio de planes. Necesito que perforéis esta pared. —Dio un nuevo golpe, que recibió como respuesta un sonido seco, como el golpe de una palanca. Debía de haber un grupo bastante numeroso en el exterior.

—¡No! ¡Parad! ¡Parad! —gritó.

—¡Deteneos! ¡Esperad! —repitió Cam—. Tenemos que asegurarnos de que estamos en el punto correcto.

Ruth se alejó un poco de la pared. Sentía nostalgia, miedo y alivio. Cam siempre la comprendía rápidamente, excepto cuando ella trataba de expresarle sus sentimientos; pero había otra razón para pedirles que esperaran.

—Quiero volver a irradiar luz ultravioleta sobre todo el laboratorio —anunció mientras alcanzaba la lámpara—. Dadme diez minutos.

Veinte minutos después comprendió que no hacía más que postergar lo inevitable. Debía confiar en el sistema de descontaminación. Se había quedado sin opciones. No podía hacer más.

—Cam —dijo a través del walkie-talkie. Sabía que todos los demás también estaban escuchando, y que el cuerpo de Allison yacía a unos pocos metros en la habitación contigua. No era el mejor momento para decir nada. Pero aun así había muchas cosas que deseaba confesarle.

—Aquí estoy —respondió Cam—. Estamos listos.

—Esperad a que os dé la señal.

Ruth apagó la lámpara y rasgó la cinta aislante que sellaba el cuello del traje. El calor húmedo que sentía por todo el cuerpo comenzó a salir a borbotones. No pudo evitar contener la respiración y cerrar los ojos, no sólo para protegerlos sino también para saborear el aire fresco que sentía en el rostro.

«¿Habré conseguido extraerlo todo?», se preguntó.

De pie y sola entre aquella maraña de plástico, y separada de él por unos pocos metros, Ruth sólo quería comprobar si había perdido la cordura.