23
En aquella vorágine de cuerpos y de metal, Deborah sintió un fuerte dolor en el hombro izquierdo. El ambiente estaba lleno de polvo caliente y humo. Y después todo terminó. El tornado se detuvo, pero el dolor se quedó con ella, inutilizándole el brazo.
Estaba fuera del avión. El suelo bajo su cuerpo era duro y seco, y podía sentir la brisa y la luz del día. A pesar de las cortinas de polvo, veía la mayor parte del fuselaje cerca de allí. Después, el neblinoso sol desapareció. Cuando levantó la cabeza, se había desplazado bajo las sombras de una de las altas alas.
Tenía que haber más supervivientes.
—¡Bornmann! —gritó, esforzándose por respirar—. ¿Cam? ¿Me oís?
¿Por qué no le respondían?
De alguna manera consiguió ponerse de pie, doblada casi por la mitad a causa del hombro dislocado. También le dolían las costillas de ese lado y estaba cubierta de arena y sangre. La mayor parte no era suya. «Foshtomi», pensó, intentando determinar la gravedad de las heridas de la otra mujer a partir de la cantidad de líquido que empapaba su uniforme. ¿Sería posible que todavía estuviese viva?
Unos retorcidos robles y matorrales cubrían la ladera. Las plantas marrones estaban cubiertas de restos grises y blancos. El fuego lamía la maleza por varios lugares. El Osprey había arrojado irregulares trozos de aluminio y de acero hacia la ladera junto con trozos de cable, cristales y plástico. El viento hedía a combustible.
Deborah no pensó en huir. Ni siquiera al ver las crecientes llamas. No era nadie sin sus compañeros de escuadra. Apenas recordaba las dudas que le habían asaltado antes de que Walls les hubiese sacado del complejo número tres. Deborah había recorrido un camino muy largo para verse de nuevo en el mismo sitio donde había empezado, como una pieza clave de la maquinaria, pero se alegraba de volver a ser esa mujer. Eso era todo lo que siempre había querido. Su sufrimiento había reforzado su mejor cualidad: su disposición a entregarse por los demás. El equipo la necesitaba, no sólo como otra arma, sino como médico, especialmente ahora.
Se volvió hacia los restos. Había un hombre tirado bajo un trozo plano de la paleta de una hélice. Corrió hacia él, pero Sweeney estaba muerto, con el cuello roto e inclinado hacia atrás. También tenía las piernas rotas, y puede que la columna. Deborah apartó la mirada y vio uno de los motores detrás de ella. En cierto modo todavía estaba dentro del avión. La mayor parte de la aeronave la rodeaba, formando una barricada desigual.
El cielo retumbaba con el distante rugido de los reactores. Pero aquello no parecía importar. Dio dos pasos y vio otras dos formas humanas. Deborah oyó que alguien gruñía y se acercó.
—¿Bornmann? —dijo—. ¿Me oyes?
El primer hombre era Lang. Una pequeña área en la parte izquierda de su rostro estaba ilesa. De lo contrario no le habría reconocido. El impacto le había arrancado la mayor parte de la piel y de los músculos desde el cráneo.
Traductor, copiloto y comando, Lang podía haber sido el elemento más versátil de su equipo, y Deborah se detuvo sobre su cadáver, desmoralizada y perdida. Después superó su dolor con un poco de humor negro que había aprendido de Derek Mills, el piloto de la lanzadera Endeavour. «Los pilotos son siempre los primeros en la escena de un accidente aéreo», había dicho cuando estaban planeando su descenso de la EEI. Tenía que honrar a Lang. Le daba la sensación de que los pilotos habían evitado que la Osprey se estrellase y cayera en una espiral mortal elevando la nave en el último minuto. De no haberlo hecho, ella también habría muerto, así que pasó junto a él con un firme sentimiento de gratitud.
El siguiente hombre era el capitán Medrano. Éste volvió a gruñir.
—Soy yo —dijo Deborah sin sentido.
El hombre apenas estaba consciente. Tenía el brazo roto y cortes en la cara. Pero su pulso era firme, y al examinarlo superficialmente, no detectó ninguna otra hemorragia ni heridas importantes. En el poco tiempo que hacía que se conocían, Medrano le había recordado a un tejón. Era bajo, redondo y escéptico. No estaba segura de que le gustase, pero era su hermano de todos modos. No quedaban demasiados como para poder escoger.
Mientras le presionaba la herida del rostro, miró entre los restos de nuevo. Se sentía como si le hubiese fallado a Ruth por ser incapaz de encontrar a Cam. ¿Se habían emparejado Cam y Ruth por fin? ¿Y si él había muerto como Sweeney y Lang?
A Deborah nunca le había gustado Cam para ella. Era peligroso, inexperto y parecía sacar lo peor de Ruth. La volvía demasiado sensible. Pero también era terriblemente leal. Deborah no podía evitar respetar ese grado de entrega y, al igual que le sucedía con Medrano, también estaba ligada a Cam.
—Levántate —dijo Medrano como para sí mismo.
—Despacio —le advirtió Deborah, pero él hablo de nuevo, claramente, intentando centrar sus ojos en ella.
—Levántate. Huye. Los cazas...
Los cazas chinos estaban regresando.
Deborah había estado oyendo el cambio de volumen e intensidad de los motores distantes sin darse cuenta de lo que eso significaba. El sonido la impulsó a actuar.
—Vas a venir conmigo —dijo repleta de nuevas fuerzas.
—No puedo andar —dijo Medrano—. Tengo el tobillo...
—Y yo tengo el hombro... —contestó ella.
Una larga sección del fuselaje se meció hacia ellos. El metal chirrió contra trozos más pequeños de escombros. Deborah arrastró a Medrano del uniforme con la mano buena, ganando unos centímetros mientras los restos pasaban por encima de ellos.
Alguien salió del avión como un milagro.
Estaba sucio y puede que quemado. También caminaba de lado como Deborah, protegiéndose las costillas, y reconoció el pelo negro por los hombros. Cam. La suerte parecía acompañarle siempre, algo que ella envidiaba.
—¡Ayúdame! —gritó, pero Cam se detuvo y alzó la vista.
El ruido en el cielo aumentaba. Resonaba desde las colinas. Deborah tiró de Medrano hacia arriba mientras Cam se acercaba corriendo. Agarró a Medrano por el otro lado y los tres corrieron cuesta abajo hacia los árboles espaciados. Medrano gritó cuando su muñeca golpeó la espalda de Deborah. A ella le dolía intensamente el hombro. Su maltrecho avance les llevó más allá de los restos del siniestro y de una mata naranja de roble venenoso.
Cam se inclinó delante de Medrano; sus labios se apartaron de sus dientes. Le faltaban dos incisivos. El resto de sus dientes parecían colmillos fuera del sitio.
—¡Por aquí! —gritó, arrastrando a todos hacia él como una cadena humana.
«No vamos a lograrlo», pensó Deborah, mirando hacia atrás mientras los cazas chinos chillaban en el aire. Quería enfrentarse a su propia muerte.
Las turbulencias azotaron los robles y su pelo corto y sucio. En el mismo momento, un misil impactó contra los restos del Osprey. La artillería era algo valiosísimo. Si aquellos pilotos sabían que había supervivientes, debieron de pensar que con un misil bastaría. La explosión lanzó el vientre y el ala de estribor del Osprey por los aires. Se produjeron estallidos secundarios de los depósitos de combustible del ala. Las llamas salpicaron la ladera.
El impacto propulsó a Deborah hacia los árboles, separándola de Medrano y de Cam. Tal vez había rebotado. El dolor en el hombro fue terrible y se desmayó. Cuando volvió en sí, alguien le estaba golpeando el pecho. Cam jadeaba mientras la golpeaba, y ella se dio cuenta de que aquel nuevo dolor era demasiado agudo como para provenir de su puño. Apestaba a piel y a ropa quemada. Cam había extinguido unas llamas de combustible ardiendo en el uniforme de Deborah, quemándose la mano desnuda en el intento. Estaban rodeados de humo. El bosque estaba ardiendo.
—Deborah —dijo—. ¡Deborah!
Era obvio que él también estaba algo mareado, pero Deborah sabía que Cam había hecho un curso de primeros auxilios (aunque no era nada comparado con su propia formación, Deborah se alegró igualmente).
—Mi hombro. ¿Puedes ponerlo en su sitio? —pidió Deborah.
—Lo intentaré.—Cam se volvió y dijo—: Medrano. Ayúdame.
Le dobló el brazo y el codo, rotándolo hacia fuera mientras Deborah intentaba no retorcerse del dolor. Después, le levantó el codo todavía más, forzando la bola del húmero a entrar de nuevo en su cuenca a través del cartílago. Deborah perdió el conocimiento de nuevo. Pero después, el dolor disminuyó e incluso recuperó algo de movimiento.
No había tiempo para improvisar un cabestrillo. El humo era asfixiante, y podían ver las llamas devorando las ganchudas ramas de dos árboles.
—¡Vamos! —exclamó Cam.
Deborah tenía un cargo superior al de Cam (y Medrano también), pero le dejó ponerse al mando de todos modos. Recordaba cómo había convencido a Walls de que les enviase al oeste. Las mismas características que le hacían peligroso eran justo lo que los tres necesitaban en aquel momento: un coraje decisivo e implacable. Tenía que confiar en su agresividad. Era la base real de la suerte de Cam. En ocasiones, los riesgos que corría eran el mejor y el único camino.
Los tres descendieron corriendo por la ladera, gruñendo y cojeando. No tenían nada más, tan sólo se tenían los unos a los otros. Se habían quedado sin radio. Y sin agua. ¿Adónde se creían que iban?
El humo disminuyó, pero Cam cambió de dirección de repente, haciéndolos ir hacia un lado por la pendiente cuando parecía que habrían escapado del fuego si seguían descendiendo. Deborah estuvo a punto de preguntarle: «¿Qué diablos haces?» Había un espacio despejado, como una especie de prado, más abajo, sin maleza. ¿Por qué no atravesarlo? Después se dio cuenta de que aquellos árboles no tenían hojas y estaban muertos. Y algo se deslizaba por los grises robles podridos. Las hormigas cubrían la madera desnuda.
—Espera —dijo Cam—. No.
Después estiró los brazos como para tirar de ellos para cambiar de dirección de nuevo, pero se quedó parado y levantó las manos.
Había soldados enemigos esperando entre los arbustos.
Deborah vio al menos a ocho hombres en un frente de escaramuza, con los rostros ocultos por unas capuchas bioquímicas de color canela o por unas antiguas máscaras negras de gas. Sus chaquetas eran de color verde oscuro. La mayoría portaban rifles AK-47. Otros llevaban unas ametralladoras que no reconocía.
Uno de ellos gritaba en mandarín.
—¡Bié dòng! ¡Xià jiàng!
Ella no lo entendía, pero sus intenciones estaban claras. Les indicó que se tiraran al suelo. En cuestión de segundos, otros tres soldados más aparecieron cuesta arriba. Las únicas vías de escape eran a través del humo o de las hormigas, pero Medrano estaba dispuesto a todo.
—Yo atraeré sus disparos —dijo.
—Espera —contestó Deborah—. No te muevas.
Ninguno de ellos llevaba ningún arma aparte de sus pistolas personales, y Cam había perdido su cartuchera al chocar contra el suelo.
Cam levantó las manos todavía más, y Medrano levantó un brazo, manteniendo la extremidad rota contra su costado. Deborah no tuvo más opción que imitar a sus amigos, aunque estaba amargamente decepcionada.
El hombre que había gritado se giró hacia sus hombres y señaló a dos de ellos.
—Onycmume ux нa землю —dijo.
«¡Son rusos!», pensó Deborah. Debería haberlo imaginado. Las tropas chinas no habrían llevado puesto aquel surtido de máscaras y guantes, ya que eran inmunes. Aquellas personas eran rusas, y también estaban huyendo de la plaga.
—¡Заŭмumecь дeлoм! —dijo uno—. ¡Заŭмumecь дeлoм!
Deborah había aprendido la entonación y el ritmo de su idioma durante los meses que había pasado en órbita con el comandante Ulinov. Nikola incluso le había enseñado varias frases. Intentó decirlas ahora mientras el par de soldados se aproximaba, ocultos bajo sus capuchas bioquímicas.
—¡Доброе уmpo, moвapuщu! —dijo. «Buenos días, camaradas», aunque ya era bien entrada la tarde. Era un juego al que había jugado con Ulinov.
—¿Kak Bы noжuвaeme? —«¿Qué tal estáis?»
En ruso, las palabras eran ambiguas. La frase servía como un «hola» básico, pero también podía significar más cosas. Aquello les sorprendió. Los dos soldados vacilaron.
—Sois estadounidenses —dijo el oficial.
Estaban tan sucios y quemados que eran irreconocibles. Les había tomado por chinos. Por eso les había gritado primero en mandarín.
—Da —respondió Deborah. «Sí.»—. ¿Dónde estamos?
—Arrodillaos —respondió el oficial al tiempo que indicaba a sus soldados con un movimiento que los capturasen.
—¡Esperad! —exclamó Cam—. Atrás. Podemos protegeros de la nanotecnología china, pero probablemente estemos cubiertos de ella. Venimos de las zonas de plaga. Podríais infectaros si nos tocáis.
—Entonces estaríais enfermos —dijo el oficial—. No volando.
—Soy la comandante Reece del ejército de Estados Unidos —dijo Deborah imponiendo su autoridad, pero Cam les sorprendió a todos. Fue sincero.
—Tenemos la nueva vacuna —dijo—. Si nos ayudáis, podemos compartirla con vosotros también.
El fuego se estaba aproximando. Deborah podía oír las llamas por la colina tras ella mientras el humo se espesaba.
—Deberíamos avanzar —dijo, pero el oficial se negó.
—Nyet. Entregadnos la vacuna —dijo antes de ladrar una docena de palabras que ella no entendió. El ruso más cercano retrocedió, pero ninguno bajó su arma.
—Dejad que me limpie primero —dijo Cam—. Puedo intentar descontaminarme, al menos un poco.
El oficial asintió, pero le quitó el seguro a su AK-47. Deborah se estremeció. «Un movimiento en falso...», pensó casi sin atreverse a respirar mientras Cam se frotaba a sí mismo con la maleza y con tierra. Era un procedimiento de descontaminación bastante rudimentario, aunque inteligente, como siempre. Deborah se preguntó qué más le habría enseñado Ruth. ¿Se le habría ocurrido aquello a él mismo? Era inteligente, sólo le faltaba formación. Y eso le volvía impredecible.
—La comandante Reece y yo estamos al mando aquí —le dijo Medrano.
—De acuerdo.
—Mantén la boca cerrada a partir de ahora.
—Los necesitamos. Míranos. —Cam se detuvo apretando un puñado de tierra marrón contra su manga, haciendo caso omiso de los arañazos y los cortes que tenía bajo su uniforme quemado—. Pero ellos también nos necesitan.
—Deberíamos haber negociado —rugió Medrano. Después miró a Deborah—. ¿Comandante? Todavía estamos a tiempo.
—No, creo que tiene razón —dijo Deborah.
—Ésta es la misma gente que bombardeó Leadville y que inició toda esta puta guerra.
—No es verdad. En este momento sólo son supervivientes, como nosotros. —Deborah se volvió hacia Medrano con todo el aplomo que pudo reunir, con los ojos llorosos a causa del humo—. Ni siquiera sabemos dónde estamos, capitán. Estamos heridos. Y desarmados. Creo que Cam tiene razón.
—¿Qué les impide dispararnos en cuanto les entregue la vacuna?
—La información. Díselo, Cam.
Cam le dirigió a Deborah una pequeña sonrisa. Era un signo de aprobación y, por primera vez, Deborah entendió por un segundo la atracción que Ruth sentía hacia él. Bajo aquellas cicatrices, era atractivo, y oscuro, y competente.
Tras sacar una navaja de su cinturón, se agachó y hundió la hoja en el suelo para intentar limpiarla de nanos. Después se levantó y sostuvo el cuchillo sobre su mano izquierda.
—Necesito a un hombre —les dijo a los rusos.
—Sidorov —dijo el oficial.
En respuesta, el soldado entregó su rifle a sus compañeros y se acercó.
—¡Dígale que no se quite la capucha! —dijo Cam—. Que no respire y que extienda el brazo.
«Será mejor que esto funcione —pensó Deborah mientras el oficial traducía lo que había dicho Cam—. Si se infecta, si cae al suelo con espasmos, nos matarán.»
Cam mojó la punta de la hoja con sangre de su propia mano. Después arremangó la manga de la chaqueta del soldado y le hizo un pequeño corte en el brazo.
—Estamos intentando llegar a Los Ángeles —dijo mientras procedía—. Mi equipo posee información acerca de la fuente original de la plaga. Creemos que podemos detenerla.
—¿Kpышa noexaлa? —dijo el oficial. «¿Cómo?»
—Necesitamos llegar a Los Ángeles —respondió Cam, adoptando una postura firme con él, pero el oficial respondió a la testarudez de Cam con la suya propia.
—¿Cuánto tiempo tardará en estar seguro mi hombre? —preguntó el oficial.
—Ya lo está. Ya sabéis lo rápido que actúa la nanotecnología.
—Pero ¿cómo vamos a saberlo? No hay pruebas.
—Dile que se quite el equipo de protección.
«Llegó el momento», pensó Deborah, y se puso tensa mientras el oficial hablaba con aquel hombre, dispuesta a desenfundar su arma, preparada para correr aunque el hombro le palpitase de dolor.
El soldado se quitó la capucha bioquímica. Era sorprendentemente joven, rubio como Deborah y casi con la tez igual de suave. Era un adolescente, aunque su mirada era dura y fría como la piedra. Deborah quería decirle algo, pero el muchacho no la entendería ni aunque lograse encontrar las palabras. «Somos tus amigos», pensó.
—Доброе ympo —balbuceó.
Los ojos de veterano del chico recorrieron de arriba abajo su alto y demacrado cuerpo. Seguía sin mostrar ninguna emoción.
—Como veis, está bien —dijo Cam—. ¿Quién es el siguiente?
—Esperaremos —dijo el oficial.
—Necesitamos ir a Los Ángeles, a un lugar en la periferia más alejada de la ciudad. Creemos que sobrevivieron a las bombas.
—Eso no es imposible —respondió el oficial.
Deborah sintió una leve esperanza y se preguntó dónde estaban y si podrían conseguir un avión.
—Venid con nosotros —dijo el oficial—. Mantened la distancia. Sidorov será vuestro guardia. ¡Oбезоружьme ux!
El chico señaló la pistola de Deborah. Ella no se resistió. Medrano quiso hacerlo, pero tenía media docena de rifles apuntándole, de modo que dejó que el chico le quitase el arma también.
Atravesaron la colina caminando. Deborah reunió nuevas energías conforme el sol emergía desde la bruma, filtrándose entre los retorcidos robles. Era de un suave y dulce color amarillo. Apestaban a humo y a combustible, pero inspiró profundamente el aire puro de la brisa. La tierra olía diferente allí que en Colorado, más a tierra y menos a hierba. Nunca había olfateado nada tan maravilloso.
El oficial ruso intentó mantener la cuarentena, caminando con el resto de sus hombres varios pasos por delante de Deborah, Cam, Medrano y el chico, pero Deborah pronto desfalleció. Medrano intentó sostenerla, pero él tampoco estaba mucho mejor. Al cabo de unos minutos, el oficial ordenó a todos que se detuvieran y le pidió a Cam que vacunase a otros dos hombres. Necesitaba que alguien cargase con los prisioneros.
Unos pocos soldados ya habían desaparecido, corriendo por delante. Deborah creía que otros dos o tres habían vuelto hacia el humo. ¿Para qué? ¿Para combatir el fuego?
Dividir el pelotón había dejado al oficial sólo con cuatro hombres, incluido él mismo y el chico. Deborah suponía que si había un momento para dominarlos, sería ése, pero se cayó al suelo presa de las náuseas. Sólo fue ligeramente consciente de que Cam repetía el procedimiento con la navaja o de que Medrano le quitaba la cartuchera para improvisarle un cabestrillo para el brazo. «Esto es lo que se siente al entrar en shock —pensó—. Estás en shock.»
—Agua —dijo—. ¿Ha... hay agua?
El chico le entregó una cantimplora a Medrano. Tal vez ayudase. Cuando la llevaron al campamento ruso quince minutos después, Deborah seguía consciente. Vio un camión en el pedregoso barranco. También había una red de camuflaje colgando de una gruesa roca gris. Colocaron a Deborah debajo. Su último recuerdo era la luz del sol sobre la tela.
Dos horas después estaban sobrevolando el terreno marrón en un helicóptero. Deborah seguía atontada. Se sentía como hipnotizada por la estruendosa vibración de los rotores y el patrón de sombras de los barrancos y las estribaciones inferiores que pasaban a gran velocidad. El sol brillaba bajo al oeste. La oscuridad iba apoderándose de todos los picos y crestas.
«Disfrútalo mientras puedas», pensó.
El aire allí era puro, pero, por delante de ellos, el cielo meridional se perdía tras gigantes nubes negras. La radiación y el humo planeaban sobre la cuenca de Los Ángeles como una cadena montañosa, con todas sus inmensas pendientes, su volumen y sus cimas inclinadas hacia el interior, arrastradas hacia el este por el viento del océano. Era un mundo diferente. No todos ellos se marcharían de allí. Aunque no hubiese más disparos, y aunque Freedman estuviera viva y la encontraran, no había espacio en el helicóptero. Al menos una persona tendría que ceder su asiento.
La aeronave en la que viajaban era un viejo helicóptero de la KTVC News 12, de casco estrecho y corto. También era de un intenso color rojo. Al principio, Deborah pensó que estaban peligrosamente expuestos dentro de sus ventanas de plexiglás, pero el color del helicóptero era lo de menos. Lo que importaba era la señal del radar y, sobre todo, sus códigos del transpondedor y de la radio.
Estaban a doscientos veinticinco kilómetros de San Bernadino. El Osprey se había estrellado en la cara oriental de las Sierras, cerca del monte Whitney y del Parque Nacional Sequoia, en la parte central de California. Bornmann debía de haber virado al norte antes de recibir el impacto en un intento de escapar de los cazas. Estaban en territorio ocupado por los chinos. Los rusos no debían estar allí. Sus fronteras con el Ejército Popular de Liberación estaban a ochenta kilómetros al norte, justo al sur de Fresno, aunque habían logrado mantener Fuerzas Especiales dentro de esa línea. El oficial, el teniente coronel Artem Alekseev, estaba al mando de varias unidades de vigilancia encubierta cuyo aislamiento les había salvado. Un tercio de los hombres de Alekseev habían caído víctimas de ráfagas de nanos transportados por el viento, pero no había nadie más a quien enfrentarse. Habían sobrevivido. Y ahora se habían aliado con los estadounidenses, o viceversa.
Después de haber decidido arriesgar la vida de todos los hombres bajo su mando con las inoculaciones de Cam, Alekseev había buscado ropa de sobra y había vestido a los tres estadounidenses con uniformes rusos. Medrano hizo todo lo que podía para diferenciarse de ellos. Insistió en retirar las etiquetas de los nombres de su uniforme y del de Deborah, además de su insignia del ejército y su propio parche de las Fuerzas Aéreas estadounidenses, y coserlo todo en su nueva vestimenta, pero sólo había cuatro identificadores para los tres. REECE. MEDRANO. EJÉRCITO DE EE. UU. FUERZAS AÉREAS DE EE. UU. En combate, los soldados americanos no llevaban nada más, ni siquiera la bandera. Le puso la insignia del EJÉRCITO DE EE. UU. a Cam, pero el efecto era desdeñable. Todos parecían rusos.
Alekseev demostró estar rondando los cuarenta años cuando por fin se quitó la máscara bioquímica. Tenía el rostro moreno a causa del sol y del clima, excepto en una de sus mejillas, donde la piel estaba marcada con tres cicatrices blancas de pinchazos que Deborah no lograba identificar. ¿Qué podría haberle dejado esas marcas? ¿El alambre de espino?
Deborah no confiaba en él. Para convencer a Medrano de que compartieran la vacuna le había dicho que los rusos ya no eran sus enemigos. Todos querían vivir, y aquello era verdad, pero Deborah no era tan indulgente.
Alekseev era muy listo, así que Deborah pensaba vigilarlo de cerca, aunque no pareciera que tuviese nada que ganar traicionándoles y entregándoles a los chinos. ¿Cortas sentencias de cárcel para sus hombres? Sus ambiciones eran mayores que eso.
Al igual que había hecho el general Walls, Alekseev había dividido a los soldados que le quedaban en dos escuadras y les había ordenado buscar a otros supervivientes. Sus recursos eran demasiado escasos como para planear un contraataque serio. Durante todo el día, él había estado esperando y escuchando, detestando su impotencia. Para entonces, los chinos debían de haberse apoderado de las mejores instalaciones estadounidenses. Al día siguiente al amanecer, si no antes, se centrarían en limpiar cualquier foco de resistencia en la California rusa, así que Alekseev decidió apoyar a los tres estadounidenses en su apuesta a todo o nada en la búsqueda de Kendra Freedman.
En primer lugar, era el propietario del helicóptero, escondido en un viejo campo de refugiados a once kilómetros al norte de su escondite. En segundo lugar, la inteligencia rusa había estado controlando el tráfico radiofónico chino desde la ocupación con bastante suerte. Había sido necesario que los aliados coordinasen sus misiones aéreas, lo cual dio a los rusos muchas más oportunidades de las que tenía el bando estadounidense-canadiense para estudiar, piratear e infiltrarse en el sistema chino. El coronel Alekseev creía que podía burlar el control aéreo chino, en lo cual habían fracasado los estadounidenses. Por desgracia, en el helicóptero de la KTVC sólo había cuatro asientos. Alekseev había tenido más voluntarios de los que podía enviar. Ninguno de sus soldados quería quedarse atrás. Deborah sintió un reticente respeto por su valor, al tiempo que apoyaba a Cam y Medrano en su discusión con Alekseev. Ella tampoco quería quedarse atrás. ¿Qué iba a hacer? ¿Echarse una siesta?
El hecho de que Deborah, Cam y Medrano estuviesen heridos no ayudaba. El médico de Alekseev trató sus heridas, le entablilló el brazo a Medrano y les cosió los cortes, pero los tres estaban hechos un desastre. Según Alekseev, el único estadounidense que debía ocupar uno de los pocos asientos era Cam. Le habían explicado que Cam conocía a Freedman y que sabía algo de nanotecnología, pero Deborah extendió aquella verdad a medias hacia ella. «He sido ayudante de investigación —había explicado—. Y Medrano estudió en el área de Los Ángeles. Y es ingeniero. Le necesitamos si vamos a rebuscar entre lo que quede de la ciudad.»
Alekseev estaba seguro de que el helicóptero admitiría una carga de seis personas. Irían apretados, pero necesitaban a la mayor cantidad de gente posible. Los laboratorios debían de estar protegidos por una numerosa guardia china. Su mejor baza era atacarles con un bombardeo aéreo repentino. Cuando su piloto regresó con el helicóptero, los soldados de Alekseev cargaron en él el equivalente al peso de una persona en granadas autopropulsadas y demás armamento. Eso dejaba sólo cinco plazas, cuatro descontando al piloto, un hombre desafortunadamente corpulento llamado Obruch.
Se habían salvado de una decisión todavía más dura. Alekseev había enviado a tres hombres a investigar su avión siniestrado entre el humo. Esos soldados informaron que no habían encontrado ni rastro de Tanya Huff o de Lewis Bornmann. Si habían sobrevivido al accidente aéreo, lo cual parecía improbable, debían de haber muerto con el impacto del misil.
Al igual que Foshtomi, Huff había participado a la hora de salvar a Cam y a Deborah. La muerte de Huff la hacía sentirse pequeña y humilde, e indescriptiblemente orgullosa. Continuaría adelante por ellos hasta donde fuera posible.
Deborah esperaba morir con aquellos extraños. Toda su fuerza de ataque la conformaban Cam, Medrano, el coronel Alekseev, el sargento Obruch y ella misma, y los depósitos del helicóptero estaban llenos sólo al sesenta y cinco por ciento. Eso significaba que la distancia máxima que podían recorrer era de 257 kilómetros. Tendrían que encontrar un aeródromo y repostar para salir de Los Ángeles.
Deborah se alegraba de contar con un amigo. Apretujados en la parte trasera, Cam trabajaba por familiarizarse con un AK-47 ruso mientras Medrano inspeccionaba una granada autopropulsada. Deborah se limitó a descansar el hombro y observar el cielo y la tierra bajo sus pies. Por imposible que fuera, estaba en paz. Deborah Reece era una buena soldado.
Todavía estaban a unos ciento sesenta kilómetros de San Bernadino cuando su helicóptero golpeó las cenizas como si fuesen una membrana sólida. La aeronave se balanceó. Incluso el ritmo de los rotores cambió. El giro de las paletas se transformó en un sonido más corto y discordante, como si todo estuviera más cerca ahora.
Algo que a Deborah no le preocupaba era la radiación. La vacuna de refuerzo nanotecnológica les protegería de todo menos de la peor de las dosis. En cualquier caso, no esperaba vivir lo suficiente como para llegar a enfermar. Entonces miró hacia la oscuridad. El polvo golpeteaba el plexiglás. Había capas en las nubes. En ocasiones no podía ver nada más que los remolinos grises y negros. Otras veces, la neblina se abría y podía divisar el suelo, en su mayoría un desierto ennegrecido. Ocasionalmente aparecía una carretera, o alambradas, o una línea de postes telefónicos derribados.
Sabían que los chinos habían tomado las bases militares de Estados Unidos en el desierto de Mojave. Medrano pensó que aquellos objetivos debían de haber sido atacados también. La tierra estaba vacía y quemada, lo cual no facilitaba nada su trabajo. Habían perdido los mapas y los aparatos electrónicos al estrellarse. Eso significaba que también habían perdido su esporádica conexión por vía satélite. Habían memorizado las coordenadas GPS del hospital Saint Bernadine, pero el helicóptero de la KTVC le habían arrancado hacía tiempo su sistema de posicionamiento global para apoyar la campaña de guerra rusa.
En colaboración con Medrano, Alekseev pensó que había encontrado el lugar exacto en un mapa suyo. Usando el rumbo de una brújula, algunos puntos de referencia en el terreno y algunos cálculos a ojo, pensaban que podían encontrar las inmediaciones a grandes rasgos. Por suerte, San Bernadino estaba en la interestatal 40, al sur de un estrecho paso entre las montañas San Gabriel y San Bernadino, que formaban la frontera oriental de la periferia de Los Ángeles. Esos picos serían difíciles de pasar por alto. Algunos de los picos más altos se elevaban por encima de los tres kilómetros, y la interestatal debía actuar como una carpeta roja, formando una larga y distintiva banda en el terreno.
Cuatro veces vieron aeronaves chinas en la oscuridad. Las estelas de los cazas atravesaban las cenizas como balas, arrastrando el hollín en línea recta. Un avión volaba muy cerca, y a punto estuvo de volcar el helicóptero. Obruch maldijo y luchó con los mandos.
Alekseev ya había respondido a dos desafíos por radio en mandarín. Después de que fallaran su objetivo, hubo un tercer intento. Deborah esperaba el impacto de un misil (¿llegarían a sentirlo siquiera?), pero la muerte nunca llegó. Los códigos de Alekseev eran MSE, dijo, y se hacía pasar por un oficial de alto nivel, e incluso reprendió a los miembros de control del tráfico aéreo por volver a contactar con él. Quería silencio.
Finalmente empezaron a atravesar las montañas de San Gabriel. Obruch también podía seguir una carretera y el seco y destrozado canal de un acueducto. Ambos daban a la I-40, y después al paso.
La tierra se transformó. Las gasolineras y los aparcamientos para camiones aparecieron primero. Almacenes. Un concesionario de venta de vehículos. Una cantera. También había casas, y vallas publicitarias y una interminable hilera de inmensos postes de metal que sostenían el tendido eléctrico. Todo parecía haber recibido una sacudida. Los edificios estaban hundidos. Incluso la carretera estaba combada y partida. La ceniza cubría el mundo y le arrebataba todo color.
La destrucción empeoró conforme avanzaban por el paso. Había inmensas áreas residenciales: miles de viviendas siguiendo ordenados planos en damero sobre las colinas. Todas las calles se habían construido sobre unas gradas similares a unos anchos escalones que descendían por la pendiente de la montaña, salpicada de estructuras más altas como torres de apartamentos y centros comerciales. Desde el aire, incluso ahora, el orden que se había impuesto era impresionante. Aquellas carreteras y los cimientos podrían resistir durante siglos, pero los elementos más ligeros habían sido arrancados. Los tejados de las casas habían desaparecido. Gran parte de aquellos pequeños edificios cuadrados se habían derrumbado. Numerosas azoteas de los bloques de apartamentos y los centros comerciales también faltaban, y los edificios habían perdido una o más paredes. Ni siquiera el ladrillo y el cemento había sobrevivido. No había ni una sola ventana intacta. Todo ese material había sepultado las calles, al ser arrastrado por las ondas expansivas, formando montones y dunas que cubrían desastres anteriores. Mucho tiempo antes de que cayesen los misiles, San Bernadino había sido sacudido por terremotos e inundaciones. No llovía muy a menudo, pero cuando lo hizo, los jardines y las colinas devastados por los insectos desaparecieron, dejando las calles obstruidas con los restos de la erosión. Deborah todavía podía ver por dónde se habían formado ríos que habían descendido salvajemente por la ladera en algunos vecindarios.
Un pequeño porcentaje de los escombros eran huesos. Cientos de miles de personas habían muerto allí durante la primera plaga. Sus cráneos y cajas torácicas se mezclaban con los muebles y demás posesiones domésticas tiradas entre restos de ladrillo, madera seca, puertas, tablillas y material de aislamiento. Las señales estaban derribadas. Los árboles y los coches, volcados. Parecía imposible que alguien hubiese sobrevivido, pero Deborah cumplió con su labor, observando las ruinas en busca de alguna pista. Estaba a unos sesenta metros de altura. La visibilidad no alcanzaba más que unos pocos cientos de metros. Incluso las montañas se perdían en la oscuridad. Todo parecía igual. Lo único que resaltaba eran las paredes rotas, los innumerables bordes rectos de las paredes rotas.
A su lado, Medrano comparaba notas con Alekseev en la cabina de mando, intentando comprender el holocausto. Delante, los dos rusos murmuraban juntos en su propio idioma, hasta que Alekseev se giró y dijo:
—Estamos pasando nuestra marca. Tenemos que regresar hacia el norte.
—He estado contando las calles —dijo Medrano.
—Yo también —contestó Alekseev—. El hospital está detrás de nosotros.
—Mirad —dijo Cam, golpeteando con el dedo la ventanilla—. ¿Qué es eso?
Deborah se asomó por detrás de Medrano para intentar ver, lo cual resultó más fácil cuando Obruch se agachó lentamente junto a Cam.
Había gente desparramada sobre los escombros, cadáveres recientes y enteros, no esqueletos. Deborah contó al menos diez. Tenían el color de las cenizas, como todo lo demás, pero habían caído encima de los restos. Eso significaba que habían llegado allí después de los bombardeos.
—He cлuшkoм npuблuжaŭmecь —dijo Alekseev.
El helicóptero había ido descendiendo, pero Obruch ajustó la elevación, ascendiendo de nuevo, y después girando para evitar pasar por encima de la zona donde estaban los muertos. Deborah intentó ver los cuerpos a través de su ventanilla, pero apenas veía nada desde ese ángulo.
—¿Qué crees que les pasó? —preguntó Medrano, y Deborah pensó que no les habían disparado. Parecían... derretidos.
Las extremidades y las cabezas estaban alejadas de algunos de los cuerpos.
—Debe de haber sido reciente —dijo Cam—. No hay bichos. Ni hormigas. La manera en que esa gente ha sido mutilada...
—¡Taм! —gritó Alekseev—. A vuestra derecha.
Ése era el lado de Deborah, la cual miró a través de las irregulares formas de la ciudad. Sintió esperanza e inquietud al mismo tiempo, porque sabía exactamente lo que Cam estaba pensando. Esos hombres parecen haber muerto a causa de los nanos.
—Hay más cuerpos al norte —informó Alekseev.
—Entonces tenemos un rastro —dijo Medrano—. Pero ¿en qué dirección? ¿Qué grupo murió primero?
—Hay un helicóptero en el suelo, en mi lado —señaló Cam.
—Mierda —maldijo Medrano.
Alekseev le ladró algo a Obruch en ruso.
Cam añadió:
—No, se estrelló. No supone un problema. No veo ningún movimiento ni...
Deborah lanzó un grito ahogado.
Había una bruja entre los escombros que se veían abajo, de piel oscura y cabello salvaje. Movía una mano hacia ellos como si estuviese lanzándoles un hechizo.
—¡Sube! —gritó Deborah—. ¡Sube!
Obruch obedeció al instante. El motor aulló mientras él elevaba el helicóptero dando un brusco giro hacia la izquierda. La fuerza del giro empujó a Medrano contra Deborah, presionando su hombro herido, pero ella jamás se había alegrado tanto de experimentar una sensación de movimiento.
«¿Qué nos estaba lanzando? ¿Nos hemos escapado?»
—¿Qué has visto? —preguntó Alekseev.
—Está debajo de nosotros. Estaba en mi lado. —Deborah había perdido el sentido de la dirección del helicóptero mientas ascendían hacia el cielo, pero Obruch lo estabilizó y niveló el morro. Deborah la vio de nuevo. La bruja saltaba por las negras dunas y caía y rebotaba con el abrigo ondeando bajo la corriente de aire del helicóptero.
—¡La veo! —exclamó Deborah.
¿Era Freedman? Las fotos de archivo mostraban a una mujer corpulenta. Aquel veloz espectro era enjuto y jorobado y sus hombros sobresalían sobre su cuerpo delgado. ¿Quién si no podía ser? Aquella mujer parecía haber acabado con dos o tres pelotones de soldados chinos, lanzando nanos y derribando helicópteros, pero podía ser cualquiera, ¿no?
¿Y si los chinos habían capturado a otros investigadores estadounidenses o a algunos de los mejores científicos de Europa o la India?
—Huжe нac —dijo Obruch.
La bruja corrió por la lisa superficie de una pared de ladrillos caída y saltó hacia el espacio entre un coche y un amasijo de cables. Después desapareció como por arte de magia.
—Onycmume нac нa землю —dijo Alekseev a Obruch, señalando.
Deborah les interrumpió. Había reconocido la palabra «aterrizar».
—Espere, coronel. Será mejor que aterricemos lejos de ella o nos matará también.
Si los cálculos de Alekseev eran correctos, si realmente era ella, Freedman se había dirigido hacia el sur al abandonar el hospital para ir a algún otro destino. No la habrían visto de no ser por los campos de hombres muertos que marcaban su paso. ¿Hacia dónde iba?
Obruch descendió hacia los escombros a cuarenta y cinco metros de donde la habían visto por última vez.
—¡Cam, ven conmigo! —gritó Deborah, abriendo la puerta y saliendo hacia el ruido y el polvo de los rotores—. ¡El resto quedaos aquí!
—Nyet! —dijo Alekseev—. ¡Yo también voy!
—De acuerdo. No dejéis que se escape, pero no la agobiéis tampoco. ¿Entendido? —Deborah inspeccionó las cenizas con los ojos entrecerrados con más temor que emoción—. ¡Tiene algún tipo de nanotecnología!
—Da. —Alekseev cogió el transmisor de su cinturón y le gritó algo a Obruch al tiempo que le hacía señas. «Si Freedman nos mata, al menos Medrano y Obruch pueden intentarlo de nuevo», pensó Deborah. Ése era su mejor plan. Todo dependía de la débil conexión entre Cam y aquella mujer... y si era otra persona, alguien que ni siquiera hablase inglés...
«Tenemos que correr el riesgo.»
Los tres corrieron hacia los asfixiantes escombros bajo el helicóptero. Deborah sólo tenía una mano para agarrarse. Se resbaló y cayó en un montón de ladrillos y mortero, tuberías dobladas y un baño de porcelana. Cada paso que daban levantaba una nube de hollín. Oyó cómo Alekseev le pedía indicaciones a Obruch, pero estaba demasiado ocupada abriéndose paso a través de un trozo de tela podrida como para girarse. Entonces se sobresaltó al escuchar dos sonidos delante de ella. Era un ruido de metal sobre madera, y Deborah se vio ante la bruja, que estaba sorprendentemente cerca.
«¡Ha corrido hacia mí!», pensó Deborah atónita.
—¡Espere! —dijo con voz áspera. Tenía la garganta demasiado seca como para lograr decir algo más.
La bruja estaba de pie por encima de ella. Se había subido a un montón de tablas de madera apoyadas sobre un poste derribado que indicaba una calle. Las cenizas cubrían los dos paneles blancos, doblados y colocados en forma de equis en la señal, pero aun así todavía podían leerse en letras negras: CRESTVIEW AVE y EAST 16TH ST. La oficial militar que había en Deborah pensó que aquello era importante. Aquello era la zona cero. Habían encontrado a su mujer. Tenía que ser Freedman. Pero la bruja no tenía rostro. Ni cuerpo. Podía haber sido una silueta andante. El oscuro óvalo en el que debería haber estado su rostro se fundía perfectamente con su negro cabello desgreñado, y sus ropas estaban cubiertas de ceniza. Lo único que la definía en su delgado y jorobado cuerpo eran los ojos. Sus ojos blancos ardían de poder y de tormento, y entonces sus brazos empezaron a agitarse también.
Deborah observó aquellas oscuras manos durante un instante, paralizada por la otra mujer. Llevaba una mochila. Ése era el extraño bulto que tenía en la espalda. Deborah también vio que tenía un grueso cardenal en su antebrazo izquierdo, una marca de un suicidio fallido. En un momento dado se había intentado cortar las venas.
—Espere. Soy la comandante Reece...
La bruja levantó ambos puños.
«Va a matarme», pensó Deborah.
Pero entonces Cam gritó:
—¡Kendra! ¡Kendra Freedman!
La bruja giró la cabeza.
—¡Somos Rangers del ejército estadounidense! ¡Somos Rangers del ejército estadounidense! ¡Hemos venido a rescatarte!