Capítulo 16
El hotel Selva Negra fue uno de los primeros hoteles erigidos en la Colonia Tovar. Corría el año de 1938 cuando se aventuraron a cimentar sus bases trasladando los materiales para su construcción desde el poblado de La Victoria, sobre mulas, a través de un estrecho y averiado camino de tierra; el mismo por el que llegaron sus primeros huéspedes, quienes quedaron prendados no solo por el atractivo de la naturaleza que lo rodeaba, sino además, por la atención que recibían.
Más de setenta años después, el hotel era considerado uno de los mejores de la región. Ubicado en pleno casco central del pueblo, junto a la plaza principal y frente al mercado de frutas y hortalizas, representa una parada reglamentaria para los turistas.
Allí se encontraba la noche del lunes Rodrigo Luna, sentado en cómodos sillones tipo lounge alrededor de una chimenea en el bar del restaurante. Tomaba vino acompañado por dos alemanes con los que cerraba algunos negocios.
Cuando Jimena llegó, los hombres reían con sonoridad por algún comentario jocoso que uno de ellos había hecho.
—Buenas noches —interrumpió. Los alemanes respondieron con una sonrisa y se levantaron de sus asientos para estrechar la mano de la mujer.
—¿Todo bien? —preguntó Rodrigo con incomodidad, al terminar los saludos.
—¿Podemos hablar en privado un momento? —pidió ella. Procuraba disimular su inquietud. Había pasado unos días muy tensos, agobiada por las culpas y las penas.
Rodrigo le dedicó una mirada dura antes de girarse hacia los alemanes, e informarles que los dejaría solos por unos minutos. Se apartó con su hija hacia un grupo de sillones ubicados a varios metros de distancia, donde podían conversar sin ser escuchados.
—¿Qué ocurre? —indagó él con fastidio.
—Te pido que no sigas considerando la propiedad que me dejó mi madre para tus finanzas. Evaluaré algún medio para hacerte llegar dinero en agradecimiento por la inversión que has hecho conmigo durante años, pero por favor, no sigas llamando a Tomás. No está bien de salud —exigió con firmeza. Durante esos días, Jimena intentaba encontrar una oportunidad para hablar con Tomás en calma, y romper la promesa del matrimonio. Sin embargo, el hombre se mantenía en una perpetua cólera, discutía con todos y hasta golpeaba cosas. Aunque Malena le había asegurado que esa era una reacción habitual en él y que pronto pasaría, ella le tenía miedo. No sabía hasta dónde llegaría su ira, y al enterarse de que todo había sido culpa de su padre y sus insistencias, decidió actuar para poner un alto a la situación.
Si no lograba apaciguar a Tomás, jamás podría escapar de la delicada situación en la que se había metido.
Rodrigo Luna la observó con fijeza por un instante. Sus fríos ojos color ámbar despedían desafío.
—¿Y piensas que estoy interesado en tus migajas? —Jimena se irguió, ofendida por el comentario—. Ya no quiero esa asquerosa granja, encontré el dinero que necesitaba, y mucho más. Hoy hablé con Douglas para que detuviera el acoso a Tomás, así que no te preocupes, puedes hacer con esas tierras lo que se te dé la gana —espetó con reproche. Luego la miró de pies a cabeza con evidente decepción—. Veo que saliste más parecida a tu madre de lo que imaginé. —Las cejas de Jimena se arquearon—. Oportunista hasta la médula.
El rostro de la chica perdió toda coloración y sus ojos se humedecieron de furia.
—¿Aún piensas casarte con Tomás Reyes? —Ella quedó muda por culpa del enfado que sentía. Rodrigo rió con antipatía—. Te casas con Tomás para obtener la propiedad y al mismo tiempo te enredas con un sujeto con mucha más solvencia económica, solo para que te ayude a sacar adelante esa pocilga, sin importarte que haya sido el asesino de tu propio hermano.
La cara de Jimena ahora estaba enrojecida por la cólera. Sabía muy bien que su padre hablaba de David. No entendía cómo había podido enterarse de la relación que mantuvo con él, pero le indignaba que lo siguiera acusando de la muerte de Mariano.
—Mariano se quitó la vida por tu culpa, no porque otro lo haya incitado —le escupió con la mandíbula apretada. Rodrigo gruñó y afiló aún más su amenazante mirada.
—No fui yo quien lo llevó a volar en un parapente y cortó las correas de seguridad.
—Tampoco lo hizo David, todo fue decisión de Mariano.
—¡¿Te atreves a defenderlo?! —reclamó el hombre con ira. Jimena notó cómo los puños de su padre se apretaban con ansiedad y de su cuello enrojecido le brotaban venas.
—¿Por qué no aceptas tu responsabilidad? Mariano te rogó cariño, incluso, de rodillas. Lo único que quería y necesitaba era un padre, pero tú lo rechazaste y lo dejaste caer en la depresión.
—¿Lo rechacé? Pagué sus estudios en los mejores colegios de la capital y sus paseos al exterior. Le di más de lo que cualquier padre puede entregarle a un hijo.
—¿Dinero? ¿Crees que eso era lo que él necesitaba? Mariano solo quería tu atención, que lo reconocieras como tu hijo y no te avergonzaras de él.
Rodrigo emitió un bufido sonoro y giró por un instante su rostro para controlar la rabia.
—Mariano fue de carácter débil como su tonta madre, jamás reconocería a un hijo en esas condiciones. Lo único que me hubiera traído serían disgustos. Además, cuando él apareció estaba lidiando con Esperanza sobre tu situación, si revelaba que tenía otro hijo las cosas no hubieran salido tan bien.
—¿Tan bien? —inquirió Jimena indignada, y se esforzó por controlar el enojo que la embargaba.
Poco recordaba de Mariano Lozada, con él no tuvo más de dos o tres encuentros vergonzosos, cuando lo encontró en su casa suplicándole a Rodrigo que le concediera sus derechos. Sabía que había sido un chico apacible, tímido y silencioso, de mirada perturbada. Su madre fue una mujer hermosa que su padre conoció en el Hipódromo La Rinconada, principal pista de carrera de caballos de Caracas, sitio que Rodrigo solía visitar en décadas pasadas para su recreación, y dónde la mujer trabajaba atendiendo mesas en uno de los bares. Su padre nunca supo que había dejado embarazada a aquella amante, hasta que Mariano apareció en la puerta de su hogar años después, siendo un adolescente, con un rostro tan parecido al de él y las manos vacías.
Su madre había fallecido a causa de una golpiza propinada por su última pareja, de quién Mariano también había sido víctima. El chico se hallaba solo y en la calle, asustado. Buscó a su padre sin descanso por la ciudad hasta dar con él, para terminar oculto de la mirada de todos, siendo reconocido solo como un antiguo ahijado, al que le había perdido la pista tiempo atrás. Lo encerró en internados y pagó sus viajes para alejarlo de la familia, y no levantar sospechas. Lo silenció con dinero que poco le duraba, hasta el día en que él decidió quitarse la vida y acabar con su profunda soledad y tristeza.
—Lo ocurrido con Mariano no es tu problema, así que te pido que no opines sobre ese tema —destacó Rodrigo con severidad. Acusar de esa muerte a David León le sirvió mucho en el pasado y más aún en el presente. A pesar de todo, el chico había resultado ser el más útil de sus hijos.
Jimena no pudo rebatir sus palabras, la llegada de Dayana la obligó a cerrar la boca. Su hermana estaba acompañada por una amiga que trabajaba con ella en eventos de modelaje. Una espigada y sensual mujer de larga y sedosa cabellera negra, labios carnosos y ojos almendrados, que había conocido en una oportunidad en su casa, cuando la mujer fue invitada a cenar con la familia.
—Papá, mi tarjeta de crédito no quiere funcionar —se quejó Dayana y se detuvo frente al hombre con un puchero malcriado en los labios y una mano estirada, sin saludar siquiera a su hermana—. Préstame la tuya.
—¿Será que no te funciona porque ya no le queda nada de dinero? —reprochó él. La joven resopló como respuesta.
Rodrigo suspiró con resignación mientras sacaba su billetera del bolsillo de su pantalón. Lucía Arrieta, que así se llamaba la amiga de Dayana, saludó a Jimena con un beso en la mejilla, para luego sentarse al lado de Rodrigo y acariciarle el brazo con total descaro. El hombre perdió enseguida la actitud irritada que había mantenido cuando conversaba con Jimena, para mostrarse complaciente.
Después de entregarle la tarjeta de crédito a Dayana posó su mano sobre la rodilla de su amiga, sin importarle que sus dos hijas se encontraran frente a él, y observaban la escena.
—¿A dónde piensan ir? —preguntó sonriente.
—A una aburrida reunión —notificó Lucía sin apartar sus brillantes y maravillados ojos del hombre—. Formaremos parte de la organización del Oktoberfest y seremos la imagen de su campaña promocional en los medios de comunicación del país —agregó con sonrisa sugestiva.
—Se verán como unas hermosas doncellas alemanas —auguró Rodrigo y pellizcó con ternura la mejilla de la joven, antes de afincar en ella una mirada lujuriosa.
Jimena puso los ojos en blanco y se mordió los labios para no dejar salir todo su desasosiego. El Oktoberfest representaba una de las festividades más destacadas de la zona, que atraía a miles de turistas cada año a esas tierras y buscaba imitar el Oktoberfest original de tradición alemana.
—Bueno, ya nos podemos ir —acotó Dayana, molesta por la actitud amorosa de su padre con su amiga—. ¿Dónde está Tamara? —preguntó para traer a colación a su madrastra, al tiempo que tomaba a Lucía por un brazo para levantarla del sillón.
Rodrigo la fulminó con la mirada y endureció la mandíbula.
—Se fue a la posada después de salir del Spa.
—Deberías ir con ella —lo retó la joven, logrando que su padre se levantara y la encarara con desafío.
—¡Dayana! —Aquel saludo emotivo impidió que se produjera una discusión. Dayana ignoró a su padre y se giró para atender el llamado de Sabrina Landaeta—. ¿Qué haces aquí?
—Buscaba a mi padre —informó la mujer antes de recibir un efusivo abrazo de la chica—. ¿Y tú?
—Con Amanda, vinimos a apartar una sesión en el Spa para mañana.
Jimena sintió el corazón galopar con furia en su pecho, al ver que David aparecía en el bar acompañado por la rubia y despampanante Amanda Dietrich, que caminaba firmemente agarrada del brazo del hombre, como si temiera que de un momento a otro se le escapara.
Se levantó del sillón y se despidió con celeridad de los presentes, para huir del lugar. No quería vivir un nuevo desplante, pero su padre la retuvo por un brazo.
—Ya le dije a Douglas que no llamara más a Tomás, ahora necesito que me asegures que él dejará de enviarme mensajes de amenaza —le pidió Rodrigo en voz baja, para que solo ella lo escuchara. Jimena arrugó el ceño con desconcierto, no sabía que Tomás Reyes habituaba comunicarse con su padre para tal fin.
—Dayana, Lucía —El saludo de Amanda le impidió indagar más en ese tema. La mujer había soltado a David para repartir besos y abrazos. Él se quedó unos pasos alejado del grupo, miró a Rodrigo con recelo y con interés a Jimena.
—Buenas noches —saludó con cortesía Amanda al resto de los presentes. Ese gesto obligó a Dayana a hacer las presentaciones.
—Él es mi padre Rodrigo y ella mi hermana Jimena.
La sonrisa de Amanda se borró de sus labios mientras dirigía una dura mirada hacia Jimena. Ella pudo divisar en los ojos enfurecidos de la mujer las verdades que conocía. No sabía cómo, pero estaba segura de que Amanda también estaba al tanto de la relación que ella había mantenido con David.
—Un gusto conocerla y espero me disculpen, pero tengo que irme enseguida —se excusó Jimena y salió apresurada del bar, acompañada por el calor que muchos ojos asestaban sobre su espalda.
Sin embargo, cuando comenzó a cruzar el extenso estacionamiento ubicado frente a la edificación, alguien la detuvo por un brazo.
—Jimena.
—Déjame ir.
—Vamos a hablar un momento —pidió David, sin soltar su agarre.
—Te esperan adentro.
—Que sigan esperando, necesito hablar contigo.
La postura firme del hombre impidió que ella pudiera continuar con su negativa. Por más excusas que le diera, David no la dejaría marcharse.
—¿Qué quieres?
—Una oportunidad. —El rostro de la chica se comprimió por la angustia, desvió su atención hacia la calle, pero David la tomó por la barbilla y la obligó a encararlo—. Hablo enserio, Jimena. Al menos, vamos a discutirlo.
—David, estás con Amanda, van a casarse.
—No voy a casarme con ella y aunque se aloja en mi casa, no hemos intimado.
—Ese no es el punto —rebatió e intentó apartarse de él, pero David la aferró con más fuerza y le acunó el rostro entre las manos para que lo mirara a los ojos.
—Me importas —reveló, paralizando a la chica—. Y mucho. No he podido sacarte de mi cabeza estos días, me desespera esta situación.
—Fuiste tú quien no quiso seguir —expresó ella con los ojos anegados en lágrimas.
—Y no pienso hacerlo si tengo que compartirte, pero estoy seguro que podremos evitar ese detalle.
Jimena acarició las manos de él que le sostenían el rostro y fijó su vista en los provocativos labios del hombre, que se hallaban a escasos centímetros de los suyos. Anhelaba sentir de nuevo su sabor.
—Hablé con un amigo que es abogado —explicó David—, existen medios para recuperar tus tierras sin tener que unirte a Tomás Reyes, incluso, puedes utilizar esa propuesta para denunciarlo por acoso e intimidación. —Ella lo observó con desconcierto. Recordó que no había podido narrarle todos los hechos a David. Él desconocía que su aceptación no había sido voluntaria y que aún buscaba la manera de librarse de ese yugo, pero sin iniciar un conflicto legal con Tomás, que podría durar una eternidad y les haría a ambos más daño—. Puedo hacer que mi amigo venga a la Colonia para que te explique todas las posibilidades —anunció y acarició con dulzura las mejillas de la chica con los pulgares—. Haré lo que sea necesario para evitar que cometas ese error. No quiero que te cases con él.
Las miradas de ambos se fundieron. Se mezclaba el anhelo que sus pupilas desprendían. David bajó el rostro y tomó sus labios con suavidad. Cuando ella abrió su boca para permitirle profundizar el beso, el frenesí se apoderó de él. Aferró la cabeza de la chica, y hundió sus dedos en los cabellos para alcanzar su nuca. No quería que se alejara. Necesitaba beberse hasta sus gemidos.
—¡David! —La voz enfurecida de Amanda congeló la sangre de Jimena. Se apartó del hombre con un sobresalto, sin poder darle la cara a ninguno. Mantuvo el rostro bajo mientras relamía sus labios hinchados, que aún poseían el sabor de David.
Él se giró hacia Amanda. El corazón le rebotaba con furia en el pecho. La sorpresa y la angustia que habían invadido sus facciones, poco a poco se fueron transformando en rabia.
—¿Qué quieres?
La mujer estaba lívida por la cólera. Lo observaba abochornada, sin saber si darse media vuelta y salir de allí antes de perder la dignidad, o golpearle el rostro por descarado.
—Yo… debo irme. —La intervención de Jimena motivó a David a girarse hacia ella, dominado de nuevo por la ansiedad.
—Jimena…
—Luego hablamos —se apresuró a responder ella y lanzó una ojeada hacia Amanda. La notó tan impactada que parecía haber entrado en estado de shock.
Retrocedió un par de pasos para alejarse de David y evitar que la detuviera. Dio media vuelta y se marchó con rapidez.
Él no pudo hacer otra cosa que observar inmóvil su huída, hasta que se atrevió a encarar a Amanda. Comprendió que era momento de poner un alto a aquella situación.
El regreso a su cabaña se produjo en un tenso silencio, quebrado solo por algunos gimoteos emitidos por la mujer, que, aunque David intentaba que no le afectaran, lo cierto era que le hacían mucho daño. No deseó herir a nadie.
Con caballerosidad le abrió la puerta del hogar para dejarla entrar. Amanda pasó por su lado con el mentón en alto, lanzó sobre el sofá su bolso y se giró hacia él con el rostro endurecido y los brazos cruzados en el pecho.
—¿Tuviste el descaro de besarte con tu amante en público?
David suspiró hondo y cerró la puerta de la cabaña.
—No es mi amante.
—¿A no? ¿Qué es, entonces?
—La mujer con la que quiero iniciar una relación seria.
Para Amanda aquello fue como recibir una patada en el estómago. Casi se doblega por el golpe, pero tenía una voluntad de roble, que no permitiría que cayera frente a quienes la humillaban.
—¿Tratas de decir…?
—Lo que trato de decir es que mi relación con Jimena Luna no es un juego —expuso con firmeza—. Con ella voy muy enserio.
—¿Y cuando pensabas decírmelo? ¡¿Cuándo te cansaras de utilizarme?! —gritó la mujer con frustración mientras un par de lágrimas llenas de ira escapaban de sus ojos.
—Amanda, yo no te invité a que vinieras ni he hecho nada para que te quedes, al contrario, he intentado convencerte de que me dejes solo para poder concentrarme en el trabajo. Fuiste tú quien decidió quedarse y pretendes gobernarme la vida, a pesar de que muchas veces te he dicho que no quiero nada contigo.
—¡¿Y con ella sí?! —vociferó la mujer alterada— He pasado años detrás de ti, siguiéndote hasta en Europa, ¡y a mí no me das una oportunidad! —La furia de Amanda parecía aumentar a cada segundo. David se mantenía muy quieto frente a ella, con las manos metidas dentro de los bolsillos de su pantalón. Le dolía tratarla de aquella manera, la apreciaba, pero necesitaba dejarle en claro su posición—. ¿Qué hizo ella para llegar hasta tu frío corazón? ¡¿En qué falle?!
La mujer se tapó el rostro para llorar, lo que inquietó más a David. Él se acercó hacia ella, aún con las manos en los bolsillos, influenciado por la pena que mostraba.
—De verdad lo siento, Amanda. No fue algo que yo planifiqué, se dio y punto. No puedo controlarlo.
—¡Claro que puedes controlarlo! ¡Olvídate de ella! —exigió con rencor.
—No tengo idea de cómo hacerlo —respondió él con una media sonrisa frustrada—. Además, no quiero.
—Te has vuelto despreciable, David León —acusó Amanda. Él negó con la cabeza.
—Te equivocas, nunca dejé de serlo —argumentó con frialdad, antes de darse media vuelta y salir de la cabaña. Necesitaba estar solo.
Ella se quedó inmóvil en medio de la sala. Observaba con rabia contenida la puerta cerrada. Ya no lloraba, no tenía por qué seguir haciéndolo, David se había marchado.
—Te dije que esto pasaría —pronunció Gonzalo al salir de la cocina, vestido solo con unos pantalones deportivos color blanco, sin camisa, ni zapatos. Su torso, marcado por músculos, quedaba al descubierto.
Ella puso los ojos en blanco e intentó no dirigirle la mirada, pero él se ubicó dentro de su periferia, a pocos centímetros de distancia.
—¿Por qué no te olvidas tú de él? —agregó el hombre.
—Ese no es tu problema.
—Sí lo es, y desde hace muchos años —aseguró Gonzalo y alzó una mano con intención de tocarle los labios, pero ella se alejó. Le lanzó una mirada llena de advertencias.
—Cómo quieras, dulzura —le reprochó Gonzalo con una sonrisa de suficiencia—. ¿Deseas pasarte la vida esperándolo? ¿Jugando con otros para pasar el tiempo en vez de conseguir algo real? Entonces, hazlo. Ese sí que es solo tu problema.
El hombre se apartó de ella con desinterés, en dirección a su habitación, y la dejó allí, sola y frustrada, siendo devorada por la cólera que tenía almacenada en el alma.