Capítulo 3

 

David salió de la habitación mientras subía la cremallera de su pantalón. Iba descalzo y sin camisa. Se dirigió a la cocina, al tiempo que intentaba poner en orden sus cabellos con los dedos de las manos, pero al abrirse la puerta contigua giró el rostro.

—¡Trae hielo! —pidió una voz femenina desde el interior.

—Sí, mi vida. Descansa, ya vuelvo —aseguró el hombre que salía vistiendo solo unos pantalones cortos, lo que arrancó una sonrisa burlona en David.

—Que complaciente eres —se mofó al tener al sujeto a su lado.

—Maldita sea —se quejó Gonzalo Pocaterra, un joven rubio, de cuerpo fibroso y mirada burlona—. Si no fuera porque esa mujer es una fiera en la cama, la mandaría hoy mismo a la mierda.

David rió mientras entraban en la cocina del elegante y amplio apartamento que Amanda ocupaba con Sabrina Landaeta, su mejor amiga y socia, ubicado en una de las zonas más opulentas de Caracas. Se sirvió un poco de agua y se sentó en una banqueta que halló junto a una encimera. Miraba como su amigo, el flamante novio de Sabrina, tomaba una cubitera y la llenaba con hielo.

—¿Cuándo vas a formalizar la relación? —le preguntó con una sonrisa pícara. —Llevan mucho tiempo juntos.

—¿Estás loco? Yo no me caso ni dejándola embarazada —rezongó Gonzalo sin dejar de atender su tarea.

—¿Ni siquiera si ella te lo pide de rodillas y con lágrimas en los ojos? —consultó divertido.

—Ni así. La libertad es mi marca distintiva.

David bebió un trago de agua para sofocar la risa, sabía que a su amigo no le gustaba que se burlaran de él, mucho menos en referencia a la relación de más de cinco años que mantenía con Sabrina. Gonzalo no se cansaba de repetir que lo único que sentía por ella era una simple atracción física, que la mujer no le importaba de otra manera, pero era capaz de dejar cualquier cosa de lado por ella.

—¿Vas a asumir el trabajo que te indicó Leonel Acosta? —inquirió Gonzalo. La pregunta le borró a David la sonrisa del rostro—. Mi papá ya tiene los permisos para comenzar los estudios de las tierras —señaló, haciendo mención a su padre, Armando Pocaterra, el hombre elegido por Leonel para llevar a cabo el proyecto agrícola.

—Esa es una buena noticia —refutó el aludido, y asumió una postura despreocupada. Regresar a la Colonia Tovar despertaba en él muchos sin sabores—. Quiero iniciar cuanto antes el trabajo, para terminarlo pronto y volver a Londres.

Gonzalo bufó.

—¿Irte? ¿Crees que te dejarán?

David apretó la mandíbula, sabía que al final tendría un montón de problemas para regresar. Su madre y Amanda insistirían en que se quedara.

No obstante, el conflicto que tendría con ellas era lo que menos le preocupaba, su inquietud se centrada en pisar de nuevo las tierras del municipio Tovar, donde se hallaba asentado el pueblo de la Colonia. Allí su vida había dado un vuelco total cuatro años atrás, cuando fue testigo de la desesperación y del miedo. En esas montañas lo perdió todo, incluyendo sus sueños y anhelos.

Por más que se esforzaba no comprendía por qué Leonel Acosta lo había hecho venir desde Londres para estar a la cabeza de esa tarea, y en esa región en especial, aún sabiendo el dolor que aquello le producía. El hombre tenía a mucha gente en el país que podía ocuparse de esa labor, como su hermano Danilo por ejemplo, quien no perdía oportunidad para limpiar el suelo que el empresario pisaba.

—Mañana mismo viajaré a la Colonia —masculló con la mirada perdida. Si debía enfrentarse a los fantasmas del pasado, lo haría lo más pronto posible.

—¿No pasarás unos días aquí en la capital? ¿Con tu familia? —ironizó su amigo—. No se ven desde hace un año, cuando fueron a visitarte a Londres.

—No estoy de ánimo para discutir con mi madre, ni para soportar los reproches de mi hermano —confesó David con seriedad. Dejó el vaso en el mesón y se levantó de la banqueta.

—¿Sabías que mi papá me asignó como representante de la empresa para ayudarte con el trabajo? —se apresuró a decir Gonzalo—. Tendrás que soportarme por un tiempo —completó con una expresión divertida.

David mostró una media sonrisa.

—¿Irás conmigo? ¿Para qué? ¿Para correr a la capital ante la primera llamada de Sabrina?

—¡No digas idioteces! —reclamó el hombre con enfado y buscó un par de botellas de Redbull almacenadas en el interior del refrigerador—. Necesito un descanso y nuevos cuerpos qué disfrutar. Estoy harto —expresó y pasó junto a su amigo en dirección a la habitación de su novia, con las bebidas revitalizantes y el hielo, que los pondrían de nuevo a punto para disfrutar del resto del día.

David sonrió por la escena, pero prefirió no hacer comentarios. Su amigo siempre hacía lo mismo. El tiempo que estuvo en Europa recibió la visita de Gonzalo en tres ocasiones, con la intención de quedarse con él por una temporada indefinida, pero nunca pasaba más de un mes. Enseguida hacía sus maletas y tomaba el primer vuelo hacia Venezuela cuando Sabrina lo llamaba, y lo amenazaba con conseguirse a otra pareja si no regresaba pronto.

Se adentró en la habitación sin comprender la actitud de su amigo. Ya quisiera él tener un puerto al qué llegar, alguien que lo quisiera por lo que era y no por cómo se veía; que no esperara más de lo que podía dar y no le exigiera amparándose en sus deudas.

Observó a la exuberante rubia acostada boca abajo en medio de la cama. Amanda levantó la cabeza de la almohada y sonrió con pereza, para finalmente llamarlo con un dedo, dispuesta a reiniciar la acción.

David obedeció y se acercó a ella con una actitud dominante, mientras repasaba con mirada hambrienta el cuerpo inmaculado de la mujer. Se movía en un mundo en el que debía dejar en claro su poderío para sobrevivir. Al más mínimo reflejo de debilidad, sería aplastado como a una cucaracha.

De nuevo se olvidó de sus anhelos y se concentró en dar lo mejor de sí.

Si David León regresaba, sería para comerse al mundo, no para permitir que el mundo volviera a devorárselo a él.

 

***

 

El enfado hacía que Jimena se moviera por instinto. Atravesó a pie la larga calle asfaltada mientras el sol se ocultaba tras las montañas. Al divisar en la lejanía el hogar construido íntegramente de ladrillos rojos, con techo de tejas oscuro y bordeado por un hermoso jardín cubierto de follajes y flores, las emociones parecieron calmarse en su interior.

Una incipiente curiosidad la motivó a acercarse y empuñar con una de sus manos el enrejado negro que protegía la construcción.

Sus ojos admiraron la vivienda cimentada sobre una pequeña colina. Todo a su alrededor era verde y natural, y el hogar tan rojo, que daba la impresión de ser un gran rubí asentado entre esmeraldas.

Debía confesar que era más hermosa de lo reflejado en las fotografías de baja resolución que su padre le había facilitado, y no estaba para nada destruida ni abandonada, como él le aseguró.

Se acercó a la puerta de hierro que daba entrada a la casa, ubicada bajo un marco de ladrillos con forma de arco. Tocó el timbre y esperó a que alguien saliera. A los pocos minutos, una mujer robusta de unos sesenta años, con el cabello canoso semi oculto por una pañoleta azul y ataviada con un vestido floreado hasta las rodillas y con un delantal manchado, se aproximó. Cuando la mujer estuvo cerca, las facciones del rostro se le ampliaron.

La miró con sorpresa mientras se llevaba las manos cerradas en un puño hacia el pecho.

—¡Sagrado Corazón de Jesús! —Su exclamación preocupó a Jimena.

—Buenas tardes, soy…

—¡Jimena Luna Ramos! —completó la mujer y dibujó una gran sonrisa en su rostro—. ¡Niña, eres igual a tu madre!

El comentario estremeció a Jimena.

La mujer corrió hacia la reja, sacó con rapidez un manojo de llaves del bolsillo de su delantal y al abrir, se volcó sobre la chica para darle un gran abrazo. Jimena quedó por un instante aturdida por la muestra de cariño, pero la calidez del gesto y el aroma a especias que su anfitriona llevaba encima, la hizo sonreír.

Entre los pocos recuerdos que tenía de su madre se encontraba su olor. Adelaida siempre estaba rodeada por los aromas de la comida, de los aliños listos para agregar a la sopa o a las salsas, y del café recién colado. Esa mujer olía igual, era alguien dedicado a la cocina en cuerpo y alma. Una vez escuchó que quienes se ocupaban en elaborar con dedicación los alimentos que satisfacían al estómago, no podían ser malas personas. Por eso pudo sentirse a gusto entre los brazos de esa desconocida.

—¡Qué felicidad! Don Tomás va a dar saltos de alegría cuando sepa que ya estás aquí —dijo y sin consultarlo, le arrancó de la mano la maleta y la empujó hacia el interior de la casa.

Tras ellas, la neblina comenzaba a invadir cada rincón de aquellas interminables montañas, así como la oscuridad.

Jimena suspiró de satisfacción al entrar a la vivienda. Una agradable calidez la envolvió. Las paredes seguían mostrando el brillo de los ladrillos rojos y los muebles eran todos de madera oscura. Las cortinas opacaban la intensidad de la luz natural, y la cantidad de ornamentos, cuadros, jarrones con flores naturales y candelabros que ataviaban cada rincón, aunque podían resultar excesivos, le otorgaban al hogar un ambiente familiar.

—Bienvenida a tu casa, mi niña —expresó la mujer—. Avisaré a mi marido que llegaste, espérame aquí unos segundos —indicó y dejó a Jimena parada junto a su maleta y en medio de la sala, para subir con rapidez los dos escalones de un entarimado situado al fondo, en el que estaba asentado el comedor, y desaparecer por una puerta lateral.

La chica volvió a suspirar cuando estuvo sola, e intentó detallar los adornos de las paredes. Podía divisar fachadas de casas fabricadas en arcilla, platos de cerámica con dibujos de parejas engalanadas con los trajes típicos de la cultura colonial alemana, oleos pintados en colores vivos, y decenas de figuritas en madera, entre muchas otras cosas. Se acercó a un grupo de fotografías en busca de alguna cara conocida, no obstante, el ruido de algo que se quebraba, producido en una habitación contigua, la sobresaltó.

A un costado de la sala, entre el entarimado y los ventanales, se hallaba una puerta con forma de arco.

—¡MALENA! —Un atronador rugido se generó tras ella. La poderosa voz retumbó en la sala e hizo vibrar cada uno de los objetos.

Jimena quedó de piedra y con los ojos abiertos en su máxima expresión mientras veía salir a un hombre alto, de contextura musculosa, piel curtida por el sol y con los ojos tan verdes como los jardines que bordeaban la casa. Los fuertes brazos cubiertos de vello se notaban tensos. El sujeto llevaba puesta una camisa blanca arremangada en los codos y unos pantalones negros empapados con algún líquido.

Su rostro de facciones furiosas enseguida se estiró al verla. La sorpresa, matizada con algo de temor, hizo gala en su cara ancha enmarcada por una mata de cabello castaño y desordenado. Parecía que el hombre regresaba de una afanosa pelea consigo mismo.

—¡Pero, ¿qué demonios…?! —La expresión impactada del sujeto se vio interrumpida por la entrada apresurada de la mujer que había recibido a la chica.

—¡Don Tomás! ¡¿Qué sucedió?!

El hombre permanecía inmóvil, con sus ojos aterrorizados fijos en Jimena. Ella lo observaba de la misma forma, sin poder siquiera respirar.

Malena se acercó a él y con su delantal tuvo la intención de limpiar la ropa empapada, pero enseguida Don Tomás la fulminó con una mirada llena de advertencias, que hizo que la mujer olvidara su gesto y enderezara los hombros para hacerle frente.

—Es la niña Jimena —explicó con tanta serenidad que Jimena sintió admiración por ella. Aquella dama menuda se enfrentaba con valentía a un sujeto que parecía el ogro de un cuento de hadas.

El hombre se relajó mientras evaluaba de nuevo a la recién llegada.

—¿Le ofreció algo? —se quejó hacia Malena.

—Fui a buscar a Goyo para que acompañara a la niña mientras le preparo café, pero no lo conseguí en la cocina y usted me llamó de forma repentina.

Tomás pareció dudar. Jimena rumiaba en su mente alguna excusa para marcharse a otro lugar. No quería tener problemas con nadie, mucho menos, con un sujeto tan bárbaro como aquel.

—Haga lo que tenga que hacer, yo me quedo con ella. —Malena amplió los ojos y lo observó dubitativa. Tomás estaba tan distraído mirando con curiosidad a Jimena que no reparó en la reacción de la mujer, hasta que lanzó una ojeada hacia ella—. ¡¿Qué hace aquí?! —la reprendió con severidad, lo que originó que ambas mujeres dieran un respingo.

La dama se irguió enfurecida y achicó los ojos hacia el hombre, pero no hizo ningún comentario. Se retiró con movimientos toscos por la misma puerta por la que había aparecido minutos antes.

Al quedar de nuevo sola con aquel sujeto, Jimena se angustió. Sin embargo, al ver que él sacaba y metía con nerviosismo las manos en los bolsillos húmedos de su pantalón, suavizó la postura, y entrelazó las manos en la espalda para de esa manera ayudarlo a serenarse.

—Siéntate —expresó Tomás de forma brusca y señaló uno de los sillones. Jimena lo miró con cierta sorpresa, pero él enseguida agregó en voz baja:— Por favor.

Ella obedeció en silencio. Sentía curiosidad por ese sujeto irritable que se comportaba como un cervatillo asustado.

Al ocupar un puesto en un sofá de tres asientos notó que el hombre buscaba algo en los alrededores con el ceño fruncido.

—¿Y tu padre? —preguntó con voz rencorosa.

—Decidió quedarse en el pueblo, en un hotel —informó ella con total formalismo. Evitaba mostrar su turbación.

—Maldito hijo de… —Tomás enseguida se calló al ver el rostro impresionado de la chica y farfulló un montón de maldiciones en voz casi imperceptible, mientras se acercaba a una silla ubicada lo más alejada posible de la joven.

El mueble era una banqueta de madera con asiento de cuero, tan pequeño y delgado que Jimena dudaba que aguantara por mucho tiempo el peso del hombre.

Él se sentó con rigidez y apoyó las palmas de las manos en los muslos.

—Soy Tomás Reyes, y fui… amigo de tu madre —aclaró con una forzada serenidad.

Jimena lo observó con detalle. Aprovechó que él mantenía la mirada en cualquier otra parte menos en ella, para evaluarlo. Tomás Reyes era un hombre grande e intimidante, pero atractivo, y de cierta manera, tierno. Por poco debía superar los cuarenta años.

—Mi padre me dijo que usted quedó a cargo de la casa después de la muerte de mi madre.

Tomás se tensó, la miró con desazón por un instante y luego volvió a extraviar la vista entre los ornamentos.

—Adelaida siempre soñó con que tú ocuparas la casa y te encargaras de la granja de flores, pero Rodrigo nunca lo permitió. Por eso quedé a cargo.

Ella asintió mientras escarbaba entre la poca información que le había entregado su padre.

—Él me dijo que la granja de flores no produce y que usted me entregaría los documentos de propiedad hoy mismo, para iniciar la evaluación del terreno con miras a una venta.

Tomás se levantó en medio de un gruñido de impotencia y se paró firme frente a la chica, con una postura amenazante.

Apretó los puños a ambos lados de sus caderas con tal fuerza, que el ramaje de venas de los brazos podía divisarse desde la distancia.

—¡La granja es una de las más productivas de la zona y no pienso entregársela a ese miserable para que la destruya como lo hizo con Adelaida! —rezongó con enfado. Jimena sintió que el corazón le galopaba con fuerza en el pecho, con suavidad se levantó del sillón y alzó las manos con las palmas dirigidas hacia el hombre, en un gesto de rendición.

—La intención de mi padre no es…

—¡Conozco muy bien las intenciones de tu padre! —gritó Tomás, paralizando a Jimena—. ¡Por ley estas tierras ahora me pertenecen, no la ocupaste en el tiempo estipulado, puedo reclamar los derechos sobre la propiedad cuando quiera!

Aquella intimidación le agitó a Jimena la rabia en el pecho. Se irguió y alzó el mentón.

—Yo no sabía de la existencia de este lugar, mi papá me habló de él hace tres días.

El silencio fluyó entre ambos como la filosa hoja de una espada. Por un tiempo indeterminado las miradas se fundieron en un duelo de voluntades. Tomás se esforzaba por asimilar la noticia y controlar el volcán de ira que se agitaba en su interior. Jimena procuraba mantener la calma, no estaba habituada a exteriorizar sus emociones y no comenzaría a hacerlo frente a un desconocido.

—Está listo el café. —La voz serena pero firme de Malena retumbó detrás del hombre. La mujer lo rodeó para que Jimena pudiera verla y estiró una mano hacia ella, la invitaba a seguirla a la cocina—. Ya tendremos tiempo para aclarar el tema. Ahora debes comer algo, mi niña, y descansar.

Aunque el estómago le rugía por el hambre, ya que no había comido nada desde el medio día, Jimena no pensaba moverse de allí. Si se mostraba débil ante Tomás Reyes el hombre se la comería viva en cualquier momento.

Sin embargo, al ver que él, después de emitir un bufido sonoro, se giraba sobre sus talones y se dirigía con pasos largos hacia la habitación de la que había salido, respiró aliviada. Con un portazo el sujeto puso punto final a la discusión y siguió en lo suyo. Así le daba oportunidad a la chica de asentar sus emociones, comer algo y pensar con calma la situación.

Aquello no sería tan fácil como su padre le había garantizado.