Capítulo 6

 

David tuvo que intervenir para evitar que Dayana lanzara a Jimena en el interior del auto de Gonzalo, y así la joven modelo se fuera con él. Se consideraba un experto en mujeres de ese tipo: capaces de urdir cualquier tipo de hazañas para hacer cumplir sus caprichos. En el pasado se había mezclado con muchas como ella, las detestaba, aunque en ocasiones les permitía que hicieran de las suyas solo por diversión, y al cansarse, las alejaba. Pero en esa oportunidad no pensaba darle alas, no tenía ganas de jugar ningún juego. La curiosidad que sentía por Jimena era más fuerte que cualquier otra cosa.

Desde el momento en que la vio en la casa de ladrillos rojos, no solo le pareció que la conocía, sino que había algo que los unía. Como si estuviera destinado a darle un mensaje, pero no recordaba cuál era la misión encomendada. O tal vez, no era exactamente a ella, la mirada melancólica e insatisfecha de la chica le recordaba a alguien, pero no podía descubrir a quién. Esas incógnitas lo volvían ansioso.

Hasta que no resolviera aquel acertijo no viviría en paz.

—¿Dayana y tú…?

—Somos hermanas de diferente madre —aclaró Jimena. Acostumbrada, y algo fastidiada, a que siempre le preguntaran lo mismo. Dayana y ella eran muy diferentes, no solo en lo físico, sino en cualquier otro aspecto. Por eso la gente solía sorprenderse al saber que eran parientes tan cercanas—. Soy la oveja negra —agregó con sarcasmo mientras él tomaba la vía en dirección a la posada—. Mi madrastra siempre dice eso en referencia a nuestro color de cabello.

—¿Tú madrastra? ¿La madre de ella? —La joven negó con la cabeza. David bufó— Tu padre debe ser indetenible. —Ella asintió con las mejillas sonrojadas—. Disculpa si el comentario te ofendió —expresó al notar la vergüenza reflejada en el rostro de la chica.

—No te preocupes, es habitual que comenten cosas como esas.

Por un momento hubo silencio en el auto, hasta que la curiosidad lo venció de nuevo.

—¿Por qué tu familia se queda en una posada y no en la casa que te pertenece?

Jimena suspiró apesadumbrada, antes de responderle.

—Mi padre no tiene una buena relación con Tomás Reyes —reveló con la vista clavada en la vía. A David aquello no le extrañó. El administrador de la granja no parecía un sujeto muy amigable—. Es que mi padre quiere vender la propiedad, pero Tomás se opone —comentó solo por agradecimiento. Ese hombre había dejado de lado sus responsabilidades por acompañarla en su desgracia, al menos, merecía una pequeña explicación.  

—¿Y por qué tú padre quiere vender tú casa?

Ella chasqueó la lengua y sonrió sin ánimo.

—Es… un acuerdo al que llegamos él y yo.

—¿Y tú quieres venderla? —La chica se mantuvo en silencio por un instante, con su atención puesta en el camino—. Es tu propiedad, ¿no? La decisión final la tienes tú.

David pudo percatarse de la angustia que se reflejaba en los ojos oscuros de la joven. El tema le producía pesar.

—Con eso pagaré una deuda que tengo con él y… —Cerró la boca al reconocer lo absurdo de esas palabras—. Solo quiero terminar con esta situación cuanto antes —completó de forma repentina, y se cruzó de brazos antes de fijar la mirada en la espesa vegetación que los rodeaba. Así dejaba en claro que el tema había finalizado.

El hombre mantuvo su atención puesta en la carretera. Experimentaba una fuerte empatía con Jimena. Él también buscaba lo mismo: acabar lo más pronto posible con el trabajo que le había impuesto para marcharse lejos de aquel lugar, y de todo lo que le recordara su estúpido pasado.

Respiró hondo y evitó seguir con las preguntas. Sin tener todas las respuestas creía intuir la situación. El problema de esa familia parecía muy complejo y él no tenía ningún tipo de derecho a meterse en ese asunto. Aunque sus necios instintos sobreprotectores lo empujaran a ello.

La posada donde se hospedaban los Luna era una edificación asentada en un rincón de la montaña, rodeada de árboles. De lejos no parecía poseer el lujo que Jimena había imaginado que tendría. Pensó que su familia buscaría un lugar más opulento, que los hiciera brillar como el sol. Como siempre hacían. Sin embargo, a medida que se acercaba notaba la belleza de la construcción.

El dueño había resultado ser un gran amigo de los alemanes que formarían parte de la asociación que Rodrigo Luna pensaba establecer, un detalle que Dayana les explicó de malas maneras cuando llegaron a la estancia. La joven se mostraba irritada por no haber podido viajar con David.

Al atravesar la entrada de piso de piedra y admirar más de cerca la casa, que mezclaba detalles antiguos con la fortaleza de los materiales actuales, comprendió por qué ningún miembro de su familia puso algún reparo en quedarse en esa posada.

A simple vista parecía una construcción más de la Colonia. Con paredes blancas ataviadas con el típico tramado negro de la cultura colonial alemana, combinado con zócalos de madera, y un balcón cubierto de flores en la parte superior. Sin embargo, poseía una amplia terraza lateral que aportaba una vista insuperable de los profundos valles y de las imponentes montañas, decorada con toda la distinción que pudieron aportarle. Era un área elegante, desde donde se podía tomar una bebida caliente mientras se apreciaba la magna naturaleza, y los campos marcados por surcos y tapizados con fresas, lechugas o tomates. Los arrullaba el suave silbar del viento, que impregnaba el ambiente con los aromas de las rosas, claveles y crisantemos que parecían crecer como la hiedra en los alrededores.

Jimena quedó por un instante hipnotizada al mirar aquel escenario. Una agradable sensación de bienestar la embargó.

La neblina comenzaba a bajar, y estaba a punto de llegar a la edificación, lo que le daba una apariencia mágica, como de cuentos de hadas. Cerró los ojos y se llenó los pulmones de aire. La pureza le dejaba en la garganta un regusto a agua y le erizaba la piel.

—¡Jimena! —El efusivo saludó de Alejandro, su hermano menor, la despertó. El niño corrió y la abrazó por la cintura. Ella lo cubrió con sus brazos mientras sonreía complacida. De toda su familia paterna el chico era el único que le prodigaba muestras sinceras de cariño.

Dayana resopló y pasó junto a ellos sin mirarlos siquiera, en dirección a la terraza. Jimena la ignoró y continuó su camino mientras Alejandro le contaba emocionado que esa mañana había visto un mono aullador cerca de la posada, y hasta había logrado tomarle una fotografía.

David caminó en silencio tras los hermanos y junto a Gonzalo, no podía dejar de evaluarlos. Los tres eran diferentes, pero a la vez poseían ciertas similitudes que solo un ojo atento podía encontrar, y seguía resultándole demasiado familiar.

Al final de la terraza, sentada en una mesa redonda vestida con un fino mantel de ganchillo, se hallaba Tamara. Tomaba un chocolate caliente y leía folletos turísticos que le habían facilitado, y la ayudarían a elegir una de las tantas excursiones que se ofrecían por el pueblo.

—¡Tamara! —el saludo de Dayana le arrancó a la mujer una sonrisa amplia— Él es David León, ahijado de Leonel Acosta, socio del canal de televisión que trasmite las novelas que tanto te gustan —comentó la chica al llegar a su lado, y señalando a David.

La mujer se levantó de la mesa y se aproximó al hombre para recibirlo con un abrazo, como si fuese el hijo que había perdido y que hallaba después de haberlo buscado por años.

Jimena no pasó por alto el rostro contrariado e incómodo del hombre, pero no pudo hacer nada por ayudarlo, una sensación de despecho la abrumó. Estaba cansada de ser siempre ignorada por sus «familiares», mientras que a cualquier extraño, con una buena posición social o económica, lo trataban como a la persona más querida del planeta.

—Me alegra tenerte aquí, ¿te quedarás en la posada? —consultó Tamara sin disimular su alegría. Le encantaba relacionarse con gente importante que aumentara su estatus social.

—No, mi amigo y yo nos residenciaremos en una cabaña en el pueblo —respondió David y señaló a Gonzalo, quien saludó a la mujer moviendo una mano desde su posición detrás de Dayana. Tamara le regresó el saludo por cortesía, pero enseguida se centró de nuevo en David.

—Lastima, este lugar es increíble. Nos cedieron a mi marido y a mí una habitación para recién casados. Es hermosa, toda decorada de blanco, y ataviada con ramos de flores naturales, velas aromáticas y pétalos de rosa esparcidos por la cama. ¡Hasta posee su propio balcón privado! —narró sin detenerse— Nos obsequiaron una botella de champagne, frutas y chocolates artesanales. ¡¿Y el baño?! Tienes que verlo. Es grande y elegante… —David lanzó una mirada ansiosa hacia Jimena, quien lo único que pudo hacer fue alzar los hombros. Nunca había conseguido una manera para frenar a Tamara cuando comenzaba a hablar—. En la mañana te dejan una bandeja con bocadillos y café en la puerta. ¡Es genial! Y la comida es insuperable, el chef se esmera con cada detalle. Tienes que ver…

—Me alegro que esté satisfecha con el servicio —la interrumpió David. No estaba dispuesto a escuchar una cháchara interminable.

Tamara lo miró con sorpresa, la única persona capaz de silenciarla era Rodrigo. Sin embargo, pronto se recuperó y mostró su mejor sonrisa.

—¿Y qué hace alguien tan distinguido como tú en estos pueblos tan alejados de la civilización?

David se metió las manos en los bolsillos y reprimió un suspiro.

—Estoy con Jimena —destacó y señaló a la chica con la cabeza. Su intervención sobresaltó a no solo a Tamara, sino también a la aludida.

—¿Con… Jimena? —consultó la mujer completamente desconcertada.

—La ayudo a ubicar a su padre.

Tamara y Dayana clavaron una mirada inquisidora en la joven, haciéndola sentir inquieta.

—David trabajará en el terreno ubicado frente a mi casa —informó para calmar el fisgoneo de las mujeres—. Leonel Acosta lo compró para cosecharlo.

—¡Vaya! —expresó Tamara sin poder salir de su asombro—. Qué mundo tan agradablemente pequeño, ¿cierto?

A pesar de la forzada alegría que intentaba mostrar, David pudo notar la actitud recelosa de la mujer y las miradas despectivas que lanzaba en dirección a Jimena. Aquello, además de indignarlo, aumentó su curiosidad.

—¿Tu casa? —preguntó Alejandro hacia Jimena, después de haberse bebido todo el chocolate que Tamara tenía sobre la mesa—. ¿Cuál casa, si te dejamos en la calle para no tener que saludar al orangután de Tomás Reyes? —expresó, repitiendo lo que su padre había dicho después de abandonar a Jimena la tarde anterior.

—¡Alejandro! —lo reprendió su madre y tomó con rapidez una servilleta de tela para limpiar el borde del labio superior del chico, que estaba manchado por el chocolate.

—¿Te dejaron en la calle? —consultó con cierto rastro de burla Gonzalo, que no hacía más que escuchar la conversación desde su posición.

Dayana se giró hacia él y le habló algo fastidiada.

—No la dejamos en la calle, solo en la entrada del callejón donde está ubicada su casa. Papá estaba apurado.

—¿Callejón? Eso es casi un kilómetro —agregó David y se mostró enfadado.

—¿Dónde está papá? —preguntó Jimena a Tamara. Ignoró a los presentes para no tener que enfrentar aquella situación tan vergonzosa.

—En el salón —respondió la mujer con incomodidad—, pero no lo molestes, está reunido con los alemanes —advirtió.

—Pero necesito hablar con él sobre… —expresó Jimena con ansiedad. No obstante, la mirada amenazante que le dirigió Tamara la silenció.

—Vamos —la aupó David, a punto de estallar por la ira. La tomó por la cintura y la empujó hacia el interior del hogar. Si no hacía algo, terminaría entablando una absurda discusión con aquella gente.

Salieron de la terraza y atravesaron una puerta francesa construida en madera y vidrio labrado, para entrar en una sala amueblada con sofás de tapicería marrón, apostados sobre una alfombra de pelo corto. Adentro, la calidez era tan reconfortante que el nerviosismo de ambos pudo ser aplacado como por arte de magia.

En un costado de la habitación, frente a la chimenea de ladrillos, se hallaba el sujeto que Jimena había buscado con tanto ahínco. El hombre les daba la espalda mientras hablaba con otro de mediana edad, de piel blanquísima, cabellos castaños y nariz aguileña.

La voz gruesa y profunda del padre de Jimena retumbaba en la estancia y le despertaba a David amargos recuerdos. A medida que se acercaban él arrugaba el ceño.

—Buenos días —saludó Jimena al estar tras su padre. El alemán que lo acompañaba le respondió con una amplia sonrisa.

Rodrigo se giró enseguida, pero al mirar a David quedó paralizado.

—¿David León? —preguntó con expresión estupefacta.

Jimena se irguió para hacerse notar, estaba harta de pasar siempre desapercibida.

—Hola, papá. Disculpa la interrupción, pero necesito hablar contigo. Es urgente —recalcó, pero a Rodrigo le costaba salir de su asombro. Paseaba su mirada contrariada entre David y su hija, como si el simple hecho de verlos allí resultara un asunto antinatural.

—Aprovecharé que llegó tu hija para buscar a mi socio y prepararnos para el almuerzo —anunció con simpatía el alemán, con un acento europeo casi imperceptible—. Espero sepan disculparme —completó en dirección a los recién llegados, recibiendo una sonrisa dulce de parte de Jimena.

David apenas pudo asentir con la cabeza en respuesta, haberse encontrado con Rodrigo Luna lo había dejado perplejo.

Al marcharse el alemán, la tensión que arropaba al trío se hizo más evidente. Jimena se aclaró la garganta dispuesta a dirigirse hacia David, para agradecerle su ayuda y compañía, y pedirle con delicadeza que la dejara a solas con su padre. Necesitaba conversar con él sobre Tomás Reyes. No obstante, no fue ella la que logró hablar primero.

—David León —saludó Rodrigo con frialdad.

—Nunca imaginé que el padre de Jimena fuera usted —se justificó él, con las manos apretadas en puños.

—¿De haberlo sabido, la hubieras lanzado por un acantilado como lo hiciste con mi ahijado? Y justo en estas mismas tierras.

Aquello dejó de piedra a Jimena, y con la boca tan abierta como las órbitas de sus ojos.

—¡Rodrigo! ¡¿Viste quién comerá esta tarde con nosotros?! —La llegada imprevista de Tamara interrumpió el enfrentamiento. La mujer se acercó a su esposo y le envolvió un brazo con los suyos—. David León es ahijado de Leonel Acosta, el empresario. ¡Y será nuestro vecino!

Rodrigo se mantenía rígido al igual que David. Jimena estaba tan contrariada que ni siquiera pudo intervenir para corregir a Tamara, y aclararle que el futuro vecino no sería David, sino el propio Leonel Acosta.

—Tendrá que disculparme, señora —expresó David—. No podré comer con ustedes, tengo un trabajo que me urge terminar pronto.

Jimena se giró hacia él. Sintió un amargo vacío apoderarse de su pecho.

—¿Te irás?

Él relajó las facciones al dirigir su atención hacia la chica. Lamentaba tener que dejarla, había logrado cierta empatía con ella, pero ahora se daba cuenta que lo mejor era alejarse de esa mujer, y de su familia.

—Fue un placer haberte conocido. —Le tomó una mano y la acercó a sus labios para darle un tierno beso sobre los nudillos—. Espero logres resolver tus asuntos —expresó, y se deleitó por un momento con sus brillantes ojos negros, antes de retroceder un paso.

Con una venia se despidió de Rodrigo Luna y de su esposa, dio media vuelta y se marchó de la posada.

—Pero… —Tamara, contrariada, quiso intentar detenerlo. No podía perder la oportunidad de compartir un almuerzo con semejante personalidad de la sociedad caraqueña, para luego presumir de ello frente a sus amigas cuando volviera a la capital.

Sin embargo, tuvo que cerrar la boca al ver el rostro pétreo de su marido. Rodrigo, con una mirada irascible le advirtió que no interviniera.

—Ve con los chicos a la terraza. Jimena y yo tenemos que hablar —le ordenó.

Tamara observó a su hijastra con reproche, se irguió como una reina y salió de la sala dando fuertes taconazos.

Jimena volvió a sentirse abandonada. Dio una ojeada hacia su padre y notó su postura severa. Éste dejó sobre la repisa de la chimenea la copa de vino que tomaba y la agarró con firmeza del codo para dirigirla con brusquedad hacia uno de los sofás.

Ella parecía una chiquilla que asumía con resignación su castigo, aunque no podía entender qué era lo que había hecho mal.

 

***

 

Después de haber utilizado decenas de excusas para convencer a Dayana de que Gonzalo y él debían marcharse, David pudo salir de la posada seguido por el contrariado de su amigo.

—¿Qué demonios ocurrió? Quería pasar un rato con esa chica —reclamó Gonzalo con enfado.

—Conoce a tu novia, ¿no crees que podrías meterte en problemas si Sabrina se entera que coqueteaste con una de sus amigas cuando debías estar trabajando? —expresó David con irritación mientras se dirigía a su auto.

—Sabrina y yo mantenemos una relación abierta. —El bufido sonoro de su amigo fastidió a Gonzalo—. A veces no logro comprenderte. Si querías marcharte podías haberte ido solo. Creo que eres bastante grandecito para asumir tus problemas sin tener que arrastrar a los demás.

David se detuvo de forma imprevista y se giró hacia su compañero con el cuerpo tenso y los puños cerrados.

—El padre de esas chicas era el padrino de Mariano Lozada. ¿Lo recuerdas? —La noticia le cortó hasta la respiración a Gonzalo—. No me trató muy bien al reconocerme y dudo que te permita pasar una tarde agradable con su hija, si se entera que también estuviste en El Jarillo el día del accidente.

Gonzalo retrocedió un paso para dar movilidad a su cuerpo petrificado, trago grueso y se metió las manos en los bolsillos del pantalón sin decir una sola palabra.

—Llevo cuatro años asumiendo solo mis culpas, lejos de las personas que aprecio, para no arrastrarlos en mi pena. Así que no me des lecciones de lo que debo hacer o no en estos casos. Soy consciente de cuál es mi puesto en este mundo. Ahora, si te quieres quedar, quédate.

Después de decir aquello, David se giró sobre sus talones y se apresuró a entrar en su auto para marcharse del lugar. Gonzalo lo observó por un instante aún inmóvil, hasta que pudo reaccionar y retomó su camino en dirección a su vehículo. Comprimió el rostro en una mueca de disgusto, lamentando que una maldita casualidad le fastidiara la diversión.

 

***

 

En el interior de la posada, Rodrigo Luna sentó en uno de los sofás de la sala a su hija, para luego ubicarse junto a ella. Con sus movimientos bruscos evidenciaba su enfado.

—¿Dónde y cuándo conociste a ese sujeto? —preguntó con severidad, sin mirar a la cara a Jimena, al tiempo que sacaba su teléfono móvil del bolsillo de su pantalón.

—Trabaja frente a la casa y fue esta mañana a hablar con Tomás sobre los terrenos. —La chica respiró hondo mientras un dolor lacerante le comprimía el pecho. Se sentía exhausta, confusa y enfurecida. Tanta mescolanza de sentimientos le impedían pensar con claridad—. Tuve una discusión con Tomás, y al enterarme que él venía hacia el pueblo, le pedí que me trajera para buscarte —expresó y buscó su mirada escurridiza, con la ansiedad represada en las pupilas en forma de lágrimas. A su padre no parecía interesarle lo que le contaba, estaba atento a lo que escribía en su teléfono—. Dijiste que me llamarías anoche, yo lo he hecho cientos de veces, pero no respondes ni siquiera mis mensajes.

—¡He tenido cosas qué hacer! —rebatió Rodrigo con brusquedad. Jimena se mordió los labios para no dejar salir el llanto. El vacío se extendía por todo su ser y la ahogaba en la desesperación.

—Tomás no quiere vender, dice que no le entregará la casa a un ladrón para que la destruya como lo hizo con Adelaida —reveló enfurecida y con la voz casi quebrada.

—Esa casa es tuya, no de él —contestó el hombre aún manipulando su teléfono, sin que el estado de su hija lo afectara.

—Tomás dice que tiene como quitármela…

—¡No puede Jimena! —exclamó Rodrigo con la mirada severa clavada en ella—. Haré venir a mi abogado para que trate con él. Mientras tanto, mantente en esa casa, has vida en ella. Ocupa tu lugar.

La chica arqueó las cejas, con el desconcierto reflejado en su rostro pálido.

—¡¿Quieres que viva con ese hombre?!

—Quiero que te quedes en la propiedad y te encargues de ella como su dueña. Yo me ocuparé de sacar a Tomás a patadas de allí, lo más pronto posible —enunció con frialdad y se levantó del sillón—. Y ni se te ocurra hacer amistad con David León —advirtió mientras la observaba desde arriba—. No creo que sea una casualidad que ese hombre esté cerca de ti, así que mantente alejada de él. ¿Me entiendes? —advirtió y la señaló con un dedo para afianzar su decisión.

Jimena miró a su padre con las lágrimas a punto de salir desbordadas de sus ojos y la boca abierta.

—¿No venderás la propiedad? —consultó al borde del llanto. En ese momento su cerebro no podía asimilar varios temas a la vez, necesitaba primero comprender lo que ocurriría con la propiedad que su madre le había dejado, para luego pensar en otra cosa.

—No, estoy negociando la producción de flores. Así que no cometas más errores, llamaré a un taxi para que te regrese a la casa y no vuelvas a salir de allí sin mi consentimiento.

—Pero Tomás…

—¡Tomás es un idiota! —bramó exasperado—. Puedes manejarlo, eres igual a tu madre —completó con reproche para luego darle la espalda y dirigirse a la terraza.

Ella no pudo moverse del sofá. La ira, el miedo y la confusión le embotaban la cabeza, e impedían que llegaran órdenes al resto de su organismo.

Su padre mentía, cada vez era más consciente de ello. ¿Cómo podía negociar la producción de una granja que él mismo le había indicado que no funcionaba desde hacía años?

Estaba segura de que Rodrigo Luna nunca había puesto un pie en esa propiedad. Tomás no se lo permitiría. Sin embargo, parecía conocer mucho de ella, pero en su desesperación económica sería capaz de ofrecer su producción a precio de gallina flaca y al primer postor que hallara.

En cierto punto, Tomás Reyes tenía razón: su padre podría llevar la propiedad a la quiebra.

Respiró hondo y se levantó del sofá para dirigirse con paso sereno y hombros caídos hacia la entrada de la posada. Se abrazó a su cuerpo para calmar el frío que la sensación de abandono le producía, y era mayor al que podía generar el clima del lugar.

Mientras atravesaba la edificación, el recuerdo de David León pasó por su mente, siendo rápidamente bloqueado. No porque su padre se lo hubiera advertido, sino porque era mejor así.

No eran tiempos para los amigos, ni para las relaciones, era momento de poner en orden su presente y su futuro. No podía seguir viviendo tras la sombra de nadie, estaba sola, y aunque en realidad siempre lo estuvo, era hora de asumirlo y comenzar a tomar decisiones en base a su nueva existencia.

Se sentó sobre el muro bajo y empedrado que servía de cercado a la posada, para esperar a que llegara el taxi que la trasladaría a su hogar. Lo único estable que parecía quedarle en medio de aquella destrucción.

Al llegar a la casa, Malena la recibió con un cálido abrazo, y en silencio la introdujo en su cocina. No hizo ningún comentario o pregunta indiscreta, la mujer sabía cuando mantenerse al margen. El rostro contrito de Jimena le revelaba lo que estaba oprimido en su alma.

Para la joven, la cocina de esa vivienda era otro mundo. Las paredes de ladrillos, los fogones encendidos y las cacerolas colgando de un complejo artilugio atornillado a las vigas del techo, así como las decenas de ramilletes de albahaca, orégano, romero, cilantro y laurel esparcidos por el lugar, le hacían pensar que se hallaba en un lugar remoto y apartado de la civilización. Un sitio donde podía ocultar su cabeza como lo hacían los avestruces, para aislarse de todo lo que la rodeaba.

Malena colocó frente a ella un plato con guiso de carne, humeante y aromático, mientras una lágrima bajaba solitaria por la mejilla de la chica. Ese era el único atisbo de pena que Jimena se había permitido exteriorizar. Sus facciones endurecidas y su mirada impasible, clavada en un horizonte invisible, mantenían a raya su amargura.

—Cuando comencé a trabajar en esta casa me enfrenté no solo a los humores volubles de los dueños, sino a todas las consecuencias que el cambio de vida produjo en mi matrimonio —comentó Malena y colocó junto al plato de la chica una cuchara, y un vaso con zumo de fruta—. Fue duro y difícil, en muchas ocasiones pensé en dejarlo todo y regresar a la capital, para morirme de hambre entre sus calles atestadas de gente —reveló mientras dejaba una cesta con pan recién hecho sobre la mesa. Se secó las manos en el manchado delantal y se sentó con cansancio frente a Jimena, sin mirarla a los ojos. Observaba con fijeza un rincón de la habitación, como si en ese sitio se mostraran las imágenes de lo que narraba.

—Lloraba —continuó—, y cuando se me secaban las lágrimas, descargaba mi frustración con cualquier cosa; ya fuese dándole golpes al suelo con el trapeador, o desmembrando una cabeza de ajo en el mortero.

Sin mover el cuerpo, Jimena dirigió su atención hacia la mujer. La calidez de la comida le bañaba el rostro y eliminaba poco a poco la rigidez de sus facciones. Hasta le secaba las lágrimas.

El aroma de la carne adobada, de las hierbas y verduras, despertaron a su estómago, que comenzó a retorcerse al saberse vacío.

—Tu madre tenía la paciencia de un santo, aunque su propia vida estuviera más apaleada que la mía. —La mención de Adelaida fue como un interruptor para Jimena. Como una autómata su mano derecha se movió para tomar el cubierto y darle una primera probada a la comida—. Recuerdo que ella me decía que en cada caída debía aprender a mirar la nueva oportunidad que el destino me obsequiaba. «Cambia tu punto de vista», me repetía, pero yo no lograba entenderla. Lo que hacía era enfurecerme más.

Malena sonrió con poco ánimo en medio de su monólogo, sin notar que ahora la chica le prestaba toda su atención mientras se deleitaba con el guiso.

—Para callarla yo le decía: «Tonta, tu optimismo es enfermizo, la gente se aprovecha de tu bondad; te humillan, te despojan de todo lo que amas, y te lanzan al olvido. ¿Y aún así me dices que vea mi problema desde otro punto de vista? ¿De qué hablas?»

Jimena detuvo la cucharada de guiso que llevaba hacia su boca a escasos centímetros de ésta, a la espera de la continuación de aquella triste historia.

—Y ella, con esa sonrisa tan dulce que siempre la caracterizaba, me respondía: «Sí, tonta, de no haber sido por eso yo no estuviera aquí, ni habría obtenido este lugar» —expresó Malena y abarcó con una mano toda la cocina—. «Ahora tengo algo mío, que me ayudará a recuperar lo que me pertenece. Y lo traeré aquí, a esta casa, donde nadie podrá quitármelo de nuevo, ni hacerle daño».

La mujer dirigió su rostro hacia la chica y le sonrió con ternura y lágrimas en los ojos.

—Adelaida sufrió mucho cuando te separaron de ella y lo aceptó porque no había otra opción. No tenía nada que ofrecerte, ni con qué pelear tu custodia. Hasta que llegó a este lugar, y el destino se encargó de ponerlo en sus manos para dártelo a ti.

Jimena no dijo nada. Aún tenía la cuchara inmóvil frente a su boca, mientras su atención bailaba entre Malena y cualquier otro punto de la cocina. Le costaba mantenerle la mirada, no quería estallar en llanto. Si el destino había arrastrado a Adelaida a ese lugar, con intención de darle una herramienta para recuperar lo perdido, entonces, ¿por qué se la llevó antes de tiempo?

¿Ironía? ¿Una burla? Eso nunca lo sabría, ni estaba de ánimo para intentar comprenderlo.

—No vendas la propiedad, mi niña —suplicó la mujer con rostro angustiado—. Trata de verla desde otro punto de vista. Encuentra la gran oportunidad que puede hallarse aquí, entre estas paredes, oculta tras lo que puede parecer un problema insostenible.

Después de decir aquello, Malena se levantó de la mesa y se entretuvo organizando la cocina. Jimena la observó por casi un minuto, pensativa. Luego retomó su comida mientras su mente asimilaba el consejo.