Capítulo 7
Una hora después, Jimena entraba en su habitación con los hombros caídos. Le dolían los huesos, tenía frío, cansancio y miedo. Sin embargo, nada de eso resultaba suficiente para que decidiera lanzarse sobre el colchón a desahogar las penas con el llanto.
Estaba tan agotada que no tenía ánimos ni para llorar.
Se sentó en el borde de la cama y miró los alrededores: los adornos ubicados sobre las repisas, las fotografías (casi todas de ella), y las tablitas con imágenes de santos acompañadas de mensajes fortificantes colgadas de las paredes. Su inspección se detuvo en un gran rosario de madera atornillado a la pared, encima del cabecero de la cama. Era lo primero que se divisaba al abrir la puerta. Su madre en vida había sido una gran devota, rezaba a diario, sobre todo a la Virgen del Carmen, quien decía era la mediadora de todos aquellos que se esforzaban por hacer cumplir las leyes, y amparaba las causas difíciles.
El objeto estaba conformado por cuentas con formas de capullos de rosas, que habían sido talladas en madera con tal mimo, que parecían toda una obra de arte. El crucifijo que portaba también era de madera, notándose a la perfección la caída de los cabellos del Cristo, así como las facciones del rostro. Era un adorno hermoso, trabajado con dedicación.
La curiosidad pudo más que ella y la llevó a acercarse para tomar el accesorio con una mano y evaluarlo con atención. La cadena que unía las cuentas había sido bañada en oro, lo que le otorgaba más valor.
Después de apreciar el ornamento giró su atención hacia la cómoda y las repisas. No había reparado en la diversidad de adornos y muebles tallados en madera que su madre poseyó. Casi todos con formas o dibujos de rosas, lirios, claveles o geranios.
Si prestaba más atención, podía descubrir que cada elemento en el dormitorio poseía algún detalle floral: las sábanas y el cabezal tallado en madera de la cama, el estampado del cofre de aluminio donde guardaba las joyas que le había obsequiado Filippo Merlo, las cortinas, el marco del espejo y de las fotografías.
Al parecer, la mujer había sido una ferviente fanática de las flores, e incluso, de los objetos fabricados en madera.
Se acercó a una de las mesitas de noche, abrió la gaveta y sacó el cuaderno de Adelaida. Desató los cierres mientras se quitaba los zapatos y se sentaba sobre la cama con las piernas cruzadas.
Comenzó a pasar con lentitud cada página, leyendo su contenido. Encontró, en su mayoría, anotaciones técnicas de reuniones a las que la mujer había asistido. Cada entrada estaba precedida por la fecha en que se realizó, que correspondían a unos meses antes de que cayera gravemente enferma, y semanas después del fatal fallecimiento de Filippo en un accidente de tránsito en la capital (como le había comentado Malena).
Los puntos de la agenda que se tocaban giraban en torno a la producción de rosas, las maneras en que se podían mejorar los cultivos, o acuerdos para la solitud de insumos a diversos entes gubernamentales y privados. Al parecer, Adelaida había pertenecido a una cooperativa de floricultores.
También halló comentarios personales de investigaciones que la mujer hizo centrados en la cosecha de ese tipo de flor. En algunas partes se encontraban fotocopias de libros pegadas a las páginas, que indicaban las descripciones y características de diferentes especies de rosas, o detalles sobre la construcción de invernaderos.
Por el contenido del cuaderno, Jimena pudo deducir que su madre estuvo en un cien por ciento involucrada con la granja. Aspiraba ampliarla y planeaba aumentar la producción. Aquel lugar se había convertido en su finalidad, e invirtió sus últimas fuerzas en diseñar un plan de trabajo bastante completo.
Lo que más le interesó, fueron los datos que su madre había registrado sobre la granja. Allí pudo descubrir que la propiedad en realidad ostentaba una hectárea de terreno, y no «unos pocos metros» como le había informado su padre. Poseía algo menos de treinta mil plantas de rosas, todas en producción, que eran importadas al país a través de una cooperativa de floricultores de la zona.
Poseía además un pequeño invernadero, donde realizaban pruebas para mejorar alguna especie o producir otra nueva, e incluso, experimentaban con orquídeas. Su madre había ahondado mucho en ese tema, y tenía contactos con ingenieros, agrónomos y jardineros profesionales del país, que la asesoraron en sus investigaciones.
En medio de un suspiro, cerró el cuaderno, y volvió a observar los alrededores con curiosidad.
¿Por qué su madre nunca le habló de la granja ni de su intención de dedicarse al negocio de las flores? ¿Mantuvo acaso una relación con Filippo Merlo Reyes solo para obtener la propiedad? ¿Al margen de la relación que seguramente tuvo con Tomás Reyes?
Un torbellino de dudas se desató en su cabeza, y le impidió el paso de las ideas. Cerró los ojos y se llenó los pulmones de aire. Procuró serenar sus emociones para pensar con frialdad.
No importaba cómo habían sucedido los hechos, lo único que tenía claro era que el último aliento de su madre quedó represado en ese lugar. Allí residían todas sus esperanzas y aspiraciones, por eso, no debía deshacerse de ese sitio. En esa propiedad se hallaba anclado el espíritu de Adelaida Ramos, y su deber era protegerlo.
Pero primero necesitaba comprender la situación de su madre antes de llegar a algún acuerdo con Tomás Reyes, y convencerlo, de que la ayudara a resolver su problema más próximo: evitar la intervención de su padre en el destino de la propiedad.
Anhelaba terminar con la deuda moral que tenía con el hombre y rehacer su vida lejos de esa familia, pero no deseaba que Rodrigo cerrara ningún negocio sin evaluar las potencialidades de esas tierras y darle su justo valor. Si su madre estuviera viva, no se lo perdonaría, y ella no podía vivir con esa culpa.
Según lo encontrado en el cuaderno de Adelaida, la propiedad era capaz de generar excelentes ingresos, que podían triplicarse si se lograban llevar a cabo los planes que la mujer había trazado.
Si eso era cierto, las palabras de Tomás quizás no estaban muy alejadas de la realidad: «la granja es una de las más productivas de la zona». Como tampoco lo estaría su opinión de que Rodrigo Luna lo que lograría sería arruinarla, como lo había hecho con Adelaida.
Debía actuar con celeridad, pero a la vez, con precaución.
«Puedes manejarlo, eres igual a tu madre», recordó lo que le había dicho su padre en referencia a Tomás.
Físicamente, Adelaida y ella compartían muchos rasgos, aunque a su criterio las diferencias eran notables. Pero quizás esas semejanzas pudieran servirle de algo, al menos, para ganarse la confianza de Tomás Reyes.
Abrió los ojos sintiendo que había hallado la pieza faltante para armar el rompecabezas, y se levantó de la cama con renovado ánimo. Le había dado una perspectiva diferente a sus pensamientos. Seguiría el consejo de Malena y se esforzaría por ver la situación desde el punto de vista de Adelaida.
Tal vez eso podría ayudarla a reconstruir su desbaratada vida.
***
Sentado en la terraza de la cabaña donde se alojaba, David se esforzaba por concentrarse en el trabajo.
Intentaba teclear un informe sobre la situación de las propiedades que ese día visitó. El frío se intensificaba a medida que se extinguía la tarde. Sin embargo, a él le gustaba pasar las horas en medio de la naturaleza y no encerrado en la casa. Esperaba que la calma y el suave ulular del viento le despejara la mente de amargos recuerdos. Pero lo cierto era que no podía dejar de pensar en Jimena y en su peculiar familia, sobre todo, en Mariano Lozada, quien una vez había sido su mejor amigo.
—Cómo me gustaría estar allá arriba, en el cielo —rememoró una de las tantas conversaciones que había tenido con Mariano, cuando ambos se hallaban recostados en el suelo de la azotea del edificio donde se residenciaban en la universidad. Bebían cerveza y miraban las estrellas mientras escuchaban a Pink Floyd.
En ese momento sonaba la parte más enérgica del tema The great gig in the sky, que asemejaba la lucha humana contra una muerte que poco a poco se hacía más fuerte y macabra.
—La libertad que se siente es indescriptible —comentó David, sumergido en el sopor que le dejaba la borrachera, en referencia a su experiencia con el vuelo en parapente. Deporte que le había enseñado Elías Hamed Görgen unos años antes, cuando él se alistó en uno de sus cursos como piloto.
—¿Me enseñarás? —le pidió Mariano con una risita ansiosa.
—Claro.
—Es lo único que me falta por conocer: el cielo. —David arrugó el ceño mientras admiraba la esfera oscura salpicada de estrellas que se extendía sin límites sobre sus cabezas.
—¿Lo único?
—Sí, ya lo he hecho todo en la vida, solo me falta volar.
David giró la cabeza hacia Mariano, observó como sonreía con los ojos cerrados. Ambos se encontraban en las últimas semanas de estudio de la carrera, en pocos días presentarían la tesis que los convertiría en Ingenieros Civiles. Eran jóvenes y populares, y tenían miles de sueños que cumplir. Entonces, ¿por qué de pronto su amigo hablaba como si su vida estuviera a punto de terminar?
—¿Lo has hecho todo? No me parece.
Mariano rió, abrió los ojos y se incorporó para quedar sentado frente a David. Era un chico alto y bastante delgado, de rostro anguloso, con eternas ojeras marcadas sobre los pómulos y abundantes cabellos castaños. Sus ojos ambarinos se mostraban agrandados por su delgadez, y poseían una mirada melancólica y entristecida, llena de insatisfacciones y súplicas.
—Visitamos juntos el Volcán Popocatépetl en México, ¿quién ha visitado un volcán, amigo mío? —consultó con una sonrisa embriagada—. Hicimos rafting en los ríos Pastaza y Patate de Ecuador. ¡Y estuvimos en Noruega haciendo alpinismo en la región de Romsdal! —enunció con emoción y señaló a David con un dedo. El aludido se esforzó por sonreír y alzó su cerveza para brindar con él por los extraordinarios momentos que habían vivido juntos, desde su adolescencia, cuando se conocieron en un liceo privado de Caracas, mientras cursaban la secundaria—. Y si me pongo a nombrar las incontables excursiones que hemos hecho por toda Venezuela, no terminaré nunca —apuntó y rió con pereza—. Conocimos la Gran Sabana, perseguimos vacas en el llano, casi nos ahogamos haciendo surf en Los Roques, y hasta nos perdimos en el Pico Bolívar. —Ambos se carcajearon con sonoridad—. ¿Quién ha vivido tanto, mi amigo, dime quién?
Mariano se recostó de nuevo en el suelo y extravió su mirada entre las estrellas. David lo observó con atención. Él lo había acompañado en todas esas aventuras, además de haber realizado muchas otras por su cuenta, pero para nada se sentía satisfecho. Su vida apenas comenzaba.
—Solo me falta volar —agregó Mariano con cierta aflicción y dirigió su mirada suplicante hacia él.
Esa era la característica que David podía asegurar, era lo que lo asemejaba con Jimena. Cuando la conoció quedó impactado por su rostro delicado y femenino, resaltado por unos ojos tan negros que en ocasiones brillaban llenos de vida, pero en otras reflejaban una profunda amargura, y rogaban comprensión.
Nunca fue bueno negándose a ese tipo de solicitudes, que su alma también experimentaba. Desde la cuna siempre lo obtuvo todo, pero eso, en vez de transformarlo en un egoísta arrogante, lo volvió solidario y hasta sobreprotector. Más aún, con las personas que parecían andar el mismo camino lleno de espinas que él transitaba.
—Yo te enseñaré a volar —le prometió a Mariano esa noche y no descansó hasta hacer cumplir su palabra.
Miles de veces se reprendió a sí mismo por ser tan condescendiente. Manía que aún le costaba evitar. Había logrado no hacerlo en Londres, allá nunca hubo alguien que se ganara todo su afecto e interés; ni siquiera su propio padre, que a la semana de recibirlo lo dejó solo para irse a vivir con su novia de turno: una irlandesa que trabajaba como anfitriona en una de las discotecas más concurridas de la ciudad.
Sin embargo, al ser testigo de la pena que ahogaba a Jimena Luna, quien le había dedicado una mirada igual de contrita como la que tuvo Mariano, no fue capaz de resistirse.
—Adivina quién me acaba de llamar. —Gonzalo abrió con tanto sigilo la puerta acristalada de la terraza, que David no fue capaz de escucharlo hasta no tenerlo casi encima. La imprevista intervención de su amigo lo regresó de golpe a la realidad.
—¿Sabrina? —respondió sin mirarlo a los ojos. Simulaba escribir algo en su computador portátil—. ¿Regresarás esta noche a Caracas?
—¡No seas idiota! —lo reprendió Gonzalo y se sentó en la silla ubicada frente a David, al otro lado de la mesa—. Dayana Luna Sartori.
—¿Sartori? —inquirió David con el ceño fruncido.
—Sí. ¿No sabías que esa chica era una Sartori?
David alzó los hombros con indiferencia. Conoció a los Sartori, quienes durante una época fueron una de las familias más mediáticas del país. Varios de sus miembros se destacaron como modelos y actores de televisión, pero a la que más recordaba era a Esperanza Sartori, una dama en todos los sentidos. Una mujer de carácter fuerte pero afable, solidaria y filantrópica, que poseía una fundación que trabajaba de manera activa con niños de la calle. Institución que al morir la mujer, fue defalcada por sus familiares y socios.
Aquel había sido uno de los tantos escándalos que pobló las páginas de los diarios muchos años atrás, mientras él estudiaba en la universidad, y que a la semana fue olvidado por la visita al país de una polémica agrupación de rock. Como siempre ocurría en esas tierras.
—¿Y para qué te llamó?
—Para que nos viéramos esta noche. —David fulminó a su amigo con una mirada severa—. Vendrás, ¿cierto?
—Olvídalo.
—Vamos, David. Acabas de llegar a Venezuela, tienes que divertirte —expresó Gonzalo irritado.
—¿Divertirme? Déjame recordarte que estoy aquí porque fui contratado para hacer un trabajo.
Gonzalo comprimió el rostro en una mueca de fastidio.
—Será solo un par de horas. Nos tomamos unas copas, la llevamos a ver las estrellas…
—Y la metemos a la cabaña —completó David con enfado y negó con la cabeza—. Ya superé la etapa en que compartía mujeres. Ahora no me gusta jugar ese juego — concluyó con severidad y comenzó a apagar su computador.
—Yo no busco compartir a nadie, ese dulce me lo comeré solo —aclaró Gonzalo—. Pero ella quiere que tú vayas. Eres el ahijado de Leonel Acosta, lo único que busca es tener algo con qué presumir frente a sus amigas.
David bufó mientras cerraba el computador y comenzaba a guardar los documentos esparcidos por la mesa.
—No soy nadie, ella en cambio es una Sartori.
—Después de la muerte de Esperanza, los Sartori perdieron relevancia en el país.
—¿Y yo tengo alguna?
Gonzalo sonrió con poco ánimo.
—Eres el ahijado de Leonel Acosta. Desde que pisaste tierras venezolanas te convertiste en el soltero más cotizado.
—¿Cotizado? Eso me recuerda una cosa —acusó David con seriedad—. ¿De dónde salió esa noticia de que pronto me casaré? —inquirió al rememorar lo que había asegurado Dayana Luna cuando se encontraron en el hotel.
—No tengo nada que ver en eso —enfatizó Gonzalo y levantó las manos en señal de rendición—. Tal vez se lo dijo Sabrina a Dayana cuando hablaron por teléfono. Sabes perfectamente que ese es el sueño de Amanda.
David masculló una maldición.
—Yo diría que su capricho.
—No te quejes, las mujeres te aman, eres una celebridad. Muchas te buscan para al menos, tomarse una foto a tu lado.
—No soy un mono de circo —sentenció David y se puso de pie, al tiempo que recogía sus pertenencias. Quería estar solo.
—Vamos, amigo, será solo por un rato. Luego inventas una excusa y te vas. Yo no tengo las mismas facilidades que tú para conquistar una mujer. Ayúdame un poco, ¿sí? Me lo debes.
David apretó la mandíbula, para no soltarle en la cara a su amigo todo lo que se merecía.
¿Se lo debía? Ya estaba harto de que pretendieran manipularlo amparándose en las deudas que tenía con los demás. ¿Cuándo sería su turno de exigir? ¿Cuándo lograría que una mujer se fijara en él sin que lo relacionara con Leonel Acosta, o con alguien de su familia?
—Te dije que no quiero mezclarme con los Luna, ya tuve mucho de ellos en el pasado. Además, recuerda que Dayana es amiga de Sabrina. —La mención de su novia fastidió a Gonzalo, quien se llevó ambas manos a la cara y se frotó el rostro para despejarse la furia.
—Primero, Dayana me prometió que no le contaría a su padre que se vería con nosotros, y segundo, es cierto que Sabrina es amiga de ella, pero Dayana no es una estúpida. Sabe mantener la boca cerrada. —David negó con la cabeza y mantuvo una sonrisa burlona en los labios mientras terminaba de recoger sus cosas—. Además, Sabrina viene mañana —reveló Gonzalo con aflicción.
Con un gesto de frustración, David volvió a dejar el computador y las carpetas sobre la mesa.
—¿Qué?
—Dayana le dijo a Sabrina que se quedará aquí por unos días y sabes cómo es mi chica de celosa. Viene para asegurarse de que no haga nada indebido —explicó con una sonrisa pícara.
—Maldita sea —masculló David y giró su rostro enfadado hacia la montaña. Si Sabrina iba al pueblo, arrastraría consigo a Amanda, y él tendría a esa mujer pegada a sus talones durante toda su estancia en esa región. Eso le complicaría muchísimo la existencia.
—Esta noche es la única oportunidad que tengo con Dayana Luna. Ayúdame, David. Será divertido —imploró Gonzalo, pero lo que ganó fue una mirada mortal como respuesta—. Vamos, la pasaremos bien. Y no te preocupes por la visita de nuestras mujeres, podemos manejarlo —insistió y se levantó de la silla para regresar a la cabaña, antes de que su amigo le soltara un insoportable sermón.
David suspiró con cansancio y volvió a sentarse en la silla.
Nada marcharía bien, lo sabía, llevaba años dándose golpes con la vida. Fue así como confirmó su teoría: si se atrevía a desafiar a su destino, este se ensañaría contra él hasta dejarlo inservible.
***
Jimena entró en la cocina con intención de pasar un rato con Malena y sacarle algo de información, pero se cohibió al encontrar a un hombre robusto, de mediana edad y piel trigueña, sentado a la mesa, que comía con gusto de un plato de guiso ubicado frente a él.
Después de saludar se percató que había un segundo hombre en la cocina. Se trataba de un joven de unos dieciocho años, delgado, blanco, de nariz recta y cabellos negros algo encrespados, que engullía con afán una banana parado a un costado de la encimera, cerca de la puerta que daba al patio trasero.
—Caramba, tú debes la señorita Jimena —expresó el sujeto sentado en la mesa. Dejó la comida para levantarse y ofrecerle una mano a la chica. Ella la estrechó como saludo.
—Sí, lo soy.
—Yo soy Guillermo Aurelio Torrecillas —se presentó, al tiempo que sacudía con energía la mano de la joven—, pero puede llamarme Goyo, así me conocen en cada rincón de esta región.
Jimena sonrió. Aquel era el esposo de Malena que aún no había conocido.
—Y yo soy Emmanuel Martínez —habló el joven con una sonrisa chispeante marcada en su rostro, y sin moverse de su sitio. Ese era el ahijado de Malena.
—Un placer conocerlos… a ambos —declaró ella mientras lograba liberarse del agarre de Goyo, que la observaba con atención.
—Bienvenida a su casa —indicó el hombre sin dejar de sonreír—. De verdad que es la sombra de Adelaida, aunque claro, mucho más joven… y más bella, por supuesto —expresó con galantería, lo que la hizo sonrojar.
—Deja el coqueteo, viejo verde, que la vas a asustar —advirtió Malena y lo golpeó con un paño en el hombro mientras se acercaba a la mesa para dejar una jarra llena de zumo de fruta—. ¿Quieres comer algo, mi niña?
—No, gracias. Solo salí… para caminar por los rosales —mintió.
Su intención había sido hablar con Malena, pero la presencia de los hombres le cambiaba los planes. No quería tocar el tema de su madre delante de extraños. Y aunque en cierto punto, Malena también lo era, las pocas conversaciones que había tenido con ella la hacían más cercana.
—Eso me alegra mucho, mi niña —confesó la mujer con la satisfacción reflejada en el semblante—. Es hora de que conozcas las tierras que heredaste.
En medio de un suspiro, Jimena se despidió de los presentes y se acercó a la puerta para salir al patio, pero antes de cruzarla Goyo llamó su atención.
—Estoy a la orden para lo que sea, señorita. Mi trabajo es velar por sus necesidades.
Ella no comprendió sus palabras. Arrugó el ceño por unos segundos y luego le agradeció con una sonrisa. Ya había notado que en ese lugar los habitantes eran muy serviciales, así que decidió no complicarse con ese asunto y continuar su camino.
Los terrenos a la vista resultaban extensos, y estaban poblados de rosas en cada rincón. Las habían distribuido en hileras, organizadas por tipos y colores. Jimena las observaba maravillada, pero no se atrevía a tocarlas, no sabía qué era permitido y qué no, y no deseaba molestar más a Tomás Reyes. Necesitaba un aliado.
En los apuntes de su madre descubrió que el terreno era trabajado por diez personas, entre las que se encontraba Goyo y Emmanuel. Tomás era el encargado, quien dirigía, supervisaba, dotaba y trabajaba las tierras sin horario establecido, ni límites impuestos. Otros siete hombres le servían de apoyo en diferentes horarios, todos residentes en los poblados aledaños.
A un costado del terreno se hallaba el invernadero, fabricado con soportes de madera y plástico recubiertos por polietileno, y con un techo a dos aguas algo asimétrico, ya que una parte quedaba más alta que la otra, con la finalidad de contar con unas delgadas ventanas en la zona superior. Era allí donde se realizaban los sembradíos especiales y los experimentos con orquídeas.
Caminó varios metros mientras admiraba el lugar, hasta que se topó con Tomás, que evaluaba con atención una planta e indicaba a uno de los empleados el trabajo que debía realizar, para aplicar algún tipo de abono. Ella escuchó su explicación a una distancia prudencial, para no incomodarlo. Simulaba valorar una rosa.
Cuando Tomás reparó en ella, la traspasó con sus ojos verdes. Despidió enseguida al empleado y se acercó en un par de zancadas.
—¿Qué haces aquí? —le preguntó con cierta irritación. Ella lo observó con desconcierto y dudó unos segundos antes de responderle.
—Conociendo los rosales.
El hombre masculló palabras inentendibles, que por la frialdad de su mirada no parecían ser encantadoras.
—¿Ya no piensas vender? —inquirió y le dio la espalda para alejarse y recoger unas grandes tijeras de podar que había dejado en el suelo, junto a la planta que antes evaluaba.
—Yo no quiero vender. No me has dado la oportunidad de explicártelo —expuso ella y se apresuró a seguirlo.
—Entonces, ¿para qué trajiste a ese ingeniero?
Jimena se enfadó. El hombre no le daba la cara, pretendía marcharse e ignorarla por completo. Corrió y se paró firme delante de él, con los puños cerrados apoyados en las caderas. Lo obligó a que se detuviera.
—David León trabaja en el terreno vecino, vino fue a hablar contigo. —Tomás volvió a mascullar, ésta vez, claras maldiciones—. ¿Por qué no me das una oportunidad? Yo no soy como mi padre —aclaró, para intentar ganarse su confianza.
Jimena podía intuir que la molestia de Tomás era por Rodrigo Luna. Inevitablemente la relacionaba con él, por eso la trataba de esa manera. Debía ayudarlo a cambiar su punto de vista.
El hombre observó con fijeza a la joven. La desconfianza le brillaba en las pupilas.
—Mi padre me ocultó por años que esta propiedad me pertenecía, ni siquiera mi madre me lo comentó antes de morir. Si ahora estoy aquí, es porque Rodrigo Luna necesita dinero, pero yo no quiero hacer lo que él dice.
Tomás no se movió ni un centímetro, aunque ahora la miraba con mayor atención.
—Quiero continuar el sueño de mi madre de hacer más productiva estas tierras —acotó ella—. Estoy dispuesta a lo que sea, pero necesito que me ayudes.
Por casi un minuto ambos permanecieron allí, frente a frente. Analizaban sus posibilidades. Hasta que Tomás se acercó un paso a la joven, con una actitud seria y determinada.
—¿Estás dispuesta a todo? —le preguntó, al quedar a escasos centímetros de distancia. Jimena tuvo que alzar la cabeza para observarlo. Sintió el cálido aliento masculino sobre sus labios y no pudo evitar estremecerse.
—Sí, lo estoy —le respondió con seguridad.
Tomás se lo pensó un instante antes de completar su propuesta.
—Entonces, cásate conmigo.
Ella amplió los ojos en su máxima expresión. La sangre se le congeló en las venas.
—¡¿Qué?!
—Si estás tan dispuesta a desafiar a tu padre, cásate conmigo —repitió. Ninguno de los dos pudo moverse. El terror no solo se fue apoderando del organismo de Jimena, sino también, de los ojos de Tomás.
—Yo… yo… —ella no podía articular palabras, tenía un nudo atorado en la garganta.
—Perdiste la oportunidad de obtener la propiedad al no reclamarla en el tiempo estipulado, no me importan los motivos —explicó el hombre. Se esforzaba por mantenerse sereno—. Por ley, es mía. Si la quieres de vuelta, acepta mi propuesta.
Al culminar su intervención, pasó junto a la chica para dirigirse al fondo de la propiedad. La dejó petrificada en medio de los rosales.
A Jimena, el frío le atravesó en ráfagas no solo las capas de tela que la cubrían, sino también la piel, hasta congelarle los huesos.
Y ahora, ¿qué demonios haría?