Capítulo 13

 

Al entrar a la cabaña, David se topó con Gonzalo, que se encontraba en el vestíbulo dispuesto a salir. Su amigo lo miró con rostro contrito.

—Están en la cocina, con Amanda —le informó, antes de darle una palmada en un hombro.

David apretó la mandíbula con irritación. La aparición de Sabrina Landaeta, una morena alta, de figura estilizada, labios gruesos y pómulos altos, aumentó su mal humor. La mujer se acercó y lo observó con desprecio.

—Vaya, pero si llegó el renegado —expresó con tono de reproche, para luego aproximarse a su novio que la esperaba con su abrigo en las manos—. ¿Podrías hacerme el favor de decirle a Amanda que la esperaremos en el auto? —le pidió a David con altanería mientras Gonzalo hacía pasar por sus brazos la prenda de piel hasta alcanzarle los hombros.

—Seguro —rezongó David. Odiaba a esa mujer, por el orgullo y la vanidad que destilaba. Si la soportaba dentro de la cabaña era por Gonzalo, pero su nivel de sacrificio rozaba el límite.

Sabrina alzó el mentón y caminó junto a David. Lo tropezó con insolencia. Él respiró hondo para no perder la caballerosidad y terminar enzarzado en una absurda discusión. Gonzalo la siguió en silencio. Al pasar junto a su amigo volvió a palmearle el hombro.

—Suerte —le deseó antes de salir.

Cuando escuchó que la puerta se cerraba tras él, suspiró con agobio. Le parecía ridícula aquella situación. Dejó caer el maletín donde guardaba su laptop y los documentos sobre un sillón, y se quitó el abrigo y la bufanda para colgarlos en las perchas de la entrada antes de dirigirse a la cocina.

Esa estancia era tan pequeña como el resto de la cabaña, con una cocina empotrada fabricada en madera y fórmica en un costado, y un mesón pegado a la pared del otro, que servía de mesa.

Allí se encontraba su madre, la sofisticada y hermosa Alicia Salazar de León, hija de un renombrado escultor y empresario del país y de una poetisa ya fallecida. Sobrina de un Obispo de la iglesia católica, tía de un sacerdote y de una reconocida médico cirujano, que además, dirigía una de las clínicas más prominentes del país. Una dama acostumbrada a relacionarse en los círculos sociales, religiosos y culturales de mayor relevancia, que seguía con celo las tradiciones y protegía con rigurosidad la imagen familiar, así como su propio comportamiento. Costumbre que demostraba en la forma elegante en que estaba sentada sobre una delgada banqueta, con la espalda recta y los antebrazos apoyados con delicadeza en el borde del mesón, mientras revolvía con una cucharita el té de hierbas que habitualmente tomaba.

Alicia apartó su rostro en forma de corazón, de nariz diminuta y labios delgados, de la taza, para posarlo sobre su hijo recién llegado. Las arruguitas que tenía en el ceño y alrededor de los ojos se le suavizaron y una dulce sonrisa se le dibujó en los labios.

—David, hijo —expresó, al tiempo de que se levantaba de su asiento para abrazarse a la cintura del hombre.

Él la recibió con cariño. Al tenerla entre sus brazos se dio cuenta de cuánto la extrañaba. No la veía desde hacía un año, cuando ella y su hermano viajaron a Londres para visitarlo. La relación entre ellos era tirante, pero igual, era su madre. Los lazos fraternales le afloraron al sentir ese cuerpo diminuto, que le trasmitía el calor maternal que poco había disfrutado.

Le besó con ternura la cabeza, y aspiró el familiar aroma de cerezas que poseían los incontables productos para el cabello que la mujer utilizaba.

—Pero mírate —señaló Alicia al apartarse de él, y mientras le estiraba la parte de la camisa donde había apoyado su mejilla—. Estás hecho todo un hombre. —Los ojos azules se le humedecieron al repasar el rostro de su hijo y acariciarle la fuerte mandíbula—. Debiste visitarme antes de viajar a la Colonia Tovar —acotó y retomó su expresión irritada—, no enviarnos tus pertenencias para luego mandarlas a buscar como si fuéramos un almacén.

—Leonel me exigió iniciar cuanto antes el proyecto —mintió David, para evitar represalias. A pesar de saber que su madre conocía muy bien el resultado de su conversación con Leonel Acosta. Ambos se comunicaban casi a diario y no solían mantener secretos entre ellos.

—Deja de utilizar excusas sin sentido —advirtió la mujer y lo señalo con un dedo largo y delgado—. Tu comportamiento no ha sido el más correcto desde que llegaste, has sido grosero con tu familia e injusto con Amanda.

Cuando su madre mencionó a Amanda Dietrich, él lanzó una ojeada hacia el fondo de la estancia. La chica se encontraba junto a Danilo, con la espalda apoyada en el marco de la puerta que daba al patio trasero, de brazos cruzados y con la cabeza gacha. Su hermano se hallaba parado frente a ella, con las manos posadas en la cintura y bajo la chaqueta del traje. Mantenía una mirada sanguinaria sobre él.

Danilo era alto, lo superaba por una cabeza, de ojos tan azules como los de su madre y cabellos negros como los de Román León, su padre.

—¿Injusto, por qué? —preguntó con el ceño apretado, sin comprender la acusación. Amanda emitió un bufido sonoro y se incorporó para darle la cara. Al verla a los ojos, David pudo percibir lo hinchados y enrojecidos que los tenía. Había llorado.

—Tengo que irme, Alicia —notificó con una mezcla de pena y rabia que ninguno de los presentes pasó desapercibida—. Me esperan para iniciar una reunión de trabajo. Regresaré en un par de horas —informó y salió con la frente en alto de la cocina, sin que nadie la detuviera.

—Nunca aprenderás, ¿cierto? —inquirió Danilo mientras se acercaba a su hermano con una postura soberbia—. ¿Acaso necesitas de otra tragedia para reaccionar?

—¿De qué diablos estás hablando? —David lo enfrentó con postura furiosa, pero su madre se interpuso entre ellos.

—¡Ya basta! —ordenó Alicia, logrando que ambos hombres se relajaran, aunque sin poder evitar que se dirigiera miradas aireadas—. Tengo que hablar con David —expuso para que su otro hijo comprendiera que debía dejarlos solos.

—Iré con Efraín en busca de un hotel —anunció Danilo sin dejar de observar a su hermano—. Regreso por ti en unos minutos. —Aunque sus palabras fueron dirigidas hacia su madre, mantuvo su atención severa en David. De esa manera expresaba lo que opinaba sobre el problema que Amanda les había presentado.

Se marchó con pasos sonoros. Dejó a su hermano con las réplicas atoradas en la garganta.

—¿Se quedan? —preguntó David con desconcierto, al quedar en la cocina con Alicia.

—Ni en sueños viajaré durante la noche por esa aterradora carretera —respondió la mujer al regresar a su asiento, para tomar su bebida—. No solo podríamos caer por un precipicio, ¡nos moriríamos de frío! —expresó con un estremecimiento. David sonrió con poco ánimo y en medio de un suspiro se sentó junto a su madre. Apoyó los codos en el mesón de fórmica y se restregó el rostro.

—¿Qué hacen aquí?

—No me dejaste más opciones —reprochó Alicia antes de dar un trago a su té—. No te dignaste a visitarme al regresar de Londres y no respondes a todas mis llamadas. ¡¿Qué debe hacer una madre para que sus hijos la tomen en cuenta?!

—Mamá, hablamos todos los días…

—¡Pero yo quería verte! ¡Estar contigo!

—Entonces, ¿por qué me enviaste a Londres? —increpó David. Le recordaba que fue por la insistencia de ella que él tuvo que abandonar el país, para no sufrir por las injustas acusaciones de Rodrigo Luna, que lo señalaba como el asesino de Mariano Lozada.

Alicia lo observó con mirada apesadumbrada, pero igual alzó el mentón para justificarse.

—Quizás cometí errores, pero todo lo hice por ti, para cuidar tu imagen. —David bufó y desvió su rostro a un punto contrario al que se hallaba su madre, para dejar en claro que no estaba de acuerdo con lo que decía—. No estuviste bien después del accidente, quedaste muy afectado, cualquiera podía lastimarte. Lo que hice fue para protegerte. —Él cerró los ojos con rabia unos segundos, consciente de que su madre decía la verdad. Después de la muerte de su amigo había quedado sin fuerzas—. Pero no estoy aquí para que juzguemos el pasado, creo que ya hemos hecho eso en varias oportunidades —declaró la mujer con aspereza—. Vine para que conversáramos sobre el cruel rechazo que le haces a la pobre Amanda.

—¿Cruel rechazo? —David volvió a clavar una mirada irascible en Alicia.

—La ignoras, la alejas de tu lado, y hasta la engañas. —Él cerró los puños con furia. Sabía muy bien que aquello sucedería de un momento a otro.

—Estoy en la Colonia Tovar por trabajo y ella lo sabe.

—Ojalá fuera por el trabajo que la rechazas —se quejó la mujer con altanería. David arrugó el ceño, no estaba dispuesto a inmiscuir a Jimena en esa discusión.

—Mamá, sabes que para mí no es fácil...

—¿Y crees que para mí lo es? —Alicia afincó una mirada severa en su hijo—. Danilo intentó convencerme de que te diera tiempo, pero no podía dejar de venir —reveló y desvió su atención hacia la cerámica de borde floreado que adornaba la pared frente a ella—. Sé que para ti es doloroso tener que regresar de manera tan brusca al país, y sobre todo, a este lugar, pero eso no te da derecho a lastimar a los que te quieren.

—Déjame terminar de hablar, ¿sí? —exigió él con firmeza—. Venir a la Colonia Tovar no ha sido lo más difícil, sino asumir una responsabilidad sin saber por qué demonios me la han impuesto —expresó con desagrado—. No sé qué demonios hago aquí, por qué Leonel me envió a este pueblo, ni para qué desea iniciar esta empresa. Odio caminar sin conocer el rumbo que tomo. Ya no soy el niño al que amenazaban con enviarlo a un internado si seguía hurgando en temas que era necesario mantener en secreto, esta vez quiero respuestas, mamá, y si no son capaces de dármelas, entonces, no vengan a exigirme nada. Si quieren que me quede aquí, haré lo que se me venga en gana.

El rostro de Alicia se transformó por la amarga pena que la invadió.

—Hijo…

—No invité a Amanda —continuó sin importarle el estado de la mujer—. No la amo, todos lo saben. No permitiré que me la impongan por un capricho de ustedes. Seré yo quien decida quién entra en mi vida y quién no.

La mujer asintió y bajó la mirada al suelo. Su actitud doblegada conmovió a David.

—Lo siento, mamá, pero no puedo. Ya tengo demasiado con esta maldita obligación que me dejó Leonel, no seguiré aceptando más imposiciones.

—No juzgues a Leonel, hijo. Él tiene fuertes motivos para…

—¡¿Por qué no me los explica?! —acusó David al borde de su paciencia. La mujer pareció dudar por un instante, pero pronto recuperó la compostura.

—Tienes que ser benévolo con él, no está pasando por su mejor momento.

—¿A no? ¿Y crees que yo sí?

—David…

—Mamá —la interrumpió—. Todo el mundo tiene problemas, pero eso no es motivo para disponer de la vida y del tiempo de los demás, amparándose en sus deudas.

—Hijo…

—Si decidí aceptar el trabajo y quedarme, fue porque estoy harto de ocultarme bajo las piedras —continuó, sin dejarse afectar por el rostro suplicante de su madre—. En algo Leonel tiene razón, no puedo pasarme la vida huyendo de mis traumas, debo enfrentarlos y seguir adelante. Por eso estoy aquí, para superar mi condena, pero eso no quiere decir que me quedaré y que aceptaré cada uno de sus antojos.

—David… —suplicó Alicia, con los ojos húmedos—. Hijo, no regreses a Londres. Aún no —exteriorizó y dejó escapar una lágrima.

David se desconcertó, tomó una mano de su madre y la acarició para tranquilizarla.

—¿Qué ocurre? —expresó casi en un ruego, harto de los secretos y de las mentiras. La mujer negó con la cabeza y bajó el rostro mientras el llanto le salía a raudales. David le alzó la barbilla con un dedo, para obligarla a encararlo—. Mamá, ya basta de intrigas. Dime qué pasa.

Alicia tardó un minuto en responder. Procuraba controlar su dolor.

—No te vayas, David. Leonel te necesita.

—Leonel está rodeado de gente capacitada, tiene expertos y…

—Él te necesita a ti. —David la observó con frialdad, no creía en esa afirmación—. Está muy enfermo, ¿no te das cuenta? —confesó la mujer con voz trémula—. Leonel se muere, le queda muy poco tiempo.

David quedó paralizado al escuchar esas palabras. Alicia hundió el rostro entre las manos para expulsar toda la pena que la embargaba. Él no pudo consolarla, un malestar agudo le invadió el pecho y lo dejó inmovilizado en el asiento. La confirmación de sus sospechas fue más duro de lo que hubiera imaginado.

—¿Qué tiene?

Ella negó con la cabeza, sin poder continuar la conversación. La amargura la había dominado.

—¿Cuánto tiempo le queda, mamá? —Seguía sin recibir respuestas.

Una incipiente desesperación pareció ahogar a David. Se levantó de la banqueta y respiró profundo, para serenarse y pensar bien los hechos.

Suponía que algo marchaba mal con la salud de Leonel, pero no se atrevía a expresarlo para no mezclarse con él más de lo debido. Se había percatado que con el paso de los años su estado se debilitaba, y aunque pensó que aquello no lo afectaría por todo el odio que había cosechado hacia el hombre debido a su rechazo, lo cierto era que le importaba más de lo que pudiera reconocer. Le dolía. La noticia fue capaz de cuartearle el alma y bloquearle el entendimiento.

No podía quedarse con aquella duda clavada en el alma, así que, después de dejar a su madre con su hermano, salió esa misma noche en busca de respuestas.

Algo más de dos horas duró el apresurado viaje desde la Colonia Tovar hasta la parroquia El Hatillo, lugar donde estaba ubicada una de las tantas propiedades de los Acosta Castillo (la preferida de Leonel). David tuvo que atravesar lo que antiguamente había sido un pueblo colonial de montaña, apacible y agrícola, fundado en la segunda mitad del siglo XVIII, cuando formaba parte de camino que llevaba a los Valles de Tuy, la zona con mayor producción cacaotera en el país en aquel período.

De ese pasado lejano quedaba muy poco, en la actualidad la región representaba uno de los principales centros de interés cultural, gastronómico, recreativo y turístico de la Gran Caracas.

En muchas ocasiones, David disfrutó a lo grande de las constantes visitas que hacía al casco histórico del pueblo, con sus calles estrechas y empinadas, de aceras angostas y brocal alto; con su plaza arbolada en el centro, como en todos los pueblos de Venezuela, y su iglesia apostada en frente. Muchas de las casas que se divisaban por la vía principal aún conservaban una arquitectura colonial española, con paredes construidas en bahareque, tapia o adobes y decoradas con colores vivos.

Sin embargo, en esa oportunidad David no perdió el tiempo admirando los atractivos de la región, siguió de largo y se sumergió entre las haciendas que rodeaban el pueblo hasta ubicar la propiedad donde se encontraba la mansión de Leonel Acosta, ansioso por conversar con él.

Se mantuvo lo más calmado posible mientras atravesaba los jardines, era recibido por el mayordomo y saludaba a los miembros de la seguridad privada de Leonel que encontraba a su paso.

Aquel hogar, construido con una arquitectura moderna en ladrillo y obra limpia, poseía amplios ventanales con exuberantes vistas hacia las montañas.

En el recibidor se topó con Federica Castillo, la esposa de Leonel, una mujer pequeña y delgada, de piel muy clara y pecosa, que provenía del área de las habitaciones. La acompañaba una de sus sobrinas menores: Marietta, la hermana menor de Amanda, una chica de unos catorce años, muy alta para su edad y con un cuerpo esbelto que estaba seguro, pronto sería superior al de su hermana mayor.

—Federica —la saludó.

A la mujer se le iluminó el rostro al verlo y se lanzó a sus brazos. David apretó la mandíbula, incómodo por la situación.

Federica tenía cinco años más de vida que Leonel y se había casado con él por un simple acuerdo comercial entre familias. Nunca tuvieron hijos, ni siquiera, una relación cercana. Todo había sido para mantener una fachada ante los medios y la sociedad. Una pared más que ocultaba sus miles de secretos.

David sabía que el dolor que ella se esforzaba por demostrar era un montaje, similar a la existencia que había asumido. Antes eso no le importaba, pero ese día la hipocresía que destilaba lo llenaba de rabia.

—Me alegro que hayas venido. A Leonel lo animará tu visita —expresó Federica mientras le acariciaba con cariño maternal la mejilla.

—¿Cómo está? —Ella alzó los hombros.

—Igual… o peor… cada quién tiene una visión diferente —confesó con rostro contrito—. Algunos se muestran más esperanzados que otros.

Él asintió con la cabeza, sin saber qué decir. Hasta que no viera a Leonel y supiera con exactitud su estado, no podría dar un veredicto.

—¿Dónde está?

—En la biblioteca, es terco, no quiere guardar reposo. Ve con él. Yo iré a la terraza, necesito un poco de aire fresco —expuso antes de despedirse de él con una palmadita en una mano y continuar su camino junto a su sobrina.

David respiró hondo y se sumergió en los pasillos para atravesar los extensos salones, hasta llegar a la biblioteca. Tocó la puerta con suavidad y esperó a que le permitieran la entrada. Al pasar, lo primero que divisó fue la figura débil y pálida de Leonel Acosta, quien se hallaba sentado con una posición encorvada sobre un acolchado sillón, junto a uno de los ventanales que daba a los jardines traseros.

—Por amor a Dios —exteriorizó, al ver el rostro cenizo marcado por largas ojeras y huesos afilados; con unos ojos hundidos y húmedos, que le dirigían una mirada agobiada y exhausta. En un mes su condición física había empeorado considerablemente. Lo que sea que tuviese, se lo consumía de manera acelerada.

David cerró la puerta y se quedó en medio de la habitación, inmóvil por la furia y la frustración.

Una sonrisa forzada afloró de los labios de Leonel, e intentó incorporarse para recostarse con lentitud en el respaldo del sillón.

—¿Qué haces aquí? —La pregunta vino acompañada por un violento espasmo de tos que lo obligó a encorvarse de nuevo. David se tensó, notaba la voz de Leonel mucho más ronca y acompasada, y su cuerpo más delgado.

—¿Por qué no me dijiste nada?

—¿Haría alguna diferencia? —agregó el hombre con fatiga mientras se acariciaba el pecho.

—Cáncer, ¿cierto? —señaló David, con una fuerte opresión en el pecho.

Leonel volvió a intentar recostarse en el asiento, con la mirada perdida en el exterior.

—De pulmón.

David oteó toda la estancia, desesperado por encontrar algo que lo sacara de esa pesadilla. Se encaminó hacia el diván negro ubicado a su derecha, lejos de Leonel, y se sentó con abatimiento. Apoyó los brazos en sus muslos y cerró las manos en un puño apretado. La actitud burlona e inmadura que solía utilizar cuando se reunía con el hombre, en esa oportunidad la había perdido. La seriedad de la situación ameritaba que se presentara ante él sin sus habituales caretas.

—¿Qué dicen los médicos? —Después de unos segundos de silencio, Leonel pudo responder.

—Con tratamiento no llegaría ni a los cinco años.

—Si vas conmigo a Londres, quizás…

—No. —La negativa de Leonel exasperó a David. Se levantó del diván y comenzó a caminar con nerviosismo por encima de la alfombra de pelo corto que engalanaba el centro de la estancia.

—¿Te sentarás a esperar la muerte? —masculló con ira. Se esforzaba por mantener la calma.

—Prefiero esperarla aquí, en casa, y no en una fría habitación de hospital, mutilado y lleno de agujas.

—Si te extirpan el pulmón dañado…

—Los dos están mal. —La revelación de Leonel paralizó a David—. Y ya se extendió por otras partes del cuerpo.

—¡Maldita sea! ¡Con tanto dinero y no pudiste darte cuenta a tiempo! —La frustración de David se hacía cada vez más profunda. Reinició su caminata nerviosa por la habitación.

—Las enfermedades no miran las cuentas bancarias de sus víctimas —sentenció Leonel, antes de encorvarse de nuevo por un ataque de tos expectorante.

David esperó a que pasaran los espasmos, para luego acercarse y sentarse en la otomana ubicada frente al hombre. De esa manera podía mirarlo a los ojos.

—Tenemos que hacer algo. —No pudo evitar que su voz sonara suplicante.

—¿Tenemos? —acusó Leonel con cansancio— Pensé que te importaba muy poco lo que me ocurriera.

David bajó el rostro al suelo, atormentado con su realidad. Aunque se esforzaba por eliminar la imagen de Leonel Acosta de su vida, le era imposible hacerlo. Su corazón se empeñaba en mantener un lazo firme alrededor de ese hombre, unión que no podía disolver.

Siempre aseguraba que aquello se debía a simple agradecimiento y no por un asunto mayor. Su odio por la situación de su familia lo empujaba se negar lo evidente.

—No me hagas esto —rogó sin alzar el rostro—. No tengo culpa de los errores que mi madre y tú hayan cometido.

—Hijo…

—¡No me llames así! —rebatió con firmeza y afincó una mirada irascible en Leonel, quien parecía a punto de romper en llanto—. Pero tampoco te mueras. No ahora.

Los ojos café de ambos, tan parecidos y tan diferentes, se enlazaron por un instante entre ruegos y súplicas.

—Sigue el maldito control médico —ordenó David con la mandíbula apretada—. Opérate, hazte la quimioterapia o la radioterapia, lo que sea, pero dame un poco más de tiempo.

Leonel emitió un débil quejido. Los dos hacían un esfuerzo sobre humano para no derrumbarse por la pena.

—No depende de mí —sentenció el hombre y dirigió su mirada hacia el cielo estrellado.

—Inténtalo.

—¿Te quedarás en el país?

—Solo si haces el tratamiento.

De nuevo las miradas se entrelazaron, anegadas en lágrimas que poco podían controlar.

—Eso no asegura nada. Esta batalla ya está perdida.

David se levantó de la otomana, dominado por una asfixiante sensación de desgaste.

—Todas mis batallas están perdidas. —Esas palabras arrancaron una lágrima en Leonel—. Lo único que quiero es tratar de recoger los restos.

Después de compartir una dolorosa mirada con el hombre, se encaminó hacia la salida.

—David. —Ante el débil llamado de Leonel se detuvo, pero no le dio la cara, no quería que lo viera llorar—. Hijo, perdóname.

No pudo responderle. Se mordió los labios para ahogar el nudo de pena que tenía atado en la garganta mientras las lágrimas le corrían por las mejillas. Salió de la mansión lo más rápido que pudo, se subió al auto y se embarcó, a esa hora de la noche, en dirección a la Colonia Tovar.

La desesperación le corroía el alma. Quería gritar, golpear cualquier cosa, descargar hasta el amanecer la rabia reprimida que le atormentaba el alma.

Una pérdida más se acumularía en el saco rebosado en el que se había convertido su vida. Otro adiós, otra herida, una sombra más que acompañaría sus días de penumbras.

Comenzaba a hartarse de esa situación, pero sobre todo, de su vacía existencia.