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METAMORFOSIS COMPLETA

Sara Arta baja las escaleras de la oficina del catastro, examinando la calle en ambas direcciones, y por fin echa a andar por la acera, con los ojos guiñados para protegerse del sol. Su metamorfosis ya parece completa. El pelo cardado caóticamente y la cara pálida con dos manchas oscuras alrededor de los ojos, a ese estilo en que muchos clientes del bar Texas han empezado a peinarse y pintarse para parecer personajes de tebeo a quienes les acaban de dar un sobresalto terrorífico. La ropa rota y parcialmente sujeta con imperdibles. España empieza a no ser el mismo lugar que la semana anterior. Que hace dos días. Los clientes del bar Texas tienen algo sacerdotal en su forma de intuir la manera en que el futuro de España está desapareciendo. Por supuesto, es la desaparición del pasado lo que está haciendo que desaparezca el futuro. Todo se está yendo por el mismo desagüe, al ritmo de la música del bar Texas.

Todavía no ha llegado a la esquina de la calle cuando se abren de golpe las portezuelas de un Renault 5 azul que hay aparcado junto a la acera y dos personas salen al mismo tiempo del asiento del pasajero y el asiento de atrás. A Sara no le da tiempo a reaccionar. Uno la coge del brazo y el otro le empuja el cuello hacia abajo para meterla en el Renault. Le tapan la cabeza con una capucha y la empujan hasta tumbarla en el suelo del asiento de atrás. Durante los cuatro segundos que dura toda la operación, nadie dice ni una palabra. Por fin dos pares de zapatos pisan su cuerpo y Sara oye el ruido de las portezuelas al cerrarse y de alguien que amartilla una pistola.

—Así me gusta —dice uno de sus captores, clavándole la boca del cañón de su arma en la espalda—. Limpio y rápido, camarada. Cuanto antes acabemos con esto mejor.

—Mmmm mmMmm —dice ella, con la cara aplastada contra el suelo.

—¿Cómo? —El hombre pone voz de sorna—. No se te entiende nada.

Sara Arta estira el cuello hacia atrás para hablar otra vez a través de la tela de la capucha.

—Que os den por el culo —dice, esta vez de forma inteligible.

—Ah —dice la misma voz—, tengo entendido que tú de eso sabes mucho.

El coche circula poco más de una hora, primero por arterias urbanas atascadas de tráfico; después por una autopista de alta velocidad y por fin, después de lo que Sara Arta nota que es un desvío en forma de bucle hacia la derecha, por una carretera llena de curvas en subida. Por fin el coche se detiene y, sin dejar de pisarle la espalda, uno de sus captores le agarra las manos a Sara y se las pone detrás de la espalda para esposarla.

—Qué valientes —dice ella mientras tiran de sus brazos para ponerla de pie.

Cuando la sacan del coche a empujones, Sara huele a árboles y a vegetación y oye cantos de pájaros desvaídos por la canícula y por fin se cae de bruces sobre la hierba reseca, con las manos esposadas a la espalda. Alguien le arranca la capucha. Sara escupe sangre del labio que se acaba de partir con la caída. Estira el cuello para ver a los propietarios de los tres pares de piernas que la rodean. Los mocasines indistintos que tiene delante, combinados con unos pantalones de color indeterminado y una camisa blanca sin ningún rasgo memorable, pertenecen, cómo no, al camarada Blanco. Sus dos secuaces son gente del partido. Sara Arta se echa a reír.

—Me alegra que esto te parezca divertido —dice Blanco, con la pistola en la mano.

—Por el amor de Dios —dice—. Pero si es exactamente lo mismo que le hicisteis al camarada Barbosa para meterle miedo. Seguro que hasta es el mismo bosque.

—Eso no cambia nada.

—¿De verdad me queréis hacer creer que me vais a disparar? —Ella parece genuinamente divertida—. Pero si no sois más que unos politicuchos de tres al cuarto. No podríais ni matar una mosca. A no ser que me vayáis a matar de aburrimiento, eso está claro. Como os pongáis a soltarme arengas, seré yo la que me pegue un tiro.

Blanco camina de un lado a otro por la hierba, malhumorado.

—Te dije que Barbosa estaba muerto —dice, levantando la voz—. Que te olvidaras de él. Pero no, claro. Tú tenías que seguir insistiendo. —Se detiene y la señala con la pistola—. ¿Qué clase de soldado eres? ¿Qué clase de soldado vende a los suyos por un sinvergüenza que se la llevó al catre? ¡Por una polla, a fin de cuentas! ¡Ésa es la clase de chusma que eres, camarada!

Sara Arta sigue riendo.

—Y claro —dice ella—, todo esto no tiene nada que ver con el hecho de que yo no me haya querido acostar contigo, ¿verdad, camarada? Eso no te ha dado ganas de darme el paseíllo, ¿verdad?

A Blanco se le ruboriza la cara. Esa cara sin rasgos llamativos, que a priori uno asociaría con oficinistas grises o dependientes de grandes almacenes pero que en la vida real solamente pertenece a gente cuyas ocupaciones verdaderas nunca se dicen en voz alta. Hasta el oficinista más gris tiene rasgos más memorables que el camarada Blanco del PCA. Cuando vuelve a hablar, le salen gotitas minúsculas de saliva de la boca.

—¡Estás espiando al partido! —grita—. ¡Niégalo! Has estado buscando en mis cajones, después de que tuviéramos la buena fe de dejarte dormir en la sede. Has estado consultando documentos en Hacienda. ¡Después de que te sacáramos de la cárcel! ¿Cómo has podido, camarada? ¡Después de lo que te hicieron!

Sara se retuerce en el suelo hasta quedarse tumbada de lado en el suelo. El bosque es uno de esos bosques españoles carentes de todos los rasgos de frescura, paz o de sombra que supuestamente constituyen la esencia de un bosque. La hierba reseca. Los árboles resecos. Una sensación vetusta y polvorienta y sucia que es exactamente lo contrario que la frescura y la sombra reconstituyente de los bosques. España entera es un mundo reseco y agostado por el final cataclísmico del ciclo estacional. Por fin Sara se retuerce otra vez hasta ponerse de rodillas. Levanta el torso y el pelo cardado y el labio partido hacia Blanco.

—¿Te crees que me das miedo? —le dice—. ¿Qué me vas a hacer que me pueda dar miedo a mí? ¿O es que no sabes lo que me hicieron? Te lo juro, camarada, te vas a tener que esmerar para superar lo que me hicieron los interrogadores de la policía. Y mucho me temo que no tenéis lo que hay que tener para hacerle eso a una mujer.

Los tres hombres del PCA se miran entre ellos.

—Estoy seguro de que los interrogadores que te torturaron te parecieron muy hombres, camarada —le dice Blanco.

—Demostradme que sois tan hombres como ellos, pues —dice ella—. Pegadme un tiro, anda, valientes.

—Camarada, estás jugando con fuego.

—«Camarada, estás jugando con fuego» —repite ella, con un sonsonete de burla.

—¿Qué quieres, que te peguemos un tiro?

—¿Para qué me habéis traído, si no?

Los hombres no dicen nada.

—¿Qué queréis, si no? —les pregunta ella— ¿Que hagamos una barbacoa? ¿Que cacemos perdices? ¿Que follemos? —Hace una mueca de consternación teatral—. Uy, me parece que esto último no va a pasar ni en vuestros sueños.

—¿Admites que has estado espiando al partido?

—Disparadme de una vez, capullos —dice ella—. O dejadme en paz.

—Camarada…

—Os debo de dar mucho miedo, ¿no? Tres hombres armados contra una mujer esposada. Qué valientes. Qué pedazo de hombres.

—Camarada, te lo digo en serio…

—Disparadme.

—¡Cállate!

—Disparadme, joder.

—Oh, por favor.

—Disparadme.

Los hombres se vuelven a mirar. Sara Arta se ríe y escupe sangre del labio.

—Disparadme —sigue repitiendo—. Disparadme. Disparadme. Disparadme.

Blanco se acerca a uno de los hombres para hablarle en el oído. El hombre asiente con la cabeza y se va al coche a buscar algo. Sara Arta se los queda mirando.

—¡No! —chilla—. ¡Ellos no, camarada! ¡Tú! ¡Hazlo tú, maricón de mierda! ¡No tienes cojones de hacerlo tú mismo! ¡Eres un maricón asqueroso!

El tipo vuelve del coche con una cachiporra. Los dos hombres del partido se acercan a ella con pasos vacilantes. Sara Arta permanece bien erguida sobre las rodillas y no hace ningún ademán de apartarse cuando le cae el primer golpe de la cachiporra. Los porrazos y las patadas se suceden en medio de un silencio sepulcral. El camarada Blanco fuma en silencio, mirando para otro lado. Ni un solo grito ni un sonido de llanto vienen del cuerpo postrado en la hierba sobre el que ahora llueven los porrazos y las patadas. Los golpes de los hombres del partido continúan durante un buen rato. Vacilantes al principio y más firmes a medida que los hombres ganan confianza, como sucede en todas las palizas. Los que golpean siempre se sienten más cómodos a medida que el cuerpo que están golpeando deja de parecerse a una persona. Al cabo de unos minutos, Blanco les hace una señal. Ellos se apartan del cuerpo de Sara Arta para contemplar su estado. Uno de ellos se agacha para sentirle el pulso.

—Está bien —dice.

—Vámonos —dice Blanco.

—¿Y la dejamos aquí? —dice el otro.

—¿Qué va a hacer? —Blanco se encoge de hombros—. ¿A quién le va a llevar lo que sabe? Si es que sabe algo. Con esa pinta, todo el mundo pensará que ha cantado. Ya lo ha hecho antes.

El tipo de la cachiporra suelta un soplido de burla. Los tres hombres se vuelven al Renault 5 y al cabo de un momento el motor arranca. Alrededor de Sara Arta, el bosque es exactamente lo contrario a esos lugares umbríos y frescos donde se aparecían los dioses en la Antigüedad. De todas maneras, en España ya hacía demasiado calor para que se manifestara ninguna divinidad, incluso antes de la canícula de los últimos meses. De acuerdo con los estudios más recientes, la ceniza y el material cósmico del Meteorito de Sallent que se han filtrado en el subsuelo han dañado la vegetación de una manera que todavía no se sabe si se podrá reparar. Hay peligro de desertización en muchas áreas próximas. El meteorito, en otras palabras, ha hecho que los bosques españoles se vuelvan todavía más españoles.