25

LA NUEVA ESPAÑA

Las imágenes que le pasan por la cabeza a Melitón Muria mientras conduce su Seat 127 bajo la lluvia torrencial por la A-18 son escenas de conspiraciones oscuras, de seres espectrales que conversan en salas vacías, de maniobras políticas que escapan a la comprensión humana. Cuerpos ensangrentados en el suelo de sucursales bancarias. Llamadas en clave realizadas por nadie y destinadas a nadie. Directores técnicos y enlaces ministeriales, todos vigilando y espiando e informando para todos. Los hombres de Suárez pinchando teléfonos para averiguar cómo pinchar otros teléfonos. Gente muerta en charcos de sangre. Gente reventada en el asiento de un coche bomba. Directores técnicos y enlaces ministeriales reuniéndose con los sediciosos. Mentiras. Mentiras. Mentiras. Agentes de defensa que vigilan a sediciosos que saben que están siendo vigilados. Que actúan para quienes los están vigilando. Que son ayudados por la misma gente que los está vigilando. La Nueva España. Donde nada es lo que parece.

El 127 deja atrás un letrero que indica que está entrando en el término municipal de Vacarisas. La lluvia que se acumula sobre el parabrisas de Melitón Muria crea fluctuaciones extrañas y parece abandonar por momentos el estado líquido para adquirir esa condición casi plasmática del mercurio o de las lámparas de lava. El limpiaparabrisas vuelve a no dar abasto. Muria conduce con la mano derecha apoyada sobre el volante. Con la izquierda fumando y llevándose una lata de cerveza a los labios. Muria no ha dejado de beber desde que la Unidad de Apoyo Especial ha sido desmantelada esta mañana, veinticuatro horas después del golpe al Banco de Vizcaya de Sant Cugat. Ha bebido mientras Lao llevaba al capitán Oms todos los expedientes e informes de actividades no entregados durante los últimos tres meses. Ha seguido bebiendo mientras él y Arístides Lao metían sus efectos personales en cajas y descolgaban de las paredes sus fotografías y sus notas sobre Barbosa y Dorcas. Y todavía estaba bebiendo cuando ha llegado la llamada.

El teléfono ya era el único elemento de mobiliario que quedaba en el despacho vacío cuando se ha puesto a sonar sobre la mesa. El estruendo de un teléfono en una sala vacía. Muria lo ha descolgado. Veinte minutos más tarde, ha aparcado el coche delante del piso de D. M. Dorcas. Ha subido la escalera y se ha reunido con el policía que lo esperaba arriba. El piso de Dorcas desierto. La ventana del estudio abierta y el suelo inundado. Cristales rotos. Libros reblandecidos por el agua, flotando en la inundación. Los lienzos acuchillados y los bastidores partidos. Melitón Muria ha encendido un cigarrillo Rex y ha cerrado los ojos. Ha escuchado las explicaciones del policía: Dorcas no se ha presentado a su cita en el hospital. Los vecinos lo han oído marcharse por la mañana. Con los ojos cerrados, Muria ha pensado en la Nueva España. En sediciosos que saben que están siendo vigilados por gente que sabe que ellos lo saben. En maniobras políticas llevadas a cabo en habitaciones a oscuras. En mentiras.

—¿Ha hablado con alguien? —le ha preguntado Muria al policía.

—Anoche llamó a la puerta del vecino de abajo —ha contestado el policía—. El vecino se extrañó porque apenas se hablaban. Parece que le pidió indicaciones para llegar a Sallent. Adonde cayó el meteorito. —El policía se ha rascado la cabeza—. Pero a Sallent no se puede llegar. Las carreteras siguen cortadas, que yo sepa.

Muria ha asentido con la cabeza. Y ha tomado una decisión.

El 127 deja atrás San Vincente de Castellet, las afueras de Manresa y el pueblo de San Fructuoso. El paisaje es seco y pedregoso, con hondonadas abruptas. Granjas porcinas, barracones de piedra seca y fábricas humeando a lo lejos. Islas de color verde alrededor del río Llobregat. Muria tira la lata vacía por la ventanilla y saca otra de la guantera. Pasado San Fructuoso, el paisaje se transforma dramáticamente. Aquí las lluvias no han limpiado la ceniza del meteorito. Lo que han hecho ha sido transformarla en un barro negro que después de tres meses todavía cubre todo lo que no sean las principales vías del tránsito. La mayoría de la vegetación murió en las horas inmediatas al impacto, arrasada por la ola de calor o bien ahogada por la ceniza. Esqueletos de árboles. Laderas de colinas ennegrecidas. Al norte, el horizonte es una franja negra. El Llobregat sigue bajando negro. Todo es negro. Pasado el último pueblo de la zona «limpia», un letrero provisional anuncia que falta un kilómetro para el primer puesto de control. Durante ese último kilómetro, el 127 no se cruza con ningún otro coche. La carretera avanza desierta por entre campos negros. Hasta llegar a la barrera y la caseta provisional del puesto de control.

Una pareja de guardias civiles detrás de la barrera, con sus impermeables color verde oliva. Dos Land Rovers de la Guardia Civil aparcados un poco más atrás. Dentro de la caseta, la figura sentada de un agente de más edad, tosiendo dentro de un pañuelo. Uno de los guardias civiles se acerca con la metralleta colgada del hombro a la ventanilla del coche de Muria y agacha la cabeza para asomarse al interior.

—Servicio Central de Documentación —dice Muria.

El Guardia Civil se lo queda mirando con el ceño fruncido.

—¿Servicio Central de Documentación? —dice.

Muria saca su credencial por la ventanilla. El guardia civil se la queda mirando con cara de no entender. Los papeles empiezan a mojarse.

—Para pasar por aquí hace falta una autorización especial de Interior —dice el guardia civil, con la mano apoyada en la metralleta—. Una por vehículo y una para cada ocupante. Anda que no lo están diciendo continuamente, por la radio y en las noticias…

Muria mira por el parabrisas, contrariado. El guardia civil señala con el cañón de la metralleta una lata de cerveza vacía que hay en el suelo del coche.

—¿Ha estado usted bebiendo?

—¿Ha pasado alguien más hoy por este control? —le pregunta Muria—. ¿Un hombre joven con barba?

El guardia civil niega con la cabeza.

—Por aquí sólo pasa la gente que trabaja en la descontaminación —dice—. De todas maneras, aunque pudiera entrar luego no lo dejarían salir. Después del próximo control empieza la zona de cuarentena.

Muria suelta una palabrota y da marcha atrás. Da un volantazo para girar en redondo por la carretera azotada por la lluvia y mientras se aleja puede ver por el retrovisor a los guardias civiles del control mirándolo a lo lejos y hablando por sus walkie-talkies. Más campos negros. Más esqueletos de vegetación. Toma un desvío al oeste a la altura de Santpedor y después un camino sin asfaltar que vuelve a girar al norte, con la franja negra del horizonte otra vez por delante. Casi media hora más tarde llega a una granja casi invisible bajo la cortina de lluvia. Toca la bocina varias veces frente a la casa, pero el lugar está abandonado. Ya ha entrado en la zona de evacuación. Deja el coche en el cobertizo y lo cambia por una bicicleta oxidada, una linterna de coche y un impermeable que encuentra colgado de un gancho de la pared. A la gente de aquí la debieron de evacuar con urgencia, porque de las pocilgas todavía llega un ligero olor a animales muertos. No hubo tiempo de salvar al ganado.

Más al norte, el paisaje se deteriora con rapidez asombrosa. La visibilidad se reduce y el aire se carga de una sensación extraña que no es solamente la electricidad de la tormenta. El impermeable le crepita y suelta chispitas de estática. La pista forestal por la que Muria pedalea está llena de restos de animales muertos, probablemente envenenados durante las primeras horas por la nube del meteorito. La única forma de seguir adelante es pedalear con una mano en el manillar y la otra sosteniendo la linterna para iluminar el camino. Los relámpagos tiñen la atmósfera de un color violáceo que no se parece a nada que Muria haya visto en su vida. Allí donde el dosel de ramas de los árboles no deja pasar la lluvia, la linterna ilumina los millones de partículas de ceniza que hay en suspensión en el aire. Por fin, al cabo de una hora de pedalear, Muria corona una colina y ante sus ojos aparece el valle de Sallent.

El impacto ha descompuesto el valle como si fuera una pedrada en medio de un pastel. El cráter tiene dos kilómetros de largo y unos quinientos metros de ancho en su parte más profunda. A Muria le cuesta imaginar que sus laderas escarpadas no existieran hace solamente tres meses. Más allá, el pueblo desierto. Muria recuerda haber leído que en Sallent el temblor de tierra derribó casas enteras y abrió una brecha en el centro del pueblo que se tragó varios coches. Vista en persona, la columna de humo que sale del cráter no se parece a la columna de humo que se ve por televisión. No se parece a nada. Sus dimensiones son antediluvianas. La oscuridad del valle es una oscuridad de noche de tormenta. Pero es la una de la tarde.

—Hijo de la gran puta —murmura Muria.

Baja la colina rodando a toda velocidad y a punto está de toparse con un grupo de individuos con trajes protectores que caminan por entre los esqueletos de árboles. En el último momento consigue tirarse al suelo con la bicicleta para no ser visto. Los tipos avanzan en procesión por el paisaje calcinado, con sus trajes herméticos de teflón de cuerpo entero, con botas y guantes de caucho y máscaras antigás soldadas a la capucha protectora. La fila india acentúa el aspecto cómico de sus andares de pato. El que va en cabeza de la procesión lleva alguna clase de aparato de medición que parece un micrófono conectado con un cable espiral a un maletín. Muria espera a que desaparezcan bajo la lluvia y despega el cuerpo del barro negro del suelo.

En las laderas calientes del cráter, la sensación de desolación es casi insoportable. Mientras asciende, Muria piensa en cuerpos reventados por bombas. En voces sin cuerpo. En mentiras. A su derecha, una chimenea de unos diez metros vomita humo negro en medio de la ladera. Su impermeable ya está completamente embadurnado de barro negro. La linterna a duras penas consigue iluminar un par de metros. En un par de ocasiones a Muria le parece ver a más gente con trajes de teflón caminando por debajo de él, y en un momento dado está casi seguro de que le están haciendo señales. La luz de su linterna debe de verse desde varios kilómetros a la redonda. Muria sigue trepando por el barro y las rocas. No tiene ni idea de cuánto tiempo lleva allí cuando divisa la segunda luz. Todavía por encima de él pero no demasiado lejos. Aprieta el paso.

Cuando por fin lo encuentra, en el borde mismo del cráter, Daniel M. Dorcas está de rodillas en el suelo. La linterna tirada a un par de metros. Lleva la misma parka de siempre, embadurnada de barro. El pelo apelmazado y la cara completamente negra. Sorprendido, Muria comprende que él también debe de tener la cara negra. Lo ilumina con su linterna y camina hacia él. Dorcas no hace nada. No se mueve. Muria le pone una mano en el hombro. Dorcas lo mira sin sorpresa.

—Está muerto —dice Dorcas. Y señala.

Muria se atreve a mirar por primera vez el interior del cráter. Allí al fondo, después de tres meses, en medio del humo, el corazón del impacto todavía resplandece. Un brillo rojo macilento, pulsátil, el brillo del magma geológico.

—No ha venido a traernos ningún mensaje —dice Dorcas—. Ha caído porque estaba muerto.

Muria piensa en mensajes en clave que cruzan el éter. Ya nada es lo que parece.

—Estamos solos —dice Dorcas—. Ha muerto y nos ha dejado solos. Solos en el universo. ¿Qué va a ser de nosotros?

Muria piensa en la Nueva España. Piensa en cosas que han muerto pero que nadie dice que han muerto. En cosas que dejaron de existir hace milenios pero que siguen ocupando el mismo espacio vacío porque todo el mundo actúa como si siguieran vivas. Cosas podridas que acechan en despachos a oscuras.

Y sacando su paquete de tabaco con las manos embadurnadas, se enciende un cigarrillo y se sienta a fumarlo al lado de Dorcas.