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(NO) LOBO QUE (NO) SALTA
SOBRE UNA (NO) PERSONA
Después de esperar varias horas en distintos rincones de las dependencias del centro de detención, después de enseñar su acreditación y sus documentos del Servicio a una larga serie de policías de mirada inexpresiva, después de aguardar al resultado de toda clase de comprobaciones telefónicas y comunicaciones internas, Arístides Lao consigue acceder a una zona restringida del centro de detención donde no hay sillas. Por supuesto, cualquier otro visitante se habría fijado antes en muchos otros detalles. La mente de Lao, sin embargo, ha sido adiestrada para captar anomalías en sistemas y flujos de datos. Y qué es el mundo sino un enorme flujo de datos. En la zona restringida del centro de detención hay muchos armarios, todos con cerradura. Hay cubos llenos de agua rancia y una manguera colgada de un gancho de la pared en el mismo pasillo donde han puesto a esperar a Lao. Y un fregadero enorme con azulejos en las paredes, cuatro artesas de cemento y un desagüe en medio del suelo. Las distintas anomalías sistémicas tienen todas fácil explicación. Los distintos transistores de radio que Lao ha visto en las dependencias son para ahogar otros ruidos. El olor a desinfectante es para tapar el olor a heces y vómito. Las sillas, como sabe todo el mundo, son el elemento mobiliario determinante para saber si un lugar está habitado o no.
—¿Y éste quién es? —dice el agente de la Brigada Político Social que se está lavando las manos en una de las artesas, delante de Arístides Lao.
—Servicio Central de Documentación —le contesta la voz de otro agente desde el cuarto de al lado.
—¿Otro? —El agente que se está lavando las manos niega con la cabeza—. Tanta gente para al final nunca enterarse de nada.
El agente de la Social termina de lavarse las manos, las sacude hacia delante en lugar de usar la toalla y por fin se da la vuelta para mirar a Lao con una mueca de escepticismo. Tiene unos brazos gigantescos y una calva reluciente.
—Y supongo que querrá leer nuestro informe —dice. Su voz resulta insospechadamente cortés para pertenecer a alguien que se está lavando las manos en este fregadero a las tres de la madrugada. Señala con la cabeza unos papeles que hay en una mesa detrás de la espalda de Lao—. Ahí lo tiene, recién salido del horno. Cinco minutos antes y nos pilla escribiéndolo.
Lao se salta el acta de detención y pasa a leer el informe del interrogatorio. Está terminando de leerlo cuando el agente de la Social regresa al fregadero con un café humeante y un cigarrillo encendido en los labios.
—Ha cantado como una hermosura. —El agente señala el informe con la cabeza—. Su novio ha pasado al otro lado. Ella misma le hizo los informes internos. —Da un sorbo de café—. No te había visto nunca por aquí. ¿De qué sección eres?
—Unidad de Apoyo Especial —dice Lao, sin levantar la vista del informe—. ¿Qué van a hacer ahora con ella?
El agente de los brazos enormes y la calva reluciente se encoge de hombros.
—Está bajo la Ley Antiterrorista, o sea que de aquí se va directa a la cárcel. —Da una calada a su cigarrillo—. Solamente hay que lavarla y ponerle el pijama. Los tuyos han estado aquí en el interrogatorio, o sea que en realidad ya hemos acabado con ella.
Lao señala una anotación del informe:
—¿«Alto riesgo de suicidio»?
—Es una nota que ponemos para que en la preventiva no le quiten nunca las esposas —explica el agente—. Algunos de esos cabrones se suicidan de verdad. Y nunca se sabe si va a haber que interrogarlos otra vez.
—¿Puedo verla?
El agente se mira el reloj de pulsera.
—No te queda mucho antes de que la vengan a buscar —dice.
El mundo para Arístides Lao es un enorme flujo de datos, un océano donde pescar isomorfismos, un torrente continuo de elementos sensoriales que rastrear en busca de relaciones dinámicas, objetivos, rasgos de totalidad y equilibrios internos. La danza infinita de las regularidades con las irregularidades, girando en un ciclo infinito y no lineal. El baile terriblemente desapasionado de la entropía con la entropía negativa. Sistemas dinámicos no lineales, con sus puntos periódicos y sus puntos estables, sus puntos atractores y sus turbulencias, observados y registrados por unos ojos y una cara que no son ventanas a ningún alma. Que interactúan con el ciclo interminable de sistemas dentro de otros sistemas como algo fundamentalmente ajeno al mismo. Que recuerdan esa falta de empatía indescriptiblemente repulsiva del autismo pero de alguna manera van mucho más allá. Unos ojos y una cara que son como pantallas en blanco, como esas pantallas parecidas a ojos abiertos de los sistemas informáticos, una máquina de almacenamiento y procesamiento de información. Un Síndrome de Asperger cósmico. Una cosa sin alma. Que ahora entra en la celda del centro de detención y contempla el cuerpo destrozado de Sara Arta sin que la pantalla en blanco de su cara refleje nada.
Una celda sin más mobiliario que un banco de madera alargado. Manchas gigantes de humedad en las paredes. Ganchos en el techo y cables eléctricos. Una bombilla sin lámpara. Huele a quemaduras de cigarrillo y a pelo chamuscado. Una de las manchas de humedad de la pared guarda un parecido morfológico sorprendente con el contorno de un lobo que está saltando encima de una persona. Sara Arta se encoge instintivamente al oír la puerta, pero sin moverse del rincón donde está sentada. Levanta la cara y Lao ve que está intentando abrir los ojos para verlo, pero los tiene demasiado inflados. Lao espera a que la puerta de la celda se cierre detrás de su espalda para hablar.
—No se preocupe —dice—. No he venido a interrogarla. No le voy a hacer daño.
Sara Arta murmura algo ininteligible.
—Son las tres de la madrugada del viernes. —Lao se queda junto a la puerta—. Lleva usted veinte horas aquí dentro. Es normal que esté desorientada. Van a venir a buscarla ahora. Va a ir usted a la cárcel, me temo.
Sara Arta levanta dos dedos.
—¿Tienes un cigarrillo? —dice con la voz quebrada.
—No fumo —dice Lao.
Sara Arta hace un gesto que desempeña las funciones de un chasquido molesto de la lengua pero que suena más como un borboteo. Gira la cabeza trabajosamente y suelta un escupitajo de sangre en el suelo.
—Es culpa mía que esté usted aquí —continúa Lao—. No fui lo bastante eficaz. Yo tendría que haberla encontrado primero. Es mi trabajo, encontrar cosas. Si la hubiera encontrado yo primero, la habría puesto bajo protección. Mi unidad no sigue los protocolos habituales. Podríamos haber negociado y la habría sacado del país. —Enseña las palmas de las manos—. Me tengo que disculpar.
Sara Arta vuelve a escupir sangre en el suelo.
—Vete a tomar por el culo —dice—. Pídeme un cigarrillo.
—Todavía podría ayudarla —sigue diciendo Lao—. Obviamente ya no puedo sacarla de la cárcel. Fuera no duraría ni un día. Pero puedo ayudarla mientras esté dentro. Evitar que le vuelvan a hacer daño. Tal vez hasta conseguirle régimen de visitas. A cambio de que usted me ayude a mí. Dirijo una unidad autónoma dentro del Servicio de Información Central. Tenemos una operación activa en la que podría ayudarnos. Con el tiempo, si la cosa va bien, tal vez eso le podría reducir la condena.
De la cara desfigurada de Sara Arta sale un ruido entrecortado y líquido que solamente al cabo de un momento se distingue que es una risa. Al cabo de otro momento la risa se desintegra entre toses. Sara mueve la cabeza a un lado y al otro hasta que consigue enfocar de alguna manera a Lao con los ojos inflados.
—Eres el cabrón más feo que he visto en mi vida —dice, entre resuellos—. Pareces un puto aborto andante.
—Es posible que cambie usted de opinión más adelante —sugiere Lao.
—Y es posible que tú rompas los espejos —dice ella—. Hasta después de charlar con tus amigos soy más guapa que tú, monstruo de mierda.
Lao se encoge de hombros.
—Entiendo que Barbosa consiguiera engañarla a usted —dice Lao—. Es uno de nuestros mejores operativos. Entrenado en Alemania. Pero lo que no entiendo es que usted consiguiera engañarlo a él.
—Vete a tomar por el culo. —Sara Arta escupe otro grumo sanguinolento—. No tienes cojones para matarme. —Hace una pausa y aunque sus rasgos ya no pueden expresar nada, de alguna manera consigue componer algo parecido a una mueca ensangrentada de asco—. Salta a la vista que no tienes cojones, puto adefesio. Ninguno tenéis cojones de matarme.
Lao llama con los nudillos a la puerta de acero.
—Creo que él se dio cuenta enseguida —dice—. Pero la quiso proteger. No nos dijo ni una palabra de usted. La omitió en todos los informes. Solamente nos enteramos de que usted existía porque alguien los vio en un bar.
Sara Arta se queda mirando a Lao con los ojos inflados. Se lleva una mano moteada de quemaduras de cigarrillos a la cara y se seca la boca con el dorso. El parecido morfológico de la mancha de la pared con un lobo rampante es un dato no significativo. Un ruido sistémico. La mancha no es un lobo y no está saltando encima de ninguna persona. La puerta de acero se abre. Entra una pareja de agentes de paisano, los dos en mangas de camisa, los dos con cigarrillos en los labios. Uno de ellos trae el extremo de la manguera. La prisionera les hace un gesto con los dedos para pedirles un cigarrillo.
—Él la protegió, señorita Arta —dice Lao, en la puerta—. Por eso no la pude encontrar. No me imaginé que él la protegería.
El ruido de otro escupitajo de sangre es el último que oye Lao antes de salir de la celda del centro de detención.