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LA NOCHE EN QUE MURIA POR FIN

PISA TERRENO FAMILIAR

Melitón Muria se dedica a agitar suavemente un DYC con hielo mientras escruta diferentes partes de anatomías femeninas desde la barra del bar de caoba y terciopelo. Es la Noche En Que Muria Por Fin Pisa Terreno Familiar. En el taburete de al lado, Arístides Lao está bebiendo un vaso de agua, dando sorbos a intervalos demasiado regulares como para que respondan a nada parecido a la sed. Las piernecitas cortas y rechonchas le cuelgan del taburete. Las porciones de su cabeza que no tienen pelo centellean al rebotar en ellas la luz de la bola de espejos. La sala está llena de hombres trajeados y de mujeres ligeras de ropa. Mujeres que se sientan en el regazo de los hombres y les ríen exageradamente las bromas. Además de caoba y terciopelo, el salón está generosamente provisto de estatuas de temática profana. Aunque su traje impecable y sus botines relucientes no se distinguen particularmente de los que lleva a diario, la nube de olor a colonia que rodea a Muria sí que parece responder a los requisitos profesionales de la noche.

—Es la primera vez que viene usted a un sitio de éstos, ¿verdad, jefe? —dice, contoneándose metafóricamente con elegancia felina por el terreno felizmente familiar.

Lao da un sorbo de agua.

—Esto sí que lo tengo por la mano —continúa Muria—. Para el ejército y para la inteligencia civil puede que sea un zoquete, pero las mujeres, como se suele decir, no tienen secretos para mí. —Da un trago de su DYC y mira a su alrededor con el ceño fruncido—. ¿Y cómo vamos a reconocer al contacto? ¿O nos reconocerá él a nosotros?

Arístides Lao está a punto de contestar cuando se les acerca una mujer. Lleva minishorts blancos, camiseta transparente y unos tacones exageradamente altos que hacen que parezca ligeramente borracha cuando por fin se detiene junto a Muria. La mujer sonríe y un diente de oro le centellea inesperadamente en medio de la dentadura.

—Madre mía, pero si es mi prima —dice Muria en tono jovial, cogiendo a la mujer de la cintura—. ¿Cómo va eso, primita? ¿Cuándo has llegado del pueblo?

—Antes que tú, eso está claro. —La mujer se quita la mano de Muria de la cintura con una palmada experta—. Sois nuevos por aquí, ¿eh? Yo me acordaría de dos hombres tan…

La frase muere en su garganta cuando su mirada se posa en Arístides Lao. Por un momento su expresión se parece a la de alguien que se acaba de encontrar una criatura extremadamente viscosa e imposible de identificar en el plato que se estaba comiendo. A continuación su expresión se parece a la de alguien que acaba de encontrar la mitad mordida de esa criatura en su plato. Por fin da un paso hacia atrás, amedrentada, y sus tacones exageradamente altos están a punto de derribarla de espaldas. Su reacción es bastante habitual en la gente que ve por primera vez a Lao, aunque casi siempre es peor en las mujeres. Prácticamente todo el mundo detesta a primera vista a Lao, pero es en las mujeres donde se concentran las mayores proporciones de rechazo. Es posible que tenga algo que ver con el aspecto desvalido de su cuerpecillo blando y lechoso. Algo que apela al instinto maternal pero en sentido negativo. Que provoca el suicidio inmediato de dicho instinto. Una reacción visceral e incontenible ante semejante equivocación de la naturaleza.

Hay un silencio incómodo. Los centelleos de su calva sugieren que Lao se la ha untado con alguna pomada o ungüento. Por entre los eccemas y forúnculos asoman mechones ralos de pelo rojo. Se trata de una de esas calvas con áreas irregulares de pelo, como continentes en un océano de epidermis enferma.

La mujer traga saliva.

—¿Buscabais a alguna chica en particular? —consigue decir.

—A ver. —Muria se saca la billetera y se pone a contar aparatosamente billetes delante de la mujer—. La verdad es que estamos esperando a alguien, chata. Alguien con quien hemos de tener una conversación importante, ya me entiendes. —Hace el gesto de meterle un billete de mil en el escote, pero como la mujer no lleva nada parecido a un escote, cambia de idea y se lo intenta meter en la cinturilla de los pantalones—. Esto es para que nos guardes el secreto. Pero hasta que nuestro hombre llegue, no veo por qué no puedes tomarte una copa con nosotros. —Le guiña un ojo a la cara de horror de la mujer—. Y tal vez algo más, ¿eh?

Muria está a punto de decir algo más cuando ve que Lao está haciendo un gesto que podría o no ser una señal dirigida al camarero. La mujer de los minishorts aprovecha el momento de confusión para desaparecer.

—¿Jefe? —Muria se termina su DYC de un trago—. ¿Cómo es que ese hombre ha accedido a vernos? Iturribarralde o como se llame…

—Albaiturriaga —dice Lao—. Intente controlarse, por favor.

Dos DYC con hielo más tarde, Muria está en el centro de la pista de baile vacía del bar, bajo la bola de espejos. Su baile parece un híbrido entre el baile regional de alguna región sin explorar de la Península Ibérica y la idea del claqué que pueda tener alguien que no lo ha practicado nunca. En la última media hora ha manoseado la anatomía de por lo menos cinco señoritas de la sala. Ahora interrumpe momentáneamente su taconeo para mirar cómo una mujer vestida con salto de cama se dirige a Arístides Lao. Hace un intento infructuoso de dar un trago del vaso vacío de DYC que lleva en la mano y regresa a la barra con zancadas titubeantes.

—Mi amigo es bastante tímido con las mujeres —le anuncia a la mujer, lo bastante alto como para que lo oigan desde toda la barra—. No es mi caso.

La mujer hace una señal con la cabeza a Lao, que se levanta del taburete y echa a andar detrás de ella. Muria se queda desconcertado, con el vaso vacío en la mano. Por fin echa a correr detrás de la pareja.

El ascensor por el que la mujer los lleva ahora no es el mismo ascensor por el que el valet los ha traído al bar. A fin de salvaguardar el anonimato de sus clientes, el establecimiento cuenta con un sistema de pasillos divididos en secciones separadas por puertas que solamente se pueden abrir cuando se enciende una luz verde encima de ellas. Muria corretea detrás de Lao y la mujer, nervioso.

—Jefe —dice entre dientes—. ¿Está seguro de que quiere hacer esto? O sea, los dos juntos…

La mujer se detiene ante una puerta con un farolillo chino. Llama con los nudillos antes de abrirla. Los dos agentes la siguen al interior. El cuarto entero está decorado con motivos chinos, incluyendo los dibujos eróticos de las paredes y las sábanas de seda estampadas de la cama circular. Al otro lado del cuarto está la puerta abierta del lavabo.

—Bueno pues. —Muria se saca la billetera—. Aquí estamos. No es como yo lo habría querido hacer, pero…

Sin decir una palabra, la mujer sale del cuarto. Muria todavía está boquiabierto cuando un hombre muy moreno en mangas de camisa aparece en la puerta del lavabo.

—Caray —dice Muria—. Yo…

Albaiturriaga se sienta en la cama circular y enciende un cigarrillo rubio. Al sentarse, la pernera del pantalón le sube hasta medio tobillo, dejando ver una pistola de nueve milímetros sujeta con una tobillera. Suelta una bocanada de humo y señala a los dos agentes con el cigarrillo.

—Será mejor que esto sea importante, hijos de la grandísima puta —les dice—. Dos años llevo aguantando. Dos años sin ver a mi familia. Y de pronto aparecen dos subnormales y lo ponen todo en peligro solamente porque a algún imbécil de la central le sale de los cojones hacerse el poderoso.

—Esto no viene de la central —dice Lao.

Me da igual de quién venga. —Pone cara de asco—. ¿Quién coño sois vosotros? Cuesta de creer que trabajéis para el Servicio, con esas pintas de retrasados mentales.

—La operación Cólera, señor Albaiturriaga —dice Lao—. Se infiltró a tres operativos. «Los Tres de Colonia», los apodaron. Operativos de élite. Tengo entendido que hicieron la instrucción juntos.

—No me diga.

—Dorcas fue el primero en caerse. A Barbosa no lo encontramos. Solamente queda usted.

—Y no es gracias a imbéciles como vosotros —dice Albaiturriaga.

Lao se saca algo del bolsillo de la americana. Una bolsita de plástico precintada como las que se usan para guardar evidencias policiales. Dentro hay un papel con algo anotado. Le ofrece la bolsita a Albaiturriaga, que estira el brazo para cogerla sin levantarse de la cama, obligando a Lao a acercársela.

—Barbosa tuvo su último contacto hace veinticinco días —explica Lao—. Antes había dejado el sindicato y la facultad. Ya no hay actividad en su domicilio. La última vez que sacó la basura había esto dentro.

Albaiturriaga lee la nota de la bolsita.

—«Ha llamado el electricista» —lee. Levanta la vista hacia los dos agentes—. Esto quiere decir que se han puesto en contacto con él desde el otro lado. ¿Y vosotros os lo creéis?

—Usted conoce a Barbosa. Hicieron la instrucción juntos. Y por fuerza le tienen que haber llegado voces, desde su partido. Barbosa lleva dos semanas desaparecido. Si no está en el otro lado, es que lo han matado. Usted es el único que podría saberlo.

Albaiturriaga niega con la cabeza, contrariado.

—Os podríais haber ahorrado molestarme si hubierais hecho los deberes —dice—. La organización de mi partido no funciona así. Las organizaciones filiales son completamente estancas. Las federaciones locales son autónomas, y las células de captación son móviles. Ni siquiera tenemos todo el organigrama. Y lo que pasa al otro lado, simplemente desaparece. —Hace un gesto de prestidigitador—. Deja de existir. Lo hemos perdido.

—Usted es nuestro último recurso. —Lao lo mira fijamente.

Albaiturriaga hace un gesto exasperado.

—¿Y desde cuándo Barbosa es tan importante? —dice—. ¿Lo bastante como para poner en peligro el resto de la operación?

—Eso no se lo podemos decir —Muria suelta una calada de humo de Rex con expresión de astucia.

Albaiturriaga suspira. Se seca el sudor de la frente.

—Si es verdad que lo han pasado al otro lado —dice por fin—, entonces lo habrán puesto a prueba. No se andan con bromas. Tal vez lo hayan torturado. Es un proceso largo. Lo habrán tenido vigilado, lo habrán investigado, lo más seguro es que le hayan puesto un familiar.

—¿Un familiar? —pregunta Muria sin abandonar la mueca de astucia.

—Una persona que se gana la confianza del vigilado —explica Lao—, que traba amistad con él.

Algo infinitesimal cambia en la cara de Albaiturriaga. Se trata de una cara obviamente entrenada para no reflejar los cambios de ánimo ni las revelaciones interiores, pero aun así Lao percibe el cambio.

—Acaba usted de recordar algo —le dice Lao—. Acaba de caer en la cuenta de quién es el familiar de Barbosa.

—Hay una chica. —Albaiturriaga se aplasta la colilla en la suela del zapato—. Sara algo. Una chica flaca. Una compañera del sindicato. Estudiante de Bellas Artes.

Muria y Lao se miran.

—Me suena —dice Muria—. Había algo en el expediente. Pero no tenemos nada destacado de ella.

—Llevan un tiempo saliendo juntos.

—¿Cómo puede saber usted eso? —Ahora es Lao quien niega con la cabeza—. Acaba de decir que las organizaciones filiales de su partido son estancas.

Albaiturriaga suelta un soplido de burla.

—Barbosa no es precisamente un hombre discreto —dice, poniéndose de pie—. Y esta ciudad es pequeña. ¿Han oído hablar de un sitio llamado bar Texas?

Parece que a Muria se le han pasado los efectos del alcohol.

—Pero en los últimos informes de Barbosa no había nada sobre esa chica —dice, perplejo.

—Es posible que Barbosa no se diera cuenta —dice Albaiturriaga, caminando hasta la puerta—. O es posible…

—Es posible que la estuviera protegiendo —termina la frase Lao.

Albaiturriaga golpea con los nudillos el interior de la puerta. Al cabo de un momento ésta se abre desde fuera.

—Le estamos muy agradecidos —dice Lao mientras sale.

—Buena suerte con la chica flaca. —Albaiturriaga hace una mueca de burla—. O con lo que quede de ella para cuando la encontréis.