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LAS ANTIPÁTICAS
Desde la terraza de Can Arañas, Teo Barbosa mira con sus prismáticos cómo el Rey Rana chapotea con cara de perplejidad por la laguna, con el agua cubriéndole hasta los tobillos, intentando coger puñados del agua cristalina y mirando cómo se le escurren entre los dedos. Sin dejar de mirar con los prismáticos, Barbosa se mete dos anfetaminas más en la boca y las mastica distraídamente. Entre los dos hombres no puede haber más de veinte metros de distancia, de manera que Barbosa se ve obligado a mover los prismáticos de un lado a otro para poder abarcar toda la figura del tipo gordito que está chapoteando bajo la luz blanca. El cielo vespertino se ha vuelto blanco poco después de que Barbosa y los demás empezaran a comerse los ácidos del costurero de los alemanes.
—¿Cómo me llaaamo? —pregunta R. T. detrás de su espalda, con voz cantarina de duende de cuento de hadas.
Barbosa baja los prismáticos y se gira para mirar a R. T.
—¿Eso que haces es seguro? —le pregunta.
R. T. no contesta. Se ha rodeado la cintura con una ristra de bengalas de posición y ahora se las está atando al cuerpo con una cuerda. Un poco más allá, la Madre Nieve se pasea de un lado a otro de la terraza con un cuchillo de monte en la mano y movimientos de animal enjaulado. Lleva su túnica y una corona de alcaduceas silvestres en el pelo. La extraña luz vespertina lo tiñe todo de blanco: las bengalas, el cuchillo, la laguna.
Barbosa se ha traído el costurero rojo con dibujos chinos de la Casa del Viento poco después de mediodía y todos los habitantes de la casa, con la excepción del camarada Cuervo, Blancanieve y Rojaflor, han estado tomando anfetaminas y fumando marihuana durante un par de horas, antes de que Barbosa se pusiera a repartir las tabletas de ácido. El camarada Cuervo no ha salido de su habitación ni siquiera cuando la droga ha empezado a surtir efecto y se han empezado a oír gritos y carreras por los alrededores de la laguna. En un momento dado, a la Dama Raposa le ha parecido ver una cara asomada a una de las ventanas de la casa, pero a estas alturas es muy difícil saber quién ha visto realmente qué. Ahora mismo la Dama Raposa está despatarrada boca abajo sobre las piedras de la playa, soltando alguna risita de vez en cuando, tal como se ha quedado después de la segunda o la tercera vez que el camarada Piel de Oso se la ha follado por detrás.
Barbosa contempla con los ojos muy abiertos la geografía del interior del risco.
—Esto deben de ser las Antipáticas —dice en tono de asombro.
R. T. hace una pausa en la delicada operación de atarse las bengalas al cuerpo para mirarlo sin demasiada curiosidad.
—¡Las Antipáticas! —repite Barbosa, mirando a los demás—. «Me debo de estar acercando al centro de la Tierra» —recita de memoria—. «¡Me pregunto si saldré por el otro lado! ¡Qué gracioso será salir por entre la gente que camina cabeza abajo! Las Antipáticas, creo que se dice…» ¡Las Antipáticas!
R. T. lo mira con cara de no entender.
—¡El País de las Maravillas! —exclama Barbosa—. ¡Ahí es donde estamos cuando pasamos al otro lado! ¡En las Antipáticas!
Piel de Oso se le acerca con una botella de vino en la mano. Da un trago y lo señala con la botella.
—Calla la puta boca —dice—. Estoy harto de tus chifladuras. No vuelvas a hablar de ese país de las maravillas ni de ningún otro país. Aquí solamente se habla de España. Todo lo demás no nos incumbe. A efectos prácticos, no existe nada que no sea España. ¿Entendido?
—No existe nada que no sea España… —repite Barbosa en tono pensativo.
—¡Callad! —chilla de repente la Madre Nieve.
Todos se giran para mirarla. La Madre Nieve tiene la cara crispada y está señalando algo con la punta de su cuchillo de monte. La punta del cuchillo tiembla anfetamínicamente.
—¡He visto algo que se intenta escapar! —grita—. ¡Ahí!
Antes de que nadie pueda reaccionar, el camarada R. T. se arranca una bengala del cinturón y la enciende. La sostiene con el brazo muy extendido y una erupción de llamaradas de magnesio ilumina la terraza. Barbosa y los demás se protegen los ojos con la mano.
—¿Cómo me llaaamo? —chilla R. T., eufórico.
—¡Ahí! —dice Barbosa, señalando la figura que se arrastra junto al costado de la casa y que acaba de quedar iluminada por la bengala.
La Madre Nieve echa a correr. Cuando los demás la alcanzan, está sentada a horcajadas sobre la camarada Rojaflor, tirándole del pelo castaño y apretándole la hoja del cuchillo contra el cuello.
—¿Adónde te creías que ibas, eh? —le chilla a la cara—. ¿Adónde ibas?
A punta de cuchillo y a empujones, la Madre Nieve lleva a la camarada Rojaflor de vuelta al interior de la casa. Las siguen Barbosa, Piel de Oso, R. T., la Dama Raposa y el Rey Rana. Una vez dentro, la Madre Nieve la agarra del pelo y le estampa la cara contra la puerta cerrada con llave del camarada Cuervo. Se la estampa una y otra vez, dejando una mancha cada vez más grande de sangre en la hoja de la puerta. La visión de los golpes y la sangre lleva a R. T. a un paroxismo de euforia, que lo pone a trazar arcos en el aire del pasillo con su bengala encendida, provocando una lluvia de chispas de magnesio encima de todos los presentes.
—¿CÓMO ME LLAAAAMO? —aúlla en medio del pasillo.
La Madre Nieve golpea la puerta con la cabeza de Rojaflor.
—¡RÚMPELES TÍJELES! —se responde a sí mismo.
La Madre Nieve golpea la puerta con la cabeza de Rojaflor.
—¿CÓMO ME LLAAAAMO?
La cerradura de la puerta hace clic.
—¡RÚMPELES TÍJELES!
La puerta se abre.
—¿CÓMO ME LLAAAAMO?
La Madre Nieve empuja a Rojaflor al interior de la habitación del camarada Cuervo. La chica se desploma en la alfombra, boqueando y escupiendo trozos de dientes. La camarada Blancanieve se arrodilla para atender a su amiga. La luz que entra por las ventanas sigue tiñéndolo todo de blanco. El camarada Cuervo apunta a los asaltantes con su Star M30.
—Si no llevaras una criatura dentro, camarada —le dice a la Madre Nieve—, te juro que te volaba la cabeza ahora mismo.
Ella se lo queda mirando con su ojo ciego. El camarada Cuervo se dirige a los demás:
—Tengo suficientes balas para todos, os lo advierto.
—Puedes empezar cuando quieras, camarada —le escupe Piel de Oso.
—No me hace falta. Sois tan idiotas que no os dais cuenta de que en cuanto vuelvan los alemanes, vais a estar de mierda hasta el cuello. —Niega con la cabeza, sin dejar de encañonarlos con la pistola—. Vais a pagar por esto, ya lo creo. Me da igual lo que os hayáis tomado. Estáis todos acabados. No encontrarán nunca vuestros cuerpos.
—Eres muy valiente, ahora que tienes la única pistola —dice Piel de Oso—. Más te vale que no encontremos dónde has escondido las demás.
El suelo de la casa ha empezado a temblar. Son unos temblores rítmicos, como los pasos de una bestia antediluviana. Cada vez más cercanos. Al temblor se le suma un retumbar. Barbosa sabe que es un efecto de los ácidos que se ha tomado, pero el hecho de saberlo no hace que le inquiete menos. Los muebles tiemblan. Los estantes se tambalean. Los vasos y los platos tintinean. Por fin todos los presentes se giran, para ver qué está pasando. Para ver de dónde viene el retumbar que ahora hace que la casa entera se tambalee. Sea lo que sea que se está acercando, debe de haber entrado en la casa, porque ahora el resplandor blanco es insoportable. Barbosa se ve obligado a taparse los ojos. Hay un momento de silencio. Por fin Barbosa se aparta la mano de la cara lo justo para echar un vistazo.
Delante de ellos, irradiando una luz blanca cegadora, está el camarada Ogro. Desnudo y con su máscara de perro pintada.
—¿Qué haces aquí, camarada? —le pregunta alguien.
El camarada Ogro los mira.
—El Libro de Sirio ya está terminado —dice.
Barbosa mira al camarada Ogro por entre los dedos de la mano.
—Mañana celebraremos el fin del mundo —continúa el camarada Ogro—. Este mundo se tiene que terminar para que empiece la Era de Sirio. Hay que empezar con los preparativos.
De repente un nuevo retumbar. Un nuevo temblor. Mucho más fuerte que los anteriores. Las paredes experimentan una sacudida violenta. Y esta vez no viene del exterior de la casa. Esta vez viene de mucho más lejos. Del fondo mismo del cielo.