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TALAYOT

Son las diez de la mañana cuando Teo Barbosa y R. T. salen de la casa para cumplir con las órdenes del camarada Cuervo: ir a buscar al camarada Ogro al risco del que no quiere bajar y traerlo de vuelta con el grupo. Los dos van en bañador y están igualmente bronceados. Tienen las pieles igualmente curtidas por la brisa marina y llevan barbas largas y el pelo hasta los hombros. Vistos de lejos, ya solamente los distingue la estatura. Como suele pasar con la gente muy alta, Teo Barbosa parece todavía más alto cuando no lleva ropa. Sus brazos y sus piernas interminables le confieren cierto aire de torpeza. De insecto zancudo que intenta imitar la forma de moverse de los seres humanos.

—Si nos necesitas, grita —le dice en tono burlón Barbosa a la Madre Nieve, que está reclinada en una tumbona de la terraza, dispensada de sus tareas matinales.

—Estoy embarazada, no enferma —contesta ella, mirándolos con su ojo ciego a través del humo de su cigarrillo.

Barbosa le está haciendo un gesto de contrición teatral a la Madre Nieve cuando la Dama Raposa sale por la cortina de cuentas de la terraza.

—Vosotros haced vuestro trabajo —les dice en tono frío—. No os preocupéis por ella.

Aunque solamente son las diez, el sol ya cae casi en vertical sobre la laguna. Por culpa de la forma del islote, el interior del risco solamente recibe sombra durante las últimas horas del día. Los dos hombres bajan por la escalera de piedra. Barbosa lleva una bolsa en bandolera y R. T. un sombrero de paja y un bastón que se ha tallado él mismo y que le dan aspecto de peregrino al que le han robado la ropa mientras se daba un baño. Pasan junto al huerto, donde el Rey Rana está desenterrando cebollas. Por fin encaran el lado sur del risco y miran hacia la cúspide, donde el camarada Ogro se ha instalado en las ruinas megalíticas.

—¿Tenemos alguna idea de qué coño le pasa? —pregunta Barbosa.

—Parece ser que necesita alguna clase de medicación —dice R. T.—. No se sabe si la ha perdido o si ha dejado de tomarla porque sí. O tal vez simplemente se le ha terminado.

Los dos echan a andar ladera arriba.

—¿Medicación? —dice Barbosa.

—¿Creías que el camarada Ogro era simplemente un excéntrico encantador? Pues resulta que es un chiflado en toda regla. Un paciente mental. Aquí, en nuestra isla. Y ha perdido la medicación.

Barbosa se encoge de hombros.

—A mí me sigue resultando encantador —dice—. ¿Y por qué no interviene personalmente el camarada Cuervo? Esto puede terminar con fuegos artificiales.

R. T. se detiene un momento y mira a su compañero.

—¿Cuántas veces has visto al camarada Cuervo en la última semana? —pregunta.

Barbosa se rasca la barba larga.

—Nuestro líder se ha entregado a la introspección, supongo —dice—. No lo veo necesariamente mal. Muchos grandes líderes fueron grandes filósofos.

R. T. reanuda la marcha.

—Tiene miedo, camarada —dice por fin—. Nuestro líder está muerto de miedo. Su posición aquí en el islote se debilita cada día más. El camarada Piel de Oso es más joven y tiene las ideas muy claras, y si hubiera una votación entre los que estamos aquí, es muy probable que saliera elegido nuevo líder. No saldrá de ahí hasta que le lleguen refuerzos.

—¿Refuerzos?

—Nos consta que les ha dado un mensaje a Oskar y Camilla antes de que se fueran —dice R. T., escalando por los riscos con ayuda de su bastón—. Un mensaje para sus superiores, pidiendo ayuda.

—Aun así —dice Barbosa mientras aparece ante ellos la pequeña altiplanicie que alberga el complejo megalítico—. No entiendo por qué no se acerca por aquí para charlar en persona con el camarada Ogro y pedirle que deponga su actitud irracional. No veo por qué le iba a tener miedo a un politólogo que caza tiburones con armas hechas por él mismo y venera a dioses de la muerte y la destrucción. —Señala con la cabeza las piedras milenarias—. O sea, ¿qué puede estar haciendo ahí? Nada demasiado terrible, seguro.

—Está escribiendo un libro.

Ahora es Barbosa quien se detiene.

—¿Un libro?

—Solamente ha bajado a la casa para buscar más papel y bolígrafos —dice R. T—. Así que esperemos que sea un libro.

El complejo megalítico se extiende ante ellos bajo el sol abrasador. El talayot, la galería hundida, las losas desplomadas. El paisaje, sin embargo, no es el mismo que la última vez que Barbosa estuvo aquí: usando tizones y alguna clase de pigmento de color mortecino, el camarada Ogro ha llenado de pinturas murales hasta la última piedra del complejo. Pinturas de su dios-perro alado protagonizando distintas escenas. Y en el dintel del talayot, un mural enorme con una bola de fuego precipitándose sobre la tierra. Barbosa echa a andar por el suelo polvoriento, con ese sigilo con que uno entra en una habitación intentando no asustar al gato. Un rastro de pisadas en el polvo lleva a la entrada de la torre.

—Oh, por favor —murmura—. No me digas que se ha metido ahí dentro.

Barbosa se asoma a la entrada del talayot, apenas lo bastante grande como para que entre un niño a gatas.

—¡Eh, camarada! —grita por el agujero—. ¡Sal de ahí! Eso debe de ser patrimonio de la UNESCO o algo parecido.

Al cabo de medio minuto, un par de pies negros asoman por la abertura, seguidos de dos espinillas mugrientas, las rodillas, los muslos y por fin un pene encogido dentro de su mata de pelo. Barbosa saca un cigarrillo de su bolsa y lo enciende mientras observa con expresión divertida las contorsiones con que el camarada Ogro emerge de la torreta. Una especie de parto de nalgas polvoriento y desastrado. El aspecto del camarada Ogro desde que llegó al islote no ha evolucionado de la misma manera que el de los miembros de la TOD. Los miembros masculinos de la TOD ya han adquirido ese aspecto de profetas del Antiguo Testamento o representaciones populares de náufragos de todos los hombres que pasan mucho tiempo en un islote sin electricidad ni agua corriente. Las mujeres parecen haber encogido y haberse endurecido, de esa manera en que las mujeres en entornos salvajes se vuelven versiones más austeras y resistentes de sí mismas. El camarada Ogro, por su parte, no está bronceado por el sol ni parece haberse asilvestrado en lo más mínimo. Cuando por fin emergen su torso, su barba larga y rizada y sus brazos, se queda un momento así, tumbado en el polvo, a la sombra de R. T. y Barbosa, mirándolos con una mano a modo de visera. Ha usado tizones para pintarse una cara de perro sobre la cara. Barbosa hace una mueca de asco.

—Tápate las vergüenzas, camarada. —Señala el pene del camarada Ogro con su cigarrillo—. Una cosa es ver a la camarada Rojaflor en pelotas y otra verte a ti. Ahora entiendo por qué te llaman Ogro.

—¿Os manda vuestro líder a llevarme de vuelta? —pregunta por fin.

Barbosa se encoge de hombros.

—No se está tan mal allá abajo —dice—. Hay comida y chicas. Y a veces se puede ver a las chicas bañarse desnudas. Es un estímulo para la imaginación. Y mientras haya pilas, tendremos música. ¿No te gusta nuestra compilación?

El camarada Ogro se incorpora para sentarse. Hace un gesto pidiendo un cigarrillo.

—Debes de pasar un hambre tremenda aquí arriba —dice Barbosa, dándole el cigarrillo—. Necesitas comer para hacer tus sacrificios rituales.

—Ayer bajé a pescar —dice el camarada Ogro—, pero la naturaleza de esta isla no es generosa conmigo.

—El camarada Cuervo está preocupado por ti —dice R. T.—. Este sitio no es seguro. Alguien te puede ver desde el mar. Mira lo que nos pasó a nosotros hace un par de semanas.

El camarada Ogro fuma en silencio.

—Tengo una misión —dice.

—Tú no estás bien, camarada —dice R. T.—. No tendrías que estar aquí. Necesitas tus medicinas. Cuando vuelvan los alemanes, intentaremos que te lleven a algún sitio donde te pueda ver un especialista.

—Me han dicho que estás escribiendo un libro —dice Barbosa—. ¿Qué clase de libro?

El camarada Ogro se queda mirando a Barbosa con su cara de perro pintada.

—Yo también soy escritor —dice Barbosa—. Bueno, escritor en ciernes. Todavía no he escrito ningún libro. Pero publiqué un artículo en el boletín del SEDA que fue muy celebrado.

El camarada Ogro baja la vista.

—Estoy escribiendo el Libro de Sirio —dice por fin.

—¿Sirio? —Barbosa frunce el ceño—. Ése es tu dios, ¿verdad?

—Camarada, no le des cuerda —dice R. T.

—Y el Libro de Sirio, ¿qué es? —continúa Barbosa—. ¿Una especie de Biblia?

El camarada Ogro termina su cigarrillo y tira la colilla.

—Al principio me abrumó el dolor cuando vi el cuerpo muerto de Sirio —dice—. Quise morir. Me volvieron a encerrar. Quise morir de verdad. Pero luego vi la verdad de todo. Su muerte es lo que funda el sentido de las cosas. Él ha muerto por nosotros, para que podamos vivir.

—Está peor de lo que pensábamos —dice R. T.

—¿Por eso escribes su libro? —le pregunta Barbosa.

—Su cuerpo ha muerto pero su palabra está viva —explica el camarada Ogro—. Esperando a que yo la escriba. Así es como Sirio reinará por los siglos.

El camarada R. T. suelta un soplido de impaciencia. Barbosa se sienta en una roca.

—A ver, camarada —dice—. No te vas a venir con nosotros, ¿verdad?

—No —dice el camarada Ogro.

Barbosa abre su bolsa, saca un paquete de galletas y se las da. El camarada Ogro se pone a devorarlas con cara inexpresiva, como un animal hambriento. A continuación Barbosa se saca del macuto una bolsa de marihuana.

—Camarada, ¿qué coño haces? —dice R. T.—. ¿De dónde has sacado eso?

Barbosa se encoge de hombros mientras empieza a liarse un cigarrillo de marihuana.

—Sé dónde los alemanes esconden el costurero con las drogas —explica—. He ido esta mañana después de que se fueran y les he cogido un par de cosas. No lo van a notar.

R. T. niega con la cabeza.

—Camarada, estás jugando con fuego.

—¿Quieres fumar o no? —dice Barbosa.

R. T. se sienta a su lado y espera a que el otro lo encienda para dar una calada de marihuana. Los dos aspiran el humo aromático con los ojos cerrados.

—¿Qué hacemos con éste? —dice por fin R. T., señalando con la cabeza al tipo desnudo que está comiendo galletas en el suelo.

—Si el camarada Cuervo lo quiere, que venga él a buscarlo.