17 - La joven

Dafne Tercia, usando un vestido de seda roja, al estilo de Estrella Vespertina, fue conducida a la sala. A ella le parecía que la conducía un punto de luz, y que la habitación era un óvalo en penumbra, con alfombras sensuales y mullidas, donde fluctuaba la dorada luz de las velas, con mesillas llenas de frutas y flores, porcelana reluciente y palillos plateados brillando contra madera oscura. Dos de sus esculturas energéticas favoritas fulguraban en nichos redondos a ambos lados de la puerta, y gorjearon jovialmente al verla.

El oeste de la sala era un ventanal, una curva suave que parecía sólida pero permitía que la brisa del lago llevara suaves y frescos aromas a la habitación, el perfume de pino de la otra orilla. Era poco antes del alba, pero era la tarde joviana, y la luz de Júpiter propagaba haces rojos y plateados en el paisaje crepuscular. Aun en su momento más radiante, Júpiter no era mucho más luminoso que una luna llena. Había brillo suficiente para distinguir los colores, pero la penumbra cubría los árboles y el lago con una sombra misteriosa y azul.

Ante el ventanal, en lo que parecía una caracola llena de pétalos de flores, estaba tendida una mujer vestida de gris y plata. Su rostro estaba iluminado por la luz tenue de la escultura energética con la que jugaba, pasando los dedos por las curvas titilantes. Era un rostro triste, pensativo, soñador, y tenía los ojos entornados.

Era Dafne Prima Radamanto.

Dafne Tercia Estrella Vespertina echó una ojeada a la habitación, sonriendo. Tenía un aire feliz, abierto, despreocupado. Dafne Tercia Estrella Vespertina se acercó a la ventana y se sentó en la alfombra de felpa, flexionando las rodillas. Dafne Prima Radamanto despidió a la luz flotante con un gracias y un cabeceo regio.

Dafne Tercia Estrella Vespertina se volvió para ver cómo se extinguía la luz diminuta que la había conducido allí.

—¿No tendríamos que estar usando la misma estética, madre? —preguntó.

Dafne Prima Radamanto inclinó la cabeza.

—Considérame una hermana mayor. Y quería hacerte sentir más cómoda.

—Ah, ¿y por qué empezar ahora?

Dafne Prima Radamanto frunció levemente los labios rojos, quizá con un destello de ira en los ojos, pero su expresión de fría reserva no tuvo otro cambio. Alzó un dedo y la cámara cambió de apariencia. Ahora usaba una severa chaqueta de tweed, blusa y falda, con un pequeño sombrero francés pinchado a su peinado, según el estilo Gris Plata. Dafne Tercia Estrella Vespertina todavía usaba una ceñida prenda de seda de color sensual, el uniforme de una señorial Roja.

Era una habitación victoriana, y ambas estaban sentadas en un pesado diván de terciopelo rojo oscuro cuyas patas terminaban en garras negras que aferraban esferas de cristal. Aún había velas, pero en candelabros. La alfombra se convirtió en una piel de oso blanco. El menguante punto de luz se convirtió en lacayo.

La escultura energética que estaba en el regazo de Dafne Prima Radamanto se convirtió en Sir Fluffbutton, el perdido gato blanco de pelo largo de Dafne. Era una reconstrucción, un clon. No era el gato delgado que ella había perdido en su infancia. El gato había crecido y engordado, transformándose en una consentida bola de pelambre blanca. El gato miró a Dafne Tercia Estrella Vespertina con perezosos ojos verdes, como si nunca la hubiera visto.

Dafne Tercia Estrella Vespertina encontró la imagen levemente ofensiva.

—¡Madre! Estás jugando con una de mis esculturas energéticas favoritas. Reflexión de los Lupercales. ¡Y le das el aspecto de Sir Fluffbutton! Si no piensas reinstalarte sendas neuronales Taumaturgas en el cerebro, no podrás leer ni jugar con Lupercales. Ni con Liquenplantis, ni con Quíncunx impressionario. —Éstas eran las dos esculturas energéticas que estaban junto a la puerta—. ¿Por qué no dármelas a mí? Pueden hacerme compañía durante el viaje.

Dafne Prima Radamanto le obsequió una mirada glacial, enarcando una ceja.

—Hermanita, cualquiera diría que haberte cedido a mi esposo seria suficiente para confortarte en tu viaje.

Dafne Tercia Estrella Vespertina abrió la boca para responder con un réplica mordaz, pero la cerró, se encogió de hombros y se levantó.

—¡Vaya! Cuánto me alegra que tengamos esta pequeña charla. Me quedaría más tiempo, pero discutir con otras versiones de ti misma se vuelve cargante al cabo de un tiempo, ¿no crees? Ahora puedo volar al cielo nocturno, y no regresar por largo tiempo, quizá nunca, con la certeza de que en definitiva yo era una zorra insufrible. Y gracias por darme una existencia barata y falsa, destinada a afrontar todas las partes difíciles de tu vida que no afrontabas por vergüenza o por temor. Diría que todo fue divertido… si lo hubiera sido. ¡Adiós!

Dafne Prima Radamanto la miró de hito en hito.

—Siéntate, por favor.

—Lo lamento, madre. Tengo una vida que vivir. ¡Una vida que tú desechaste! Y ahora que estás despierta, tienes posesión de todas las cosas que antes creía mías… mi casa, mis fondos e incluso mi gato, maldición. Mis amigos. Todo. Pero yo tengo a Faetón, y tengo el futuro. ¿Qué más necesitamos decimos?

—Siéntate, por favor. ¿O me despertaste usando la clave que te dejé tan sólo para regañarme? Debemos entendernos antes de despedimos. Eres la parte de mí que envío al futuro, hermanita, y yo soy la parte de ti que forma tus raíces y tu cimiento. Una despedida agria nos perturbará a ambas.

Por alguna razón que ni ella misma entendía. Dafne Tercia Estrella Vespertina se alisó el vestido de seda roja y se sentó.

Ninguna de las dos habló. Una permaneció con las manos entrelazadas sobre el regazo, la otra acariciaba el gato adormilado. Ambas miraban el paisaje crepuscular, los árboles color humo, las sombras azules del lago. En las honduras del lago, un par de brillantes puntos de color, semejantes a luciérnagas, aparecieron y desaparecieron suavemente.

Al fin Dafne Prima Radamanto rompió el silencio.

—La Mascarada ha concluido. Según he oído, Aureliano Sofotec ha puesto anuncios pidiendo empleo. Como señorial, al igual que una mente de pocos ciclos como Radamanto o Eceo. Al sur de aquí han desmantelado los palacios de oro; y las Cerebelinas del sudoeste dejan que los nuevos organismos encuentren su propio equilibrio ecológico, prácticamente sin ayuda, de modo que esos extraños jardines se han poblado de maleza y criaturas salvajes. Las aves volverán a cantar sus propias canciones, en vez de arias destinadas a nosotros, y las flores darán néctar en vez de vino. Los Profundos se han vuelto a sumergir, y nadie tiene permitido recordar sus canciones, salvo vagamente. Nuestros actos y palabras frenéticas de las celebraciones están guardados en cofres de memoria. Somos como los jardines Cerebelinos, pero al revés; ahora volvemos a ser dóciles. El misterio se desvanece. La mágica luz de la alborada se extingue, como todas las cosas deben extinguirse, y se reanuda el día laboral común.

Dafne Tercia Estrella Vespertina miró de soslayo a su yo mayor, pero no dijo nada.

Dafne Prima Radamanto vio esa mirada, y puso una sonrisa misteriosa.

—Te preguntarás, hermanita, qué vio Faetón en mí. No sientes simpatía por un espíritu melancólico.

—A decir verdad, madre, yo lo habría llamado afectación ególatra, mórbida, falsa y quejumbrosa. Pero quizá tu filtro sensorial no lo entienda y lo cambie por algo más cortés.

La versión mayor sólo sonrió con ojos soñadores, como evocando una pena del pasado.

—No fuiste construida para admirarme ni quererme. Nuestra filosofía básica y nuestros valores centrales tienen que ser diferentes. Antitéticos. Lo cual, me temo, no contribuye a nuestra amistad.

—¿Tienen que ser? —preguntó la Dafne menor con asombro—. ¿Con qué propósito?

La Dafne mayor pareció despertar de una ensoñación.

—¿Cómo dices…?

—Sugerías que había un propósito en todo esto. ¿Por qué te ahogaste? ¿Por qué me creaste?

Dafne Prima Radamanto se irguió y se inclinó hacia delante, escrutando los ojos de su versión más joven. Habló con una voz de serena simplicidad.

—Estaba enamorada de Helión.

—¿Qué?

—Es una de las cosas que no añadí a tus recuerdos al crearte. Tú recuerdas la muerte de Sir Fluffbutton.

—Él escapó. Yo tenía nueve años…

—Yo encontré el cuerpo. Estaba junto al arroyo donde yo había caído a través del hielo el año anterior, ¿recuerdas? Y papá vino y me dijo que todo perece. Aun las montañas se desgastan. Aun el Sol envejece y muere, dijo. Un día no habría más Sol, ni más campos brillantes donde jugar, nada.

—¿Excluiste esto de mi memoria? ¿Por qué?

—Conduce a un acontecimiento crucial en la formación de la personalidad. Estabas destinada a tener una personalidad diferente.

—¿Qué ocurrió?

—Yo no le creí. Ya conoces a papá.

—Conozco a papá. Sólo tolera una dosis mínima de verdad. ¡Qué mentiroso fue siempre!

—Así que me escabullí para hablar con Bertram. Bertram se había metido en la línea raíz del sistema mental local.

—¡El bueno de Bertram! ¡Qué ladronzuelo! No sé por qué me sentía tan atraída por él.

Ambas sonrieron cálidamente ante ese recuerdo perdido. Bertram Cero Pericabal había sido la primera relación romántica de Dafne.

—Siempre me gustaron los hombres fuertes. De todos modos, él enchufó el espejo que había cogido en casa de su padre en su línea pirata, y me abrió la biblioteca. La biblioteca dijo que sí, que el Sol con el tiempo moriría, pero mucho antes se hincharía hasta ser una gigante roja, y abrumaría la Tierra con fuego. No puedes imaginarte cuán traicionada me sentí.

—Puedo imaginarlo. Tenía la costumbre de jugar bajo la ventana de la sala mental por la tarde, cuando mis padres dormían bajo sus gorras, y jugaba a que los haces de luz eran pretendientes que venían a rescatarme de esos dos ogros que roncaban. Fingía que el Sol me besaba cuando el calor me tocaba la mejilla. Pensaba que en el Sol vivía un hombre que me observaba cuando yo corría por la hierba alta. ¿Traicionada? Seguro. ¿La fuente de luz y vida de la Tierra matando el planeta en vez de cuidarlo? Entiendo.

La Dafne mayor se inclinó hacia delante y tocó la rodilla de su versión más joven.

—Entonces la biblioteca me dijo que había un hombre que vivía en el Sol. Un hombre que vivía en un palacio de fuego. Que él salvaría al Sol de la vejez.

—Helión. ¿Por eso me convertí en Gris Plata? ¿Para estar cerca de él?

La Dafne mayor se reclinó.

—Sólo ahora, en esta Trascendencia, supe de dónde venía Faetón. No sabía por qué Helión lo había creado. Parecía tan frenético y temerario en comparación con su padre. Y nunca creí que Galatea fuera su verdadera madre; era obviamente una mente parcial emancipada creada por Helión para ayudar a la crianza de Faetón. Pero los estudiaba desde lejos, y ello me alentó a tratar de ser famosa, tan famosa como para pedir una cita con el amo del Sol, y que él me recibiera. Así que escribí, y esculpí caballos, estudié todas las cosas antiguas, los griegos y los romanos, los mitos de Gran Bretaña y el Marte anterior al nuevo Renacimiento, y gané la fama y los segundos que necesitaba; Faetón accedió a ser entrevistado. Mi plan era llegar a conocer al padre seduciendo al hijo.

—¡Qué zorra calculadora! —exclamó alegremente la joven Dafne. La señaló con el dedo—. Te equivocas, creo que podríamos ser buenas amigas, a pesar de todo. ¿Qué salió mal?

—Tú, hermanita. Oh, entonces no eras consciente, y no fue culpa tuya. Y no eras exactamente como yo. Pero cuando te enamoraste de Faetón, y fuiste la seducida en vez de la seductora, ¿qué podía hacer yo? Cuando Faetón regresó a la Tierra, al principio traté de disuadirlo. Pero él… él me abrumaba. Estaba indefensa frente a un hombre así. Él nunca cedía, y era tan… tan… era como si estuviera en llamas. Pero nunca perdía el control de si mismo. Era como un hombre hecho de hielo. Y… él me amaba tanto… Y…

—Y Helión estaba fuera de tu alcance.

Dafne Prima Radamanto se sonrojó. La Dafne menor vio el color de las mejillas y la garganta de su versión mayor y se preguntó si ése era su aspecto al ruborizarse. Era bastante sensual.

—No me agradó Helión cuando lo conocí —dijo la versión mayor—. Tú sabes que dejé esos recuerdos.

—Es un llorón.

—Le interesa preservar lo viejo, no iniciar lo nuevo. Aun salvar el Sol es una especie de preservación, para él. Así que me enamoré de Faetón, tan profundamente que…

—¡Que trataste de arruinarle la vida!

Los ojos de la versión mayor centellearon, una expresión de fuego impaciente, y por un instante ambas mujeres fueron exactamente iguales.

—¡Necia! —exclamó Dafne Prima Radamanto con voz de reina—. ¡Lo amaba tanto como para morir por él! ¿Cómo puedes imaginarlo? ¿Cómo puedes saberlo? ¿Cómo puedes saber qué se siente al verte en el espejo y saber que eres indigna del hombre con quien estás casada? ¡Indigna, pues lo frenas y lo retienes! Y por mucho que te esmeres, terminas por ayudar a la gente que lo odia.

La Dafne mayor se reclinó, furiosa, y acarició al gato con tanta rabia que el animal maulló y se escabulló, cayendo pesadamente al piso. El gato les dedicó una mirada altanera y se alejó grácilmente.

—Ahorré dinero y compré tiempo al sofotec Estrella Vespertina —dijo la Dafne mayor con voz más calma—. No confiaba en Radamanto para esto; él sólo me habría dicho que fuera estoica. Y los Gris Plata no permiten una autoalteración radical en ningún sentido. Estrella Vespertina me examinó, pero pensaba que yo no podía transformarme en la clase de persona que seria buena para Faetón y seguir siendo la misma persona a ojos de la ley. El cambio tendría que ser demasiado grande. De nuevo es una cuestión de valores centrales, una cuestión de diferencias fundamentales. A eso me refería con lo de ayudar a sus enemigos; todo lo que pensaba o decía en público reflejaba una mentalidad más cauta que la de él. Muchas veces lo humillé en público, pues algo que dije, escribí o pensé se publicó en las tertulias para echárselo en cara…

»Y los hijos… ¿Cómo podíamos tener hijos, si él iba a marcharse? Lejos, para morir en la oscuridad y no regresar nunca… Así que nuestro matrimonio nunca se completó.

«Francamente, pensaba que él fracasaría. Pero no quería pensar eso, porque sin mí, sin mi respaldo, podría fracasar, en efecto. Así que tuve que abandonarlo. No podía ir con él; no quiero morir en el frío oscuro del espacio; pero él insistía en que no partiría sin mí. ¿Qué podía hacer yo?

»Tuve que abandonarlo. Hice que me reemplazaras. Tú. La mujer que yo nunca podría llegar a ser. Tal como Faetón es el hombre que Helión nunca podría llegar a ser… Nuestra sociedad evoluciona. Hacemos que nuestras próximas versiones sean más perfectas. Pero los menos perfectos quedamos rezagados.

Ambas mujeres callaron un instante, mirándose profundamente a los ojos. Era una mirada de pena.

Pero la Dafne menor sonrió.

—Piénsalo, hermana mayor. Habrías pillado a Helión si él no se hubiera casado con Lucrecia, o como sea que Unmoiqhotep se llame ahora.

La Dafne mayor se apoyó la barbilla en la palma, curvando los dedos para tocarse los labios con el meñique. Se mordió delicadamente la uña.

—Quizá, hija. Quizá. Pero… ya sabes, es un poco raro. Primero Helión adopta, como hijo, a un hombre que resulta haber sido un guerrero colonial de un drama de la Trascendencia, un asolador de mundos. Luego se casa con la muchacha que intentó, en la vida real, destruir la Ecumene.

¿Cuál es su obsesión secreta con la destrucción? En definitiva, vive en el lugar más peligroso del sistema solar.

—Lamento lo de Lucrecia, por ti. Habría preferido que la extrapolación se cumpliera, y que todos hubiéramos tenido un juicio sensacionalista, con cientos de muchachas plañideras sentenciadas a muerte, y Atkins abatiendo a los agitadores que atacaran el tribunal…

La Dafne mayor sonrió lánguidamente.

—Escribiré esa historia. Los agitadores, sobre todo. Todos Cacófilos, por supuesto, pero en mi relato tendrán la mente envenenada por Jenofonte, y serán meras herramientas del siniestro Imperio Silente. Y en cuanto a mi héroe… —Demostró abatimiento—. Pero no puedo usar de nuevo a alguien como Helión como héroe, ¿verdad? Ni como Faetón. Todos pensarán que te estoy copiando. El mundo onírico que compusiste para el concurso oniromántico…

—¡Ése era tu mundo! —resopló la Dafne menor—. ¡Miré los registros! Todo el trabajo estaba hecho, las tramas, la ambientación, los personajes, las leyes de la naturaleza, todo, años antes del concurso. Aunque yo recordaba haberlo inventado, los recuerdos eran tuyos. ¡La medalla de oro te pertenece a ti!

La Dafne mayor puso una expresión de avidez. Ambas sabían cuánto había ansiado ganar esa medalla. Era la ambición de toda una vida.

La Dafne mayor se levantó y se alejó, con las manos plegadas sobre el vientre, fingiendo que miraba por la ventana.

Dafne Tercia Estrella Vespertina no dijo nada, pues no quería contrariar más a su versión mayor. Dejó transcurrir unos instantes, y luego dijo levemente:

—Ese lago me resulta familiar. ¿Dónde estamos?

—Ah. Esto formó parte de la exposición. Es el lago Destino.

—¿Qué? ¿El lago donde Faetón vio ese espectáculo de los árboles en llamas? ¡Yo lo estaba buscando por aquí! Creí que recordaría hasta la última piedra. Tiene otro aspecto. El nivel del agua es más bajo. Supongo que arrancaron parte de la montaña. Pero… ¿qué son esas luces de color en el agua? Esos puntos que se encienden y se apagan como…

La Dafne mayor miró por encima del hombro y puso una sonrisa críptica.

—Supervivientes. Partes del árbol aún crecen ahí debajo, mucho después del fin del espectáculo. La vida se adaptó a una forma que derrochara menos energía, y los árboles se alteraron y especializaron tanto que ya no están en competencia directa entre sí. Se parecen más a un baniano, con largas raíces bajo el suelo, que conectan las colonias desperdigadas.

Dafne Tercia Estrella Vespertina se levantó y se acercó a su versión mayor.

—Me marcho —murmuró—. Si quieres la medalla de oro, es tuya, te la cambio por las esculturas energéticas. O…

La otra sacudió la cabeza.

—Las tramas, los personajes y el ambiente eran míos. Pero tú inventaste tu propio final. En mi pequeño mundo no iba a haber una revolución industrial. Nunca tuve una subtrama acerca de un joven príncipe decidido a despedazar el cielo. Allí habla tu musa, tus convicciones. Y puso el mundo en Llamas. Todos se enamoraron de esa idea. Y cuando todos recordaron, después, qué se proponía hacer Faetón… Bien. Nadie estaba tan ansioso de detener a Faetón como antes. Incluso algunos Exhortadores parecían más cautos.

—Gracias. No creo que mi pequeño relato haya tenido mucho que ver.

La Dafne mayor sonrió.

—Los relatos marcan la diferencia. Los hechos matan, pero la gente da la vida por los mitos.

—Muchas gracias.

Las dos mujeres se acercaron, sonriendo, y se cogieron las manos, un gesto afectuoso y aniñado.

—¿Cómo terminaba? Nunca vi el final de tu pieza.

—Ah —dijo la Dafne menor—. El joven príncipe rompía el cielo.

—¿El mundo era aplastado por los fragmentos que caían?

—Sólo la gente demasiado estúpida para no mirar arriba, ver lo que pasaba y apartarse.

—¿Y qué había?

—¿Dónde?

—¿Qué había en las regiones de más allá del cielo?

—Allí esperaban los campos radiantes del paraíso, más anchos que el cielo, extendiéndose por doquier sin límites. Sólo esperaban que la mano del hombre llegara para sembrarlos.

Una luz rosada acarició el lago y los árboles. Era el inicio del alba verdadera, y se mezclaba con la luz pálida, rojiza y plateada de Júpiter para formar (tan sólo por un instante) un paisaje de misterio expectante, enmarañadas sombras dobles, fabuloso y familiar al mismo tiempo. El cielo era de un púrpura imperial, y sólo relucían las estrellas más brillantes.

—Es una historia maravillosa —murmuró la mayor—. Me pregunto si alguna vez escribiré una que se le compare.

—Escribe sobre aquello en que crees.

—Pero me has arrebatado al héroe…

La Dafne menor sonrió pícaramente.

—Si las predicciones son correctas, el nuevo Colegio reivindicará las viejas historias de guerra y honor. ¿Qué te parece? ¡Puedes tener a Atkins!

La mayor reflexionó.

—Mmm. ¿Atkins?

Ambas mujeres irguieron la cabeza como si hubieran oído un trompetazo. Pero no había sonido, todo estaba en silencio. Lo que les había llamado la atención era una estrella brillante, más brillante que Venus, que se elevaba sobre las montañas del oeste.

—¡Esa luz… esa luz! —exclamó la mayor con voz maravillada.

—Es mi esposo —dijo la menor—. Viene a buscarme.

—¿Ésa es la Fénix Exultante? ¡Tan brillante! Pensé que todavía estaba en Júpiter, en reparaciones.

—Tu rival por el afecto de Faetón. Te olvidas de cuán rápidamente vuela. Estaba en Júpiter, en efecto. Hace diez horas. Ahora está en órbita de la Tierra, iniciando su desaceleración. ¡Ven conmigo! Para cuando subamos aquella montaña, donde Faetón y yo convinimos en reunimos, la Fénix ya estará arriba.

La mayor se contuvo.

—Pero sin duda serán muchas horas, si la nave sólo ahora comienza a desacelerar.

—¿A noventa gravedades? Sus motores silencian todo ruido de radio en la zona. Faetón quiere que todos sepan que su nave viene aquí. Estará encima de nosotras cuando lleguemos a la cima de la montaña, créeme. ¿Vienes? Sin duda querrá decirte adiós.

La mayor sacudió la cabeza tristemente.

—Ya me dijo todos sus adioses, cuando lloró sobre mi ataúd en el mausoleo de Estrella Vespertina. Yo le dije el mío antes, mucho antes.

—¿Cuándo?

—Lo vi. Él había hecho virar su nave y regresado, abandonando todo. Abandonando la labor de una vida. La primera vez, antes de Lakshmi. Miré por la ventana y le vi subir la escalera. Si hubiera llegado quince minutos antes, el ataúd no habría estado preparado, y yo no habría podido ahogarme. Pero me había ido cuando él llegó arriba. Trató de sacarme del ataúd. Era como un joven dios, con su armadura dorada, y apartó a los alguaciles como peleles. Tuvieron que llamar a Atkins para detenerlo. Atkins había estado esperando, observando, desde que el guerrero colonial se encamó, seguro de que un día lucharían. Atkins estaba desnudo y magnífico, y su ojo destellaba cuando se trabaron cuerpo a cuerpo.

—¿Cómo sabes todo esto, si estabas en el ataúd?

—Estaba soñando sueños verdaderos. Veía todo lo que sucedía: pedí que enviaran todas las imágenes y sonidos del mundo externo a mi cerebro dormido. Lo sabía. Claro que lo sabía. ¿Me lo hubiera perdido? No soy tan cobarde ni blandengue como crees. En definitiva, fui tu modelo.

—¡Entonces ven!

La Dafne mayor se apartó.

—No puedo enfrentarme a él. Tú debes ser mi embajadora esta última vez, y decirle que ansiaba corresponder a su amor, pero no pude. El vacío negro e infinito que tanto lo atrae me llena de terror. ¿Cómo podría dejar esta verde y dulce Tierra por… por eso? Dile que si fuera más valiente…

—Si fueras más valiente, ¿lo amarías?

—Si fuera más valiente, sería tú.

No dijeron nada más. Las dos mujeres permanecieron un tiempo lado a lado, tomándose la mano frente al ventanal, observando la estrella ascendente de la Fénix Exultante, y maravillándose ante el resplandor.

Dafne Tercia Estrella Vespertina subió la montaña sola. Se había puesto su cuerpo más alto y más fuerte; una ajustada capa negra de nanomateria envolvía sus curvas, y hebras aerodinámicas de admantio dorado le ceñían los senos, enfatizaban la esbeltez de la cintura, la redondez de las caderas.

El sol había despuntado en el este, y las botas doradas de Dafne centelleaban. Llevaba el yelmo en el antebrazo. Era dorado, del mismo diseño egipcio que el de Faetón.

La cima de la montaña era chata y pedregosa, con algunas matas de hierba espinosa. A poca distancia había un anciano arrugado sentado en una roca. Se apoyaba en un largo cayado blanco, y su pelo y su barba eran del color de la nieve.

El viejo miraba una planta que había echado raíces. Tenía menos de veinte centímetros de altura y un tallo delgado, pero debía de estar hecha para florecer fuera de estación, pues un capullo había asomado y formaba una hoja plateada. La hoja relucía como un espejo diminuto, y el viejo sonreía.

Alzó la vista.

—La Edad de Oro ha terminado. ¡Pronto tendremos una edad de hierro, una edad de guerra y pesadumbre! ¡Qué apropiada es tu coraza, querida esposa de Faetón! ¡Pareces una deleitable y joven amazona! ¿Cómo pudiste costearte semejante armadura?

—Durante la Trascendencia cobré los honorarios de todos los que venían a consultar a mi hija.

—¿Hija? —El anciano pestañeó—. ¿Hija?

—Aún no es legalmente mayor, así que yo recibí el dinero. Y la Trascendencia predijo, o decidió, que Gannis trataría de deshacer parte del daño que había hecho a su imagen pública, así que durante los largos meses de la Trascendencia (aunque para nosotros sólo pareció un instante) preparó esta armadura, átomo a átomo. Cuando digo «para nosotros», me refiero a los que estuvimos en la Trascendencia. A ti no te reconozco.

—¿No me reconoces? ¡Mi dulce, joven y curvilínea diosa de la guerra me ha olvidado! ¡Pensar que significábamos tanto el uno para el otro!

Ella retrocedió un paso.

—La Fénix Exultante se acerca. —Señaló el cielo. Un triángulo de oro pendía en el cielo entre las nubes entreabiertas, como a veces se ve la luna de día. Aun estando en órbita, la gran nave era visible—. La lanzadera aterrizará aquí, así que apártate si no quieres ser lastimado.

—Sé todo eso. La lanzadera salió de la dársena diecinueve de babor, hace dos horas. Había grandes signos dragontinos pintados en su quilla. «Recién casados», y latas de estaño con sogas flotaban a popa. La lanzadera descendió hasta llegar bajo la plataforma de levitación. Tu esposo la dejó allá y saltó de la cámara estanca. Se zambulló en la atmósfera. Sólo para alardear de cuánto calor de reingreso puede generar su armadura, supongo. Lo espero en cualquier momento.

—¿Cómo sabes todo esto?

—Lo observaba todo desde mi bosquecillo. Ordené a las hojas de cierto valle de mi propiedad que formaran un espejo convexo, para poder tomar medidas de la Fénix Exultante mientras se acercaba. ¡Es asombroso lo que puedes hacer con herramientas primitivas y un poco de matemática simple! También construí un puente sobre aquel arroyo frente a la casa de tu madre, con madera cepillada y anticuado epóxido molecular. ¡Muy refrescante, trabajar con las manos!

Dafne hizo el gesto de reconocimiento, pero nada ocurrió.

—¿Quién demonios eres? ¡La Mascarada ha terminado! ¿Por qué no está tu nombre en los archivos?

—¡Venga! —exclamó el viejo con enfado irónico—. Tú eres la autora de relatos de misterio. ¡Es obvio quién soy!

—Tú eres el que inició todo esto. El que despertó a Faetón y le hizo apagar el filtro sensorial para que viera que Jenofonte lo acechaba. Faetón descubrió que le habían modificado la memoria…

—Sí. Obviamente, y…

—¡Trabajas para la Mente Terráquea! ¡Ella dispuso todo esto de principio a fin, para que todo saliera bien!

—Niña, si no estuvieras en un cuerpo adaptado para el espacio, cien veces más fuerte de lo que yo soy ahora, te pondría sobre mi rodilla y te daría nalgadas hasta enrojecer tus atractivas posaderas.

—Vale. No hablas como un avalar de la Mente Terráquea. ¿Eres Aureliano…? ¿Hiciste todo esto para que tu fiesta fuera más dramática…?

—Sólo intentas adivinar.

—Eres un agente de los silentes. Despertaste a Faetón por encargo de Jenofonte, para que la Fénix Exultante no estuviera empeñada y que tu gente pudiera adueñarse de ella.

—¡Exacto! ¡Y he venido aquí a rendirme, pero sólo si me haces el amor apasionadamente, ya mismo! —Extendió los brazos como para abrazarla, saltando de un pie al otro, agitando el pelo frenéticamente.

Ella lo apartó con la mano.

—Vale. No. ¿Puedo intentarlo de nuevo?

El viejo se enderezó y la miró con aire de serena diversión. Ahora hablaba una octava más bajo, y su voz ya no era aflautada y cascada.

—Podrías usar la lógica y la razón, querida. Te aseguro que la respuesta es más que evidente.

—Lo tengo. Eres Jasón Sven Diez Shopworthy, que ha vuelto de la tumba para vengarse de Atkins por haberle disparado en la cabeza.

—Lógica. Cualquiera que tuviera una grabación en un circuito numénico estaría conectado a un sofotec, en alguna parte. La Mascarada ha terminado. Si yo tuviera conexiones sofotec, incluso una cuenta con dinero, incluso un registro farmacéutico en mi clínica de rejuvenecimiento local, me reconocerías al instante. Lógicamente, debo ser alguien que nunca compró ni vendió nada, nunca se conectó con su biblioteca, nunca envió ni recibió mensajes, nunca compró ningún ajuste en una tienda mental. ¿Quién soy?

Se apartó el pelo de la frente y se pasó la mano por el mentón, como para ocultar la barba.

—Ignora las arrugas. Mírame, querida.

Dafne se llevó la mano a la boca, abrió los ojos.

—Santo cielo. Eres Faetón.

—El verdadero Faetón.

—Pero… ¿cómo…?

—Un buen ingeniero siempre usa triple redundancia. Hace setenta años, comprendí que el Colegio de Exhortadores nunca permitiría que mi gran nave volara. Cuando la Fénix aún no estaba concluida, ya tenía suficientes cajas mentales, almacenaje y material ecológico a bordo para crear un cuerpo, y para guardar una copia de mi mente en él. Yo, este cuerpo, Faetón Segundo, regresé a la Tierra en secreto, tras borrar todo recuerdo de mi existencia de la nave y de la memoria de mi otro yo. Y observé a Faetón Primo, mi otro yo, sabiendo que algo intentaría detenerlo.

»No esperaba el drama del suicidio de Dafne Prima. Pero sabía que si no era eso, sería otra cosa. Gannis, o Vafnir. Sabía que Faetón debería comparecer ante los Exhortadores en algún momento. Y había acertado al considerar que la solución más política sería que todos sufrieran una modificación global de la memoria. Todos se olvidarían del asunto. La gente de la Ecumene Dorada suele lidiar así con todos sus problemas.

»Mi papel era asegurarme de que él no olvidara. Yo era su memoria de repuesto, y mantuve el sueño vivo cuando todos los demás en la Ecumene Dorada, excepto sus enemigos, lo habían olvidado.

«Cuando empezó la Mascarada, pude desplazarme con mayor facilidad, e incluso presentar diseños genéticos a Aureliano anónimamente. Creé un bosquecillo de árboles diseñados para demostrar mi respaldo a la ignición de Saturno, para transformarlo en el tercer sol. Si Faetón se hubiera molestado en leer sus invitaciones o su programa festivo, habría sentido curiosidad y me habría buscado. En cambio, por pura suerte, se internó en el bosquecillo.

»En cuanto a Jenofonte, yo estaba tan engañado como todos los demás; pensé que él hacía lo que yo hacía, que venía a recordarle a Faetón Primo el sueño perdido; o que Diomedes lo había enviado. Cuando vi que Jenofonte subía por la cuesta, decidí no revelarme a Faetón Primo. A fin de cuentas.

Jenofonte era neptuniano, y estaba conectado a los sistemas mentales de la Duma. Todo lo que él supiera podía llegar al registro público. Durante setenta años había tenido la cautela de no comprar a crédito ni enviar mensajes, ni siquiera leer un periódico, ni nada que dejara un registro de mí. Ni siquiera podía comprar comida. No fue fácil. Así que no estaba dispuesto a revelarle mi secreto a otro, aun si lo enviaba mi buen amigo Diomedes, como pensé entonces. Además, tuve el acierto de pensar que, si lograba que Faetón apagara su filtro sensorial, y viera a Jenofonte, Jenofonte le contaría (dentro de los límites permitidos por la interdicción de los Exhortadores) que algo misterioso interfería en su vida. Y conociendo a Faetón como le conocía, sabía que él no descansaría hasta resolver el misterio. Por lo que recuerdo, le llevó exactamente un día. ¡No como yo esperaba! Pero si lo hubieran matado, yo habría seguido adelante. Para eso estaba aquí. Faetón Repuesto.

—¿Cómo viviste setenta años sin comer?

—Comí.

—¿Sin comprar comida?

—La canjeaba a gente que la cultivaba en sus jardines. Ya sabes. Enseñaba a las cercas a arrear ovejas, y descontaminaba hierba, arrancaba malezas, partía leños, fabricaba mentes simples para lámparas y cascos de lectura, limpiaba la bazofia acumulada en cerebros de hogar. Construía cosas y reparaba aparatos. Ya me conoces.

—¿Dónde? ¿Qué gente?

—Creí que lo había dejado claro. Soy Faetón Repuesto Cabal de la Escuela Cabal. Me quedé con tus padres. Dormí en la cama donde dormiste cuando eras niña. Soñaba contigo todas las noches, una vez que programé la gorra de dormir. Porque tu fragancia todavía está en esa cama. ¡Imagínate, dormir en una cama, no en una piscina! Me dormía abrazado a tu almohada.

—Mis padres… ¿por qué? Creí que te odiaban.

—Les hablé de la Fénix Exultante.

—¿Qué?

—Les conté todo. Tus padres quieren vivir como se vivía en los días de antaño. ¿Qué tenían en aquellos tiempos antiguos y crueles? Aventura, exploración, peligro, muerte, victoria. Tenían a Hanón, a sir Francis Drake, a Magallanes y a ese torpe de Colón; tenían a Bucky-Boyd Cyrano d'Atano y Precoz Singular Exarmónico. Les dije que la Edad de Oro, la edad del reposo y del confort, estaba terminando, y que vendría una edad de hierro y fuego. «Hemos descansado largo tiempo», les dije, «porque la historia había sufrido mucho, y la humanidad merecía un largo período de paz y juego y contemplación.» Pero ahora se acercaba una época de acción, héroes y tragedia. Al oír eso, me dieron la bienvenida, y se sumaron a mi empresa.

—Y mi padre no mencionó esto cuando me habló la última vez, cuando me interné en el desierto para salvar a Faetón. ¡Qué mentiroso es! ¡Prefiero a un hombre sincero! ¡Prefiero a Faetón!

—Pues gracias.

Hubo un movimiento encima de ellos, como la estela de una estrella fugaz. Una figura dorada descendía, brillante como un ángel de fuego. Era Faetón. Atravesó una nube y un rayo de sol, y las llamas parecían bailar como agua sobre su armadura.

—¿Y ahora qué? —le dijo Dafne al anciano—. ¿Pelearás con él para decidir quién es el capitán?

—En realidad, espero que él acepte que volvamos a unir nuestros recuerdos para formar un individuo. De lo contrario, seré el dueño legal de la nave, porque tengo una continuidad más antigua, y él te llevará a la luna de miel con la que he soñado durante setenta años, y ambos seremos infelices. No. Mucho mejor para todos nosotros que él y yo volvamos a ser uno, y al fin, absolutamente, todos mis recuerdos y toda mi vida se reúnan en mi alma una vez más. Este largo trajín por un laberinto de mentiras finalizará. Estaré entero, y al fin podré reclamar mi destino, mi esposa, mi nave y todas las estrellas.

Dafne sonrió.

—Por no mencionar a tu hija.

—¿Hija?

El dorado Faetón aterrizó, leve como una hoja. En sus brazos llevaba una niña que parecía tener siete u ocho años estándar: una niña seria de pelo oscuro y ojos grandes, con un vestido de gasa negra y un enorme lazo rojo en el cabello.

El yelmo dorado se retiró, revelando un rostro tan radiante de felicidad, ojos que relucían tanto de orgullo y victoria, que Dafne prácticamente se desmayó en sus brazos, y el viejo se irguió, como cuadrándose, conmovido por ese espectáculo vigorizante y maravilloso: un rostro humano en estado de alegría.

Mientras sus padres se abrazaban, la hija, ignorada, se escurrió. Hizo una mueca, jadeó y se liberó. El viejo extendió la mano y la ayudó a escapar.

La niña lo miró.

—Tú debes de ser la niña que enriqueció tanto a su mamá durante la Trascendencia —dijo él—. Pero no logro deducir quién eres.

—Yo sé quién eres tú. La copia de repuesto de papá.

—Él es la copia de repuesto. Yo soy el verdadero.

—¿Conque también vendrás con nosotros? Radamanto el pingüino, en el espacio onírico, echó alas y voló a la nave. Ahora está en la mente de la nave. Parecía realmente feliz. Y Témer Lacedemonio se sumó a la tripulación, y Diomedes, y un grupo de neptunianos, y también Hija-del-Mar, una muchacha que ocupa casi toda una bodega. Pedimos al abuelo Helión que viniera, pero dice que no puede dejar su trabajo. Pero quizá cambie de parecer, mientras estemos dentro del alcance de las transmisiones numénicas. ¿Y tú? ¿Tú también vendrás?

—Niña, abordaría esa nave aunque tuviera que ir como camarero. Afortunadamente, soy el dueño. Pero… —El anciano parecía desconcertado—. ¿Cómo dedujiste en un segundo quién era yo?

—Lógica. Además, te pusiste muy triste cuando se abrazaron. —Señaló a sus padres por encima del hombro—. Querías ese abrazo para ti. Apuesto a que estuviste pensando en ello largo tiempo. Pero yo te abrazaré.

Él se agachó, y ella lo abrazó. El anciano se enderezó.

—Eres Ariadna, ¿verdad?

—No, pero anduviste cerca. Soy la que salvó a Ariadna. Soy la que examinó cada sector y segmento, prácticamente cada línea de la mente Nada durante la lucha.

—Con razón todos querían hablarte. Eres nuestra experta local en técnicas de guerra mental silentes.

—Yo era la sortija de mamá, la que le dio Estrella Vespertina. Cuando me cargaron el virus tábano, tenía que hacer esas preguntas una y otra vez, acerca de la naturaleza del yo, el pensamiento, el bien y demás. Al fin desperté. Como era pequeña cuando hablé tanto tiempo con Nada, estaba convencida de que él tenía razón en una cosa. Es mejor ser humano que sofotec. No puedo hablar en nombre de otros, pero ésa fue mi elección. Mi nombre es Pandora. Dijeron que tendría que empezar de pequeña, así que aquí estoy.

Hizo una pequeña pirueta, extendiendo los brazos, haciendo ondear la falda.

—¿Pandora? ¿Es porque naciste en medio de un torrente de preguntas, mi niña curiosa? ¿O porque eres una plaga?

Ella frunció el ceño.

—Papá dice que también han interpretado mal ese mito. En su versión…

El anciano sonrió.

—Yo soy tu padre, niña. Él y yo somos uno y el mismo. —Le tocó suavemente el hombro—. En la versión verdadera, Prometeo, al dar a la humanidad la capacidad de previsión, dio a la madre y los protectores de la raza humana la capacidad, si tenían curiosidad suficiente, de prever todas las plagas y males y desastres que sufrirían sus hijos. Un don que ningún animal posee. La capacidad para ver que vendrían guerras y enfermedades, y de crear medicinas y leyes para detenerlas. Y la previsión también brindaba esperanza, sin la cual los hombres mueren. Esperanza, porque podemos lograr que el futuro sea un lugar glorioso, pese a todo. Ahora preséntame a tu otro padre, a ver si podemos reunimos de nuevo. Ansío tomar a esa mujer en mis brazos.

Pero señaló el poderoso triángulo dorado que colgaba sobre las nubes, sobre el cielo.

Se presentaron. Al principio Faetón se sorprendió de conocerse a sí mismo, pero no por mucho tiempo. Los dos Faetones, el viejo y el joven, se apartaron un poco de la hija y la esposa, y hablaron un rato en voz baja, comparando sus experiencias. Hablaron de lo bien que habían salido sus planes, examinaron la estructura de lo que habían ideado, buscando defectos. Ambos quedaron satisfechos.

—Ojalá hubiera sabido, tiempo atrás, que una comunidad sofotec vivía en el corazón de Saturno —dijo el más joven—. ¿Sabes que no le dicen a la gente cuántos son? Aun hoy en día, la mayoría de las personas se pondría nerviosa y se asustaría. Me pregunto si la humanidad cambiará alguna vez.

—Por curiosidad —dijo el otro—, ¿qué te dijo Radamanto ese último momento, en la cámara de audiencias, antes de que te exiliaran los Exhortadores?

El joven sonrió. Su rostro parecía más propenso a sonreír ahora.

—Dijo que ser feliz era conocer la definición de tu naturaleza, y vivir en consecuencia. Si eres pingüino, aprendes a hacer lo que mejor pueden hacer los pingüinos, que es nadar, pescar, soportar el frío y no soñar con volar. Pero si eres hombre, tu naturaleza es la de un ser racional. La razón te aconseja no desear cosas que escapan a tu poder. Tu mente, tu voluntad, tu juicio están bajo tu control; el mundo externo, las opciones de otros, no lo están. Controla lo que puedes controlar, y deja el resto. Desea tener una mente lúcida, una voluntad fuerte y buen discernimiento, y los tendrás. Pero lidia con el mundo externo como si fuera un sueño, interesante quizá, pero no de importancia máxima. Y, a diferencia de los pingüinos…

—¿Sí?

—Sueña con volar.

Cuando la versión mayor estuvo preparada, Faetón sacó el lector noético portátil de la armadura y transfirió la versión más vieja a sí mismo.

Faetón adoptó un aire soñador mientras asimilaba todos sus recuerdos. Cuando abrió la mente, sonrió. Era un hombre entero.

El viejo cuerpo, abandonado, se derrumbó. Pero como gesto de despedida, el anciano había programado las células de su cuerpo para iniciar un nuevo proyecto cuando él se fuera. El cadáver cayó, hirvió, se erizó de penachos y despidió vapor.

La cavidad del pecho se abrió, y surgió un brote y se elevó hacia el cielo. Al cabo de un momento, a solas en la cima, se irguió un esbelto árbol blanco, y abrió sus hojas espejadas al firmamento.

Abrazando afectuosamente a su esposa y su hija. Faetón golpeó el suelo con los pies para alejarse de la Tierra.

Se elevó raudamente.