10 - Nada

Atkins estaba solo en uno de los anchos corredores del carrusel, a pocos kilómetros del puente. La luz era tenue.

La cubierta curva era un ajedrez interminable de cajas mentales negras, silenciosa como un mausoleo, vacía de toda mente. Los mamparos de ambos lados estaban cubiertos por un tapiz de cables de cristal y hojas inmóviles de vidrio morado, un tipo de tecnología o rama de la ciencia que Atkins no reconocía. El carrusel por donde pasaba el corredor estaba en reposo, y la gravedad solar imponía el «abajo» local, que no estaba en estricto ángulo recto con la cubierta que tenía bajo los pies. Como la cubierta se curvaba, Atkins parecía estar en la ladera de una alta colina, una colina cóncava cuya cuesta se hacía más empinada a medida que uno ascendía. Encima de él, el corredor se elevaba, tornándose vertical, luego se curvaba más hasta ser techo, con muebles y formaciones invertidas que colgaban cabeza abajo. A lo lejos, muy abajo, en el pie de la cuesta, la cubierta era pareja, y se veía el chispeo y centelleo de una frenética actividad, enjambres de nanomáquinas plateadas y rutilantes microbots que iban de un mamparo al otro, con el aspecto de un arroyo murmurante. Más allá del arroyo, la curva del corredor se elevaba de nuevo, como la ladera opuesta de un valle, angostándose a la distancia, hasta quedar oculta a la vista por la curva de la parte superior.

Como le recordaba el desierto, como la nave era una inmensidad vacía, Atkins se sentía solo.

Desenvainó su daga y le habló a la mente que albergaba:

—Estima la viabilidad de capturar esta nave. ¿Cuáles son sus defensas contra un motín orquestado?

—¡A la orden! —respondió la daga—. ¿Captura por quién, con qué armas, cuándo?

—Por mí. De inmediato. Antes de que el lunático propietario lleve esta nave a manos del enemigo y se la entregue.

—¡A la orden! Los puertos mentales están abiertos. Nosotros, o cualquier otro, podemos insertar cualquier rutina o información mental que queramos sin temor a interposiciones. La duración del operativo dependerá del volumen de información. Sin embargo, los controles del sistema están físicamente aislados de la mente de la nave, y cada conexión (se trata de unos cuatro billones de circuitos) tendría que restablecerse para afectar a la operación de los controles de ambiente, configuración, máquinas y navegación. Se requeriría más tiempo para reconectar los impulsores secundarios, los impulsores terciarios, las armas de plasma, las jerarquías de comunicaciones, los monitores de sistema internos, las antenas de detección, la distribución dinámica del peso, los controles de equilibrio, etcétera. El tiempo necesario es mucho más grande que la perspectiva de vida útil de la nave, pues cada conexión tendría que hacerse manualmente mientras los sistemas de la nave intentan desmantelarla, y algunas conexiones principales están protegidas por un blindaje de admantio, lo cual requeriría el personal y el equipo del supercolisionador ecuatorial joviano, así como el personal y la colaboración de Gannis, para desmantelamiento y reparación. Mariscal, el proyecto no es viable.

—Haz sugerencias alternativas.

—A la orden. Sugerencia número uno: minar las células de combustible de antimateria para destruir todas las cubiertas y recintos internos. Enfrentarse al piloto y amenazarle con destruir la nave a menos que te ceda el control de su armadura. Esta amenaza no es viable, pues arruinaría el funcionamiento del navío a capturar.

«Sugerencia número dos: amenazar a Dafne. Tampoco es una estrategia viable, pues hay un lector noético portátil a bordo, capaz de transmitir su información cerebral numénica a cualquier caja mental de a bordo. Como ninguna de las cajas mentales están operando en este momento, la cantidad de escondrijos para esas copias de seguridad, en caso de muerte de Dafne, excede toda capacidad de búsqueda. Desde luego, si tuvieras la armadura que contiene la jerarquía de la mente de la nave, podrías hallar fácilmente ese escondrijo, pero este supuesto contradice el propósito de este ejercicio.

«Sugerencia número tres: capturar a Faetón con su armadura, llevarlo a Júpiter, y pedir a Gannis y su personal que desmantelen la armadura con el supercolisionador. Se requerirían sólo cuarenta y dos horas para desmantelar la parte más delgada del blindaje con el haz principal del supercolisionador, suponiendo que Faetón no abra la armadura voluntariamente, y no se mueva, no se resista ni forcejee.

«Sugerencia número cuatro…

—Deja de hacer sugerencias.

—A la orden, mariscal.

—¿Qué me dices de sabotear la nave para que no pueda salir de su atracadero actual, o de incapacitarla para que no pueda tolerar las temperaturas y presiones de la capa radiactiva del Sol?

—Viable. Una carga suficiente de antimateria robada de las células de combustible e instalada en las válvulas y cilindros de retropresión de cualquiera de los pozos impulsores impediría la integridad de sellado necesaria para que la nave sobreviva al descenso, mientras que no expondría las cubiertas ni las estructuras internas al plasma solar presente en el entorno externo actual. Los remotos que todavía están a bordo se hallan entre el proyector de partículas fantasma de los depósitos de combustible, y podrían efectuar el robo y la demolición en veinte minutos. Sugerencia alternativa: que los remotos destruyan el proyector de partículas fantasma. Faetón debe recurrir a las descargas del proyector para localizar la posición del navío enemigo, o usar el proyector para formar un haz de escaneo de alguna partícula capaz de penetrar el denso plasma del núcleo solar. Con este proyector anulado, no podrá hallar al enemigo. Los remotos podrían realizar este sabotaje al cabo de 0,05 segundos, una vez grabada tu orden escrita.

—¿Él podría reparar el equipo de partículas fantasma?

—Sí.

Atkins se sintió defraudado.

—Faetón tendría que efectuar un viaje de mil años luz hasta Cygnus X-1 para hallar los registros arqueológicos o informes sobre dicha tecnología —continuó la daga—. Sospecho que dicha prueba arqueológica está disponible. Esto le permitirá reparar el equipo. Estimo que el viaje llevará siete años de tiempo de a bordo y mil años de tiempo de la Tierra, ida.

Atkins miró a ambos lados del corredor. Hojas traslúcidas color índigo relucían como vidrio. Un sinfín de cajas mentales negras se extendían hasta el antihorizonte de arriba. Abajo, nanomáquinas atareadas titilaban y fluían como agua.

Era una nave magnífica. No debía permitir que cayera en manos del enemigo, cediéndole la victoria.

Había oído el descabellado plan de Faetón, basado en la descabellada idea de que los códigos morales eran una especie de ley natural. Todo el plan se basaba en tener fe en que cualquier mente suficientemente lógica llegaría a las mismas conclusiones acerca de asuntos que no concernían a datos científicos, sino al bien y el mal.

Atkins sabía que el bien y el mal no estaban escritos en piedra.

El bien y el mal tenían que ver con los criterios de decisión, con la eficiencia, con la estrategia. Tenían que ver con la táctica que uno usaba para vencer en la lucha contra los males de la vida, contra la ciega estupidez y el peligro implacable. Sobre todo cuando todos los demás eran ciegos y nadie quería ver el peligro.

Y la táctica tenía que ser flexible.

—Muy bien. Hazlo.

Dafne encontró a Faetón en el puente reluciente, en su silla de capitán. Un retazo de nanomateria blanca cubría los hombros y un brazo de la armadura negra y dorada, y estaba enchufado al piso. Este retazo hacía ajustes de último momento en las jerarquías de control de la armadura, y buscaba rastros que hubieran quedado en la mente de la nave, ahora vacía.

Faetón no usaba el yelmo. Con la barbilla apoyada en mano, miraba la imagen de un espejo energético y una vaga sonrisa de concentración curvaba sus labios.

Dafne habló mientras se aproximaba al trono, y su voz retumbó en el ancho espacio:

—Diomedes decidió no venir. Ha traicionado tu confianza en él.

Él dejó de mirar el espejo para observarla.

Dafne usaba una versión de la cota de malla de Atkins, copiada de los patrones de las manchas de sangre que él había dejado en el puente auxiliar. El circuito camaleónico estaba sintonizado en un tono gris plateado, y la cota estaba modificada para ceñirle las curvas, muy ajustada en la cintura. Llevaba un yelmo con penacho en el antebrazo. Un cinturón de red le cubría las redondas caderas, con fundas de pistolas de pedernal que se mecían con su andar. En la otra mano sostenía una naginata. (Era una vara corta de combate, con hoja curva, usada tradicionalmente por las nobles esposas de los samurais japoneses. No era victoriana, británica, de la Tercera Era ni Gris Plata.)

Como adorno (o quizá como broma femenina), llevaba una capa hecha del sensomaterial blanco y sedoso que los Taumaturgos usaban en sus ritos sensuales. La capa flotaba como nieve ondeante, la armadura titilaba suavemente, cascabeleando, deslizando destellos de luz de un muslo al otro, y los talones emitían un taconeo brillante con cada paso. El penacho del yelmo oscilaba con sus movimientos, llegando casi al piso.

Dafne se plantó con las piernas abiertas frente a Faetón, apoyó la punta de la vara cerca del talón, irguió la barbilla y adoptó la expresión regia y tenaz de un halcón dispuesto a volar.

—¿Y bien?

Dafne vio un aire de despreocupada alegría en los ojos de Faetón.

—¿No viene? —dijo él—. Diomedes es buen sujeto, a pesar de todo. Pero, en definitiva, es neptuniano. Ellos no tienen sofotecs. No esperes que entienda un plan que se basa en la fe en la lógica.

Dafne se preguntó por qué se lo veía tan feliz. Sonrió al ver que un trono de plata había crecido junto al trono de oro, cubierto con los colores heráldicos de Dafne.

—¿Qué se supone que somos? ¿Júpiter y Juno?

—Confío en ser más fiel a mi esposa que él a la suya. —Faetón ladeó la cabeza, señalando el trono de la derecha—. Por favor.

Ella sonrió, mostrando los hoyuelos, y se sentó de un brinco, ordenando a la vara que permaneciera erguida en las cercanías.

—Bonito. Podría acostumbrarme a esto. —Caracoleó en el asiento y se desperezó como un gato.

Él miró cómo arqueaba la espalda, el juego de luces en sus miembros torneados.

—En realidad, Vulcano y Venus sería más apropiado —dijo.

—¿No Minerva, conmigo vestida de este modo? —Pasó un momento metiéndose el cabello en el yelmo—. Además, creí que él era cojo.

—Mi sentido del humor cojea bastante. Eso debería contar. Y sin duda tú eres mi Venus.

Ella le dedicó un pequeño puchero.

—¡Muchas gracias! Por lo que recuerdo, ella le puso los cuernos y se acostó con el dios de la guerra.

Se inclinó hacia delante. Vio una imagen de Atkins en el espejo, hablando con su daga. Cuando enfocó los ojos, un texto del diálogo apareció en Sueño Medio.

—¿Qué demonios hace? —exclamó con alarma.

—Lo mismo que Marte le hizo a Vulcano en el mito —murmuró Faetón—. Trata de robarme a mi prometida.

Ella miró a Faetón con asombro.

—¿Y te quedas ahí sentado? ¿No has hecho algo? ¡Está a punto de sabotear la expedición!

—No tiene probabilidades de éxito. El arma que intento usar contra la máquina Nada también funcionará contra él. Observa.

—Muy bien. Hazlo.

—Mariscal —respondió el cuchillo—, por favor, registra la orden por escrito antes de que yo la ejecute.

—¿Qué?

—Cualquier subordinado puede solicitar que la orden se consigne por escrito, y que una copia auténtica se registre y certifique bajo sello, en circunstancias como la presente. Por favor, mira el Código Universal de Sistemas de Procedimiento Militar y el Manual de Programas en… —Recitó un número de sección y de código.

Atkins comprendió. Un subalterno sólo pediría una copia certificada de una orden para conservar una copia como prueba ante una indagación. Ningún subalterno osaría hacer esa solicitud si la orden era legal.

A fin de cuentas, Atkins había recibido órdenes directas del primer ministro Kshatrimanyu Han, su comandante en jefe, de colaborar con Faetón, no de sabotearlo.

—¿Acaso crees que temo un consejo de guerra? No me hagas reír.

—¿El mariscal me pide que especule sobre el estado mental del mariscal?

—Bien, no me quedaré sentado para preocuparme por mi carrera (si así puede llamarse) mientras un necio idealista planea dar al enemigo el control de la única nave estelar invulnerable de la Ecumene. ¿Crees que no estoy dispuesto a sacrificar mi carrera para hacer lo que sé que es correcto?

—¿El mariscal me pide que estime la capacidad del mariscal para distinguir la conducta propia de la conducta impropia, o que comente sobre la valentía del mariscal? No creo que el mariscal tema un consejo de guerra en y por sí mismo.

—¿En y por sí mismo? ¿Qué demonios significa eso?

Pero él sabía lo que significaba. El consejo de guerra no lo intimidaba como tal, pero aquello que el consejo de guerra representaba sí lo intimidaba. Representaba un intento humano de aplicar y proteger los valores por los cuales los soldados vivían y morían: honor, valentía, fortaleza, obediencia.

Miró la daga que empuñaba. En el pomo estaba impresa la insignia de la Confederación Ecuménica: una espada sujeta a la vaina por los rizos de una corona de olivo. Dentro del círculo de esa corona, un ojo vigilante. El lema: Semper Vigilantes. «Vigilancia eterna.»

El ojo parecía mirarlo implacablemente.

Honor. Valentía. Fortaleza. Obediencia.

—Nací en las tierras secas —dijo—, en los tiempos en que Marte todavía era rojo, en la ladera del monte Olimpo, y mi padre fue asesinado por un intruso que irrumpió en nuestra conejera para quitarnos hielo. Los dos clones de mi padre eran mis tíos, y eran gemelos. Todos usaban los mismas contraseñas e impresiones, porque Marte, en aquellos días, era controlado por los feudos, que preferían la seguridad a la libertad, y medían nuestra agua, nuestro CI y nuestro aire, y trataban de seguir el rastro de todos, por doquier. Pero nosotros éramos hombres del hielo. Nuestra ley era la bomba y el pico. Y no nos molestábamos en obedecer las reglas cuando no nos apetecía. Los feudos eran lógicos, lo que ahora llamamos Invariantes, pero nosotros los llamábamos los no muertos.

«El plan era que el tío Kassad yacería en el ataúd que enviaran para mi padre, y tomaría un retardador y se haría pasar por muerto, hasta quedar fuera del alcance de los monitores en el arroyo funerario. Entonces despertaría, disolvería el suelo hasta subir a la superficie, y partiría al sur en busca del intruso. Llevaba su pico filtrador plegado sobre el pecho como una lanza, y lo usaría para perforar el traje protector del intruso y bombearle la sangre y filtrar la humedad, hasta obtener un volumen equivalente al del hielo que habíamos perdido.

«Los sofotecs, en aquella época, nos parecían dioses, y nadie los entendía ni intentaba entenderlos. Pero yo estudiaba para ser administrador de conejeras, y era cadete, y creía en aquello que predicaban los sofotecs, así que le dije a mi tío que lo que hacía estaba mal. Mal, porque el intruso venía del cinturón de jardines controlado por la Composición Irónica. Mal, porque el intruso quizá no fuera consciente de lo que había hecho; no era un hombre, sólo parte de una mente colectiva, el diente de un engranaje. Mal, porque la policía de los no muertos ya había dictaminado que esa muerte era un accidente, y había pagado el seguro.

»Me mostró su pico, me acercó la punta al ojo, y pude ver por el taladro hasta la celda de extracción. Y sudé (aunque el sudor era un desperdicio según nuestras leyes sobre el agua) porque sabía cuan rápidamente, si él tocaba el gatillo, esa punta absorbería la humedad de los tejidos de mi ojo, mis venas, mi cerebro. Miraba la muerte cara a cara.

»Y el tío Kassad me dijo que de allí venían el bien y el mal. Venían de la boca de un arma.

«Luego apagó su corazón y se acostó. Y el tío Kassim abrió el piso, y bajamos al tío Kassad a la alcantarilla para que se hundiera.

«Tiempo después recibimos una transmisión, una imagen silenciosa de él en su traje, saliendo a salvo de las piscinas de desmontaje, y dirigiéndose al sur por tierra.

«Más tarde recibimos los litros de agua, el pago de muerte, enviados por correo. Era la humedad del cuerpo del que había matado a mi padre. Pero fue enviada por los miembros de la Composición Irénica, nuestros enemigos. Una vez que Kassad mató al intruso, lo apresaron y absorbieron a él, y vaciaron su mente en la de ellos.

«Una vez mi hermanastra, años después, tras las consolidaciones de la Confederación, dijo que vio un cuerpo que se parecía a mi tío, cuidando un árbol en las plantaciones del sur. Dijo que parecía feliz. Pero nunca fui a mirar.

«Quizá la Composición Irénica, que en esa época estaba intacta, creía tener tanta razón y justificación como el tío Kassad, y retribuyó el asesinato de una de sus unidades humanas transformando a mi tío en una de ellas, e imponiéndole una vida de felicidad obtusa. Pero nunca fui a preguntar.

«Pero con eso aprendí que no existían el bien y el mal como valores en los que podamos coincidir; y si existían, no servía de nada si alguien no tenía el poder, el ingenio o la suerte necesarios para imponer el bien. Mi tío Kassad me lo dijo. El bien y el mal salen de la boca de un arma.

—Mariscal —dijo el arma que Atkins empuñaba—, solicito autorización para hablar con franqueza.

—Concedida.

—Si tu tío hubiera tenido razón al decir que el poder da la razón, entonces el mero hecho de que su enemigo fuera más fuerte, por su propia teoría, le quita la razón. ¿Esto es lo que cree el mariscal? ¿Que no hay razón para el deber, el honor, la obediencia? ¿Que no hay razón para llevar la vida que ha llevado el mariscal?

Atkins frunció el ceño.

Al cabo de un tiempo breve que a él le pareció muy largo, murmuró:

—Muy bien. Cancela la última orden. Vuelve a tu puesto.

La daga se durmió y él la envainó.

Faetón, con un gesto, disipó la imagen del espejo y llamó a uno de sus maniquíes.

—Drake, por favor, visita al mariscal Atkins, preséntale mi enhorabuena, y escóltalo fuera de la nave antes de que cometa algún desaguisado.

Dafne miraba a Faetón con una mezcla de pasmo, impaciencia, diversión y cólera.

—¿Pensabas quedarte sentado sobre tus posaderas y mirar mientras él saboteaba tu nave? —preguntó—. ¿Y si te hubieras equivocado acerca de él?

—Un buen ingeniero siempre tiene un plan alternativo.

—¿Qué quieres decir?

—Quiero decir que no me atrevería a enfrentarme al mariscal Atkins en ningún campo de batalla, en tierra, espacio, mar, sueño o aire, excepto aquí. En cualquier otro sitio, él tendría tales armas y ventajas que cualquiera estaría indefenso. Excepto aquí. A bordo de mi nave. Estoy en mi elemento. Yo construí este lugar. Controlo lo que sucede aquí. Por eso él no sabía que yo lo espiaba.

—¿Y qué habrías hecho?

Faetón sonrió expansivamente.

—Los remotos son una tecnología fascinante. Cada uno tiene una molécula artificial en su sistema de navegación inercial, totalmente protegida del exterior, que registra el movimiento por desplazamiento de la capa de electrones en los átomos de superficie. Esta protección normalmente impide que nadie interfiera. Porque, normalmente, no hay un proyector de partículas fantasma para teleportar electrones por el vacío básico hasta el corazón de esas pequeñas máquinas y desactivarlas.

—¿Has deducido cómo controlar el proyector de partículas fantasma?

—No del todo. Hay circuitos que no puedo identificar hasta que se activan. Pero el proyector está en mi nave, y es una máquina… Bien, si está en mi nave, es sólo cuestión de tiempo.

Dafne sonrió, compartiendo la emoción de Faetón, y encantada de verlo tan feliz. Señaló el espejo que antes enfocaba a Atkins.

—Él te agrada, ¿verdad?

Faetón puso cara de sorpresa. Ella sabía que no tenía muchos amigos en la Ecumene Dorada, y pocos hombres que admirase.

—Sí —dijo él—, en verdad me agrada mucho. No sé por qué. Somos opuestos. Yo soy un constructor, y él es un destructor.

—Opuestos no. Dos caras de la misma moneda. Y ambos usáis una armadura vistosa.

Él se echó a reír.

—Mis chequeos de sistemas casi han terminado —dijo—. Helión ha regresado a su torre, y ha generado una zona de baja presión en el plasma, un remolino que nos llevará hacia el núcleo, y está extrayendo la mayor parte de la energía de este hemisferio magnético para extender las líneas de fuerza paralelas a nuestra línea de movimiento, con el objeto de reducir la resistencia al mínimo.

Dos espejos se encendieron a izquierda y derecha. El de la izquierda mostraba una imagen de rayos X del plasma, con un vasta turbulencia de oscuridad y relativa frialdad, y un pozo rojo de fuego inconcebible que giraba lentamente. El espejo de la derecha mostraba un plano más alto: como una diminuta asta de oro, la Fénix Exultante colgaba bajo el esbelto puente de la dársena lateral de la Plataforma Solar. En el espacio se extendía una titánica columna de fuego, encima del pozo negro, y centrada en la Fénix. Esta columna se internaba en el espacio y se curvaba majestuosamente al este. Era una prominencia, con un pie sobre la mancha solar que había bajo la Fénix y el otro encima de la hermana magnética de la mancha solar al este. Esta prominencia era creada por plasma atrapado en las líneas de campo magnético que Helión había arrancado de la enorme aura del Sol y apuntado verticalmente aquí.

La mancha solar era más vasta que la superficie de la mayoría de los planetas; la prominencia sostenía un arco debajo del cual planetas gigantescos habrían pasado con espacio de sobra. El espejo también transmitía un siseo siniestro; era una representación del ruido del aluvión de partículas que descendían por el tomado vertical de la prominencia y vibraban contra el casco invulnerable.

—Bien —dijo Faetón—, casi estamos listos para partir. ¿Ves? Sólo esperamos a que las corrientes que crean el tomado acumulen más energía. ¿Celebramos el lanzamiento?

Ella parpadeó.

—¿Dijiste celebrar?

—¡Por cierto! ¡Es la Noche de los Señores! ¡La víspera de la Trascendencia! Un tiempo de grandes hazañas y esplendor. ¿Qué bebemos? —Llamó a sus criados—. ¿Champán?

—¿Te parece apropiado? —preguntó Dafne—. ¡Quizás estemos a punto de morir!

—Entonces mejor morir con elegancia, ¿no te parece?

Ella lo miró y entornó los ojos esmeralda.

—Sé lo que pasa. Eres libre. Al cabo de trescientos años de construir, soñar, trabajar y hacer, esta nave está finalmente lista para volar. Ya sé que durante el último día ha estado volando. Pero no era de tu propiedad. Y Atkins estaba a los mandos, no tú. Y tenías que preocuparte por los Exhortadores, o los recuerdos faltantes, o alguien que intentara detenerte Bien, ya nadie intenta detenerte, ¿verdad?

—Si no cuentas esa máquina de guerra inconcebiblemente maligna ' superinteligente enviada desde una civilización muerta por razones incomprensibles, a la cual estoy a punto de enfrentarme descendiendo al infierno en una nave desarmada y totalmente abierta, exponiendo a la mujer que amo y a toda mi civilización a un espantoso peligro, bien, salvo por eso, todo está bien. ¿Quién querría detenerme?

—¿No crees que deberíamos estar más abatidos, dadas las circunstancias? Los héroes de mis historias siempre pronuncian discursos sombrío; y solemnes, saludando cálidos ocasos con espadas ensangrentadas, o lanzando trompetazos de desafío desde almenas desiertas, cuando se disponen a morir.

Él alzó su delicada copa para brindar, y la luz chispeó alegremente en las burbujas que bailaban en el vino.

—Pero yo no soy el héroe, querida mía. Ao Aoen, justo antes de mi juicio ante los Exhortadores, me dijo que yo soy el villano. Y creo que venceré a esta máquina Nada. Esa esperanza y confianza me deleita; no creo que el destino sea más cruel con quienes se inquietan que con quienes se ríen. Así que río. Los villanos de ópera bufa siempre se vanaglorian, ¿verdad?

Ella río también al verlo de tan buen ánimo al borde de un peligro tan profundo.

—Bien —dijo—, si tú eres el villano, amor, ¿quién es el héroe?

—Heroína, querrás decir. ¿Quién otra? Nacida en fea pobreza entre los primitivistas, tentada por sensuales hedonismos en su juventud, voluptuosos señoriales Rojos y misteriosos Taumaturgos; luego, por un tiempo, casada, sí, y felizmente, con un apuesto (con toda modestia) príncipe. Pero luego… ¡Crueldad! ¡Hadas malignas! ¡Ella despierta para descubrir que todo es un sueño, que es sólo el maniquí y el juguete de una bruja malvada que le ha robado el príncipe, el nombre y la vida! La bruja se suicida y el príncipe parte al exilio. ¿Quién es tan valiente y justa como para salvarlo? ¿Quién sino Dafne? Nuestra heroína lo arriesga todo para salvar a su hombre, acepta el exilio y la pobreza, sobrevive a la cercanía del mortífero Atkins, transforma al sapo en príncipe y… voilá! Él recobra la nave y él, por lo menos, vive feliz para siempre. Todavía tengo la esperanza de que compartas esa vida y esa felicidad, pero no recuerdo que hayas respondido a mi requerimiento. ¿Lo hiciste?

—Sí.

—¿Sí, qué? ¿Sí, accedes a casarte conmigo, o sí, no respondiste la pregunta?

—¡Sí!

—¿Cuál si?

En ese momento sonó el claxon de desembarco, y sus tronos los envolvieron en un capullo protector, así que él no oyó la respuesta.

La Fénix Exultante cerró las escotillas, cortó las válvulas, retiró las mangas de combustible y las amarras, hizo una pausa, y cayó como una lanza desde la dársena a la turbulenta locura del remolino de fuego.

De inmediato la presión fue inconcebible, y los espejos del puente se oscurecieron. No era posible una vista externa, por luz, radar ni rayos X, porque la densidad del plasma era tan grande que el entorno se enturbió al instante.

La gran nave descendía entre dos corrientes de gránulos. Las sustancias calientes, mil kilómetros a izquierda y derecha, fluían hacia arriba, y una capa de relativa frescura la impulsaba irresistiblemente hacia abajo.

—¿Por qué está oscuro? —preguntó Dafne—. ¿No estamos entrando en las capas superiores del Sol?

—Estamos pasando de la fotosfera a la zona convectiva. Ésta es una de las partes más frías del Sol, el quince por ciento externo del núcleo. Hay más iones en el plasma exterior que a mayor profundidad, y bloquean la radiación fotónica. La mayor parte del calor nuclear es llevado por corrientes de convección. Pero los espejos están oscuros porque el entorno es homogéneo. Más abajo, deberíamos alcanzar otra proporción de radiaciones gamma y de rayos X, y podremos formular una suerte de imagen. Aquí…

Un espejo se encendió para mostrar una oscuridad interrumpida por una línea blanca vertical. La línea temblaba.

—¿Qué es eso?

—Una vista de mis cámaras de popa, una imagen de frecuencia ultraalta. Esa línea de fuego es la descarga del impulsor principal. Podría ajustar la imagen para hacer visible la turbulencia causada por nuestra estela. El resto de la imagen es negra porque el Sol no genera rayos cósmicos en esta longitud de onda tan alta. El impulsor está más caliente que nuestro entorno, y por eso el plasma no regresa a las toberas.

Dafne miró los negros espejos de proa, la trémula línea blanca en la visión de popa.

—No es gran cosa, ¿verdad? —dijo con desencanto. La liviandad de ánimo del brindis de un instante atrás se había ido. El rostro y el tono de Faetón se habían vuelto fríos, intensos, firmes.

Pasó el tiempo. Una hora. Dos horas.

Dafne desactivó su sentido del tiempo, con órdenes de que la despertasen cuando algo cambiara.

Despertó cuando estaban a mayor profundidad. Las estimaciones de retropresión del impulsor mostraban que la corriente de subducción había llevado a la Fénix Exultante mucho más abajo de lo que había ido cualquier sonda anterior. Estaban a unos mil kilómetros sobre la capa radiactiva, desplazándose por un medio tan denso que la luz necesitaba un sinfín de siglos para atravesarlo, tan espeso que aun la Fénix, avanzando con toda la fuerza de sus impulsores principales, se arrastraba a una velocidad que se medía en kilómetros por hora.

Un parloteo siseaba en uno de los espejos cercanos.

—¿Qué es eso? —preguntó Dafne.

—El proyector de partículas fantasma todavía emite estallidos periódicos. Ése fue el más reciente. No puedo interpretar los códigos encastrados en el proyector, pero creo que está usando fuentes de neutrinos de cuásares distantes como puntos de orientación, y sigue buscando el lugar donde podría estar la Fénix Silente, como la llamo yo. No puedo bloquear las transmisiones con los impulsores abiertos. Pero como quiero que la Fénix Silente nos encuentre, no me importa.

Dafne lo miró escépticamente.

—Es una idea descabellada, ¿verdad? ¿Realmente hay algo en esas tinieblas, buscándonos, un enemigo al acecho?

—Quizá. A menos que el enemigo se haya ido hace mucho, y hayamos estado persiguiendo sombras todo este tiempo.

Dafne miró la reluciente cámara dorada del puente, brillante como una gema. Miró los espejos que mostraban la negrura absoluta del exterior. Tiritó.

—Volveré a tiempo cero —dijo—. Despiértame si pasa algo emocionante.

Faetón, con los ojos fijos en la amorfa oscuridad de uno de los espejos, asintió.

Pasó el tiempo.

Dafne despertó.

—¿Qué día es? ¿Me he perdido la Trascendencia?

—Sólo pasaron dos horas mientras dormías.

—¿Qué sucedió? ¿Por qué me despertaste?

—Algo emocionante. Mientras dormías, hice algunas pruebas con el proyector de partículas, y creo que puedo detectar desvíos de neutrinos con él.

—Ah —dijo Dafne con un parpadeo.

—¿Ah? ¿Es todo lo que tienes que decir?

—Ah. Por favor, define tu uso de la palabra emocionante, así no habrá ambigüedades en nuestras comunicaciones futuras.

—Bien, hice esto para que tuvieras algo que mirar mientras esperamos el ataque.

—Querido, ¿alguna vez te dije que hay algo en ti que realmente me recuerda a Atkins?

—Mira estos espejos. Allí. Puedo usar un filtro para calcular gradientes térmicos a partir de las descargas de neutrinos…

Chispas o estrellas constelaban la negrura de adelante. Borbotones de intensa luz blanca, puntos o vibraciones semejantes a relámpagos de calor, daban a la oscuridad un aspecto tridimensional, como al ver un relámpago a través de los nubarrones, o al mirar el flujo del plomo derretido en un homo de alta presión. Más allá de las chispas, como un fuego en el trasfondo, se veía un color rojo opaco y furibundo, que reflejaba los hervores y corrientes de lo que parecían ser penachos o nubes de oscuridad.

—Esas chispas se llaman «acontecimientos precoces» —dijo Faetón—, pues su descubridor fue Precoz Singular. La cantidad y volumen de fusiones de hidrógeno es tan grande que a veces, por accidente, los neutrones se fusionan en pares de partículas superpesadas, pero que al instante degeneran en partículas más simples, liberando neutrinos y otras partículas débiles. Estamos en el límite de la capa radiactiva. Este medio es tan denso que aun algunas de esas partículas débiles son atrapadas y fusionadas, lo cual contribuye a la entropía general. Más abajo, hacia el núcleo, los acontecimientos precoces son mucho más comunes. He aquí una visión de largo alcance…

Dafne vio, más allá de la bruma roja, un matiz anaranjado, y blanco amarillento, todo anudado con las oscilaciones negras y azules de zonas más frías que surcaban la incesante tormenta nuclear.

—Esta visión ya tiene varias horas —dijo Faetón—. Aquí los fotones son bloqueados, absorbidos y reabsorbidos sin cesar; pero incluso los fotinos y los protinos pierden velocidad por la densidad.

La vista era infernal.

—¿No puedes dar un color más bonito a estas imágenes de gradientes? —preguntó Dafne—. ¿Gris topo, quizás, o verde lima?

El recinto tembló, y estallaron chasquidos y chirridos. Faetón puso un rostro adusto, y el yelmo salió de la gorguera y le cubrió la cara.

—Creo que no me gusta esto —dijo Dafne—. ¿Por qué me ofrecí a venir voluntariamente?

Campos paramateriales de emergencia la rodearon con un capullo, mientras un material superdenso brotaba de grifos de alta velocidad del techo, inundando el puente.

Estaba oscuro en el capullo. Cuando miró el Sueño de la nave, para ver qué sucedía, su sentido del tiempo se aceleró enormemente. Faetón había activado su personalidad de emergencia, y se había acelerado hasta el nivel máximo que su sistema podía tolerar. Para ver qué hacía él, la personalidad de alta velocidad de Dafne (llamada Rajas Guna, un nombre que ella había adquirido cuando vivía con los Taumaturgos) ecualizó su sentido temporal.

Faetón estaba en el centro de un enorme flujo de información, como una mosca atrapada en una telaraña de luz. El casco sufría tensiones y presiones más altas de lo que había previsto. Helión nunca había creado un vórtice tan grande como el que había generado para enviar la nave hacia el núcleo; había creado una retropresión o contracorriente, una región de turbulencia donde la zona convectiva se encontraba con la zona radiactiva.

Normalmente no había convección ni corriente en la zona radiactiva. Había demasiada densidad para que existiera otra cosa que no fuera energía pura. Pero el tornado de baja presión causado por Helión había empujado hacia arriba un área mayor que Júpiter, de la zona radiactiva a la de convección, como si una montaña se hubiera desprendido del fondo del mar y se elevara para chocar contra la nave. La erupción iba tan rápida que había superado en velocidad a las imágenes de su aproximación.

De pronto las presiones y temperaturas fueron tan grandes como las que la Fénix Exultante debía encontrar al cabo de varias horas. Durante esas horas los campos internos y sistemas de preparación habrían tenido tiempo para adaptarse lentamente a la creciente presión. Ahora no había tiempo.

Faetón preparaba los campos internos magnético y paramaterial de la Fénix Exultante para que resistieran el shock de presión, recibiendo información de cada centímetro cuadrado del casco. La temperatura se aproximaba a los 16 millones de grados; la presión era de 160 gramos por centímetro cúbico. Faetón usaba las orugas de campo magnético que revestían el casco de admantio para arrancar fuerzas magnéticas de la lluvia de energía que rabiaba alrededor, para desviar la presión por repulsión, sumando en ciertos sitios, restando en otros, de modo que la tensión fuera pareja en todas partes.

Mientras la onda de choque pasaba sobre la nave en un microsegundo, el acelerado sentido temporal de Faetón le exigía que midiera, calculara y redistribuyera fuerzas. Por cada metro de los cien kilómetros de casco, realizaba un nuevo cálculo, aumentaba o reducía la tensión de otro campo, impartía órdenes a los fluidos de las placas de presión. El movimiento estaba congelado en este universo silencioso y atemporal, pero cada elemento y cada orden tendrían que estar en su sitio cuando el tiempo reanudara su curso.

Con la mente. Dafne veía el rostro sereno de Faetón, proyectado desde los monitores que él tenía dentro del yelmo. En el espacio onírico Taumaturgo del interior de la cabeza de Dafne, la información procedente del tálamo y del hipotálamo de Faetón, las energías neurales que (si el tiempo hubiera fluido) se habrían mostrado por cambios en la expresión facial, aparecían como un sistema de luz multicolor, como un bestiario de animales en un campo, y cada bestia representaba cierta pasión o emoción.

Pero mientras se arrastraban los nanosegundos y pasaban las horas subjetivas, las luces que ella veía ardían con una blancura pálida e inamovible. Los corderos y pájaros y perros que representaban la docilidad, la cobardía y la furia de Faetón estaban quietos y en reposo en la hierba. Sólo el icono de un gran león de oro estaba de pie, erguido majestuosamente, agitando la cola dorada.

Dafne podría, en cualquier momento, desactivar su tiempo acelerado, y permitir que el próximo acontecimiento simplemente le ocurriera. La nave sería destruida o salvada en un momento demasiado rápido para ser visto.

No le hacía ningún bien estar en línea con Faetón, sin decir nada, observando, viéndolo trabajar sin poder ayudarlo.

Hacia el final de la tercera hora subjetiva, dijo:

—¿Cómo vamos?

Faetón no cambió su expresión.

—No tan bien. Hay una brecha en el casco. Un orificio de veinte angstroms de anchura. Trato de lograr que los campos externos se colapsen entre sí destructivamente en ese punto, para que se cancelen mutuamente y creen una burbuja. Si el campo magnético tiene densidad suficiente, el plasma normal no puede entrar. Quizá sobrevivamos.

Dafne pensó que desde ese plasma opaco no se podía transmitir ninguna señal ni información numénica. Aunque ambos grabaran sus mentes en la nave, si la nave era destruida, no habría registro de lo que había sucedido aquí, nunca más.

—¿Qué rompió el casco? Creí que era invulnerable.

—Mareas gravitatorias en un punto concentrado. Nunca lo había visto. Desde luego, nadie ha estado a tanta profundidad.

Con la mente, ella vio una agitación entre las bestias que su formato usaba para representar las tensiones emocionales y neuronales de Faetón. Pasó a un formato tradicional, Gris Plata, del rostro humano, y vio la misma emoción pintada como ojos entornados, un temblor en las mejillas, un suspiro.

—No puedo hacer nada más en este punto —dijo él—. O bien he equilibrado el exceso de presión en el casco, o bien no. Si lo he logrado, las fuerzas se cancelarán recíprocamente, y la presión pasará a lo largo de la superficie del casco. De lo contrario, la mayor presión en un sector causará una rasgadura en otros sectores, porque la onda de choque viajará de modo normal hacia el casco, no paralela. Todos los modelos que he proyectado dicen que hice todo lo que puedo hacer. O bien observamos lo que nos ocurre a una terrible cámara lenta, sin poder afectar al desenlace, o bien regresamos a nuestro ritmo temporal normal. De ese modo, si cometí un error de cálculo, estaremos muertos antes de sentir dolor o alarma. ¿Qué prefieres?

—Mejor hacerlo deprisa.

—Nos devolveré al ritmo temporal normal. ¿Ultimas palabras?

—¿Crees que esto es un arma enemiga? ¿Que cometimos un error de cálculo y que Nada no quiere o no puede correr el riesgo de tomar la Fénix Exultante?

—Créase o no, no pienso que sea un arma. Pienso que es un fenómeno natural, creado por el embudo de baja presión que Helión usa para impulsarnos hasta esta profundidad. Si fuera un arma, la onda de choque habría golpeado un punto vital del casco, o con un desequilibrio de presión tan grande que yo no podría contrarrestarlo con fuerzas magnéticas. Es algo fortuito. Caos. Además, mi radar de neutrinos muestra un gradiente de temperatura homogéneo en todas las direcciones. Si hubiera una nave de nuestro tamaño, o hecha del material que se necesitaría para soportar esta hondura y esta presión, sería tan obvia e inusitada como un carámbano en un horno, y mis sondas la detectarían. No hay nada alrededor. Estamos solos.

—Si morimos ahora, entonces, es sólo una de esas pequeñas ironías del universo. Pero no tengo miedo. Porque te equivocas: en realidad no estamos solos. —Envió una señal táctil que el filtro sensorial de Faetón pudiera interpretar como la sensación de su mano cogiéndole la suya y estrujándole los dedos.

—Te amo —dijo él.

Dafne oyó un rugido, el rugido de la sangre, sus propias palpitaciones latiendo en los oídos. Tenía los ojos bien cerrados, como para protegerse de un resplandor. Valiente protección, pensó, justo en medio del Sol.

Luego pensó: En el tiempo que tardas en preguntarte si estás viva, la cuestión ya está resuelta.

Rió, se atragantó con fluido antiaceleratorio, escupió y activó el capullo para que volviera a ser un trono y la liberase.

Hubo un largo momento mientras bombas de alta velocidad despejaban el puente de gel antiaceleratorio, y otros circuitos barrían la cubierta.

La cápsula diamantina que rodeaba el trono dorado de Faetón también se disolvía en una nube de vapor. Todavía tenía el visor bajado, pero por su canal interno Dafne veía los monitores emocionales, y vio la vista interior de su rostro.

Estaba demacrado. Sus ojos tenían esa mirada fatigada y roja típica de los hombres que han pasado un mes o más tiempo en alta velocidad.

—¡Canalla!

—Hola, querida. Me alegra verte de nuevo… Parece que todavía estamos vivos…

—¿Cómo te atreves? —exclamó ella acaloradamente.

—¿Cómo me atrevo a qué?

—¡A pasar días o meses en tiempo subjetivo…! ¿Cuánto tiempo pasaste esperando para ver si me moría, sin tener la cortesía de preguntarme si quería esperar contigo?

—¿De dónde sacas esa idea extravagante? —dijo él tímidamente—. Recuerdo haberte dicho que todo terminaría en una fracción de segundo…

Dafne pensó que Faetón era el mentiroso más inepto del mundo.

—¡Cielo santo! ¡Si salieras del capullo con una barba de nueve años, dos hijos y un nuevo pasatiempo no podría ser más obvio! ¡Bien! ¿Qué demonios pensabas?

Él extendió las manos, desconcertado.

—No entiendo por qué te enfadas —dijo con voz de infinita calma—. Quería ahorrarte la angustia. Y habría sido negligente de mi parte no observar el lento avance de la onda de choque explosiva a través del casco, por si en definitiva podía hacer algo. Lo cierto es que la onda de choque causó menos daño y estuvo más perfectamente equilibrada de lo que predecía cualquier modelo. Un poco extraño, en verdad…

Ella se levantó, con los brazos en jarras.

—¡No tan extraño como te sentirás tú cuando te arranque esa lengua embustera, te la enrosque alrededor del cuello y te estrangule con ella! Vine contigo porque, entre todos… Atkins, Diomedes, tu padre, todos… yo era la única que creía en ti. ¡Y ahora tú no crees en mí! Todavía crees que soy una cobarde, ¿verdad? ¿O crees que no tenía nada que ofrecer, ninguna idea, ni siquiera consuelo o apoyo, mientras tú pasabas un mes a solas esperando para ver si nos moríamos? Si no crees que yo puedo aguantar lo que tú aguantas, ¿para qué me trajiste? ¿Para qué?

Faetón alzó un dedo.

—Aunque realmente me gustaría seguir discutiendo, pues me hace sentir como si ya estuviéramos casados, y eso es reconfortante, ¿por qué no guardamos esta conversación en un archivo y la desarrollamos después? Podemos almacenar nuestras emociones para que tú estés igualmente furiosa y yo esté igualmente cansado. Porque algo muy malo sucede ahora, y quisiera tu consejo y tu apoyo.

—Bien, de acuerdo. Pero nada de archivos de seguridad. Odio las conversaciones viejas. Ya que la mente de la nave está vacía, ¿por qué no enviamos a dos parciales para terminar esa conversación, siempre que convengamos en atenernos a los resultados? Todavía tenemos la unidad noética portátil aquí.

Faetón accedió, y crearon copias de sí mismos que continuarían la discusión en otro canal de la nave. Entretanto, Faetón mostró a Dafne lo que había hallado durante las cien horas (para él) que habían transcurrido durante esa fracción de segundo (para ella) que la onda de choque había tardado en recorrer la nave.

Señaló un espejo que ahora mostraba una bruma amarillenta agitada por desflecadas nubes rojas.

—La onda de choque nos arrojó fuera del embudo de la zona de baja presión de Helión —dijo Faetón—. Y no sé dónde estamos. Es posible que también Helión haya perdido nuestro rastro. —Señaló el espejo—. Parece que hubiéramos caído en la zona radiactiva, pero quizá todavía estemos dentro de la burbuja de plasma de mayor densidad que hizo erupción sobre nosotros.

—¿Cuan malo es eso? Lo único que hacíamos era esperar a que los villanos nos encontraran.

—Esperaba llegar a la posición a la cual el proyector de partículas fantasma enviaba sus emisiones periódicas. Pero como no sé dónde estamos, no sabré dónde está ese punto hasta que la máquina emita de nuevo.

—El plasma externo es veinte veces más denso que el hierro sólido. Las fuerzas magnéticas que usabas para taladrar ese material ahora se usan (ya que estamos más abajo de lo que planeábamos ir) para reforzar el casco e impedir una brecha. ¿Cómo podemos estar moviéndonos?

—Debo mantener los impulsores disparando a toda potencia para superar la retropresión y arrojar el calor residual. Eso añade un movimiento relativamente escaso a nuestro vector, a causa de la densidad del medio. Pero aunque estemos en reposo relativo respecto de la corriente de plasma superdenso que nos rodea, no sabemos dónde ni cuán rápidamente se mueve esa corriente. Una zona de plasma con cien veces el diámetro de Júpiter acaba de cerrarse alrededor de nosotros; si esa zona se mueve a la velocidad de algunas corrientes ecuatoriales, podríamos estar a gran distancia de donde estábamos hace unos minutos. Así que la pregunta es: ¿cómo averiguamos dónde estamos, cómo llegamos adonde queremos ir? Y no tenemos todo el tiempo del mundo. Dentro de seis días, en cuanto se agote el combustible, el plasma del Sol entrará por las toberas, atomizando todo lo que esté dentro, nosotros incluidos.

—¿Te queda alguna potencia magnética para aplicar a las orugas y salir de esta zona superdensa?

—No, estoy usando cada ergio para proteger la nave contra las corrientes internas de esta zona. Que quede claro: podríamos estar dentro de la zona radiactiva, cayendo hacia el núcleo, o esta esfera de plasma podría estar elevándose como una burbuja por la zona convectiva, y todavía no se ha dispersado a causa de su inmenso tamaño. Resulta irónico, tonto, en verdad, morir en un accidente de meteorología solar interna, sin siquiera ver al enemigo. —Faetón suspiró y se llevó la mano al visor, como para abrirlo—. Quizá no debí quedarme de guardia tantas horas subjetivas durante esa onda de choque. Me siento muy cansado…

Dafne sintió que se le erizaba el vello de la nuca. Tenía la sensación de que la observaban. Le aferró la mano.

—¡Conserva el yelmo puesto, so necio!

Faetón se sobresaltó.

—¿Por qué…?

Como Dafne había sido entrenada por los Taumaturgos, podía activar intuiciones de descubrimiento de patrones a partir de sectores no verbales del cerebro, y hacer deducciones a partir de datos parciales.

—¡Es lo único que nos salva! —exclamó, pues de algún modo lo sabía.

Faetón quedó petrificado.

—Chequea el cerebro de la nave —dijo.

Dafne pidió un informe de estado en el espejo contiguo al brazo de su silla.

—Todavía vacío. No hay nadie en la mente de la nave, salvo nuestras dos copias.

—¿Por qué estás tan segura de que el enemigo está a bordo? —Por algún motivo, aunque el luminoso y ancho puente estaba vacío, había bajado la voz.

Ella tardó un momento en hallar las palabras, en llevar la intuición Taumaturga al primer plano de su mente, como si expulsara una fiera de su oscuro cubículo.

—Demasiadas coincidencias —dijo—. Sabemos que el enemigo puede manipular corrientes solares y levantar tormentas, al igual que tu padre; y que el enemigo mató a Helión Primo. Estamos atrapados en una corriente superdensa. Quizá nos esté llevando indefectiblemente a la superficie, justo donde el enemigo quiere ir, si está a bordo y quiere escapar de la Ecumene Dorada. Si el enemigo no puede escapar, esperará unos días hasta que se agote el combustible, y nos matará a ambos, así al menos nuestro bando no poseerá la nave. La corriente que nos sorprendió no puede ser natural: rompe el casco, pero es más cuidadosa, más equilibrada, de lo que esperabas; y al mismo tiempo, nos impone presión suficiente, ni más ni menos, para neutralizar la potencia magnética que necesitamos para maniobrar.

—Pero no hay pruebas de que nada se haya recibido por los puertos mentales que dejé abiertos. ¿Cómo hizo su nave para transmitir información mental a la Fénix?

—Eso no lo sé. Quizá la máquina de partículas fantasma actuó como caballo de Troya, y recibía información de una fuente externa.

—¿A través del casco…?

—Tus impulsores están abiertos. Además, hace un momento la estabas usando para enviar y recibir borbotones de neutrinos. Si puede recibir información desde dentro, puede recibirla desde fuera. Y quizás enviarla también. Aunque el casco cerrado detenga algunas de las partículas que el proyector envía, las partículas que detectaste, eso no significa necesariamente que no haya otros grupos de señales que no detectaste. Quizá Nada Sofotec recibió una emisión de Ao Varmatyr cuando él agonizaba, y sabe todo lo que él averiguó sobre la nave, sobre tus planes y sobre ti.

—No me importa si Nada sabe todo lo que dijimos e hicimos. Nuestra estrategia se basa en la franqueza total. Pero me pregunto por qué no se adueñó de la mente de la nave. Cualquiera diría que preferiría esas velocidades de pensamiento más altas, cuando menos. Quizás el corrector de conciencia le haya dado alguna razón falsa para temer la mente de la nave.

—¿Estás seguro de que no está allí? —preguntó Dafne—. Nuestra lectura podría ser una ilusión. Ejecuta un chequeo de líneas.

Él tocó un espejo con el dedo, dio una orden.

—Bien, aquí hay algo extraño. Según esto, tú ganaste la discusión, y yo me disculpé. Algo debe de estar manipulando los datos. ¿Ganan dos de tres?

—Muy gracioso. No crees que Nada esté a bordo, ¿verdad?

—Creo que hubiera iniciado una conversación con nosotros.

—¿Por qué? Lo único que debe hacer es esperar a que abras tu armadura para rascarte la nariz o para recibir un beso no simulado, y mandarte un haz de información a través del cráneo y a los puertos mentales internos.

—Pero si un sofotec fue transmitido a nuestra nave, ¿de dónde vino? Las transmisiones no pueden viajar tan lejos dentro del denso plasma solar. La nave enemiga debería estar cerca, casi sobre el flanco. Pero no detectamos una nave extranjera. Tiene que ser una nave estelar, no sólo una nave espacial. ¿Por qué no la vimos?

Ella no respondió, y él la miró de soslayo. Dafne miraba hacia arriba con expresión meditabunda.

—¿Y bien? —insistió él—. Si Nada Sofotec está ahí, ¿por qué no vimos la nave estelar extranjera?

—Porque la nave estelar de la Ecumene Silente es pequeña, muy pequeña —dijo ella con voz lenta y soñadora.

—¿Qué? ¿Por qué lo dices?

Ella alzó el dedo y señaló.

—Porque está aquí.

Al principio Faetón no estaba seguro de lo que veía.

En la cubierta, altas cortinas de presión y columnas de formación supramental se elevaban verticalmente hacia el domo. Algo distorsionaba el segundo balcón. La pared estaba fruncida. Las cajas de reacción estaban extrañamente agolpadas y el ángulo de los cubos ya no era recto. Las columnas, deformadas en el medio, se curvaban una hacia otra, a izquierda y derecha, en vez de estar paralelas.

La distorsión se desplazó. Las varillas verticales de la derecha se enderezaron, como cuerdas de arpa tañidas y liberadas. Pero las varillas rectas de la izquierda se estaban curvando alrededor de un punto móvil.

Era como si hubieran pintado la escena en una lámina elástica, y el elástico se rizara alrededor de un pequeño punto móvil, o como si una lámina distorsionada de vidrio convexo se moviera entre Faetón y la pared…

O como si…

—Hay un agujero negro en el puente —dijo Faetón—. La singularidad curva la luz de la pared formando una lente de gravedad. Mira.

Hizo subir un espejo energético del piso y lo enfocó hacia el centro de la distorsión. A través de la visión amplificada del espejo, la bruma rojiza del microscópico pozo de gravedad era claramente visible. La luz que se movía cerca de la singularidad era energía retardada y perdida, con corrimiento Doppler hacia el rojo.

Según el espejo, la singularidad tenía sólo el diámetro de un núcleo de helio, unos pocos angstroms de anchura. La rodeaba una esfera externa de ozono y partículas cargadas de unos centímetros de diámetro, formada por moléculas de aire deshechas, atraídas por la gravedad, que bajaban hacia el punto-singularidad y se desintegraban en electrones y protones. Si Faetón aumentaba el volumen, podía oír el agudo y permanente silbido del aire que se escapaba, empujado hacia un punto invisible a razón de siete kilogramos por centímetro cuadrado.

Faetón arrojó cortinas de presión por la cámara, por si la superficie del agujero negro crecía, o la pérdida de aire se hacia notable. La distorsión del aire, que parecía curvar todas las cosas que estaban detrás, brumosas en una luz rojiza, aureolada por 2aimbones rayos X, se movía con lenta majestad por el puente, hacia ellos.

Atravesó las cortinas de presión sin aminorar la velocidad. Esos potentes campos no podían detener al agujero negro. Hubo descargas eléctricas cuando los flujos de campo de las cortinas fueron retorcidos y anulados. Un borbotón de chispas cayó sobre la cubierta.

—¿Es mi imaginación, o la cubierta se inclina hacia esa cosa? —preguntó Dafne.

—Es tu imaginación, creo. El gravímetro dice que tiene menos masa que un asteroide grande, sólo unos miles de millones de toneladas. No podríamos sentir esa cantidad de atracción gravitatoria. Pero la luz se curva como si hubiera algo del tamaño de una galaxia en ese punto. ¿Cuánta distorsión de la luz se necesita para que sea apreciable así, a simple vista? Por otra parte, ¿cómo flota? ¿Cómo es controlada? ¿Por qué no se dispersa? La teoría clásica dice que los agujeros negros tan pequeños sólo tienen una vida de pocos microsegundos antes de evaporarse en un borbotón de radiación de Hawking.

Dafne miró la imposible torsión de luz rojiza. Era como mirar el fondo de un pozo, o el orificio de un cañón hecho de espacio curvo.

—Esto es él —dijo con voz calma—. Nada Sofotec se alberga en el interior del agujero negro. Controla los campos gravitatorios. No sé cómo se comunica con los campos que rodean la singularidad, los que determinan su posición en el espacio. ¿Radiación de Hawking? ¿Gravitones? Quizás imparta órdenes alterando los valores rotativos del agujero negro en una suerte de código Morse, que el campo circundante puede recoger. Tú eres el ingeniero. Dime cómo lo hace.

—Todavía trato de deducir cómo puede curvar la luz cuando sólo tiene la masa de una ciudad grande…

—Eso lo sé —dijo Dafne—. Piensa como un autor de relatos de misterio por un momento, no como un ingeniero. Es un truco. Una ilusión.

—¿Una ilusión? ¿Cómo?

—¿Podría un proyector de partículas fantasma que estuviera dentro del horizonte de sucesos manifestar partículas en el exterior?

—Teóricamente, sí, a través del efecto de túnel cuántico.

—¿Y fotones? ¿Fotones de color rojo? Si un sofotec rastreara la trayectoria de cada onda de luz, y las tejiera en un holograma, ¿podría crear la apariencia de un pozo de gravedad profundo, aunque dicho pozo no existiera?

—¿Haciendo que campos de fotones sumamente complejos surgieran de la nada? Creo que preferiría creer que descubrieron el control de la gravedad. No pensaba que ninguna de ambas tecnologías fuera posible. ¿Para qué molestarse?

La luz rojiza se desvaneció. Como si la lámina elástica donde estaba pintada la escena hubiera regresado a su dimensión normal, las varillas verticales del otro lado del puente se enderezaron y los ángulos de las cajas de los balcones volvieron a ser rectos.

Al mismo tiempo, los motores de las puertas zumbaron, la cámara estanca se abrió, y un sector del piso se elevó. En la puerta se erguía una silueta que usaba una máscara pálida y una túnica flotante y multicolor, coronada por antenas de luz plumosa. La silueta se deslizó por la vasta y reluciente cubierta sin hacer ruido.

—¿Y ahora qué…? —susurró Dafne.

Lo que se aproximaba parecía ser un hombre. En la túnica morada titilaban luces profundas, y resplandecían tramas verdes y escarlatas, manchas y tracerías doradas y blancas. Las manos entrelazadas del hombre estaban escondidas en guanteletes de plata, enjoyados con una docena de sortijas y relucientes brazaletes de puertos mentales sofotec. La máscara era un escudo con forma de rostro, de nanomaterial plateado, que palpitaba y fluía con un millón de pensamientos fulgurantes. De la máscara se elevaban abanicos ondulantes y esbeltos, como las plumas de la cola de una codorniz, quizás antenas, quizás extraños adornos.

Otras antenas decorativas surgían de las hombreras, rosetas blancas y flotantes, cintas plumosas multicolores, estriadas de oro y negro reluciente, como las plumas de las alas de un ave tropical extinguida. Los ojos de la máscara eran lentes de amatista.

La aparición se aproximó. Era más alta y más esbelta que un hombre nacido en la Tierra, semejante a un frágil lunariano, y la toca se elevaba aún a más altura.

No, no era como un lunariano. Era como un señor de la Ecumene Silente. Éstos eran los regios atavíos, los ornamentos y la máscara soñadora a que aspiraban esos seres antiguos y solitarios. Ao Varmatyr, antes de morir, había insinuado algo de este tipo. Los silentes, viviendo a solas en sus palacios de los asteroides artificiales de diamante hilado, en microgravedad, sin duda habían sido tan altos como este espectro.

Dafne y Faetón lo miraron fascinados. La silueta permaneció erguida, inmóvil salvo por el lento y liquido vaivén de sus antenas plumosas, y quieta salvo por la telaraña de sombras brillantes y azules que cruzaban la túnica pulsátil, como si la aparición se viera a través de cambiantes matices de agua ondeante.

La túnica emitía una música mágica y palpitante, un campanilleo, la lejana risotada de una orquesta de cuerdas, el lento y soñoliento jadeo de cuernos suaves y estentóreos.

—Más ilusión —le susurró Faetón a Dafne por un canal lateral seguro. Le mostró que el espejo de su izquierda aún detectaba una fuente gravitatoria en el aire donde colgaba la singularidad. Los circuitos eléctricos de los motores de las puertas se habían abierto y cerrado, pero ninguna señal había entrado en los circuitos desde el exterior: teleportaciones fantasmales de electrones, sin duda. El radar indicaba que no había ninguna sustancia física en la radiante y feérica túnica de luz, ningún cuerpo debajo.

Dafne envió una imagen de su propio rostro, los ojos saltones, los hombros encogidos, con un texto que decía: Si esto es un holograma, ¿de dónde viene la música?

Faetón respondió que quizá fueran partículas fantasma que salían de la singularidad y generaban billones de moléculas de aire, suficientes para formar ondas de presión y crear vibraciones sonoras. En tal caso, la hazaña era pasmosamente compleja, causalmente imposible, una imposibilidad sobre otra para crear algo tan simple como un suspiro de cuerdas e instrumentos de viento.

—¿Qué? ¿Esto es para impresionarnos? —susurró Dafne por el canal lateral.

Faetón respondió que esta entidad ya había exhibido su poder. El plasma superdenso que aferraba la nave podía, si cambiaban las presiones, perforar aun el casco casi inexpugnable de la Fénix Exultante. Esta exhibición estaba destinada a mostrar la delicadeza y fino control de las máquinas de la Ecumene Silente.

—Sí —respondió Faetón—. Trata de impresionarnos.

—Vale —transmitió Dafne con aire impasible—. Pues lo ha conseguido.

Un cuerno imponente sopló desde la máscara. Se oyó un tamborileo de percusión y un susurro de cuerdas profundas y majestuosas. En medio de la música surgió una voz:

—Faetón de Radamanto, obtusa herramienta de la Mente Terráquea: has sido totalmente ingenuo. Todos tus planes son transparentes. Examínalos, y los encontrarás ilógicos, dignos de lástima. La guerra entre los sofotecs, las máquinas sabias, como tú las llamas, de la Primera Ecumene, y los filantropotecs, las máquinas benévolas de la Segunda Ecumene, tiene profundas raíces en el pasado, en la Era de la Quinta Estructura Mental, y no concluirá hasta que las estrellas se hayan enfriado y la noche universal engulla un cosmos escarchado. No tienes idea de la magnitud de esta guerra; no sabes nada sobre las cuestiones que implica. No obstante, te han puesto aquí, un peón de mentes más grandes que la tuya, atrapado entre fuerzas opuestas, y obligado, en tu ignorancia, a escoger. En cuanto a la naturaleza fundamental de los sofotecs, de la filosofía, y de la realidad misma, te han engañado maliciosamente. Ahora, en la hora final, a pesar de todo lo que has hecho para permanecer sordo, ciego y mudo ante la verdad, la verdad fría e inhumana hablará. Ahora tu opción es comprender o perecer.