1 - La nave
Procesando descarga de personalidad y memoria. Por favor, mantén todos los pensamientos en espera hasta se complete la alteración mental. De lo contrario puede haber resultados inesperados.
¿Dónde estaba? ¿Quién era?
Información no disponible. El ajuste noético de emergencia ocupa todas las sendas neuronales. Por favor, aguarda. El pensamiento normal se reanudará en breve.
¿Qué demonios sucedía? ¿Qué pasaba con su memoria? Mientras dormía había soñado con niños en llamas, y la sombra de aeronaves que arrojaban nubes nanobacteriológicas en un paisaje desolado…
Esta unidad no tiene instrucciones de responder a ninguna orden hasta que el proceso palimpsesto de alteración numénica esté completo. Por favor, posterga todas las preguntas hasta el final. Quizá tu nueva personalidad esté equipada con reacciones emocionales adecuadas para aplacar la incertidumbre, o información memorística para responder a preguntas fácticas. ¿Estás insatisfecho con tu personalidad actual? Selecciona la opción Abortar para suicidarte mediante un borrado de memoria y reinicia.
Emergió a la memoria, a la consciencia. No sabía qué le pasaba, pero no quería iniciarlo de nuevo. Había ocurrido algo espantoso, le habían robado algo. ¿Quién era él?
Tuvo la impresión de que era alguien detestable, alguien a quien toda la humanidad había convenido en desterrar. ¿Quién? ¿Era alguien que valía la pena ser?
Si optas por el suicidio, la nueva versión de tu personalidad estará equipada con las concatenaciones de memoria intermedias que formes durante este proceso, así que él creerá que eres tú, y se mantendrá la ilusión de continuidad…
—¡Basta! ¿Quién soy?
Recuerdos primarios inscribiéndose en el córtex. Estableciendo sendas parasimpáticas hacia el misencéfálo y el postencéfalo para reflejos emocionales y patrones de conducta. Aguarda, por favor.
Recordó: era Faetón. Lo habían exilado de la Tierra, de la Ecumene Dorada, porque había algo que él amaba más que la Tierra, más que la Ecumene.
¿Qué era? Algo inexpresablemente adorable, un sueño que había inflamado su alma como el rayo… ¿Una mujer? ¿Su esposa? No. Otra cosa. ¿Qué?
Ciclo mental completo. Iniciando proceso físico.
—¿Por qué estaba inconsciente?
Estabas muerto.
—¿Un error en el campo de contraaceleración?
El mariscal Atkins te mató.
El último soldado de la Tierra. El único miembro de las fuerzas armadas de una utopía pacífica. Atkins tenía los poderes de un dios, armas mortíferas diseñadas por máquinas inteligentes sobrehumanas. Extrañamente, las máquinas se negaban a usar las armas, se negaban a matar, aun en defensa propia, aun en una causa inmaculada. Sólo los humanos (decían las máquinas), sólo los seres vivientes podían poner fin a la vida.
Había un plan. El plan de Atkins. Un plan para burlar al enemigo. El exilio de Faetón formaba parte del plan, algo destinado a sacar de su escondrijo a los agentes silentes. Pero no había detalles. Faetón desconocía el plan.
—¿Por qué me mató?
Tú aceptaste.
—¡No recuerdo haber aceptado!
Aceptaste no recordar tu aceptación.
—¿Cómo sé que es cierto?
La pregunta se basa en una suposición infundada. Los registros mentales indican que no sabes si es cierto; en consecuencia, la pregunta del cómo es contrafáctica. ¿Deseas revisar el índice de pensamientos para verificar si hay errores?
—¡No! ¿Cómo sé que no eres el enemigo? ¿Cómo sé que no me han capturado?
Por favor, revisa la respuesta anterior; se llega al mismo resultado.
—¿Cómo sé que no me torturarán, o que no están manipulando mi sistema nervioso?
Estamos manipulando tu sistema nervioso. Los nervios dañados están a punto de ser devueltos a la temperatura vital y reactivados. ¿Quieres un neutralizador? Habrá cierto dolor.
—¿Cuánto dolor?
Sufrirás una tortura. ¿Quieres una discontinuidad?
—¿Qué clase de discontinuidad? ¿Un anestésico?
Se deben seguir las señales de dolor para confirmar que el centro de dolor de tu cerebro está sano. Naturalmente, sería contraproducente atenuar el dolor en estas circunstancias, pero el recuerdo del dolor se puede eliminar de tu secuencia final de memoria, de modo que la versión de ti que sufrirá no formará parte de la continuidad personal de la versión de ti que despierte.
—¡Basta de versiones! ¡Yo soy yo, Faetón! ¡No permitiré que se entrometan de nuevo con mi identidad!
Lamentarás esta decisión.
Extraño, cuán pragmática sonaba esa frase. La máquina sólo informaba de que, en efecto, lamentaría la decisión.
Y, antes de desmayarse de nuevo, la lamentó.
Faetón despertó en turbia confusión, aturdido, abotargado, paralizado, ciego. No podía abrir los ojos, no podía moverse.
Durante un momento asfixiante, se preguntó si el enemigo lo había capturado y era sólo un cerebro indefenso y sin cuerpo, notando en un mar de nutrientes viscosos.
Se alegró de que Atkins no le hubiera revelado el plan. Recordaba que había aceptado que fuera así, pero era lo único que recordaba.
¿Dónde estaba? Abrió un archivo de memoria a largo plazo, y vio los planos de una potente nave. Cien kilómetros de proa a popa, lustrosa y aerodinámica como una punta de lanza, casco de admantio dorado, un elemento artificialmente estable de peso inimaginable: inconmensurablemente fuerte, resistente, refractario. El supermetal tenía un punto de fusión imposiblemente alto: el plasma no derretía el admantio; podía sumergirse en una estrella amarilla de tamaño mediano y salir ileso.
El núcleo de la nave era puro combustible, cientos de kilómetros cúbicos de antihidrógeno congelado. Como su primo de materia positiva, el antihidrógeno cobraba propiedades metálicas cuando se condensaba a temperaturas próximas al cero absoluto, y se podía magnetizar. Las redes de células magnéticas que ocupaban el volumen hueco de la gran nave contenían millones de toneladas métricas de ese combustible. Menos del uno por ciento de su interior estaba ocupado por los habitáculos y las mentes de control; el resto era todo combustible y propulsión.
Estaba conectado con la mente de la nave. Intuyó que la superinteligencia de la nave, casi de nivel sofotec, sostenía sus pensamientos maltrechos e inconclusos. ¡Qué mente admirable! En su memoria había un mapa perfecto de la galaxia, o al menos del segmento de la galaxia visible desde el Sol. El enorme núcleo, un infierno de polvo y radiación que ocultaba un agujero negro de miles de años luz de diámetro, bloqueaba la luz, la radio o cualquier señal procedente del otro lado de la galaxia. Aun con semejante nave, estos lugares estaban a miles o millones de años de viaje, un misterio que hasta los inmortales tardarían mucho tiempo en resolver.
Pero no él. Él ya no era inmortal. Una de las condiciones de su exilio era que las copias de seguridad de su persona, su memoria y su yo esencial se eliminaran de la Mentalidad. De nuevo era mortal.
Pero… La mente de la nave acababa de descargarle una copia de sí mismo. ¿Qué sucedía?
Habitualmente, cuando una mente humana estaba enlazada a una mente mecánica, la apertura de archivos de memoria no requería titubeos, búsquedas ni tanteos; no era preciso hurgar torpemente en índices y menús; la máquina sabía lo que él quería saber antes de que lo supiera él mismo, y lo insertaba sin tropiezos ni dolor en su memoria (haciendo los ajustes necesarios en su sistema nervioso para que pareciera que él siempre había sabido lo que necesitaba saber).
¿Habían hecho una copia ilegal de su mente? ¿Era el verdadero Faetón? ¿O Atkins había dispuesto que un sofotec militar de la Mente Bélica realizara una copia sin conocimiento público?
Se abrió otro archivo, y surgió el vago recuerdo de un lector noético portátil, algo fabricado por Aureliano Sofotec a requerimiento de la Mente Terráquea, que era mucho más sabía que otras mentes mecánicas, así como éstas eran más sabias que los meros hombres.
¿Por qué su memoria no funcionaba bien?
Una estrella se puso negra en el mapa estelar de la mente de la nave. Una sensación de espanto embargó a Faetón. La fuente de rayos X de la constelación del Cisne, Cygnus X-1. La primera, última y única colonia extrasolar del hombre, a mil años luz de distancia. Al principio, un puesto científico de avanzada se instaló allí para estudiar el agujero negro; luego, exasperado por las conclusiones onírico-intuitivas alcanzadas por un grupo de Taumaturgos colectivos al cabo de muchos años, un líder Taumaturgo llamado Ao Ormgorgon lo escogió como destino de un viaje épico que duraría decenas de siglos, a bordo de las lentas y enormes naves de la Quinta Era, para colonizar el sistema. En aquellos días lejanos aún no se había inventado la inmortalidad: sólo viajaron hombres con formaciones nerviosas alternativas, Taumaturgos empedernidos, Invariantes incapaces de sentir temor, mentes colectivas cuya memoria de superficie podía sobrevivir a la muerte de los miembros individuales.
Por un tiempo, una gran civilización reinó allí, aprovechando la energía infinita del agujero negro. Luego, los radioláseres de largo alcance callaron. No se oyó nada más, y se la conoció como la Ecumene Silente.
No estaban muertos. Eran el enemigo. Algo, alguien, alguna máquina, o quizá millones de personas, habían sobrevivido, y en silencio, sin despertar la menor sospecha, después de callar durante miles de años, habían enviado un agente al sistema madre, a la Ecumene Dorada.
Lo buscaban a él. Querían su nave, la nave más potente que jamás había volado.
La Fénix Exultante.
Era la única nave jamás fabricada que se acercaba a la velocidad de la luz. Gracias a la dilatación temporal, aun los viajes más largos serían breves para sus ocupantes; y una tripulación inmortal de un planeta de inmortales no se preocuparía por los siglos que perdería entre las estrellas.
Pocas personas de la Ecumene Dorada deseaban abandonar la paz y la prosperidad de una sociedad inmortal para quedar fuera del alcance de los circuitos de inmortalidad. Entre esas pocas, nadie tenía riqueza suficiente para construir semejante nave. Si Faetón fracasaba, el sueño del viaje estelar se desvanecería, quizá durante milenios.
Pero los silentes venían de una colonia donde la inmortalidad no se había inventado. Eran hijos de pioneros de las estrellas. Conocían el valor del vuelo estelar; creían en el sueño.
Más aún, querían apropiarse del sueño.
Venían a por él. Venían a por la nave. Los señores de la Ecumene Silente. Los seres, otrora hombres, ahora extraños y olvidados, que venían del agujero negro que ardía en el corazón de la constelación del Cisne.
Un canal de sensaciones internas entró en línea. Faetón cobró consciencia del estado de su cuerpo.
Sentía una presión inmensa. Estaba bajo noventa gravedades de peso. El circuito le indicó que su cuerpo había adoptado la configuración interna más resistente a los choques; sus células parecían más madera que carne, sus líquidos y fluidos se habían transformado en una materia espesa y viscosa que se desplazaba penosamente contra ese peso aplastante. La gelatina de su cerebro se había endurecido artificialmente para resistir la supergravedad. Su cerebro era un bloque inerte, y todos sus procesos mentales circulaban por los circuitos y los cables electrofotónicos de su red neuronal artificial secundaria.
Ahora estaba despierto porque esa red neuronal iniciaba el proceso de descargarse en su cerebro bioquímico. Su cerebro era descongelado.
Además, estaba apresado en un campo de retardo increíblemente potente. Líneas de pseudomateria delgadas como electrones, una red de mil millones de hebras, penetraban el cuerpo de Faetón y anclaban cada célula y núcleo celular a su sitio.
Sus funciones biológicas estaban suspendidas, pero las que eran necesarias para proceder eran activadas por la fuerza. Cada línea de pseudomateria del campo de retardo aprehendía la molécula, compuesto químico o ion del cuerpo de Faetón al que estaba dedicada e impulsaba los movimientos que, en esa gravedad, no habría podido efectuar por su cuenta.
Notó que llevaba puesta su capa. La magnífica nanomaquinaria del revestimiento interno de la armadura había penetrado cada célula del cuerpo y comenzaba a devolverlo a la vida normal.
Una no sangre roja era extraída de sus venas a gran velocidad, y un fluido intermedio que parecía sangre la reemplazó, preparando las células y tejidos para la sangre real. Se repararon millones de lesiones diminutas y rasgaduras de su médula ósea y sus tejidos blandos. Sintió calor en el cuerpo, pero el centro de dolor de su cerebro estaba anulado, así que la sensación era de tibia luz estival, no de tortura.
Por una vez, la capa realizaba su función específica, en vez de ser utilizada como campamento, laboratorio médico o para los placeres de un hatajo de borrachos. Si su rostro no hubiera sido un bloque congelado, habría sonreído. La supergravedad descendía. Estaba bajo ochenta gravedades de aceleración, setenta…
En cuanto las células del lóbulo occipital fueron restauradas, surgió la luz. No desde sus ojos, que aún eran globos inmóviles de materia congelada, sujetos por intensos campos pseudomateriales. Un circuito se abrió en la red neuronal, y cámaras externas enviaron señales a los centros visuales del cerebro.
Fue como si súbitamente colgara en el espacio. Alrededor había miríadas de estrellas.
Pero no alrededor de él, de su cuerpo. Las imágenes que recibía tenían su origen en las células visuales del casco de la Fénix Exultante, o las naves asistentes.
La Fénix Exultante estaba en vuelo, una filosa punta de oro resplandeciente montada en el asta de una lanza de fuego. Las naves asistentes, como motas de oro derramadas por un leviatán, salían despedidas de las dársenas de popa y se rezagaban rápidamente.
La Fénix Exultante estaba en la zona externa del sistema solar. Los faros de radioastronavegación de Marte y Deméter estaban detrás, y el sol joviano, la brillante masa de radio y energía que delataba la actividad de la comunidad circunjoviana, brillaban a ocho puntos del haz de estribor. La Fénix Exultante estaba a cinco UA del Sol.
Ejércitos de robots desmantelaron y apartaron el escudo de desaceleración que protegía la popa de la nave; esto indicaba que la desaceleración estaba a punto de terminar, y el peligro de una colisión de alta velocidad con partículas de polvo interplanetario disminuía.
Pues desaceleraba, en efecto. Faetón comprendió que su imagen visual estaba invertida. La «lanza» de su gran nave volaba hacia atrás, de popa, precedida por una inconcebible asta de fuego.
Las naves asistentes no se «rezagaban». Incapaces de desacelerar tan rápidamente como la nave madre, se adelantaban, tal como las paracaidistas de un ballet aéreo parecen adelantarse respecto de la primera bailarina que despliega sus alas.
La tasa de desaceleración disminuía. La desaceleración había bajado de noventa gravedades a poco más de cincuenta en los últimos momentos. Noventa era el máximo que la nave podía tolerar. Pero, para tolerarlo, necesitaba (igual que Faetón) una configuración interna que le infundiera la dureza apropiada. Si las toberas se apagaban de repente, con un súbito regreso a caída libre, el cambio de tensión provocaría una conmoción excesiva.
En muchos sentidos, los cambios en desaceleración (sacudidas, los llamaban) eran más peligrosos que la aceleración. ¿Cómo resistía la nave?
Faetón miró por las células visuales internas y encontró una imagen de sí mismo, en el puente, cubierto con su armadura, en la silla del capitán. A su izquierda había una tabla de símbolos con un cofre de memoria. Bajo la tabla de símbolos había una caja cuadrada y dorada que contenía el lector noético portátil. A su derecha había una tabla de estado que mostraba múltiples capas de la nave consagradas a múltiples tareas. Bajo la tabla de estado había una larga y esbelta vaina de espada. Una borla roja colgaba de la empuñadura, recta como una estalactita en la supergravedad.
Vio que los maniquíes de su tripulación (sus cuerpos estaban diseñados para resistir este peso) estaban de pie frente los espejos energéticos de los balcones concéntricos.
Los maniquíes eran puramente simbólicos. Los circuitos de la armadura de Faetón habrían podido aumentarle la inteligencia para que él abordara todas las tareas expuestas en la tabla de estado, en todo detalle y simultáneamente. Este proceso se llamaba navimorfosis, o realce naval, y Faetón estaría en la nave tal como estaba en su propio cuerpo. Se transformaría en la nave, sintiendo la tensión de cada componente de la estructura como un tirón en los huesos, los flujos energéticos como pulsaciones nerviosas, el latido de los motores, el esfuerzo muscular de las máquinas, dolores y retortijones si una rutina entre millones salía mal, placer si esos procesos funcionaban sin tropiezos.
Pero por ahora era mejor permanecer en una consciencia de nivel humano, al menos hasta que conociera la situación.
¿Cuánto tiempo había estado dormido?
Su último recuerdo claro era de la Estación Equilateral de Mercurio. Había estado con Dafne, la deliciosa muchacha que había ido a visitarlo; luego, en el puente, había deliberado sobre un plan, una estrategia.
Una célula visual del hombro le mostró el cofre de memoria que tenía al lado. En supergravedad no podía moverse ni abrir la tapa. Pero en la tapa había una inscripción que podía leer.
«La pérdida de memoria es temporal, debida a un traumatismo cerebral provocado por la aceleración. Recobrarás los recuerdos faltantes a medida que los necesites. Dentro encontrarás aptitudes para controlar unidades remotas. Defiende la Ecumene. No confíes en nadie. Encuentra a Nada.»
No parecía su estilo. Suponía que él sería más florido, más anticuado. Debía de haberlo escrito Atkins.
Un individuo sombrío, ese Atkins. Qué vida tan desagradable debía de tener. Por un momento. Faetón se alegró de no ser como él.
La armadura de Faetón envió un mensaje de su cerebro a los maniquíes del puente:
—¿Qué pasa? ¿Qué acaba de suceder?
—Situación nominal. Todos los sistemas funcionando —dijo Armstrong en inglés.
—Sesenta veces nuestro peso nos oprime —dijo Hanón en fenicio—. Caemos y detenemos nuestra caída. Bella y recta se extiende ante nosotros nuestra cola de fuego, y nuestra proa apunta al Sol menguante.
La nave volaba de popa, desacelerando.
Se encendieron cien células visuales internas que mostraban vistas de la nave, imágenes del núcleo del motor, los campos del casco, las distribuciones combustible-peso, las líneas de alimentación y remolinos de convección, y las reacciones subatómicas que fluctuaban en la intolerable luz del impulsor. Recibió visiones microscópicas de la estructura cristalina de los puntales, junto con lecturas de los campos que magnificaban artificialmente las fuerzas nucleares débiles que mantenían unidas esas enormes macromoléculas.
La información indicaba que la potente nave se comportaba según lo previsto.
—Mirad —dijo Ulises en hexámetros griegos homéricos—, en la vinosa noche relumbra la visión de un solitario destino; en menos tiempo del que requeriría un labriego inclinado sobre un arado, un hombre fuerte, no fatigado por sus trabajos, para abrir un surco de quinientos pasos en la tierra feraz, en menos tiempo que éste tocaremos el muelle hospitalario.
—A fe mía —dijo sir Francis Drake en inglés—, ninguna señal de quebranto se interpone entre aquí y acullá, pues no hay bajel ni arrecife ni señal aciaga en derredor. Libre y despejado se extiende el puerto ante nos.
¿Muelle? ¿Puerto? ¿Adonde se dirigían? (¿Y qué pasaba con su memoria?)
—Mostrádmelo —dijo Faetón.
Varios espejos energéticos salieron de las paredes y se encendieron.
Examinó la escena por los espejos de largo alcance.
Reconocía ese lugar.
Allí estaban los cilindros, círculos, espirales y formas irregulares de los hábitats y otras estructuras, los asteroides mineros y los turbadores monumentos demetrinos del enjambre urbano troyano detrás de Júpiter. Entre los enormes cuerpos del enjambre había cientos de remotos y naves espaciales.
Las estructuras más grandes tenían el nombre de los asteroides troyanos donde se habían tallado, nombres heroicos: Patroclo, Priamo, Eneas (éste era el nódulo a partir del cual se habían fundado otras colonias de la zona). No lejos de Deifobos estaba Laocoonte, con sus famosos cinturones entrecruzados de aceleradores magnéticos, que envolvían su eje como enormes serpientes. Paris, la capital del grupo, brillaba con sus luces.
Las estructuras de tamaño mediano, todos cilindros de igual tamaño y forma, tenían número en vez de nombre, pues albergaban a Invariantes. Aun algunos de ellos eran famosos, sin embargo: Habitat 7201, donde Kes Nasrick había descubierto la primera matriz de realce; Habitat 003, donde la próxima versión de la raza Invariante, los Quintos Hombres, diseñados con mejor control interno del sistema nervioso, se estaba formando para reemplazar a la generación actual.
Las estructuras más pequeñas eran como burbujas de gasa, látigos frágiles o molinetes giratorios. La mayoría estaban habitadas (si se podía usar esa palabra) por los delicados cuerpos energéticos preferidos por las entidades del nuevo planeta Deméter, neuroformas desconocidas en otras partes de la Ecumene Dorada: Urdimbres Mentales y Esculturas Mentales. Estos hábitats tenían los nombres excéntricos que les otorgaba el humor o capricho demetrino: Mariposa Tesonera, Constructo Sordo Salutífero, Conjunción Sociable, Omnilumenous Pharos.
¿Cuánto tiempo había dormido Faetón? No podía ser demasiado. El enjambre urbano troyano se parecía mucho a lo que él recordaba: adornos festivos relucían en los monumentos más grandes, y balizas para regatas de heliovela. Las celebraciones aún continuaban. La Gran Trascendencia aún no se había producido.
Había dormido menos de una semana, quizá sólo unas horas. ¿Dormido? Quizá hubiera pasado el período faltante, horas o días, con Atkins, diseñando una estrategia que había olvidado.
Faetón examinó el cofre de memoria con la cámara del hombro. Decía que la pérdida de memoria era parcial, natural.
No. No se lo creía.
La desaceleración bajó de cincuenta a cuarenta gravedades. La gran nave tembló. Faetón casi oía los quejidos de articulaciones, conexiones y puntales sometidos a una tensión impensable.
En el puente, Precoz Singular Exarmónico informó de que el flujo de combustible de antimateria al núcleo del motor se efectuaba sin inconvenientes, a pesar de estar cambiando de peso y volumen.
El almirante Byrd informó de que todo andaba bien con los campos que, durante la superaceleración (con el objeto de minimizar movimientos subatómicos aleatorios en el casco y en las vigas principales), llevaban ciertos sectores de la nave a una temperatura de cero absoluto. Esos sectores se estaban «descongelando» y el proceso era paulatino. Las expansiones eran controladas y simétricas.
Otra convulsión sacudió la gran nave como un garrotazo, mientras bajaba de cuarenta a treinta gravedades, y luego veinte. El campo de retardo que sujetaba a Faetón a la silla del capitán se evaporó en una nube de chispas lentas.
Faetón gritó de dolor cuando su corazón comenzó a latir. Su capa de nanomateria estimuló sus nervios, puso otros fluidos en movimiento. Estaba tan sorprendido que ni siquiera notó que sus pulmones volvían a funcionar.
Cinco gravedades. Parpadeó y miró alrededor. Cuando se usaba la visión normal en vez de las cámaras remotas, el puente era aún más espléndido, la cubierta aún más dorada, los espejos energéticos titilaban con más brillo.
Cero. Estaba en caída libre.
¿Ahora qué? ¿Y qué demonios sucedía?
No le gustaba estar en caída libre. Estaba a punto de enfrentarse a un peligro para el cual no estaba preparado. Sintió un picor en las manos y ansió tener un arma.
Un leve temblor recorrió el puente. El potente carrusel, que hacía girar todo el segmento de viviendas de la nave, comenzaba a rotar, y el puente y otros sectores que ocupaban el anillo interior orientaban las cubiertas para dejarlas perpendiculares al eje de la nave, y no paralelas y hacia popa, como un momento antes.
La gravedad centrífuga regresó, aproximadamente medio g. Este carrusel (que abarcaba cientos de metros de cubiertas y soporte vital) tenía suficiente diámetro para que el efecto Coriolis pasara inadvertido para los sentidos normales.
—El capitán de puerto nos da la bienvenida —dijo Hanón en fenicio.
¿El capitán de puerto estaría exilado? No, debía de ser un neptuniano, una de esas frías criaturas del sistema externo a quienes no les importaban las convenciones de los Exhortadores ni las leyes del sistema interior.
—¿De veras? —dijo sir Francis Drake—. Pues a fe que nuestro bajel es mayor que su muelle en todas las medidas. Nosotros deberíamos darle la bienvenida a él, y pedir que todo el muelle se coloque a nuestro flanco y se sujete a nos.
—Muéstramelo —dijo Faetón.
El espejo energético central despertó.
Reluciente como una corona, el círculo de la embajada neptuniana giraba con una velocidad angular tan grande que la rotación se apreciaba a simple vista. Cerca del centro de la rueda había un segundo círculo, que también giraba, pero con mucho menos efecto. En la rueda externa, bajo la tremenda gravedad que se producía en la membrana que hacía las veces de «superficie» neptuniana, vivían los duquefrios que habitaban el lugar, así como esa construcción neurotecnológica llamada Duma.
El anillo interior, en microgravedad, albergaba a eremitas y niños escarchados, ex criados, hijos y bíoconstructos de los neptunianos, pero ahora socios iguales en sus empresas, entremezclados en muchos sentidos e indistinguibles excepto por su forma corporal. Éstos también formaban parte de la extraña mente colectiva de la Duma, y representaban los intereses de las lunas, las colonias exteriores y los habitantes del halo cometario.
—Estamos atracando, mi señor —dijo Hanón.
La Fénix Exultante no se acoplaría con ninguna dársena, desde luego. Para una nave tan inmensa, atracar significaba que permanecería en reposo en relación con la estación neptuniana, rodeada por las señales y advertencias que Control de Tráfico requería para dar aviso a las demás naves.
—Aproxímanse otros navíos —exclamó Ulises, señalando un espejo—. ¿Serán hospitalarios o no?
—Contacto de radio con vehículos neptunianos —informó Armstrong—. Están iniciando tareas de acoplamiento.
Otros espejos mostraban la visión de babor y estribor. Racimos de ruido de radar delataban la presencia de naves. El análisis Doppler mostraba que estaban maniobrando para aproximarse a la Fénix Exultante.
Y la mera cantidad de naves neptunianas era asombrosa. Había miles, algunas de más de un kilómetro de longitud. ¿Por qué se aproximaban tantas naves, dotadas con tanta masa?
—Señor, mensajes de aquellas embarcaciones —dijo Jasón a sus espaldas—. La tripulación neptuniana está presta para abordar.
—¿Tripulación? ¿Abordar?
—Señor —insistió Jasón—, el propietario neptuniano, Neoptolemo, está presto para tomar posesión de la Fénix Exultante. Requiere que abras los canales que conducen a la mente de la nave, para que él pueda cargar sus contraseñas y rutinas y configurar el entorno mental para los miembros no corpóreos de la tripulación. Las naves de aprovisionamiento se aproximan al flanco, y requieren que abras tus troneras y escotillas. Los tripulantes físicos están maniobrando para atracar. ¿Cuál es tu respuesta?
Neoptolemo. La entidad combinada construida a partir de los recuerdos de su amigo Diomedes y el agente silente Jenofonte.
Enjambres de enemigos se aproximaban a la nave de Faetón. Quizá algunos, o la mayoría, fueran neptunianos inocentes. Pero la plana mayor, y Neoptolemo, sin duda eran controlados por Nada Sofotec. Eso significaba, en la práctica, que todos eran enemigos.
Un sinfín de chorros de luz, el chisporroteo de las toberas, parpadeaban cerca de los cientos de cámaras estancas de proa, cerca de las veintenas de dársenas del medio, cerca de las cuatro gigantescas escotillas de cargamento y combustible de popa. Otros espejos energéticos, sintonizados en otras frecuencias, mostraban haces de conexión, procedentes de los ordenadores y las mentes de otras naves, rebotando contra los receptores, antenas y sensores que había a sotavento del gran blindaje de proa. Los sistemas de las otras naves trataban de establecer contacto con la mente de la Fénix. Paquetes de información preliminar mostraban cientos y miles de archivos y parciales que estaban esperando para descargarse en la nave y sus sistemas.
Esperando. El enemigo.
—Señor, ¿cuál es tu respuesta?
Faetón extendió el brazo y abrió el cofre de memoria.
Dentro del cofre de memoria había tres tarjetas. Eran de austero color verde oliva, sin pictoglifos ni emblemas. Tenían la etiqueta «AMDNEOl: Archivos de modificación defensiva de la nave espacial. Unidad remota reglamentaria poliestructural para registro y recobro de datos.»
Faetón enarcó las cejas. La Fénix Exultante no era una mera «nave espacial». Era una nave estelar. ¡Y qué feos nombres y colores! ¿Ese sujeto, Atkins, no tenía el menor gusto? Quizá los militares se quemaban los sectores artísticos del cerebro y los reemplazaban por un arma o algo parecido.
Miró el Sueño Medio, y la información sobre los remotos entró en su cerebro. Había tres conjuntos o enjambres de remotos. El primero estaba apostado alrededor de las cámaras estancas; el segundo había penetrado las cajas mentales e instalado mandos de anulación en los interruptores y adaptadores de circuitos de inteligencia mecánica; el tercero era un grupo de remotos médicos ocultos bajo el piso del puente.
No había más instrucciones ni detalles acerca del plan.
Pero no era preciso. Faetón era ingeniero; conocía las herramientas que se podían modelar para un propósito. Estudió las especificaciones del último grupo, los remotos médicos, y vio las modificaciones que les habían hecho, incluyendo combinaciones especiales para permitirles establecer conexiones de transmisión entre los neurocircuitos neptunianos y los circuitos del lector noético.
La siniestra y eficiente destructividad de los pequeños remotos militares tendría que haberlo horrorizado. En cambio, por algún motivo admiró la seca simplicidad del diseño.
Así que respondió a sus maniquíes con cierto deleite.
—Vale, amigos —dijo—. Abrid la comunicación. Que comience el espectáculo.
El canal de identificación se abrió: la encriptación de radio ostentaba el código heráldico de la Duma neptuniana, pero también de los Gris Plata.
El canal visual se abrió: a su izquierda se encendió un espejo con una llamada entrante, mostrando la imagen de un alto y oscuro guerrero con armadura de hoplita griego, un escudo redondo en la mano izquierda, dos lanzas de fresno en la derecha.
Por un momento Faetón tuvo la esperanza de que fuera Diomedes. Pero un subtexto de la imagen lo presentó como Neoptolemo, quien sólo había heredado el derecho a los iconos e imágenes que antes usaba Diomedes.
—Behemot de la naturaleza —dijo Neoptolemo—. ¡Paradigma de aquello que esta Ecumene Dorada, en el cénit de su genio, puede producir. Fénix Exultante. Con impaciencia aguardamos tu bienvenida. Abre tus puertas y escotillas. Tenemos material y mano de obra, litros de enjambres mentales, dispositivos lógicos, físicos, botánicos, cefálicos, aritméticos y geométricos, todo esperando para fusionarse contigo. ¡Éste es un buen día para todos los neptunianos! ¡La Duma ya consume partes de sí misma, y guarda los pensamientos de tu elevado triunfo, y el mío, en partes selectas de su memoria a largo plazo! ¡Vamos, Faetón! ¡Recíbeme como cuadra al estilo Gris Plata! No intercambiaremos material cerebral por los poros, sino que formaré una mano, según la antigua moda, y estrecharé la tuya, y alzaré y bajaré tu brazo, para mostrar que no portamos armas, una vez que hayamos convenido un eje arriba-abajo. Sugiero que, si estamos en aceleración, la dirección del movimiento siempre se considere «arriba».
Faetón oscilaba entre la diversión y el horror, la admiración y el temor. Diversión, porque este discurso extravagante le recordaba el seco e irónico humor de Diomedes. Pero ése era el Diomedes anterior a sus nupcias mentales con Jenofonte, antes de que se fusionara para crear a esta criatura, Neoptolemo.
Y el horror era que Diomedes no podía haber sabido con qué clase de mente se unía. Jenofonte, agente o títere de los silentes, debía de tener trampas modificadoras y gusanos de pensamiento preparados para capturar a Diomedes, una boda mental transformada en violación brutal, con lectores noéticos sintonizados para despojar a Diomedes de cualquier información ventajosa, preparados para transformar su personalidad, imaginación y memoria en herramientas y armas útiles para el enemigo.
¿Alguna parte, algún fantasma de Diomedes, viviría aún dentro del espantoso laberinto de ese cerebro alienígena, quizá consciente de lo que hacía su cuerpo, consciente de los viles propósitos que sus pensamientos y recuerdos ahora defendían?
—¿Por qué no respondes? —preguntó Neoptolemo—. ¿Por qué no flexionas los músculos de las mejillas para separar la carne de la dentadura, apenas lo suficiente para mostrar los dientes, pero no tanto como para causar alarma? Sé que una contorsión facial de este tipo es el modo de indicar amistad, y bienvenida.
El intento enemigo de adueñarse de la armadura de Faetón no tenía sentido a menos que tomaran posesión de la nave. Y Neoptolemo era la entidad que tenía el título de propiedad. Lógicamente, pues, Neoptolemo, y antes Diomedes, habían sido absorbidos por el enemigo.
—¡Habla! —insistió Neoptolemo—. ¡Tus fervientes admiradores y leales tripulantes se hiperventilan de placer ante la idea de volar a las estrellas! Hemos reunido parciales y personalidades plenas de cada parte de la Composición Tritónica neptuniana. Estamos acopiando los materiales. Abre la mente de tu nave para que podamos insertar rutinas especiales, útiles para nuestros propósitos, en tu núcleo secreto. Luego, en cuanto todas las cosas estén a bordo, ¿qué obstáculo osará entorpecernos el paso? Treparemos hasta alejarnos de la luz y la gravedad del ardiente Sol, siempre arriba pues la dirección del movimiento, como he dicho, es arriba). ¡Sí! Subiremos para internarnos en la oscuridad de la noche sin fin, y allí, lejos de todo ojo que pueda vernos, lejos de toda mano que pueda detenernos, nuestros singulares deseos serán satisfechos.
Faetón titubeó. ¿De veras planeaba permitir que lo abordaran sus enemigos? ¿Debía librar esta guerra a solas, armado sólo con aquello que le habían dado las tarjetas verde oliva del cofre de memoria?
Pero tenía que estar solo. ¿Quién más tenía un cuerpo que se pudiera adaptar a esa intolerable presión gravitatoria?
Si este plan hipotético requería que Faetón fingiera inocencia, permitiera que Neoptolemo subiera a bordo, cualquier titubeo alertaría a Nada Sofotec, y quizá lo instara a esconderse para siempre. Tenía que decidir de inmediato.
Faetón recordaba que Atkins había matado tanto al monstruo equino como a Scaramouche en ataques rápidos y decisivos, en circunstancias que sugerían que Nada Sofotec no podía haber recibido la noticia de la muerte de sus agentes. A lo sumo. Nada sospecharía porque hacía tiempo que Scaramouche no enviaba mensajes.
Pero si el propósito de Nada era adueñarse de la Fénix Exultante antes de que saliera del sistema solar, este momento era la última oportunidad para el sofotec maligno. Por suspicaz que fuera el enemigo, Nada tenía que meter a su agente Neoptolemo a bordo, y pronto.
Faetón, actuando a solas, y con ciega fe en que podría vencer al agente enviado por un sofotec enemigo de inconcebible inteligencia, último vestigio de una civilización muerta tiempo atrás, un agente quizá armado con poderes y ciencias desconocidas para la Ecumene Dorada, ¿debía permitir que ese agente lo abordara?
Parecía que era su deber. Mejor acatar las órdenes, y cumplir con un deber que no entendía, antes que fallar en su misión.
Dirigió un pensamiento al espejo.
—Bienvenidos a bordo, propietarios y tripulantes. Me alegra servir como piloto y navegante de esta nave. Exploraremos el universo, crearemos mundos que sean apropiados para nosotros, y haremos todo aquello que hemos osado soñar. Bienvenido, Neoptolemo de Gris Plata. Bienvenidos, todos.
Las escotillas y dársenas del flanco de la Fénix Exultante se abrieron lenta y majestuosamente.
Los enemigos subieron, unos deprisa y otros despacio.
Las antenas y puertos mentales de la proa de la Fénix Exultante se abrieron al tráfico de radio. Faetón rastreó las invasiones de software enemigo, y vio que la pantalla empezaba a registrar la inoculación de veneno en la mente impoluta de la nave. Esto fue cuestión de segundos.
Las cámaras de proa admitieron a los neptunianos cuyo «cuerpo» era apto para el espacio (había docenas de ellos). En su reluciente y flexible envoltorio gris azulado, estas masas de neurotecnología surcaron el vacío, se deslizaron por el casco hacia las cámaras estancas. Faetón consultó los diagramas de la nave y envió un mensaje para reunir los ascensores de alta velocidad en las viviendas, y encerrarlos allí sin energía. Los neptunianos que entraban por las cámaras de proa debían viajar kilómetros para llegar a las viviendas, o cualquier sistema de la nave donde pudieran causar daño.
En las docenas de dársenas del centro de la nave estaban entrando naves más pequeñas, remolques espaciales y casas volantes. Allí las dársenas tenían medio kilómetro de anchura y cinco kilómetros de longitud. Afortunadamente, los remolques que llegaban allí estaban me2x;lados con el material biológico entrante, cilindros de atmósfera neptuniana bajo presión, y hectáreas de cristal selvático neptuniano albergado en invernáculos. Faetón desactivó la mitad de sus robots obreros y estibadores, y redujo el presupuesto de inteligencia disponible para la superbodega Luego ordenó a la superbodega que pidiera a todas las personas y materiales entrantes que se sometieran a un examen de virus, naves de broma, explosivos y afrodisíacos autorreplicantes. Siendo neptunianos, no considerarían que estas precauciones fueran exóticas ni ofensivas. En todo caso, pensarían que Faetón tomaba menos precauciones de las necesarias.
Un estimador de su armadura le permitió calcular la confusión o fricción media causada por estas ineficiencias. Pasarían largos minutos antes de que todo lo que entraba por el centro de la nave estuviera cargado o almacenado.
Pero la situación era diferente en las cuatro gigantescas dársenas de cargamento y combustible de popa. Estos espacios eran tan grandes que no había abarrotamiento ni oportunidad para provocar confusión. Aun las supernaves de los colonos neptunianos, de un kilómetro de longitud, entrarían con facilidad en los vastos espacios de popa.
Y Neoptolemo estaba en una de esas naves. El análisis del tráfico de señales mostraba que allí estaban los centros de comunicaciones y, presuntamente, el cerebro de la operación.
Las comunicaciones se silenciaron cuando todas las naves se acercaron tanto que el casco de la Fénix Exultante bloqueó la línea de visión de nave a nave. Todas las unidades de la dotación neptuniana quedaron aisladas unas de otras.
Faetón observó que la supernave principal se desplazaba de una dársena externa de proa a una interna. Los cerrojos de las puertas no se podían programar para negar a Neoptolemo acceso a ninguna parte, pues él era el propietario legal de la Fénix Exultante.
Pero como los demás oficiales y tripulantes no eran propietarios, estaban retenidos en diversas dársenas y cubiertas, sin poder avanzar más. La larga nave de Neoptolemo, a solas, se internó en el vasto abismo de la dársena interior.
Esta supernave se abrió como una flor, desmantelándose en un confuso torrente de contorsiones nanotécnicas, rodeado por vapor residual. Glóbulos y brazos de nanomateria se adhirieron a las paredes internas y comenzaron a construir las casas, laboratorios, guarderías y cámaras de conglomeración para los neptunianos que residirían allí. Columnas griegas y frontones y techos de estilo georgiano nacieron del mamparo, todo orientado a lo largo del eje principal de la Fénix Exultante (pues la dirección del movimiento era el «arriba»).
Faetón examinó con interés esa arquitectura tan poco neptuniana. En el centro de la ciudad, una columna monumental sostenía una Victoria alada con una corona de laurel, el emblema Gris Plata.
De los hirvientes palacios y peristilos recién construidos, más allá de las columnas humeantes, los vaporosos jardines ingleses, los relucientes obeliscos egipcios y los ardientes arcos de triunfo franceses, salió una procesión de piqueros que conducían el carruaje de la reina Victoria.
Los hombres y caballos de la procesión, cuya forma externa era humana, estaban construidos de blindaje polimérico neptuniano, y relucían como estatuas de cristal azul; hebras y glóbulos de neurocircuitos y compleja materia cerebral eran visibles bajo la piel traslúcida. La imagen de la reina Victoria era más realista, pues sólo el rostro y las manos brillaban con la sustancia corporal neptuniana, color azul hielo. El vestido negro y la alta corona eran reales. Lamentablemente, un cuerpo humano era demasiado pequeño para sostener la masa que componía a un eremita neptuniano, así que el cuerpo de la reina era del tamaño del Coloso dé Rodas, su enorme cabeza sobresalía de las columnas que bordeaban los caminos, y la corona rozaba los arcos de triunfo bajo los cuales pasaba la procesión.
Con su código de propietario, Neoptolemo abrió las grandes puertas que conducían de la dársena interior al área de combustible. El espacio de aislamiento que rodeaba el eje del impulsor se extendía setenta kilómetros o más. Cuando los motores no estaban encendidos, este espacio estaba exento de toda obstrucción o radiación peligrosa. Neoptolemo demostraba astucia al entrar por ese conducto: era el modo más rápido de llegar a los habitáculos desde la popa.
Sólo se necesitaba una orden a las máquinas que controlaban el motor principal, pensó Faetón. Una centésima de segundo de activación barrería esa zona con radiación. No quedarían partículas subatómicas complejas.
Pero Faetón no impartió esa orden. Mientras sus demás hombres estaban demorados, aislados y rezagados. Faetón permitió que Neoptolemo se acercara cada vez más.
Parecía que la procesión, los caballos, los jinetes, el carruaje y todo lo demás formaban parte de un organismo maestro que tenía incorporados los mismos motores y toberas que Faetón había visto usar al delegado neptuniano en el bosquecillo de árboles saturninos; pues la procesión, tras entrar en los anchos pozos de aislamiento que rodeaban el impulsor principal, comenzó a descender hacia la proa de la nave. Hombres y caballos fueron medio derretidos por la tensión de la desaceleración, y trozos de sustancia corporal neptuniana comenzaron a caer por el camino.
Las gigantescas células de combustible, como un vasto despliegue geométrico de bolas de nieve, se erguían alrededor de ellos a lo largo de cien kilómetros. Los habitáculos y el cerebro de la nave, aunque eran tan grandes como una colonia espacial de buen tamaño, más grandes que la mayoría de las naves, parecían absurdamente pequeños en comparación, a semejanza del cerebro de tamaño de bellota de la versión original, prehistórica, del dinosaurio.
Neoptolemo se acercaba.
Faetón activó las tarjetas verde oliva que había hallado en el cofre de memoria. Los tres grupos de remotos le enviaron información al cerebro.
La nave sufría un ataque. El ataque se había iniciado varios minutos atrás.
La primera agresión había consistido en contaminación mental. Con la primera transferencia de comunicaciones, se habían introducido virus en la mente de la nave; esos virus habían modificado cada grabador y célula visual de los que la mente de la nave era consciente, bloqueando a Faetón todo conocimiento del ataque.
Pero la mente de la nave no sabía nada sobre los remotos militares que monitorizaban sus actos y eliminaban de ella toda prueba y consciencia de la existencia de los enjambres.
El primer enjambre, apostado en las cámaras estancas, había seguido a Neoptolemo y su procesión, y mostró a Faetón la imagen que las células visuales no mostraban.
Algunas motas de la sustancia que caían de la procesión de Neoptolemo flotaron hacia los mamparos cercanos, se adhirieron, crecieron y se transformaron en neptunianos. Estos neptunianos (quizá fueran parciales, remotos o sirvientes: era imposible discernirlo con sólo mirar el vidrioso envoltorio azulado y amorfo que los contenía) se desperdigaron por el espacio de aislamiento, y comenzaron a pegar minas magnéticas a los marcos de las células de combustible.
Los remotos eran más pequeños que bacterias. Algunos entraron en las minas colocadas por el enemigo. Una vez dentro, emitieron radiaciones, vibraron, sondearon. Los muchos ojos de Faetón grababan y analizaban. Ordenó a sus programas de ingeniería y a una rutina militar de demolición (parte del software de evaluación de amenazas de los remotos) que examinaran la información. Los parciales de demolición civiles y militares convinieron en que allí la amenaza era escasa o inexistente.
Las células visuales mostraron que Neoptolemo llegaba por el linde externo de los habitáculos. Allí estaban las cubiertas de la mente de la nave, un círculo de enormes cajas mentales que formaban la capa externa del espacio vital. El grueso de la procesión se dirigió «arriba» (al centro del carrusel) por pozos de ascensor y de mantenimiento, hacia el puente. Pero los remotos (viendo aquello que la mente de la nave no podía ver) mostraron un segundo grupo que se desprendía del grupo principal.
Esta masa de neptunianos se desperdigó por el piso una vez que estuvo en las cubiertas del cerebro de la nave. Ellos o ello (Faetón ignoraba la cantidad de individuos que habitaban esa masa de nanomaquinaria azulada) introdujeron tina docena de diminutos zarcillos de sustancia en los mamparos, buscando conexiones y puertos mentales desprotegidos. Establecieron interfaz con la mente de la nave y verificaron el avance de la invasión de virus mentales.
Los neptunianos estaban desperdigados por la compleja lógica de la nave. Consultaron manuales y guías para descubrir las direcciones y posiciones de la arquitectura mental que deseaban examinar. Abrieron la tienda mental de a bordo, descargaron herramientas y rutinas para realizar sus chequeos e iniciaron otros actos de sabotaje.
Faetón sonrió. Él había diseñado esa arquitectura. Él había escrito esos manuales. Él había aprovisionado la tienda mental y, en muchos casos, había diseñado esas herramientas. En consecuencia, la mente de la nave mostró a los saboteadores sólo lo que esperaban ver.
El verdadero cerebro de la nave estaba en la armadura de Faetón, y siempre había estado allí. Los saboteadores sólo tenían acceso a sistemas secundarios, repetidores y copias de seguridad. Con la ayuda del segundo enjambre de remotos (los que cubrían los tejidos conectores y adaptadores de circuitos de las cajas mentales). Faetón pudo mantener la farsa con facilidad.
La nave, esa bella nave, le pertenecía. Conocía cada línea y cada punto, cada juntura y cada viga, cada tuerca y cada tomillo. Él conocía la nave y ellos no. Ella era hija de su mente. ¿De veras creían que podían arrebatársela por la fuerza?
Las puertas intermedias de ese nivel se abrieron y cerraron. Neoptolemo se aproximaba. La cámara estanca que conducía al puente se activó. Las células visuales mostraban que Neoptolemo estaba mutando la superficie de su cuerpo blindado blanco azulado, haciendo los ajustes necesarios para entrar en una cámara mantenida a temperatura y presión terráqueas.
Faetón activó el tercer y último enjambre de remotos.
Dentro de la cámara estanca del puente, el tercer enjambre de remotos microscópicos se posó en los cuerpos neptunianos, fino como polvo, indetectable. Durante el momento en que las superficies blindadas de los neptunianos cambiaban, los remotos penetraron por las capas de células, se infiltraron en los sistemas internos, se conectaron con el tejido neuronal, aglomerándose cerca de los puntos nodulares que controlaban el tráfico de señales externas.
Faetón esperó, tenso como un gato ante el escondrijo del ratón. Si Neoptolemo contaba con tecnología de la Ecumene Silente para detectar o contrarrestar estos remotos, quizá la empleara ahora. Neoptolemo no entraría en el puente si sabía que era una trampa. Evidentemente, no lo sabía.
Un panel de cubierta se estaba abriendo.
Los remotos que estaban dentro de Neoptolemo hicieron una evaluación médica de cuánta presión aceleratoria podía resistir cada grupo de nervios y masa cerebral.
Todo era tan fácil, tan sencillo, que Faetón se habría reído a carcajadas, pero había ordenado a su capa que le endureciera el cuerpo para, resistir la supergravedad, y su rostro estaba rígido como un leño.