Todos nacemos con una inteligencia natural que no consiste solo en el célebre «coeficiente intelectual» por el que durante generaciones se ha clasificado a los niños. Si es cierto que la genética condiciona la estatura o el color de los ojos, también lo es que condiciona capacidades cerebrales como la numérica o la abstracta, la lingüística o la espacial. Y, sin embargo, lo mejor es que la capacidad de adaptación de nuestro cerebro es inimaginable, es algo maravilloso. Pero nuestro cerebro se adapta en función de las necesidades que debe superar para su adaptación al medio. Y con frecuencia, cuando el medio no es el adecuado, no se le ofrecen retos y alicientes, no se le ofrece una seguridad - autoestima - o se le impide el desarrollo, acaba limitándose, atrofiándose, perdiéndose. La Inteligencia Natural busca integrar de forma armónica y equilibrada las distintas «inteligencias» para procurar potenciar el talento de nuestros hijos. Y los cuatro pilares básicos que nos condicionan en nuestras posibilidades de desarrollo como personas son: la inteligencia cognitiva, directamente relacionada con nuestra competencia lingüística, con nuestra capacidad de pensar, comprender y expresar el mundo exterior e interior; la inteligencia emocional, directamente relacionada con nuestra capacidad de reconocer nuestras emociones, expresarlas y canalizarlas de una manera operativa que nos permita actuar de forma constructiva; la inteligencia social, relacionada con nuestra capacidad de empatizar y actuar con los demás para transformarlos en colaboradores y no obstáculos de nuestros proyectos vitales; y, por último, la inte ligencia moral, directamente relacionada con nuestra capacidad de elegir el motivo adecuado que nos impulsa a actuar.
EN BUSCA DEL EQUILIBRIO ENTRE INTELIGENCIAS
La persona más inteligente del mundo, con desequilibrios emocionales (acomplejado, por ejemplo), con limitaciones sociales (incapaz de trabajar en grupo, por ejemplo), verá muy limitadas sus opciones vitales. Tendrá dificultades para tener y mantener algún amigo, encontrar pareja, aprovechar las oportunidades de hacer valer sus méritos propios, trabajar en equipo..., es muy posible que se sienta incomprendido y frustrado. Estos sentimientos supondrán un lastre permanente. Mariano José de Larra (1809-1837) es el ejemplo típico de intelectual desequilibrado. Cuando leemos sus artículos vemos un carácter pesimista y asocial, de enorme profundidad crítica; había perdido la fe en el género humano hasta el punto de ver enterrada la «esperanza»126]. El padre, médico de profesión, fue acusado de afrancesado lo que obligó a la familia a huir a Francia (1813). Al regresar a España, nuestro autor tenía nueve años (1919) y cuando entra en la pubertad, los destinos sucesivos de su padre lo hacen trasladarse de un lugar a otro (Corella, 1822; Cáceres, 1923; Aranda de Duero, 1924). Es fácil suponer que cuando el niño regresó a España, se sentiría como un extraño, su relación con los compañeros no sería nada fácil, en una etapa en la que necesitamos al grupo y los amigos para afirmarnos y ganar cotas de independencia; los continuos desplazamientos le impedirían establecer relaciones profundas de amistad. Para colmo, según parece, se enamoró perdidamente de una señora mucho mayor que él, que resultó ser la amante de su propio padre. Aquella experiencia alteró completamente su carácter. A pesar de sus éxitos profesionales, hay algo que falla en su personalidad. Trató de buscar la estabilidad en el matrimonio con Josefa Wetoret cuando tan solo tenía veinte años, pero aquello era una huida hacia adelante. Acabó separándose después de tener tres hijos. Todos sabemos cómo acabó esta historia, frente a la chimenea, con un disparo en la sien, cuando Dolores Armijo, amante suya a pesar de estar casada, lo abandona devolviéndole su correspondencia. Era un lunes de Carnaval. Tenía solo veintiesiete años.
Una buena inteligencia combinada con una mejor capacidad de relación social, tampoco es suficiente garantía de éxito en la vida si nos falta la inteligencia emocional. Uno de los grandes iconos del siglo xx poseía las dos cualidades y, sin embargo, su vida fue enormemente desgraciada por el desequilibrio afectivo que venía arrastrando desde su infancia. Me refiero ahora Marilyn Monroe (1926-1962). Nunca insistiremos lo suficiente en la importancia que tienen los primeros años de vida, la infancia, en la formación del individuo y este es un buen ejemplo de ello. Su madre, Gladys, padecía una enfermedad mental, esquizofrenia paranoide. Marilyn vivía sola con ella cuando hizo crisis la enfermedad hasta el punto de tener que ser hospitalizada. Es difícil imaginar lo que sufrió esa niña de siete años, sin referente paterno y con una madre desequilibrada. Desde ese momento fue dada en adopción y fue de casa en casa. Toda su vida le perseguiría la obsesión de acabar también como su madre. Para colmo, en uno de los hogares de acogida, sufrió la violación de su padre adoptivo. ¿Qué más se le puede pedir a un ser humano? Generó dependencias enfermizas para huir de la soledad: dependencia del trabajo, del sexo, de personas concretas. Ella misma confesaba que era incapaz de dormir sola. Sus matrimonios fueron un fracaso. Miedos y ansiedades la persiguieron durante toda su vida. Ni todo su éxito, ni todas las pastillas lograron liberarla de esa niña abandonada, maltratada y violada que seguía sufriendo en su interior.
«El hombre es un animal que se relaciona», decía Aristóteles [271. Una buena capacidad intelectual, con un buen equilibrio afectivo, tampoco nos brinda garantías suficientes para alcanzar el éxito. Necesitamos, además, inteligencia social, desarrollar la capacidad de empatizar con los demás, intuir sus emociones para actuar en consonancia, tener facilidad de relación para conducirnos en la vida, saber qué podemos esperar de quienes nos rodean, saber comunicar nuestras ideas y emociones para que actúen a favor de nuestro proyecto y no en contra del mismo. No vivimos en una isla desierta, vivimos interactuando con otras personas. Si esta interacción es positiva y fructífera nuestro potencial aumentará enormemente. En caso contrario, nos veremos relegados. El caso extremo de este perfil es la persona autista. Quien padece este trastorno de conducta, tiene enormes problemas para la interacción social y la comunicación, no puede empatizar con las personas de su entorno lo que la sumerge en un aislamiento en su propio mundo. Y, sin embargo, la causa es puramente genética, pueden tener una inteligencia o unas habilidades excepcionales y pueden haber recibido el cariño necesario para desarrollar una afectividad equilibrada. Simplemente, hay algo que les impide relacionarse con el mundo exterior y eso les lleva a refugiarse en su propio mundo. El tema fue magistralmente llevado a la pantalla por Dustin Hoffman en la película Rain man, y a partir de ahí la población se hizo mucho más sensible a este problema.
Desgraciadamente, el sistema nos lleva muchas veces a situaciones similares. Me refiero a personas aisladas estudiando catorce horas diarias su oposición correspondiente. Entre los docentes no es infrecuente el caso. Se diseñan oposiciones basadas exclusivamente en el dominio teórico de una serie de temas, pero no se evalúa la empatía, ni la capacidad de relación social de los aspirantes, tampoco su competencia como comunicadores. Un tribunal oyendo una disertación, programación en mano, no tiene suficientes datos de juicio para calibrar si el aspirante tiene habilidad para sentir el grupo de alumnos como un entorno grato, si tiene capacidad de comprender el ritmo de aprendizaje de cada uno y dar un golpe de timón en el momento oportuno para hacerse con la clase, si tiene capacidad de liderazgo para motivar más allá del conocimiento. El resultado, a veces, son profesores eruditos incapaces de situarse frente a un grupo de alumnos. He visto compañeros salir llorando de impotencia del aula. Eran auténticos especialistas en su materia, algunos incluso tenían el doctorado, pero no sabían cómo encauzar la clase, mantener la atención, el interés, la disciplina. No sabían o no podían lograr el ambiente, la dispo sición de ánimo, para el aprendizaje. Años de encierro y renuncia abonando un carácter tímido y apocado acabaron por mermar su inteligencia social. «Yo no soy educadora - me decía hace algún tiempo una compañera-, soy profesora y vengo aquí a impartir conocimientos específicos que es de lo que yo sé y para lo que estoy preparada». Y es la pura verdad. Lamentablemente, con esa verdad, no obtiene resultados y sufre cada clase que da sin lograr sintonizar con sus alumnos.
Hay quien no pasa del estadio egocéntrico y solo es capaz de moverse por su propio beneficio: cuando esto sucede, chocará continuamente con los demás, exigirá que el mundo gire en torno a sí, tratará de someter a quienes le rodean y forzar las circunstancias para lograr siempre lo que más le convenga. Suelen dejarse dominar por las emociones y sienten el mundo exterior como una amenaza constante a sus intereses o sus deseos. El resultado es un estado de ansiedad permanente. Cuando educamos dando al niño todo cuanto desea, estamos alentando este tipo de conductas. Inconscientemente se hacen los líderes del hogar y no admiten réplica. Si sus deseos no son atendidos se sienten frustrados. A esto suele venir unida la falta de control emocional: los arrebatos de ira se suceden porque la técnica les ha dado resultado y se ha asentado en su cerebro como recurso para lograr sus objetivos inmediatos. La casa, los padres, la convivencia, los hermanos, las salidas y entradas, tienen que plegarse a su capricho. Elías tiene solo siete años, ese día había lentejas para comer. El niño se negó a comerlas y la madre insistió en que había que comer de todo. En un arranque de genio, tiró el plato al suelo. El padre quiso castigarlo y que se quedara sin comer. La madre intercedió, «Déjalo, Pedro, ya lo conoces», y dirigiéndose al niño, «Eso no lo vas a volver a hacer, ¿verdad?», el niño no respondió. La madre fue a por la fregona, recogió las lentejas y los trozos de loza esparcidos por el suelo y, a continuación, le preparó unos espaguetis mientras su propia comida se enfriaba. Mientras, Elías había abandonado la mesa para irse a ver dibujos animados a la tele. Los espaguetis se los comió bailando delante del televisor viendo los muñecos. Es fácil imaginar lo que ocurrirá con Elías cuando tenga dieciséis años y, lo que es peor, el sufrimiento que espera a esos padres. El darles todo cuanto piden es la mejor escuela para que la persona se asiente en este estadio.
En el estadio de la «regla inquebrantable», propio de la infancia, encontramos individuos que solo están dispuestos a dar aquello que reciben, que no conciben que una norma pueda tener diferentes lecturas o interpretaciones en función de la persona y las circunstancias. Se convierten en espejos de los demás, su conducta se hace depender de las acciones y reacciones del entorno. La caridad, la generosidad, el altruismo les resultan absurdos, implanteables. Pero si nuestros actos dependen exclusivamente de los demás, estamos delegando nuestra capacidad de actuar, de decidir, en el comportamiento de quienes nos rodean. Cualquier alteración de conducta introducirá una reacción acorde en nuestro comportamiento. Quienes se educan en ambientes marginales suelen permanecer en este estadio, funcionan y se pliegan a las normas de grupo, delegan en los demás sus propias decisiones. O estás conmigo o estás contra mí. O perteneces a mi clan o eres mi adversario o, en el mejor de los casos, indiferente. En Bodas de sangre, Federico García Lorca nos plantea el típico drama de honor. La novia ha deshonrado al novio fugándose con Leonardo el mismo día de su boda. ¿Qué hace el novio? Desde esta perspectiva, solo tiene una salida: la defensa de su propio honor y el de su familia exige la reparación por sangre. Se lanza a la persecución de los huidos para matar a Leonardo. Lo curioso es que la propia madre del novio insta esta línea de actuación como única posible a pesar de haber perdido ya a su marido y a su primer hijo en muertes violentas. El problema trasciende la individualidad para convertirse en un drama colectivo donde la única salida es la muerte del ofensor o del ofendido. Este mismo drama, a menor escala, lo vivimos cada día en los patios de cada colegio, de cada instituto, de cada grada de fútbol.
Debemos lograr dar un paso más y actuar por motivación propia. A partir de ese momento actuamos por normas asumidas desde la convicción y el convencimiento de que es «lo mejor» no solo para mí, ni para mi grupo, sino para todos, para el conjunto de la sociedad. Mantenemos la fidelidad a esos principios que se integran en un proyecto de vida propio. Consideramos la felicidad de los demás, de nuestro entorno inmediato, de la familia, pero también de la sociedad y del mundo. Y sopesamos nuestros actos considerando la perspectiva propia y ajena, y las consecuencias derivadas de ellos en nuestras vidas. En este estadio, el individuo parte del conocimiento de la realidad y de sí mismo; no se siente vulnerable porque el bien común lo trasciende, ha hecho dejación del «yo» al situar la felicidad de los demás como camino de la propia felicidad. Unos actos coherentes a estos principios traerán consigo la paradoja de la retroalimentación: tanto más das sin esperar nada a cambio - ausencia de interés egoísta-, tanto más recibes de los demás - tanto más se te reconoce-. En ese estadio despreciar el trabajo de quien ha preparado la comida, o simplemente provocar un conflicto y una tensión familiar por atender un capricho momentáneo, carecería completamente de sentido, sería implanteable. Tampoco el desafío sería el camino ni la ira el medio. En el segundo caso, el amor antepondría la felicidad de la persona amada a la propia y, en cualquier caso, la muerte de un ser humano no es planteable como opción. Alcanzar este nivel de evolución moral es necesario para tener una oportunidad. Y hay técnicas para lograr acercarnos a él.
ÉXITO A PESAR DEL COEFICIENTE INTELECTUAL
Desgraciadamente, se tiende a confundir «inteligencia racional» con éxito, «buenos resultados académicos» con futuro triunfador, éxito profesional con éxito personal. Los métodos pedagógicos y académicos se centran casi exclusivamente en este tipo de inteligencia y son muy parciales. Fallan porque consideran en el proceso de evaluación y educación solo una parte del ser humano, no al ser humano en su conjunto. Una de las actividades más interesantes que podemos realizar como tutores de grupo es organizar una convivencia, una excursión o una jornada blanca - sin clases pero donde realicemos actividades diversas - con nuestros alumnos. Normalmente, la información que recibimos los profesores de nuestros alumnos es parcial, y, a medida que van creciendo y van pasando de curso, nuestra relación con ellos es cada vez más limitada. Llegamos a clase, pasamos lista, revisamos las tareas, ampliamos los contenidos programados usando la metodología programada y nos marchamos hasta el día siguiente. En ese ambiente no hay espacio para la observación general de la conducta. Cuando los liberamos de las reglas y dejamos que ellos se manifiesten otorgándoles el suficiente margen de libertad de movimientos y de expresión, observamos su conducta y su forma de relacionarse desde una perspectiva diferente: cómo se forman los grupos, cuántos grupos hay en clase, qué relaciones existen de amistad o enemistad, qué prejuicios subyacen en esas relaciones personales, quién busca a quién, quién domina al grupo, qué técnica utiliza, cuáles son las claves de relación impuestas por el líder o líderes, qué capacidad de organización tiene, qué capacidad de diálogo, qué alumno es retraído y cuál hiperactivo. Lo mismo ocurre cuando salimos de casa y llevamos a nuestros hijos al parque, por ejemplo, o cuando los observamos en una actividad abierta, en una concentración deportiva, o con sus compañeros de clase. Y toda esta información resulta muy útil si queremos conducir la capacidad de integración de un individuo en ese grupo humano. Y el grupo es importantísimo. Hoy ya sabemos cómo los sentimientos colectivos se marcan en el comportamiento individual. Hoy, también sabemos que las decisiones que adoptamos en la vida nos vienen dadas más por la zona límbica cerebral que por nuestro cerebro racional, o dicho de otro modo, «lo que el corazón desea, nuestro cerebro nos lo muestra» [291. Tratar de separar emociones y razón, y el no considerar al ser humano en su dimensión social, el evaluar y clasificar a las personas - hijos o alumnos - exclusivamente por su capacidad de adquisición de conocimientos, son algunos de los grandes fallos del sistema educativo que venimos arrastrando.
¿Quiere esto decir que las calificaciones escolares carecen de importancia? No, ni muchísimo menos. No podemos despreciar la información que nos ofrecen los resultados académicos. Unos buenos resultados académicos nos sirven de termómetro para medir el grado de equilibrio que el niño posee entre las distintas inteligencias que debe poner en juego. Recordemos cómo José Antonio Marina definía el «talento» como la inteligencia triunfante puesta al servicio de unos logros concretost301. Si la persona no logra los objetivos que se le proponen, algo falla. Normalmente, padres y profesores, nos centramos en las deficiencias de aprendizaje, pero estas deficiencias suelen tener una raíz en la motivación, es decir, en las emociones del individuo. Y esas deficiencias en la motivación han acabado generando hábitos negativos. Cuando un alumno suspende, la solución directa es que reciba clases particulares o que acuda a una academia para recuperar o aprender aquello en lo que va mal. Pero si llevamos nuestro hijo al médico porque sufre de anemia, y el niño come bien, descartada alguna enfermedad, la pregunta que debemos plantear es qué come el niño, cuál es su régimen alimenticio, porque lo normal es que con tres o cinco comidas al día, estando sano, no sufra de anemia. Antes de recetarle que haga dos comidas más al día, sería conveniente descubrir por qué las comidas que hace no le están aprovechando como debieran. Los niños están durante seis horas al día en el Colegio, se supone que durante este periodo deben aprender y aprovechar las clases; antes de obligarles a dar más clases, el sentido común nos obliga a analizar por qué no les están aprovechando las que reciben. Si no erradicamos el problema de base, las clases particulares podrán suponer un alivio coyuntural, pero nunca serán la solución.
Por eso, lo que debemos preguntarnos ante un fracaso escolar es ¿qué está fallando para que el niño no esté logrando los objetivos? La mayoría de mis alumnos con problemas de rendimiento escolar no tienen problemas de aprendizaje, sencillamente no abren un libro. Si lo hicieran y dedicaran el mismo número de horas a estudiar que sus compañeros más brillantes, sus resultados serían totalmente diferentes. ¿Qué se lo impide? Sencillamente no encuentran la motivación necesaria para realizar ese esfuerzo, han adquirido hábitos viciados que hay que cambiar y, para lograr cambiar un hábito, hay que tener fuerza de voluntad y una buena razón para hacerlo. Y hablar de «falta de motivación» supone afirmar que carecen de un «motivo» o una «razón» que emocionalmente los mueva en esa dirección. En este sentido los problemas que afectan a los niños son de lo más variado, y muy pocos tienen que ver con su nivel de inteligencia racional. Podemos encontrarnos con problemas de autoestima, de que el niño se acepte o no a sí mismo, problemas de gestión de sus emociones, que sean capaces de controlar estados de ira o de miedo, o problemas de relación con su propia familia, que se encuentre integrada y sepa cuál es su lugar entre los hermanos y los padres, o problemas de relación social con el grupo o, por último, problemas de aprendizaje.
Ángela tiene catorce años, está obesa. Con la edad que tiene, no se acepta a sí misma, odia su cuerpo, se siente atrapada en él. Es motivo de mofa por parte de sus compañeros, su autoestima está por los suelos. Enfrentarse al desafío de ir a clase cada día le supone un auténtico suplicio. «Yo me odio a mí misma» me dijo en clase con la mayor naturalidad. Repitió primero y ha pasado a segundo de la ESO con ocho suspensos. Vive en un lamento continuo de verse atrapada en ese cuerpo, hasta el punto de que justifica el mal trato de sus propios compañeros, ella a sí misma se trataría igual. Su única amiga es otra niña obesa con la que forma tándem de lamentaciones. Está pidiendo ayuda a gritos, que alguien le marque el camino a seguir. En esa espiral en la que se encuentra, el estudiar no tiene ningún sentido. Fracasa porque ella no se merece sino el fracaso. La ayuda que necesita Ángela no es un curso de técnicas de estudio, ni apuntarse a una academia. Necesita urgentemente una terapia que la ayude a aceptarse a sí misma y le marque unas pautas que le permitan comprender que su futuro puede cambiar y que su presente se encuentra determinado por su actitud. Y sé que detrás de ella hay unos padres que también necesitan ayuda para encauzar adecuadamente la situación. El problema no es académico.
Rosa, en cambio, es alta y delgada, con dieciséis años ya tiene novio. Sin embargo, también es un fracaso escolar. Su padre trabajaba en la construcción, ahora está en paro. Desde pequeña se la adiestró en un mundo en blanco y negro, y, aunque fue a un centro concertado, nunca logró integrarse en el grupo porque «allí no había más que pijos». Sus padres querían lo mejor para ella, pero la idea de que el «mundo es su enemigo», que «toda la culpa de nuestras desgracias la tienen los que mandan» la hizo concebir un odio visceral hacia todo aquel que considera perteneciente a un estatus social dominante, los ricos. Sencillamente trasladó toda la ansiedad y el miedo por las dificultades y las discusiones de casa hacia sus compañeros. Enfrentada a esa dualidad, la conclusión fue el rechazo. Sus enfrentamientos con los compañeros eran constantes, se autoafirmaba a través de la violencia. Las amonestaciones y los castigos se sucedían y no hacían sino afirmarla en su postura victimista. Es el típico caso en que los padres, aún sin quererlo, trasladan sus propias frustraciones a los hijos adiestrándolos en un alineamiento inspirado en la repulsa. Rosita se negaba a integrarse en un mundo al que consideraba responsable del fracaso familiar. Sus padres no tienen estudios, «¿por qué necesita ella estudiar?». El objetivo de que aprenda a aceptar a los demás, a comprender que el ser buenas o malas personas no es algo exclusivo de una clase social o un estamento, el enseñarle que limitar sus relaciones empobrece sus posibilidades futuras, será muy difícil de lograr cuando su cerebro ya está programado en esta dico tomía de buenos y malos. Tampoco, en este caso, el problema es académico.
El caso de Irene es diferente. Su padre los abandonó cuando ella tenía nueve años, ahora tiene diecisiete. Su madre logró sacarlos adelante con trabajos temporales. Toda su vida ha trascurrido en el umbral de la pobreza y con la incertidumbre de qué pasará mañana. Para ella, el que su madre trabaje o no, el que puedan comer caliente, el que puedan comprar ropa, es prioritario. Presenta un alto grado de absentismo escolar, con dieciséis años, trabaja los fines de semana para aportar algo a casa. Es la hermana mayor. Nunca han recibido una pensión del padre. Los estudios se le antojan como algo ajeno a su vida cotidiana, como una pérdida de tiempo. Los enfrentamientos con la madre han ido creciendo durante los dos últimos años: no entiende que quiera que siga estudiando, ni entiende que le pida faltar a clase cuando ella no puede llegar a todo. El esfuerzo para un futuro, cuando el presente es incierto, resulta una entelequia. Odia a los hombres, afirma que nunca se casará ni tendrá hijos. Su objetivo ha sido siempre ayudar a su madre y criar a sus hermanos, pero últimamente, en lo único que piensa es en escapar de casa y buscarse la vida por sí misma. Tampoco, en este caso, estamos ante un problema de aprendizaje.
Todos los casos son reales. Yen todos ellos, hablarles de los pronombres personales, de ecuaciones o de la Ilustración es algo tan secundario en sus vidas que ni lo escuchan. Adolecen de la base necesaria para tener una posibilidad sola de éxito en el sistema educativo reglado. Han ido descolgándose en los conocimientos, no han desarrollado hábitos adecuados, carecen de motivación y viven en lucha consigo mismos y con su entorno. Cuando solo conocemos el fracaso, y el fracaso escolar es nuestro horizonte, hemos entrado en un círculo vicioso. Vegetan a la espera de que algo cambie y no somos capaces de ofrecerles soluciones porque no atacamos la raíz de sus problemas. Solo vemos los resultados estadísticos del informe PISA, del abandono escolar o del fracaso; pero detrás de las cifras hay personas reales, con historias reales, con circunstancias concretas y, rara vez, los problemas de aprendizaje y los resultados académicos tienen que ver con la capacidad cognitiva de nuestros hijos. En la mayoría de los casos, tienen que ver con las dificultades que la persona encuentra en su «aprendizaje como ser humano». Y, en esto, la familia y la sociedad son determinantes. El sistema educativo puede ser una gran ayuda, puede detectar y encauzar las posibles soluciones, pero por sí mismo nunca será operativo sin ideas claras y coordinación de esfuerzos.
EL DESAFÍO DE LA INTELIGENCIA EMOCIONAL
Cuando un niño nace nos encontramos ante la posibilidad y la responsabilidad de instalar el sistema operativo y los programas en un ordenador nuevo, o, como decía Aristóteles, de escribir en una pizarra en blanco. Cada etapa de la vida nos ofrece una serie de opciones determinadas por el progresivo desarrollo del cerebro y la personalidad del individuo. Lo que grabemos en ese cerebro dependerá de nosotros como educadores. «Educar» significa según el diccionario de la Real Academia Española de la Lengua:
«l. Dirigir, encaminar, doctrinar; 2. Desarrollar o perfeccionar las facultades intelectuales y morales del niño o del joven por medio de preceptos, ejercicios, ejemplos, etc.. Educar la inteligencia, la voluntad. 3. Desarrollar las fuerzas físicas por medio del ejercicio, haciéndolas más aptas para su fin. 4. Perfeccionar, afinar los sentidos. Educar el gusto. 5. Enseñar los buenos usos de urbanidad y cortesía.»
El educador es quien educa, quien dirige o encamina, quien ayuda al desarrollo y perfeccionamiento de la inteligencia, los valores morales, pero también del cuerpo y los sentidos sin desatender el aspecto de sociabilidad del niño: la cortesía y la urbanidad son importantes, pero también lo son la capacidad de colaboración, trabajar en equipo, ayudar a los demás, dejarse ayudar. A esta definición de la RAE, tendríamos que añadir el «ayudar a comprender y encauzar las emociones para transformarlas en nuestras aliadas en la vida». Introducir este concepto es esencial porque, ¿de qué nos sirve todo el conocimiento si nos vence la ira, el miedo, la angus tia? Cuando hemos dado la definición hemos utilizado la palabra «encauzar» de manera consciente. Muchos filósofos nos hablan de «dominar» las emociones, hemos preferido «encauzar» para marcar un matiz de significado importante: las emociones son complejas, instintivas, programadas en nuestro cerebro. Difícilmente podemos «dominarlas» evitando que aparezcan. Llegan, están ahí, debemos conocerlas y estar preparados para darles una salida a través de nuestros actos.
Pero para poder «educar» y ser «educador» lo primero que debemos tener claro nosotros mismos es hacia dónde queremos que caminen, hacia dónde los dirigimos. Es decir, debemos tener claro el modelo que queremos construir para organizar nuestro quehacer de educadores en una línea coherente con ese proyecto.
PARA HACER FUERZA, UN PUNTO DE APOYO
Para educar necesitamos principios sencillos y eficaces pero, en nuestra vida cotidiana, no siempre resultan los más frecuentes. «El sentido común es el menos común de los sentidos». Decía Arquímedes «Dame un punto de apoyo y moveré el mundo», se refería al principio de la palanca. La evidencia del principio de la palanca es la «necesidad de un punto de apoyo» a partir del cual ejercer presión. Si carecemos de ese punto de apoyo, lo que tenemos en la mano no es una palanca, es un palo.
Vamos de viaje, tenemos el mejor de los coches - un buen cerebro-, tenemos ganas de viajar - seguridad en nosotros mismos y capacidad de motivarnos-. Subimos y nos ponemos al volante. Comenzamos a dar vueltas a una glorieta, no acabamos de decidir qué salida debemos tomar. Finalmente elegimos una al azar, pero en cada bifurcación nos vuelve a asaltar la duda de si debemos mantener la dirección o cambiar. Ante esas dudas nos vemos obligados a detener el vehículo para tomar decisiones ¿Qué nos está fallando? Algo tan sencillo como saber cuál es nuestro lugar de destino. Solo cuando sabemos dónde vamos, podemos establecer con seguridad una ruta. Las dudas desaparecen. Tardaremos más o menos en llegar, esto dependerá no solo de nuestro vehículo o de nuestras propias fuerzas, también dependerá necesariamente de las circunstancias, de que llueva o haga sol, de que haya más o menos tráfico, de que tengamos una avería en el camino... vicisitudes que siempre estarán presentes en cualquier viaje. Pero si tenemos claro dónde queremos llegar, acabaremos llegando a nuestro destino o muy cerca de él.
En educación, ese lugar de destino, ese punto de apoyo imprescindible que nos permite conducir en una dirección determinada, es saber qué modelo de persona queremos ver crecer. Y ese modelo ha de ser claro, sencillo y coherente, porque deberá ser un modelo útil para sí mismo, para su integración en la familia, en la sociedad. Será útil para sí mismo cuando logremos que desarrolle la autoestima necesaria para aceptarse y poder así construir sobre su realidad, tendrá que aprender a vivir con sus emociones y encauzarlas adecuadamente para que sirvan como motivación interna y lo impelan a actuar en la vida. Para lograr esa seguridad, tendrá que sentirse parte de un grupo, de su propia familia, con una relación estable y sólida basada en el amor incuestionable. Esa seguridad estará cimentada en la coherencia cuando los modelos que presentamos son coincidentes con la realidad que vive, que siente, que observa en sus referentes inmediatos, en especial en sus padres. Y, por último, deberá ser flexible y operativa para facilitar la integración en una sociedad plural, que le permita proyectarse en su entorno, en el colegio, con sus amigos, en el mundo real.
LOS DESEOS INSATISFECHOS. ¿QUÉ VEN Y OYEN LOS NIÑOS?
Los medios de comunicación incentivan la sociedad de consumo. No se trata ahora de demonizar el consumo, es evidente que una lavadora ahorra tiempo y trabajo, también un ordenador, me refiero ahora a la continua confusión propiciada por la publicidad y asentada en la sociedad entre el «ser y el tener», aquello que nos lleva a creer que tanto más somos cuanto más o mejores cosas tenemos. Aquello que sistemáticamente se nos oculta es que somos nosotros la medida de nuestros deseos y que si hay un secreto para la felicidad es el desapego, el hecho de que el deseo no se transforme en necesidad. El problema lo tenemos cuando se genera la dependencia psicológica que se deriva del consumismo y de las falsas expectativas creadas. Para que la maquinaria ande y se mantenga el equilibrio necesitamos un incremento continuo de consumo, de producción, de crecimiento. La publicidad ayuda, y mucho. A través de la publicidad se nos convence de que seremos más felices si compramos ese desodorante, esa lavadora, ese coche o contratamos un seguro, si bebemos una marca determinada de refresco, de reloj. Identificamos consumo con actitudes que nuestro cerebro tiene asociadas al efecto «ser feliz»: sonrisas permanentes, camaradería, confianza, seguridad... Se consigue poco a poco que nuestro cerebro asocie el consumo de determinado producto a garantía de satisfacción de determinadas carencias o deseos que, en mayor o menor medida, todos tenemos en nuestras vidas, ¿a quién no le gustaría llevar una vida más emocionante?, ¿a quién no le gustaría gozar de éxito y reconocimiento social?, ¿a quién no le gustaría disfrutar de un buen grupo de amigos?, ¿a quién no le encantaría ser atractivo, seductor, objeto de deseo?, ¿a quién no le gustaría vivir rodeado de lujo? De esta forma, nuestras carencias o proyecciones afectivas se transforman en nuestras debilidades. Un buen anuncio que logre asociar la satisfacción de una carencia, de un deseo, con el consumo de un determinado producto, habrá logrado su objetivo a costa de nuestra objetividad.
Un coche deportivo negro se desliza a toda velocidad por una carretera llena de curvas que transcurre en medio de un campo de vides. Llega a un castillo al que se accede por un puente levadizo y aparca en el patio de armas. El conductor desciende, zapato deportivo marrón pisando gravilla, y se dirige a un muelle que hay en el lago al que abre el patio del castillo. Allí vemos una lancha amarrada. Justo antes del muelle hay una mesa de jardín, dos sillas. Un mayordomo, con servilleta doblada en el antebrazo derecho y guantes blancos, le espera junto a la mesa donde se halla un servicio de desayuno sobre bandeja de plata. ¿De qué creéis que era el anuncio? Era de una conocida marca de rosquillas. La mayoría nunca tendremos un deportivo, ni una finca de vides, ni un cas tillo a orillas de un lago, ni una lancha, ni un mayordomo. Pero descubrimos algo que podemos tener en común con ese estilo de vida de ensueño, que sí podemos compartir, que sí podemos comprar, algo que está a nuestro alcance y nos hará soñar que también nosotros formamos parte de eso. Esa mañana, cuando vaya a la cafetería y pida un café, entre el ruido y la prisa cotidianas, me pediré una rosquilla que me haga soñar por un momento que estoy en otro mundo.
Estas asociaciones quedan marcadas en nuestra mente y se materializan ante estímulos concretos que van de la emoción al símbolo (siento inseguridad, pienso en un coche); o de la realidad a la emoción (veo el coche, siento seguridad). Lo malo es que el consumo no alivia nuestras ansiedades; después de comernos las rosquillas o usar ese desodorante, nuestros deseos insatisfechos siguen ahí. Ahora que ya usamos ese desodorante, no me pregunten cómo, seguimos sin tener éxito con las chicas. Seguimos insatisfechos sin atacar el engaño, sin ser conscientes de que nos han vendido una quimera porque las conexiones neuronales ya se han establecido y nuestro cerebro tiende por inercia a recorrer los caminos que ya han sido abiertos. No hay tiempo para la reflexión ni la preocupación por este fenómeno que nos atrapa, porque en la próxima secuencia de 20 segundos, en la próxima valla en la carretera o cuña radiofónica, aparecerá de nuevo la solución mágica para que volvamos a empezar. Comprar vuelve a ser la solución subconsciente y esto orienta nuestras vidas hacia lograr el dinero necesario para poder consumir en una cadena incesante que no nos lleva a ninguna parte. Los niños ya forman parte del proceso. He visto alumnos despreciar a sus padres por haberse negado a comprarles el nuevo móvil o esas zapatillas de marca que están de moda. En su mente, el no comprarles ese nuevo capricho es igual a «me odian, saben lo importante que esto es para mí, pero me anulan, son unos egoístas. No soy feliz por su culpa».
Lo malo es que nosotros, como padres y educadores, también estamos insertos en la cadena. Y el punto de inflexión clave consistirá en enfocar la educación hacia el «ser», no hacia el «tener». Y para lograrlo deberemos orientar la educación no solo en las capacidades cognitivas sino también en la gestión de las emocio nes para que actúen como aliadas al servicio de un fin práctico: la capacidad de desarrollarse y desenvolverse en la sociedad cambiante que les espera ¿quién eres, qué persona quieres ser? Y, en este sentido, el cultivo de actitudes será el punto de mira primordial a la hora de educar a cualquier ser humano. Pero la verdad empieza por uno mismo y ninguna tarea es más difícil que la de corregir nuestros propios errores, ¿qué les parece un pequeño test?
EDUCARNOS PARA EDUCAR: TEST DE LA GUÍA EDUCATIVA.
El niño nace con unos instintos implantados genéticamente. Entre ellos destacaremos el de supervivencia-alimentación, defensa-y el de imitación. En efecto, el niño repite instintivamente los gestos y movimientos que observa, el instinto de imitación es, justamente esto, la tendencia a imitar movimientos y actitudes observados en los seres que su mente aísla e identifica y con los que se vincula emocionalmente a partir del contacto recurrente. Y el contacto se establece a partir de una relación placentera: la satisfacción de sus necesidades primarias, en especial la alimentación, pero también protección y seguridad. Este instinto garantiza a la especie que a medio plazo, el niño haya absorbido todo cuanto necesita aprender para sobrevivir, a partir de congéneres adultos que son supervivientes, lo cual significa que están adaptados al medio.
Todos nos hemos derretido cuando hemos observado en nuestros hijos su primera sonrisa, el niño está reflejando el gesto que se repite día tras día en el rostro de su madre. Aún no ha asociado en su cerebro que esta contracción de determinados músculos del rostro expresa «alegría», pero lo está asociando a personas que empiezan a ser una constante en su vida, a su tono de voz, al contacto físico, a sensaciones placenteras... Más tarde aprenderá a definirlo y comprenderlo, pero eso vendrá más tarde, de momento, lo único que hace es sentir y asociar sensaciones a imágenes que su cerebro trata de organizar.
Es el momento de preguntarnos ¿cómo queremos educar a nuestro hijo?; o dicho de otro modo, ¿cómo esperas, deseas, crees que debería ser tu hijo ideal? Es el momento de sentarse con la pareja y hacer un ejercicio de ensoñación - siempre hay que atreverse a soñar-. La mayoría de las parejas, llegadas a este punto es cuando piensan: me gustaría que mi hijo fuera médico, o futbolista o funcionario... Si las respuestas que han venido a vuestra mente son estas, ya nos estamos equivocando. La pregunta no es «¿En qué profesional quieres que se convierta tu hijo?» sino «¿Cómo deseas que sea tu hijo?», debemos ahora concentrarnos en las cualidades que consideremos importantes para lograr una persona con capacidad de ser feliz en la vida. Y para lograrlo hemos de conseguir «formar a personas aptas para gobernarse a sí mismas y no para ser gobernadas por otros», como decía Herbert Spencer. Os propongo que respondáis a este pequeño cuestionario para que os sirva de guía. No es un test cerrado, cada cual puede suprimir aquellas cuestiones que considere improcedentes y añadir otras que considere importantes y no aparezcan en esta relación. Estamos tratando de soñar cómo queremos que sea ese hijo en el futuro, pero ese proyecto será distinto para cada uno de nosotros. Lo que sí es importante es que sea un proyecto en común dentro del matrimonio por lo que conviene que el cuestionario de la siguiente página sea consensuado por ambos cónyuges:
Obsérvese que en ningún caso hemos preguntado si nos gustaría un hijo alto, rubio y de ojos azules. Ninguna de las tres cualidades físicas está en nuestra mano el decidirlas, ya vienen programadas en la carga genética. Los rasgos de los que hablamos ahora también estarán afectados por la carga genética, por el carácter, pero podemos mejorar aquellas cualidades, hábitos, actitudes, que entendamos que puedan favorecer a nuestro hijo en un futuro. Y para ello la educación es clave. (Ver test en la siguiente página).
Si ya habéis respondido a estas preguntas, si las habéis completado o matizado, ya habéis elaborado vuestra propia guía educativa, habréis diseñado un modo de vida, vuestro modo de vida, aquel que es acorde y coherente con lo que consideráis positivo para vuestros hijos. Y para vosotros, ¿no? Al inicio de este apartado, hablábamos de que uno de los instintos que acompañan al niño para su aprendizaje es el de imitación. Pues bien, un principio elemental en la educación es que «educamos con los actos, no con las palabras». Los padres y hermanos, la familia inmediata o círculo íntimo son los primeros educadores y lo hacen con su comportamiento.
PUNTÚE DE 1 A 10 LOS SIGUIENTES APARTADOS
(«1» si no le concedemos ninguna o muy poca importancia y «10» si lo consideramos muy importante o esencial)
¿Queréis que vuestro hijo, algún día, llegue a parecerse a lo que habéis soñado en ese papel? Es sencillo, convertíos en esa persona que habéis proyectado respondiendo el test y las probabilidades de que él se acerque al modelo serán muchas, muchísimas. Si no lo hacéis, debéis ya saber que el perfil de vuestro hijo se aproximará mucho más a lo que realmente sois que a lo que soñáis que él sea.
Podemos decirle a un niño que no consuma alcohol, pero si nos ve consumiendo alcohol de forma habitual, el niño integrará el consumo de alcohol como práctica propia de adultos y, llegado el momento, será normal que reivindique para sí esa práctica para ser reconocido como tal. Lo mismo sucede con el tabaco o con la adicción a la televisión o a la comida o al cotilleo. Es realmente difícil que un niño aprenda a escuchar si crece en una casa donde no se dialoga. Es muy difícil llegar a ser tranquilo en un ambiente de tensión y violencia verbal o física. Es muy difícil que un niño llegue a ser lector en una casa donde no hay libros por muchas recomendaciones que hagan en el colegio... Y esto es tan evidente como que el niño no aprenderá a hablar si no escucha, como de hecho no hablan los niños sordomudos sino después de un arduo aprendizaje.
La regla de oro consistirá en convertirnos en el referente de nuestros hijos asumiendo como norma en nuestras vidas las cualidades y valores que deseamos inculcar en ellos.
El instinto de imitación hará el resto en esa primera etapa de la infancia donde las conexiones neuronales que van a estar presen tes durante el resto de sus vidas se implantan en el cerebro. Esto no quiere decir que seamos los únicos artífices, que podemos modelar la personalidad y las capacidades del niño a nuestro antojo, no somos el único factor educador. El niño contrastará estas referencias con el mundo exterior, con la cultura dominante, con los valores sociales del grupo, y llegará a elegir por sí mismo aquellos que le resulten más útiles siguiendo criterios propios, para integrar un modelo de conducta que le permita sobrevivir en el ambiente, en el grupo y en la época en la que le ha tocado existir, que no tienen por qué ser los nuestros. A veces, las variables que él elija - que no las nuestras - serán las adecuadas porque el futuro les pertenece a ellos y no a nosotros. Otras se equivocará, pero también el error es necesario para el aprendizaje. Debemos tener la humildad, entonces, de recordar que educamos para la libertad y que, en el uso de su libertad, no tienen que seguir nuestras mismas opciones. En un momento de su vida, en la adolescencia, buscará la confrontación necesaria para ser él mismo y no una mera prolongación de nosotros como padres. Es una época de crisis en el desarrollo de la personalidad que, con frecuencia, somete a una dura prueba a los padres que podemos llegar a creer, incluso, que nada de cuanto hemos hecho ha servido para gran cosa, que todo es rechazado, incluso el amor. Sin embargo, es una crisis necesaria sin la cual nunca llegaría a ser una persona independiente.
LA FAMILIA ES EL MOTOR DE LA EDUCACIÓN
La mente del niño es la máquina más eficaz para el aprendizaje, sobre ella y a través de nuestros actos, vamos a diseñar las conexiones neurológicas que determinen sus posibilidades futuras a partir de unos rasgos genéticos únicos que le pertenecen como individuo. Y es la familia quien diseña este mapa cerebral, la que construye los cimientos sobre los que se levantará todo el edificio. Para lograr el éxito es conveniente saber qué edificio queremos construir y, puestos en marcha, coordinar esfuerzos para que todos ellos confluyan a un mismo fin. La educación es algo que hay que hablar en familia, padre y madre deben ir coordinados en los objetivos y los procedimientos a seguir, son dos remos de una misma barca: o acompasan sus movimientos, o por mucho que remen la barca no avanzará en la dirección deseadal311.
Para coordinar hay que dialogar en el matrimonio, exponer preocupaciones, buscar información o ayuda cuando sea preciso, y proponer soluciones, formas de actuación coordinadas. Y esto casi nunca lo hacemos y no siempre es fácil. Es evidente que, en el matrimonio, hombre y mujer no comparten un mismo carácter ni una misma sensibilidad, tampoco suelen compartir unas mismas habilidades 1331. La mujer está genéticamente diseñada para empatizar con el bebé, el hombre no. El hombre es más torpe interpretando las emociones y está menos dotado para las relaciones sociales. Es primario en sus reacciones. Sin embargo, aventaja a la mujer en habilidades mecánicas, fuerza, capacidades espacial y numérica. Es más resolutivo, su mente está diseñada para reparar, resolver y solucionar. Son más optimistas y suelen tener más confianza. La mente de la mujer es periférica, capaz de capturar una ingente información del entorno a partir de la comunicación no verbal, la del hombre se centra y localiza en una dirección concreta, por eso parece que no se entera de nada, pero en cambio es más flexible, tiene más capacidad de adaptación y es más hábil para controlar el estrés 1341. La lista podría ir aumentándose, pero no se trata de esto. Mi mujer y yo somos personas con suerte, hay cuestiones que hasta que no se viven no se comprenden. En nuestro caso tuvimos una hija y un hijo y eso fue maravilloso porque ellos nos enseñaron que hay algunos rasgos que no son sino características propias de nuestro sexo. Mi hija me enseñó a comprender que su madre no es mejor ni peor, es simplemente mujer y hay cuestiones que van de serie, por ejemplo la coquetería, el tiempo necesario para arreglarse o el orden, o la capacidad de convertir el bolso en un habitáculo mágico donde cabe el universo. Mi hijo le enseñó a mi esposa que yo no soy ni peor ni mejor, simplemente soy hombre, y cuestiones como no oír cuando se me habla y estoy concentrado en una actividad, o las dificultades para expresar abiertamente los sentimientos o la falta de empatía en un momento dado, o que el orden externo sea algo secundario, o el no ser capaz de encontrar el bote de mayonesa en la nevera cuando lo tengo delante, son cuestiones que simplemente van de serie. Pero a esto yo añadiría que «afortunadamente» porque estas diferencias nos hacen ser tremendamente complementarios en la vida. Donde no llego, ella está. Donde ella no alcanza, estoy yo. Solo ella es capaz de hacer que tres bolsas de la compra quepan en los pequeños cubículos del congelador de casa, pero cuando aparece una araña o hay que reparar un enchufe, ahí estoy yo. ¿No es rematadamente fabuloso?
Por eso, estas diferencias no pueden impedir que el matrimonio actúe con unidad de criterio hacia sus hijos, que sea capaz de concretar qué quiere conseguir de ellos y se coordine. Es curioso cómo uno de los objetivos que pediremos a nuestros hijos es que sepan trabajar en equipo, porque se trata de una de las habilidades sociales básicas y una de la más importantes en el futuro para el desarrollo profesional. Y nosotros, ¿sabemos trabajar en equipo? En cierta ocasión, en casa de unos amigos, la madre riñó a los niños porque habían apoyado las manos manchadas de chocolate en la mesa del salón. Inmediatamente, salió a por una bayeta para limpiar la mesa y las manos de los pequeños. El padre, no compartía el criterio estricto de limpieza de su mujer, pensaba que lo normal era que los niños se ensuciaran jugando, que no había que pasar un mal rato por eso, tampoco compartía la idea de que el salón fuera un lugar de exposición, prefería que fuera un lugar de convivencia con todos sus riesgos. Estas diferencias de criterios son las que podemos y debemos hablar en pareja para saber cómo actuar con nuestros hijos. Lo que mi amigo hizo a continuación es justamente el ejemplo de lo que no debe hacerse si queremos educar: para quitar dramatismo a la riña de la madre, nada más irse ella, comenzó a hacer mohínes imitando los gestos de su mujer. Los niños se rieron. Pero su actitud desautorizaba a su propia mujer. Estaba jugando a ser el «papá» bueno, el que no regaña, el cómplice. Si no actuamos conjuntamente solo logramos agotar a quien lo intenta porque nunca conseguirá ver resultados positivos de su esfuerzo permanente. Para colmo, esa actitud irrespetuosa del padre hacia la madre será imitada por los hijos, ¿qué fuerza moral tendrá entonces para corregirlos?, ¿en qué posición está dejando la autoridad de su cónyuge respecto a sus hijos?
No estamos ahora tratando de dilucidar quién tenía razón porque los dos tienen «sus razones». Es importante conservar el orden y cuidar el mobiliario, controlar los impulsos, aprender a comportarse con un mínimo de urbanidad; también es importante que se les dé a los niños el margen de autonomía necesaria para que puedan adquirir seguridad, lo cual requiere darles un amplio margen de libertad de movimientos y eso requiere espacio. Quizás no tenga sentido sacrificar algo tan importante en aras de mantener un salón intacto donde «recibir visitas». Lo que si está claro es que si no remamos en la misma dirección, no llegamos a ninguna parte. Si el padre no fija su atención en los mismos objetivos que la madre y viceversa, los niños reciben una información contradictoria y se alinean a la que les resulte más gratificante de forma inmediata. Si mamá me da un caramelo y papá me da dos, siempre que quiera caramelos se los pediré a papá. Si mamá no me pone hora para llegar y papá me exige llegar a las 12, le pediré el permiso a mamá. En el primer caso, mamá se enfadará cuando sepa que papá ha dado dos caramelos en contra de su criterio de no más de uno. En el segundo caso, papá se enfadará cuando sepa que se ha actuado en contra de su criterio de tener una hora de llegada. ¿Con quién discutiremos? Esta ausencia de coordinación de esfuerzo, se vuelve contra nosotros mismos y genera tensiones en la relación de pareja y en la relación con los hijos.
LA FAMILIA COMO MODELO DE ORGANIZACIÓN («NINGUNO DE NOSOTROS ES TAN INTELIGENTE COMO NOSOTROS JUNTOS»)
Es cierto que la base del matrimonio es el amor de la pareja. Pero el «amor» se va a poner a prueba en la convivencia diaria. De su capacidad de formar equipo y generar un modelo de organización eficaz dependerá en buena medida el éxito del matrimonio. Es muy difícil superar el paso de los años cuando los intereses no son comunes, los criterios tampoco, ni las prioridades, cuando se traiciona la confianza, cuando se miente, cuando no se hablan, se comentan, se negocian las diferencias. Dice un proverbio japonés que «ninguno de nosotros es tan inteligente como nosotros juntos», y de esto se trata, de afianzarse en el convencimiento de que la eficacia de la pareja es superior a nuestra eficacia individual como personas aisladas. Podemos ser personas extraordinarias, grandes profesionales por separado, pero si no logramos caminar en una misma dirección persiguiendo unos mismos objetivos y acompañándonos y apoyándonos en la vida, la relación se desgasta, el egoísmo la resquebraja, entraremos en la incomprensión y la ansiedad. Si es verdad que el movimiento se demuestra andando, el amor se demuestra actuando. Aquello que hacemos nos define como personas.
Esteban y Rocío son dos grandes profesionales. Él acabó empresariales y tras trabajar para una multinacional, montó su propia empresa de transformación de productos agroalimentarios. Rocío acabó Derecho y preparó oposiciones. Aún las preparaba cuando se casó. Tras aprobarlas y sacar su plaza, tuvieron dos hijos. Cuanto más tiempo dedicaba Esteban al negocio mejor le iba, pero más tiempo aún requería la puesta en marcha y la supervisión de sus proyectos. Por su parte, Rocío también era una persona comprometida y eficiente; no tardaron en ofrecerle un puesto de responsabilidad. Suponía una enorme oportunidad de promoción y no podía dejarla pasar. Esteban la apoyó en su decisión. Los horarios se hicieron cada vez más apretados. Acabaron contratando dos niñeras en turno de mañana y tarde porque salían de casa antes de despertar a los niños y el pequeño aún no tenía edad de Escuela Infantil. Esteban orientó su negocio hacia la exportación e inició un periodo de frecuentes viajes. Al principio hubo dificultades para coordinar el comer juntos o el cenar, después fue imposible; y lo mismo ocurrió con los fines de semana, poco a poco cedidos a los intereses laborales de sus respectivos trabajos. «Cuando nos dimos cuenta, éramos dos perfectos extraños que no teníamos nada que decirnos» - me comenta Rocío-, «juntos, estábamos pendientes de los móviles, de las incidencias que teníamos el uno o el otro que resolver en nuestros respectivos trabajos, todo parecía girar en torno a nosotros, depender solo de nosotros, ni siquiera nos mirábamos. Y lo peor era que nuestros hijos, ni siquiera nos conocían. Nosotros a ellos tampoco. Un día trataba de darle de comer a mi hijo un potito y no dejaba de llorar. No sabía ya qué hacer cuando llegó Juana, la muchacha, «Es que el niño solo come con su cuchara del pato Donald» - me dijo. ¿Te puedes creer que yo no lo sabía? En ese momento sentí una enorme pena por nosotros». Y lo cierto es que podemos morir de éxito. Cuando estamos uno a uno concentrados en nuestro proyecto individual, el proyecto de grupo, de familia, se resiente y acaba siendo un fracaso si no somos capaces de detectar el problema a tiempo y consensuar soluciones. Para lograrlo tenemos que tener claro que el matrimonio es un equipo de trabajo con dos objetivos prioritarios: lograr las mayores cotas de felicidad de cada uno de sus miembros dentro del grupo y hacerlo de una forma asertiva.
Logramos mayores cotas de felicidad cuando cada miembro dentro del grupo genera un ambiente propicio, que permite el desarrollo personal a partir de una buena autoestima, en la confianza de que como equipo vamos de contribuir todos al bien común en la medida de nuestras posibilidades. El esfuerzo en común refuerza los lazos de afecto, nos hace sentir útiles. Si llega la hora de cenar, hay alguien que ha hecho la comida, colocado el mantel y la mesa, los platos, los cubiertos, el agua... y otros se han limitado a estar sentados viendo la televisión o jugando con su videoconsola, algo estamos haciendo mal. Estamos generando espacios de ocio y diversión para unos a costa del tiempo y el esfuerzo de uno solo de los miembros, y esa carga acabará pasando factura. El esfuerzo compartido, en cambio, nos hace solidarios y comprensivos con los demás miembros, nos hace conscientes del valor de un trabajo determinado, del mérito. Una casa, como cualquier empresa, necesita de unos ingresos, pero también necesita de una administración inteligente y de una intendencia. Y debemos adiestrarnos y valorar la importancia de cada una de las actividades de las que depende el buen funcionamiento del hogar. Si educamos en los pequeños detalles, estaremos educando para las grandes empresas. Algo tan cotidiano y sencillo como colaborar en la buena marcha de la casa aportando cada uno según su tiempo y sus posibilidades, educa en la empatía y en la cooperación, también en la negociación.
Hacerlo de forma asertiva supone el ser capaces como pareja de identificar y aislar claramente el problema, plantear las posibles soluciones y optar por aquella que resuelva la situación produciendo el menor desgaste emocional posible. Siempre que afrontamos un problema, la solución pasará por la toma de decisiones consensuadas que puedan ser asumidas por los dos miembros como parte de un proyecto en común por el que merece la pena luchar. Y casi nunca será fácil porque cualquier cambio en los hábitos nos separa de esa falsa «seguridad» en la que nos envuelve la rutina. En nuestro caso, por ejemplo, entre nuestros objetivos como pareja estaba el lograr la estabilidad profesional. Esto pasaba por aprobar las oposiciones. Cuando aprobé el primer ejercicio, mi mujer estaba embarazada de nuestro segundo hijo, tenía un contrato indefinido en una empresa de la que era socia fundadora. El aprobar las oposiciones podía suponer un destino incierto que hiciera imposible la convivencia, el desplazarme a un pueblo alejado supondría asumir la separación, el que ella quedara sola con dos hijos, uno de ellos recién nacido. Y esto por un periodo mínimo de dos años. Yo no soportaba la idea de la separación, ni de ella ni de los niños, tampoco veía justa la idea de que ella asumiera la responsabilidad de la crianza en solitario con una carga de trabajo como la que desarrollaba en su empresa, con un horario que hacía incompatible la vida familiar y laboral. Yo entonces, trabajaba en un centro privado, también con contrato indefinido y estaba muy a gusto con mi labor docente. El cambio buscaba la estabilidad profesional y el blindar unos ingresos familiares para el futuro. Pero, ¿realmente merecía la pena ese sacrificio emocional por un futurible incierto? El problema estaba planteado. Ante ese dilema opté por renunciar a las oposiciones. Así se lo dije y ella me corrigió. También descartaba la separación como posible solución al problema, pero renunciar a una oposición suponía renunciar a un seguro de vida para la familia. Y eso lo veía como una locura. Asegurar la estabilidad era más importante que el mantener unos ingresos. La conclusión fue que yo debía luchar por aprobar esas oposiciones. Ella estaba dispuesta a renunciar a su trabajo y seguirme donde hiciera falta. Su desarrollo profesional era incierto y podía reiniciarse en cualquier momento, en cualquier otra empresa, en cualquier otro lugar... El tiempo nos permitiría adaptarnos. Pero juntos. Lo realmente bello de esta historia es que a mí no me hubiera importado renunciar a esa plaza por mantenerme junto a ellos; a ella tampoco. Al final, mi primer destino, nos permitió compatibilizar ambas cosas. No hubo necesidad de renuncia.
LOS DOS GRANDES OBJETIVOS FAMILIARES: MANTENER LA MOTIVACIÓN Y FORMAR EQUIPO
Si estuviéramos hablando de una empresa, el mantener la motivación de sus miembros resulta esencial. Cualquier ejecutivo nos diría que sin la motivación adecuada el rendimiento y el sentimiento de realización personal decae, la productividad se resiente, desaparece la creatividad. Se suele admitir que la principal motivación del trabajo es el beneficio económico, está demostrado que no es así. Se valora mucho más el ser reconocido en tu labor por tus jefes y compañeros, es lo que te permite acudir alegre a tu trabajo y, entonces, todo es más fácil, todo es posible. En el matrimonio, la motivación es el amor que nos ha llevado al deseo de compartir nuestra vida con esa persona, de elaborar un proyecto de futuro, pero ese amor hay que cultivarlo y ofrecer al otro esa seguridad afectiva que se deriva de sentirse amado, y también el reconocimiento de su valía en su aportación a la pareja, que se deriva de sentirse útil.
Es curioso cómo tratamos de mejorar día a día profesional mente. Sabemos que es algo necesario, que debemos mantenernos actualizados y adoptar una actitud flexible que nos permita esa adaptación. Invertimos horas en cursos, masters, congresos, foros... Sin embargo, ¡con qué frecuencia nos olvidamos de atender la relación más importante de nuestras vidas, la relación de pareja! Un día paseando, ves en una floristería el rosal más hermoso que jamás hayas visto y decides llevarlo a casa para seguir disfrutando de esa belleza, ¿de qué depende que mantenga su hermosura? Del jardinero. Si te olvidas de él porque no tienes tiempo, porque tienes demasiadas preocupaciones, demasiado trabajo, si dejas de regarlo, si no lo podas... se marchitará. Mantener la motivación en la pareja supone mantener viva la llama del amor y eso se consigue a través de los actos. Vivimos en una época en que lo urgente acaba desplazando a lo importante. Y hay que darse tiempo y oportunidades para comprender por qué estamos luchando. Hay quien me llama idealista, y lo soy. ¿Qué otra cosa puedo ser si sé que las ideas preceden a los actos? Mantener la motivación, el amor, en el matrimonio me lleva a levantarme cada día con un firme propósito: quererla. A partir de ahí, todo lo demás son consecuencias. Los detalles, la caricia, el beso o la mirada, el tratar de agradarla, el ofrecer lo mejor que llevas dentro por el simple milagro de su sonrisa. Pero como el agua para el rosal, ese pensamiento positivo de afirmación hay que realizarlo, hay que tenerlo cada día y con tanta intensidad como sea necesario para mantenerlo vivo. Y es un acto voluntario de pensamiento positivo.
La relación de pareja suele plantearse como una relación difícil, o eso parece demostrar el creciente número de divorcios. Hay quien quiere leer este dato estadístico como el fracaso del matrimonio como institución. Yo leo una consecuencia del fracaso de la sociedad en la educación del individuo, y un fracaso del individuo en el ejercicio de su propia libertad. Es decir, se trata de un dato que debemos poner en relación con otros como el fracaso escolar, o el incremento de agresiones de hijos a padres. Cualquier cocinero nos dirá que el primer secreto para lograr un buen plato es usar una buena materia prima, si usamos verduras en mal estado nunca nos saldrá una buena ensalada. El problema no está en la receta.
Y nadie puede dar lo que no posee, lo que no tiene. Quien no posee paz interior no puede inspirar paz, de la misma forma que quien no ama no puede transmitir amor. En cambio, la inseguridad, la frustración, la ansiedad y el miedo sí que los transmitimos continuamente Al hablar de la educación de los sentimientos, trataremos la importancia del lenguaje positivo y la motivación positiva. Esto no solo funciona con los niños, funciona con nosotros mismos y podemos aplicarlo a nuestra relación de pareja. El pensamiento positivo remodela nuestras conexiones neuronales y modula la segregación de hormonas. Esto nos predispone a la realización de actos proclives a lo que deseamos. En definitiva, nos impulsa a la consecución de nuestros objetivos.
LAS ACTITUDES NEGATIVAS EN LA CONVIVENCIA GOTTMAN: CUATRO PRÁCTICAS PARA ACABAR CON LA PAREJA
No es el objetivo de esta obra el entrar a fondo en la relación de pareja, pero al tratar de la educación, ya hemos dicho que la clave está en la fortaleza de la familia y la relación de pareja es la base. Es interesante el estudio que realiza John Gottman, director de un Laboratorio de Investigación de la Familia en la Universidad de Washingtonl3'1. En todas las parejas surgen conflictos, sería impensable estar al unísono en todo. Tarde o temprano aparecen las diferencias de opinión o de motivaciones, de proyección personal, de crecimiento, aficiones... Eso forma parte de la vida. No podemos evitar los problemas, lo que sí podemos es aprender a gestionar nuestras emociones para encauzarlas de forma constructiva, es decir, para que nos ayuden a crecer como equipo. Para Gottman, hay cuatro errores capitales en la relación de pareja, es lo que hemos denominado «actitudes tóxicas», y son: la crítica, el desprecio, el estar a la defensiva y la técnica del cerrojo. Pero me gustaría que leyéramos estos «cuatro jinetes de la Apocalipsis» como ejemplos de mala gestión de relación personal. Cuando los aplicamos hacia nuestros hijos o nuestros alumnos son igualmente destructivos.
1.La «crítica» se transforma en destructiva cuanto ataca a la persona y no a los actos censurables. Entonces se emplea el lenguaje negativo que busca herir al otro. Se tiende a descalificar su personalidad en términos peyorativos. Este ataque es más utilizado por las mujeres en las discusiones de pareja. Estás viendo un partido de fútbol y tu mujer te dice: «Este fin de semana me gustaría quedar con Julia y su marido». Has oído la frase pero tu cerebro no la ha procesado. «¿Qué?», preguntas. La respuesta es: «¿Ves como pasas de mí? Ni siquiera escuchas cuando te hablo, eres un insensible, eso es lo que te importo». En estos casos, acabamos atacando a la persona, y la persona atacada se siente insultada, se pone a la defensiva. El mismo error cometemos con nuestros hijos o alumnos cuando por un acto los clasificamos negativamente: «Juan, haz el siguiente ejercicio», «No lo tengo», «Siempre serás un vago». Debemos recordar que la crítica constructiva se centra en el hecho censurable, pero no descalifica a la persona. En cualquiera de los casos, la motivación positiva siempre es mejor cuando queremos corregir una actitud concreta. Conviene adiestrarnos en alabar aquello que el otro hace de positivo y no centrarnos solo en censurar lo negativo. Cuando tu marido te responde a la primera, alabar el gesto: «Me encanta que me escuches», cuando el alumno trae los ejercicios. «Ese es el camino, Juan. Me encanta lo responsable que eres».
2.«Despreciamos» cuando insultamos de palabra o a través de los actos. El insulto implica la falta de respeto: ponemos los ojos en blanco, nos damos media vuelta y lo dejamos con la palabra en la boca, nos burlamos abiertamente de él, lo insultamos. «No eres más tonto porque no puedes», escuché a una madre recriminando a un hijo, «Siempre serás un inútil. Nunca conseguirás nada, mejor deja el colegio», escu ché a un profesor. Son ataques directos a la autoestima. El problema es que cuando los dirige una persona con ascendencia afectiva - un padre o una madre - o con autoridad - un maestro, un jefe - quedan grabados en la mente y pueden llevar al individuo a menospreciarse a sí mismo. Si logramos que un hijo se convenza de que es «tonto», ¿qué sentido tiene esforzarse en lograr hacerlo mejor cada día? Si yo lucho por tu cariño y encuentro tu desprecio, ¿qué sentido tiene seguir luchando por esta relación? Conviene hacer autocrítica y evitar caer en este tipo de reacciones que solo generan tensiones, destruyen la autoestima e impide cualquier posibilidad de comunicación que facilite soluciones. Con muchísima frecuencia, cuando comento esto con los padres me dicen «¡Anda ya! Él sabe que es un decir, que no hablamos en serio», pero es quien lo dice el único que puede saber que no lo piensa realmente, nadie puede saber cómo sentirá y reaccionará la persona que escucha esa vejación. Y, si de verdad no lo pensamos, ¿para qué lo decimos?
3.«Ponernos a la defensiva» implica no centrarnos en el problema y su solución, sino hacerlo en evitar el daño que puedan hacer las acusaciones de la pareja cuando nos sentimos heridos. Echamos balones fuera, negamos cualquier posible responsabilidad en aquello que se nos recrimina y, para ello, cualquier excusa es válida. Y aparece el «Tú más», la técnica defensiva de rebuscar en el otro hechos tan censurables o más que los que se nos critican. El resultado es que generamos una espiral negativa porque localizamos nuestra energía en los puntos débiles del carácter de la pareja. Yesta agresividad se retroalimenta. «Lo de los estudios no es más que una excusa para no echar una mano en casa. El año pasado no aprobaste ni una. Ya está bien de vivir del cuento». «No tienes ni idea de lo que es una carrera. Tú ni has aprobado el Graduado Escolar, ¿qué vas a saber lo que es estudiar? Como si además no trabajara. Ocúpate tú de comer menos, que te estás poniendo como una mesa de camilla». Marido y mujer están atacándose en lo que más les duele, reprochán dose mutuamente aquellos objetivos vitales en los que han fracasado o están fracasando, y quién más daño puede hacer es aquel que más te quiere, quien mejor te conoce. ¿Dónde puede llevar esta discusión?
4.La «técnica del cerrojo», en cambio, es dar la callada por respuesta. Es otra forma de desprecio. Sencillamente nos negamos a contestar, pero estamos enfadados. No solo negamos nuestra respuesta, también negamos nuestra afectividad. Los hombres, más lentos en la dialéctica y con menos memoria negativa, suelen recurrir a esta técnica como refugio, a veces para controlar su ira, otras por incapacidad de entrar en batalla dialéctica. Pero mantener esta técnica en la pareja o en la relación con los hijos supone escapar de la realidad en un aplazamiento indefinido. Si el problema no era tal, la solución vendrá por sí misma. Si el problema era real, acabará por pudrirse y agravarse hasta tener mucho más difícil la solución.
GOTTMAN: CUATRO PRÁCTICAS PARA ACABAR CON LA PAREJA
[1] Crítica, [2] Desprecio, [3] Ponernos a la defensiva, [4] Práctica del cerrojo
El adoptar cualquiera de estas actitudes en un conflicto de pareja entra dentro de lo normal. No siempre es fácil controlar las emociones y nuestra primera reacción puede conducirnos a una de ellas según nuestro carácter o nuestros hábitos adquiridos. Lo que si podemos hacer es evitar que tomen carta de naturaleza en nuestra relación de pareja, concienciarnos de que no son formas positivas de reaccionar y corregir el rumbo. Cuando las cuatro se dan de forma permanente, según Gottman, existe un 80 % de probabilidades de que el matrimonio fracase, y el porcentaje lo eleva hasta un 90 % si cualquier miembro de la pareja se enquista en no aceptar las disculpas del otro miembro o en no reconocer el problema que estas actitudes generan en la relación.
LAS ACTITUDES POSITIVAS EN LA CONVIVENCIA
Cuenta una vieja historia cómo los demonios trataron de destruir una joven pareja que vivía felizmente enamorada. Uno tras otro, le enviaron los peores vicios a tentar a los jóvenes, pero todos ellos fracasaron y el amor acabó superando la lujuria, la avaricia, la pereza... Cuando ya creían agotadas sus armas, un viejo y harapiento demonio en quien nadie había reparado, que había permanecido en silencio sin hacerse notar, se levantó y dijo: «Yo me ocuparé de destruirlos». Se rieron de él, ¿cómo iba a triunfar aquel pobre demonio, flaco y encorvado, donde habían fracasado los más fuertes y peligrosos demonios del infierno? Pero el caso es que regresó al cabo de seis meses con el amor prisionero en un frasco de cristal. Había destruido por completo la pareja. Todos guardaron silencio asombrados ante la proeza. «Pero, ¿quién es este demonio?» - preguntó Lujuria-, «Es la «Rutina», respondió Lucifer.
Y es posible que así sea. La relación de pareja, el amor, es un milagro maravilloso. Pero como sucede con los milagros que vivimos cada día, llegamos a acostumbrarnos a ellos hasta el punto de no valorar lo que tenemos. Hay que darse tiempo y generar espacio mental para sorprendernos de todo lo bueno que nos rodea. Si esto es válido con la brisa del aire en la cara, con la suavidad colorida de un arco iris, con el vértigo profundo del oleaje infinito del mar, o con el estallido púrpura de un atardecer, no deja de ser válido con el calor humano de la persona con la que has decidido compartir la vida. Pero sucede que una vez aceptado lo bueno como norma, nos olvidamos de todo aquello que nos aporta. Nuestra mente se centra en los problemas que debemos resolver, en lo negativo. El amor en la pareja es como el aire que respiramos, no somos conscientes de lo necesario que nos resulta hasta que nos falta. Tratad de aguantar la respiración, y llegará un momento en que nada habrá más importante en vuestras vidas que abrir la boca y llenar los pulmones. Sin embargo, ¡qué poco pensamos en lo esencial que es! Vamos a intentar tomar conciencia de lo importante que es esa persona en nuestras vidas, y vamos a trasladar esa conciencia a actos que hagan sentir bien al otro, que lo hagan sentir que vivimos por y para él, que resulta insustituible en nuestras vidas, que es importante por sí mismo, que somos felices en su felicidad y sufrimos en su sufrimiento, que estamos junto a él, que seguiremos ahí para lo bueno y para lo malo, para luchar juntos, pero también para disfrutar juntos compartiendo un proyecto común. Y todo esto lo podemos demostrar con actitudes adecuadas, con una mentalidad positiva, dándonos tiempo para mantener viva la llama que en un momento de nuestras vidas nos llevó a dejar de ser un «yo» y un «tú» para pensar como «nosotros».
Ya sé que tu pareja tiene defectos - ¿lo son?-, que hay aspectos que podría mejorar - ¿seguro?-, pero lo sé porque eso mismo puede afirmarse de cualquiera de nosotros. A menudo los defectos no son sino diferencias de caracteres que chocan y generan tensiones. Para una persona sumisa, el tener junto a sí a otra con carácter dominante no es un problema, puede ser una bendición, resultan complementarios; el problema se genera cuando los dos miembros de la pareja tienen carácter dominante, por ejemplo, en estos casos tratarán continuamente de imponer su criterio y les costará ceder. Ninguna de las dos situaciones es garantía de éxito ni de fracaso, eso dependerá de cómo gestionen sus emociones, de su capacidad de comunicarse, de su empatía, de su esfuerzo por comprender y acercarse al otro en cualquier circunstancia. Y para lograrlo necesitamos darnos tiempo como pareja a pesar del trabajo, del cansancio, de los hijos, a pesar del teléfono móvil y el ordenador, a pesar de nosotros mismos.
J.M.Gottman nos da las siguientes claves para el éxito de pareja y conviene hacer autocrítica y tratar como pareja de recuperar la magia de la relación. Insisto en que si no somos capaces de educarnos a nosotros mismos, ¿cómo vamos a educar a nuestros hijos?:
1.SER AMIGO DE TU PAREJA: La RAE nos define «amistad» como «afecto personal puro y desinteresado, compartido con otra persona, que nace y se fortalece con el trato», «afinidad». Ese cariño que nos mueve a mostrar interés por los problemas del otro, el mostrar alegría ante sus logros, compromiso con sus proyectos, que nos hace sentir frustrados ante su sufri miento, que nos lleva a tratar de ayudar en cada circunstancia, de forma desinteresada, sin esperar recompensa alguna, porque sí. Ese sentimiento subyace en el amor, y requiere ser cultivado «en el trato». ¿Conversamos con nuestra pareja?, ¿sabemos qué le gusta, qué le disgusta, qué le preocupa?, ¿conocemos sus miedos, sus proyectos?, ¿compartimos su alegría y su tristeza?, ¿nos interesamos por sus problemas?, ¿la escuchamos?, ¿la buscamos como amiga?, ¿confiamos en ella?, ¿descansamos en ella?, ¿procuramos complacerla, sorprenderla? Debemos hacer un esfuerzo por salir de la rutina y generar espacios y tiempo en los que poder escucharnos, hablar, compartir nuestras vidas, nuestras preocupaciones, nuestros sentimientos. Si la actividad cotidiana no lo permite, planifiquemos bien los fines de semana, pero démonos tiempo para fomentar la amistad centrando toda la atención y la intención en el «nosotros».
2.FOMENTAR EL PENSAMIENTO POSITIVO: una interesante experiencia consiste en entregar a una clase un folio en blanco con un punto negro en medio. Se les pide «Hagan una redacción de lo que están viendo». El resultado es que con más o menos imaginación o lucidez todos escriben sobre ese «punto negro» y, normalmente, queda asociado a «mancha» o «defecto». Con independencia del contenido, la reflexión siguiente es muy sencilla: «Si tenían toda la página en blanco, ¿por qué todos se han centrado en el único punto negro?». Focalizar nuestra atención hacia lo negativo es algo instintivo, pero la negatividad puede llegar a contaminar nuestra mente. Si cada vez que miras a tu pareja solo ves el punto negro, aquello que te desagrada, estás degradando su imagen. Como en el caso del folio, toda la página en blanco supone los valores positivos que descubriste en su momento y que persisten en ella, aquellos que te llevaron a enamorarte y decidir compartir tu vida con esa persona. Si abandonas un mueble, una pátina de polvo ocultará su auténtico color, pero bastará pasarle un paño húmedo para que vuelva a brillar porque el color auténtico sigue ahí. Los sentimien tos siguen ahí latentes esperando ese acto que recupera en un momento el aliento y nos ayuda a devolver lo mejor de nosotros mismos. La confianza, la dulzura, la honestidad, la sinceridad, la belleza, la sensibilidad, la fortaleza, la constancia... ¿qué te encantó de esa persona? Si la miras detenidamente y te esfuerzas en superar el instante, en vaciarte de los ruidos internos, verás que todo sigue ahí, incluso su disposición a compartirlo contigo. Solo tienes que buscarlo más allá del punto negro en medio del folio.
Cada acto negativo, cada pensamiento negativo transmitido o realizado es como una arruga en un papel, podremos alisarlo, enderezarlo, pero la marca del pliegue seguirá ahí. Gottman nos da la proporción de 1 x 5, es decir, por cada acto o pensamiento negativo, necesitamos cinco actos o pensamientos positivos transmitidos que lo compensen. No siempre estaremos en disposición de ánimo para transmitir optimismo, las situaciones que tendremos que asumir no siempre van a ser fáciles de resolver, con eso contamos. En estos casos, en los que nos asedia la desesperanza, la decepción, la tristeza, el desaliento, el cansancio... conviene recordar este principio oriental: «Cuando la paz anide en tu interior, todo tu ser transmitirá paz; cuando no, actúa como si estuvieras en paz contigo mismo y tus gestos contaminarán tu alma». El pensamiento negativo se transmite en palabras y actos negativos, pero también funciona a la inversa: si nos centramos en actuar y hablar en positivo, ese optimismo acabará ganando nuestro espíritu. No solo los demás se verán beneficiados, los primeros seremos nosotros mismos, porque la negatividad acaba afectando a nuestro propio cuerpo, baja nuestras defensas y llama a la enfermedad.
3.MANTENER SIEMPRE EL RESPETO EN LA PAREJA: Podemos tener razón en el fondo, pero perderla por las formas. El respeto en el trato es fundamental, y algo que cuidamos tanto con los extraños, en nuestro trabajo y en la vida, ¡con qué frecuencia lo descuidamos en nuestro quehacer diario con quienes más nos importan! Y la falta de respeto, el insulto, la indiferencia, la negación, la salida de tono, las voces, son enemigos de la concordia. Destrozan la convivencia. Es interesante comprobar si, a pesar del paso del tiempo, las palabras «perdón», «por favor» y «gracias» siguen en nuestro vocabulario. El tiempo debe operar en nosotros incrementando la ternura en la complicidad. El elogio merecido, el halago oportuno, el agradecimiento ante esos esfuerzos que por cotidianos pasan desapercibidos... Son necesarios en la relación de pareja. «Gracias por esa sonrisa, me acabas de alegrar el día. Ya voy a trabajar con otro ánimo», harán que el otro desee sonreír mañana, y regalar un beso. La falta de respeto ataca directamente la zona límbica cerebral, nuestras emociones, y sitúa a nuestra pareja en una situación de defensa de su autoestima. Los hechos y las razones pierden entonces toda su importancia, entramos en la zona de la supervivencia. Digamos lo que digamos, por muy duro que sea, siempre desde el respeto a la persona. Y conviene recordar que cuando la pasión se impone, la razón calla. Aunque nuestro primer impulso sea responder en el mismo tono, solo conseguiríamos una espiral creciente de daño y destrucción. Mantener el autocontrol y el respeto siempre, en cualquier circunstancia. ¿Por qué nos cuesta tanto decir «lo siento»?
4.ACEPTACIÓN CONSCIENTE: Amamos al otro tal y como es, aceptándolo en su ser, sus aciertos y sus fallos, sus luchas, su carácter. Maribel no comprende que Antonio sea tan despegado con los niños, su actitud la ve como un abandono de sus obligaciones y lo presiona continuamente para que sea más expresivo, ría más, los abrace más, muestre más sus sentimientos. Antonio, en cambio, no está cómodo y, cuando lo hace por complacerla, se siente como un hipócrita. Cree que transmite ese sentimiento de falsedad hacia sus hijos. Sin embargo, los quiere. Como también quiere a Maribel. Es posible que Antonio pueda aprender a ser más expresivo, pero tratar de que actúe contra su naturaleza, forzarlo a ello, no hace sino causarle amargura. Siempre hay aspectos de nuestra pareja en la convivencia que resultarán más difíciles de compaginar, de asimilar, de comprender y aceptar. Pero continuamente debemos transmitir la certeza, la seguridad de que amamos desde el conocimiento, sin condiciones. El amor tiene un efecto curioso en todos nosotros, nos hace desear ser mejores personas para ser dignos de ese amor. Esa fuerza positiva no podemos despreciarla.
5.SABER PERDONAR: Sería de ilusos pensar que a lo largo de la vida no van a surgir situaciones de tensión y enfrentamiento por mil y un motivos. Caminar juntos no es cómodo. Surgirán disputas por los hijos, por el trabajo, por la economía, por las relaciones sexuales, por las tareas domésticas, por el trato, por el carácter... simplemente porque estamos vivos, somos personas distintas y no siempre actuaremos como el otro espera de nosotros. Decía Santa Teresa de Calcuta que lo más fácil en la vida es equivocarnos. Y nos equivocaremos en incontables ocasiones. A veces, con estas equivocaciones, conscientes o inconscientes, haremos daño a nuestra pareja. En esas ocasiones, es importante saber perdonar. Y para lograrlo tendremos que tener la suficiente humildad como para pedir perdón por nuestros errores, y tener la suficiente valentía como para aceptar el ser perdonado. Deberemos tener la entereza necesaria para acallar el orgullo y escuchar las disculpas del otro, y el amor suficiente como para acogerlo en el corazón con confianza plena en su sinceridad. Si no lo conseguimos, estaremos negándonos la oportunidad de construir un futuro juntos, de compartir un proyecto de vida. Si rechazamos los intentos de acercamiento sincero, estaremos negando cualquier posibilidad de reparación y continuidad. El orgullo es hermano de la ira como el perdón lo es de la caridad y la humildad.
6.NUNCA HABLAR DESDE LA IRA: Porque nos queremos, nuestros actos no nos pueden resultar indiferentes. Cuando las emociones son muy intensas, no conviene dialogar porque la zona racional de nuestro cerebro se encuentra bloqueada en ese momento. Lo que escuchamos nos hiere por que suena a reproche: lo estamos oyendo en clave límbica. Si estamos muy alterados, no es bueno hablar ni tomar decisiones. Debemos calmarnos y tomar distancia de los problemas. Para relajarnos podemos concentrarnos en la respiración ventral mientras tratamos de dejar la mente en blanco. Inspiramos por la nariz contando hasta diez, espiramos por la boca contando hasta veinte. Una vez llenos los pulmones, inflamos el vientre. Es importante vaciar la mente. Necesitaremos entre quince y treinta minutos. Después volveremos a «dialogar» centrándonos en escuchar antes de hablar, en mantener la serenidad y un tono calmado. Es bueno recordar que «somos dueños de nuestros silencios y esclavos de nuestras palabras». Decir lo que nos sale del alma en un momento dado puede no ser oportuno ni justo con la persona que amamos. Especialmente cuando estamos dominados por las emociones. A la persona que es visceral, le resultará mucho más difícil ejercer ese autocontrol, pero es imprescindible en toda relación humana y lo que es evidente en el ámbito laboral, por ejemplo, ¿por qué no lo usamos en nuestra relación de pareja?
7.PROCURAR ACTUAR POR CONSENSO: Una clave básica para caminar al unísono es procurar que las líneas de actuación sean conjuntas. No siempre vamos a estar de acuerdo y puede que uno de nosotros se obstine en que siempre se actúe según su criterio dentro de la pareja. Los hombres somos más dados a esta línea de conducta impositiva y dominante. Escuchar y buscar un consenso es fundamental, porque si a una persona se le niega sistemáticamente la validez de sus criterios, ¿qué sentido tiene el diálogo?, ¿cómo va a sentirse reconocida en la relación? Cuando esto sucede anulamos a la otra persona, la sensación de frustración aumenta y las posibilidades de acumular tensión e ira se multiplican. No puede existir un proyecto común si el criterio de uno de los miembros no es escuchado, valorado, sopesado. Existirá el proyecto de un miembro de la pareja al que el otro ha de plegarse por mantener una unión que lo niega como per sona. Gottman llega a afirmar que esta actitud aumenta las probabilidades de ruptura hasta un 81 %. Pero, lo más importante, para actuar conjuntamente en la vida, y más en la educación de nuestros hijos, hemos de ir al unísono, y esto no puede suceder cuando uno de los miembros no asume como propio el objetivo y la línea de actuación propuesta.
8.SER ASERTIVOS: El pensamiento asertivo consiste en lograr nuestros objetivos eligiendo entre las opciones la línea de actuación acorde con nuestra moral con el mínimo coste emocional posible. Para ello necesitamos ponderar las posibilidades de actuación ante una situación dada y decidir en base a este criterio: «máximo rendimiento (objetivos perseguidos y conseguidos), mínimo coste (sufrimiento emocional)». A la hora de plantearnos un objetivo, dejar de fumar, por ejemplo, debemos recordar que ha de ser posible, conveniente o necesario y «voluntario». A veces, nos empeñamos en la relación en cambiar hábitos de conducta en nuestra pareja que están firmemente afianzados. Puede que nos saquen de nuestras casillas, pero sin su convencimiento personal poco o nada lograremos. El empeñarnos en asumir esto como objetivo propio es un error, es el sujeto quien debe asumirlo como objetivo personal. Podemos y debemos marcarle el camino, que sepa aquello que nos desagrada, que nos molesta, pero no transformarlo en un punto de conflicto permanente. En primer lugar, porque no estaríamos aceptando al otro como es, pretendemos que sea alguien distinto de sí mismo; en segundo lugar, porque cargaríamos de negatividad la relación, volvemos al punto negro en medio del folio blanco. El pensamiento asertivo nos lleva a elegir, en primer lugar, qué es más importante para actuar de forma precisa y, en segundo lugar, cuál es el camino más idóneo para lograr nuestro propósito. Las mujeres, más que los hombres, son muy dadas a la memoria negativa. Cuando tratan de reconducir una determinada línea de actuación no se van al hecho en sí, sino a la actitud. En ese momento de recriminar la «dejadez», por ejemplo, aglutinan en la conversación todos los actos que son capaces de recordar, y son muchos: «dejas la cama sin hacer, no recoges la mesa, dejas la ropa tirada por el suelo de cualquier manera, ni siquiera colocas la ropa planchada, no bajas la tapa del inodoro...». Quien escucha esto, solo puede pensar «soy un desastre, no tengo solución» y, en efecto, aunque todo quede bajo el epígrafe de la «dejadez», son demasiados argumentos. Mejor nos fijamos en un acto concreto: «Hacer la cama» solo en uno. Centramos nuestros esfuerzos en lograr un objetivo preciso, el más urgente o el más importante. Cuando lo hayamos conseguido, pasamos al siguiente por orden de importancia. Si ofrecemos un objetivo claro y concreto, no haremos que la otra persona se sienta abrumada y fracasada, tampoco se pondrá a la defensiva. Podremos mantener el diálogo en un tono racional. Y para ello, mejor la clave positiva que la recriminación negativa: «Me agradaría/ayudaría que hicieras la cama, eso me daría tiempo para...» mejor que «Eres un perro, siempre dejas la cama sin hacer; tú ¿qué te has creído, que soy tu criada?»
Por último, hay asuntos que no tendremos más remedio que aceptar y no tocar, por respeto, por complicidad, por amor y porque no tienen remedio. «Tu madre no hay quien la aguante, siempre metiéndose en nuestra relación, pero ¿qué se ha creído? O la plantas tú o la planto yo, no la soporto»; y ¿qué esperamos que haga nuestra pareja ante esto? Nuestro cónyuge no ha elegido a su madre, tampoco puede cambiarla, y la quiere. ¿Cómo puede reaccionar ante esta declaración de principios? ¿Es justo que le obliguemos a elegir? Puede que lo sea, que la suegra sea realmente insoportable, pero la fractura emocional que le estamos exigiendo es inasumible. Hay parcelas del otro que conviene dejar en paz, pedirle a alguien que renuncie a sus sentimientos es como pedirle que renuncie a sí mismo. Todos tenemos un estante en nuestras librerías de asuntos espinosos que conviene encerrar con siete llaves para poder centrar nuestras energías en aquello que sí podemos cambiar, aquello que nos une más y que nos ayuda a ser felices.
9.LA VERDAD EMPIEZA POR UNO MISMO: Leyendo un libro de Daniel Goleman, en relación a la importancia y necesidad de tener un buen profesor en el aprendizaje de nuevas conductas, afirmaba que «.. .quienes se dedican a la enseñanza de las habilidades emocionales deberían encarnar las cualidades que están enseñando»~36i. Sin embargo, no es esta idea nueva ni revolucionaria, sino de sentido común. Cuando me inicié en la enseñanza, realicé un Curso de Iniciación organizado por Fomento de Centros de Enseñanza en Madrid. El sistema educativo de Fomento tiene en el tutor uno de sus pilares. Aún conservo la carpeta de documentación que se nos facilitó en agosto de 1980. En ella, hablando de las condiciones de una buena tutoría se señalaba como esencial «... la ejemplaridad (del tutor), porque la educación no es cuestión de técnicas sino de actitudes...». Y, en efecto, solo quien es tranquilo tiene fuerza y argumento moral para predicar la tranquilidad, porque su autoridad reside en su ejemplaridad. ¿Cómo podemos pedir que nos escuchen si no escuchamos? ¿Cómo podemos hablar de la importancia del respeto, si no tratamos con respeto a los demás? ¿Cómo convencer de la importancia de la alegría en la vida con un lenguaje monótono y depresivo? ¿Cómo tratar la necesidad de controlar la ira dando voces? Por eso, una buena práctica mental consiste en pensar, antes de marcar un objetivo de conducta o de actitud en nuestra pareja o en nuestros hijos si realmente yo encarno ese principio, ¿soy una persona alegre y optimista? De no ser así, si el objetivo es realmente importante como para perseguirlo, debemos procurar antes asumirlo como propio, conseguirlo uno mismo y, luego, hablar de él. También podemos tratar de su importancia, constatar nuestra carencia y marcarlo como objetivo conjunto de pareja o de familia. Si todos tomamos conciencia de que es conveniente, podemos jugar a ayudarnos los unos a los otros en la consecución. Los resultados pueden ser espectaculares.
Dice un viejo refrán que «Vemos la paja en ojo ajeno y no la viga en el nuestro». Y es cierto que nos resulta muy fácil identificar los errores o los defectos en los demás - que pueden serlo o simplemente parecérnoslo-, que nos resulta muy fácil exigir a los demás que cambien o se plieguen a lo que consideramos justo, bueno, necesario o conveniente. Pero no es menos cierto que estamos ciegos ante nuestros propios errores o defectos, y que no solemos estar dispuestos a acometer el esfuerzo necesario para corregirlos. Decía Johann Goethe: «Obrar es fácil, pensar es difícil; pero obrar según se piensa, es aún más difícil». Por eso, no hay mejor educación en la pareja, con los hijos, en la vida, que empezar por educarse uno a sí mismo. Antes de pedir al otro que sea y actúe como una buena pareja, detengámonos a pensar si nosotros mismos lo somos y obremos en consecuencia.
DE LA PAREJA A LA FAMILIA: CREANDO HOGAR
Me gusta pensar en mi casa como el «hogar de mi familia». «Hogar» es una palabra que me encanta porque suena a calor y confidencia, descanso y cariño, confianza y apoyo, suena a abrazo y sonrisa y, a veces, también a lágrimas, suena a refugio y fuerza. A lo largo de mi vida, he conocido muchas viviendas, algunas muy humildes en casas antiguas, otras algo más modernas, diminutas para una familia de siete hermanos, otras nuevas, amplias y luminosas. He estrenado, por fin, pisos y casa. Pero en todas y cada una de ellas he tenido la sensación de «hogar».
Una vez cohesionados como pareja, hemos de ir un paso más allá en la conciencia de crear ese hogar; será un punto esencial porque de ello dependerá el que vivamos relajados o en tensión, en la verdad o en la mentira, que nos enriquezca o nos marchite como personas secando nuestros proyectos personales sin que otros, ni más ni menos atractivos, vengan a sustituirlos. Creamos hogar cuando generamos un espacio con unas reglas claras que nos permiten comunicarnos y expresar nuestros sentimientos, nuestras preocu paciones, nuestras ilusiones, en la confianza de encontrarnos precisamente allí donde todo ello es posible sin miedos.
Entiendo que a lo largo de la vida, lo que más trabajo cuesta es la «flexibilidad». Llegamos al matrimonio en una relación de pareja, desde el goce de estar juntos, pero nosotros cambiamos, las circunstancias laborales van cambiando, las necesidades materiales y espirituales van cambiando, y esto es inevitable. Con dieciocho años se disfruta del ambiente bullicioso de una fiesta, con cincuenta se disfruta más de una tranquila conversación. Empezamos como aprendices en nuestros respectivos trabajos, el tiempo va haciéndote progresar o menguar, vendrán promociones o despidos y los compromisos económicos se irán sucediendo. Hay cosas que se quedan en el camino, como la agilidad o la belleza física; hay otras que irán apareciendo y la madurez nos irá aportando el sosiego necesario para dar a cada cosa su justo valor y disfrutar de los pequeños detalles. La flexibilidad es lo que nos permite evolucionar adaptándonos como pareja a esas realidades cambiantes que nos surgen en el camino con una escala de valores conjunta en el matrimonio.
Quizás sea lo que más trabajo cuesta porque tenemos la inercia, una vez establecidos unos hábitos, de mantenerlos y repetirlos. Buenos o malos, son los nuestros y la repetición nos resulta más cómoda, nos aporta seguridad. Y esto se aplica a todo. Cuando se produce un cambio, la adaptación a las nuevas circunstancias exige una reacción que normalmente implica una variación de pautas de conducta y de relación de pareja. Los cambios pueden ser graduales, pero también repentinos y ser «flexibles» es la clave. La llegada de los hijos es un punto claro de inflexión en este sentido. Roberto y María trabajaban desde que eran adolescentes, se conocieron muy jóvenes y mantuvieron un noviazgo largo aunque se casaron con solo veintitrés años. Los dos trabajando y sin gastos tenían una solvencia económica que les permitía un ritmo de vida trepidante. Disfrutaban comiendo, cenando o tomando copas con amigos, hacían sus escapadas en puentes y vacaciones. Siempre estaban juntos, era una pareja envidiable. Nada más casarse vino su primera hija. María dejó de trabajar, la merma de los ingresos y las nuevas responsabilidades económicas alteraron radicalmente su ritmo de vida. María tuvo que cambiar sus hábitos para atender a su hija, ahora era madre y no solo esposa. Había que pasar página a las copas y tapas, a los viajes improvisados y a trasnochar. Una criatura nueva imponía sus horarios. Pero Roberto no fue capaz de asumir su responsabilidad, de renunciar a sus hábitos, a sus amigos, a sus copas, y cada día llegaba con una excusa por la que se había entretenido con clientes a la salida de su trabajo. Su faceta comercial y su éxito profesional justificaban en cierto modo estos compromisos, en realidad no se resignaba a abandonar sus hábitos. María se sentía sola sin el apoyo de su marido en esa nueva situación, y Roberto cada vez más atrapado en su propia casa. No supo o no quiso adaptarse. Los reproches y los desencuentros fueron haciéndose cada vez más gruesos. Acabaron separándose después de mucho sufrimiento. Tenían dos hijos.
Con frecuencia, lo que impide la necesaria flexibilidad es la tendencia a reproducir modelos adquiridos desde la propia experiencia. En el caso de Roberto, el modelo vivido en su hogar de origen no se acomodaba a su realidad. El modelo de mujer en la casa y el hombre en la calle ya no resulta práctico ni operativo en las sociedades industrializadas y en núcleos urbanos. La idea de que los hijos y las labores domésticas son responsabilidad exclusiva de la madre pasó a mejor vida cuando la mujer se incorporó de lleno al mercado laboral. Este hecho, por ejemplo, impone la necesidad de colaborar, de formar equipo, de caminar juntos. Roberto seguía anquilosado en el modelo anterior y se sentía con derecho de mantener su estatus a costa de su pareja. ¿Es malo este esquema de relación? No es mejor ni peor que otro cualquiera. Cada uno de nosotros somos únicos y lo que agrada a una persona puede desagradar a otra. Aquella máxima de «Haz a los demás lo que quisieras para ti mismo» sería de aplicación si le añadiéramos la coletilla «pero antes, pregúntale cuáles son sus gustos, porque pueden ser diferentes». Cualquier modelo de pareja puede ser válido siempre que ambos caminen de la mano, estén de acuerdo en ese modelo. Cuando eso no existe, solo tenemos una tensión permanente e irreconciliable. Trataba el tema de la tolerancia en una clase de 4° de la ESO cuando les pregunté a los alumnos qué vida soñaban para sí. Un mocetón levantó la mano y me dijo «Yo en el campo con el tractor y mi mujer en mi casa con mis hijos». Las chicas de la clase se lanzaron sobre él tachándolo de «machista, retrógrado», aquello fue un espectáculo. Cuando logré retomar el control de la situación, les pregunté: «¿Qué es para vosotros la tolerancia? Toda opinión es respetable y tolerar significa «respetar» a los demás. Este chico tiene el mismo problema que cualquiera de vosotras, encontrar a una persona que comparta su ideal, que estime que en ese modelo de vida puede sentirse feliz».
Una situación diferente se planteó con Marina y Ernesto. También tuvieron un noviazgo largo durante el cual centraban su diversión en copas y amigos. Prácticamente vivían y soñaban para estar en un pub alternando hasta que el cuerpo aguantara. Al casarse no cambiaron sus hábitos, él trabajaba de comercial en una empresa, ella se dedicaba a la casa y trabajaba esporádicamente. Al llegar los hijos no se resignaron a adecuar sus costumbres a las necesidades de los pequeños. Marina no estaba dispuesta a renunciar a sus salidas, a sus amigos, a acompañar a su marido. Los colocaban en un cochecito y allí los dejaban amarrados escuchando una música trepidante. Cuando se dormían por agotamiento, los acostaban en el coche para seguir su «marcha». Esos niños nunca tuvieron un horario regular de sueño y crecieron con los oídos atronados por los decibelios. Tampoco tuvieron un horario regular para su merienda, para sus tareas, para sus amigos... Crecieron con incapacidad crónica para la concentración, su fracaso escolar era inevitable.
La flexibilidad requiere la capacidad de la pareja para identificar el problema y coordinar las modificaciones necesarias en los hábitos para dar respuesta a las nuevas situaciones. Es el caso de Luisa y Antonio. La precariedad laboral los ha llevado a que uno u otro estén trabajando esporádicamente. Tienen dos hijos. Llevan diez años casados. En este caso, uno y otro se alternan como equipo según la situación que van viviendo. El miembro de la pareja en paro se encarga de la casa y de los niños, de la compra, de llevarlos y traerlos al colegio, de la comida... de la intendencia. Uno y otro se dan el relevo. Cuando tienen la suerte de trabajar los dos, aúnan esfuerzos los fines de semana y organizan las actividades según sus respectivos horarios. La situación que viven no es fácil, pero procuran no caer en el desánimo ni transmitirlo a sus hijos. Se tienen el uno al otro. El pequeño tuvo algunos problemas de adaptación cuando se incorporó a la Escuela Infantil, pero han mantenido contactos frecuentes con las maestras y, poco a poco, los ha ido superando. Ahora están planteándose apuntarse a un Club Deportivo para que sus hijos tengan acceso a actividades diversas y puedan fomentar la relación con otros niños fuera del ámbito escolar. Con ocho y cinco años, sus resultados escolares son muy alentadores.
Los ejemplos podrían multiplicarse en un sentido o en otro. Pero en cualquier caso, partiendo del amor en el matrimonio, crear hogar requiere tres condiciones indispensables: tener las ideas claras como persona, tener un proyecto en común como pareja y desarrollar una buena capacidad de diálogo, de comunicación. Está claro que existen unas necesidades básicas que hay que cubrir: alimento, techo, vestuario, educación... También unas garantías de relación que dependen del grupo, como la protección frente a las amenazas. Todos, o la mayoría, llegamos a estos niveles. Pero no todos avanzamos a partir de aquí en el sentido, por ejemplo, de «educar en valores morales que permitan al individuo tomar decisiones correctas en la vida» o de «establecer límites claros y coherentes en la conducta de los miembros para lograr una convivencia plácida y armónica entre todos los integrantes». Tampoco todos avanzamos en la educación «sentimental», en el reconocimiento y control de nuestras emociones; en el fortalecimiento de la voluntad que permita saber aplazar recompensas y asumir las tareas y esfuerzos necesarios con alegría en aras de un bien común y del propio crecimiento personal; ni tampoco en fomentar el desarrollo de los talentos naturales muchas veces truncados por tradiciones, prejuicios, ideas preconcebidas. Y, por último, cada vez fallamos más en potenciar las habilidades sociales propias y de nuestros hijos, generando como generamos personas aisladas incluso en el seno de la propia familia.
Aunque en la relación de pareja, parece que el «amor» lo presupone todo, no es así. El amor como cualquier sentimiento hay que cultivarlo para mantenerlo vivo. Comenzaba este apartado con un demonio que se cuela imperceptiblemente en nuestras vidas pero resulta el más destructivo, ¿lo recordáis?, «la rutina». De vez en cuando conviene reflexionar y chequear nuestros hábitos para afianzar aquellos que resultan positivos y cambiar los que se hayan ido instalando por inercia en nuestra relación. El cuadro de la página siguiente nos recordará algunos de los aspectos esenciales.
Para terminar, hay que tener muy claro que una buena y sana relación de pareja no implica una relación sin conflictos ni tensiones. La toma de decisiones y el actuar de forma coordinada siempre generará fricciones más o menos acusadas. Nuestro optimismo como pareja no descansa en la esperanza ciega en que no habrá conflictos y todo nos irá de color de rosa, nuestro optimismo personal y familiar descansa en la fe en que venga lo que venga sabremos afrontarlo porque confiamos en nosotros mismos, nuestras capacidades y recursos, nuestra sinergia como pareja, como familia, como grupo humano para encontrar la solución adecuada en cada caso. Debemos caminar hacia un hogar en que sus miembros puedan relacionarse de forma autónoma, sumando voluntades, donde los hijos vayan adquiriendo cotas de responsabilidad que les permitan ser independientes y valerse por sí mismos, donde estar juntos es una opción deseada y no impuesta. Y esto tanto en nuestra relación de pareja como en la relación con nuestros hijos. Para animarnos en el camino del esfuerzo por conseguirlo os dejo una última reflexión: de nuestro éxito en la empresa dependerá en gran medida el que logremos ofrecer a nuestros hijos una educación de calidad que los ponga en el camino del triunfo. Si en nuestro amor esto no es la mejor motivación posible, ¿qué lo será?
3 CLAVES BÁSICAS PARA UNA BUENA RELACIÓN DE PAREJA
1. MANTENER VIVA LA LLAMA DEL AMOR DE PAREJA.
Dedicarse tiempo para estar juntos y disfrutar de la relación.
Cuidar los detalles (escuchar, mirar a los ojos, acariciar, anticipar deseos).
Procurar transmitir con palabras y hechos cuánto valoramos la relación.
Apoyar el desarrollo de nuestra pareja para que crezca como persona.
2. CUIDAR LAS CLAVES DE RELACIÓN.
Confiar en el otro.
Ser optimistas y positivos.
Propiciar un clima de diálogo abierto y sincero.
Mantener en todo momento una actitud respetuosa.
Establecer los límites claros y sensatos en la relación.
Colaborar en las obligaciones para ganar tiempos y espacios comunes.
Procurar actuar coordinados, sin forzar ni imponer decisiones a la pareja.
3. COMPARTIR UN PROYECTO QUE NOS TRASCIENDA COMO PAREJA.
Cultivar amistades.
Criar a nuestros hijos.
Mantener vivas las relaciones familiares.
Dedicar parte de nuestro tiempo a «ayuda social».
Profundizar en aficiones personales.
Colaborar con vecinos, asociaciones educativas, deportivas, etc.,
para mejorar el barrio, el colegio, la parroquia, nuestra ciudad...
Establecer objetivos a medio y largo plazo que nos ayuden a crecer.