Muchos padres me han trasladado su preocupación por la dificultad que entraña «educar». Yo siempre les respondo lo mismo: «Educar es fácil. Todos los años educo a mis alumnos durante un curso. Estuve veinte años educando a mis hijos. Llevo toda la vida intentando educarme a mí mismo». Educar es fácil y también inevitable. Te has levantado, has ido al cuarto de baño para asearte, despiertas a los niños y vas a preparar el desayuno, vuelves y los vas vistiendo... Puede ser el inicio de un día cualquiera. Sin darte cuenta, ya has empezado dando una clase. ¿Has dado un beso de buenos días? ¿Te has vestido una sonrisa en la cara o estás de mal humor por tener que levantarte temprano y con prisas? ¿Has dado opción a que los niños se vistan solos o los has embutido en la ropa porque el tiempo apremia? ¿Estás ilusionado por saludar al nuevo día o estás deprimido por tener que ir a trabajar? Inevitablemente, con tu actitud, estás educando. La mente de quienes te rodean está capturando esa información, la están procesando y la están integrando en su cerebro para que resulte operativa. A partir de ella actuarán ellos a su vez generando unas respuestas emocionales que manifestarán en acciones concretas. Es fácil, ¿verdad?
Sin embargo, pocos somos conscientes de que, de nuestra forma de actuar en los pequeños gestos cotidianos, puede depender en gran medida el que nuestros hijos sean o no unos triunfadores en el futuro. Solemos actuar de forma mecánica e irreflexiva, nos movemos por inercia repitiendo los mismos gestos, lanzando el mismo discurso. Educar es fácil e inevitable, otra cosa es educar bien para lograr el máximo desarrollo de las capacidades de la persona que tenemos ante nosotros.
Con frecuencia veo cómo un padre se enorgullece porque su hijo es también hincha del Real Madrid o del Barcelona, cómo comparten con ilusión el ver un partido de fútbol y cómo gritan al unísono la alegría de un gol o la injusticia de un árbitro. A este padre no le extraña la afición de su hijo porque él mismo es aficionado; sin embargo, se extraña de que quiera ser un simple obrero como él por mucho que le diga y le repita que hay opciones más interesantes, que él tiene la oportunidad, que debe estudiar para labrarse un buen futuro. Le cuesta entender que no haya mayor referente para un hijo que su propio padre, que si se ha aficionado al fútbol es porque puede compartir esa afición y ese tiempo con él, pero que nunca lo ha visto con un libro en la mano, ni mostrar interés por su aprendizaje, ni ha manifestado alegría por sus logros ni preocupación por sus fracasos en el día a día de la escuela. La realidad para ese hijo es que hay una contradicción entre el mensaje verbal y el vivencial, y la fuerza del ejemplo en la vida siempre gana. Educamos a través de nuestros actos, que eduquemos bien o mal ya dependerá de nosotros mismos. Podemos lograr que nuestros hijos puedan ser unos triunfadores con técnicas sencillas y aplicables. Pero vamos a empezar enamorándonos de esa maravillosa tarea que nos ha tocado ejercer.
¿HACER LO QUE AMAMOS O AMAR LO QUE HACEMOS?
Educar es guiar a otra persona, supone conducirla entre el laberinto de sus emociones para que se conozca y acepte a sí misma, y construya sobre esa base los cimientos de un proyecto de futuro, para que desarrolle todo su potencial en la adquisición de capacidades, habilidades y conocimientos y sea capaz de aplicar todo ello a la tarea de ser feliz en la vida, actuando desde unos princi pios justos, integrado en el entorno y la sociedad que le ha tocado vivir. Y esto lo hacemos a través de nuestros actos, no de nuestras palabras. Y podemos hacerlo de forma inconsciente, repitiendo el patrón aprendido durante nuestra infancia, o podemos hacerlo de forma consciente, comprendiendo cómo podemos mejorar los resultados a partir del conocimiento.
Educar es un acto altruista, quizás el más altruista que realizamos en la vida. A través de la educación buscamos que otro ser se beneficie de cuanto somos tomando de nosotros aquello que le es útil en la construcción de su personalidad. Nos ofrecemos permanentemente. Transmitimos afecto, valores humanos, actitudes ante la vida, emociones y, a veces, también, conocimientos y habilidades. No es posible imaginar educar en beneficio de una idea determinada porque ya no estaríamos hablando de «educar» sino de «adoctrinar», estaríamos anteponiendo ideales o intereses al bien de la persona, por encima del individuo al que tratamos de ayudar a conquistar su personalidad desde la libertad de su ser.
Educar es un acto de humildad. Nos ofrecemos desde la certeza de que no somos perfectos y aceptando la posibilidad de ser rechazados o sustituidos por otros referentes. Sabemos que el mérito no es nuestro, porque la educación no se da, se recibe; es mérito de quien abre sus puertas para dejarnos pasar y está dispuesto a realizar el sacrificio necesario para emprender el camino del aprendizaje. Tampoco se hace por el agradecimiento, porque rara vez será reconocido si no es con mucha suerte y con el tiempo. Y casi nunca, o muy raras veces, el resultado coincidirá con nuestras intenciones. Y si eso es difícil de asumir como profesor, muchísimo más lo es como padre.
Educar es, por fin, un arte. El arte es la expresión consciente de lo que un espíritu concibe como la perfección en armonía. Y ese espíritu que concibe la obra es el del educador que busca el bien del sujeto que educa, nunca el propio. Pero no siempre estaremos inspirados en el arte, y ahí es donde necesitamos el conocimiento y la técnica. «Maestro, ¿qué es para usted la técnica en el toreo?», «Lo que a uno le queda cuando se le acaba el arte», respondió el matador Curro Romero en una entrevista radiofónica. ¿Cuántas veces hemos dicho «¡Ojalá los niños vinieran con un manual de ins trucciones bajo el brazo!». No basta con saber lo que queremos, hay que saber cómo lograrlo. Existen técnicas para educar y existe la inspiración del momento, de saber exactamente lo que un niño necesita para poder avanzar en su crecimiento personal. El amor nos mueve, es el punto de partida; la autoestima mantendrá a flote el barco. Pero después vendrán los desafíos y las contrariedades, los éxitos y los fracasos, las presiones y los abrazos, el primer amor y el rechazo... será el viento que hincha las velas del barco. Según su fuerza habrá que desplegar o arriar, variar el mástil o cambiar el rumbo. Como el capitán de ese barco, necesitamos estar atentos durante la travesía porque las circunstancias cambian constantemente. No bastará con trazar el rumbo, tendremos que vigilar el timón, estar dispuestos a sufrir cuando la tormenta arrecie y saber disfrutar de un buen atardecer con un suave viento de popa. Habrá momentos en que creamos que cuanto hemos ofrecido no ha servido de nada, que nos cuestionemos toda nuestra labor; otros, en cambio, recogeremos el fruto de la siembra. Y, pueden estar seguros de que todo cuanto sembramos, para bien o para mal, fructifica en aquellos en quienes actuamos.
LA VIDA SOLO DA RESPUESTAS SATISFACTORIAS A QUIEN SABE HACER LAS PREGUNTAS ADECUADAS
Siempre procuro mantener una actitud receptiva hacia mis alumnos. Intento estar ahí cuando me necesitan. Fernando estaba en ese momento clave en el que una persona necesita respuestas que le permitan encontrar sentido a la vida: «Pero, ¿qué mundo le vamos a dejar a nuestros hijos? Con tanta guerra, hambre, crisis, ¿merece la pena tener hijos?». Estábamos sentados tomando un café. Tenía veinte años y estaba en 2° de Bachillerato. No lo había tenido fácil. Los problemas familiares lo habían llevado a abandonar su casa. Vivía con un amigo en una habitación alquilada por 100 euros mensuales. Trabajaba en lo que podía, de camarero, de repartidor, de mensajero... trabajos esporádicos que le permitieran seguir estudiando. Soñaba con estudiar Filosofía. La diferen cia de edad con sus compañeros, su carácter rebelde, sus frecuentes faltas de asistencia a clase no lo hacían un estudiante popular entre los profesores. Y, sin embargo, hace mucho tiempo que aprendí que hay que mirar a la persona antes que al estudiante. Y veía en él a una persona que sufría y luchaba, que quería «ser» a pesar de sus experiencias personales o precisamente por ellas.
«¿Qué mundo le vamos a dejar a nuestros hijos?», ¿cuántas veces habremos oído y, lo que es peor, repetido, esta llamada a la desesperanza? No. No podemos cambiar el mundo. Es una empresa demasiado enorme para hombros tan pequeños. Es un objetivo tan desmesurado que es imposible no solo para una persona, para toda una generación. Si es esta la pregunta que nos hacemos nos condenamos al inmovilismo, haga lo que haga nada va a cambiar, por lo tanto no merece la pena el esfuerzo. Así que le cambié la pregunta: «Quizás lo que debemos preguntarnos es qué hijos vamos a dejar al mundo». Esta sencilla reflexión que encontré en un artículo de Leopoldo Abadía'' nos devuelve a la realidad. Nos invita a pensar en aquello que sí podemos hacer. Si hay un rincón en el universo que sí puedes cambiar, ese eres tú mismo. Y a través de ti, puedes cambiar tu entorno inmediato. Nuestros hijos son el mayor legado que podemos dejar al mundo y sí, podemos educarlos. De nosotros, de ti, dependerá en gran medida que esos hijos sean parte de la solución o parte del problema. Fue Miguel de Unamuno quien me enseñó a no pensar en la sociedad como un colectivo abstracto, sino como la suma de uno más uno, la suma de personas particulares que viven, sufren y sueñan. Vamos a tratar de forjar un «yo» más alegre, solidario, justo y feliz para lograr un «nosotros» más alegre, solidario, justo y feliz.
«¿Quién te dice, Fernando, que ese hijo que aún no ha nacido de ti no será un Gandhi, o una Madre Teresa de Calcuta, o un Martin Luther King, o un Nelson Mandela, en fin, alguien de quien dependa la solución de los problemas de millones de per sonas?». Personas singulares en momentos concretos han logrado auténticas revoluciones. Han logrado que la vida de millones de personas sea diferente, que vivan con medios y con esperanza. Debemos confiar en la humanidad porque nosotros, tú y yo, formamos parte de ella y desearíamos de todo corazón que las cosas fueran diferentes, y a poco que hablas con los demás encuentras personas maravillosas y comprometidas, que comparten contigo y conmigo ese deseo y andan por la vida haciendo lo que pueden y buscando soluciones desde su rincón, desde su hogar, desde su trabajo, desde el amor a los demás. En lugar de concentrar el pensamiento en aquello que no podemos hacer, ¿por qué no lo concentramos en lo que sí podemos hacer.
Pues bien, la mejor manera de lograr un futuro mejor es regalarle a la humanidad buenas personas, y eso sí lo podemos conseguir a través de nosotros mismos y nuestros hijos.
EL PENSAMIENTO POSITIVO FRENTE A LAS DIFICULTADES
Todas las dificultades se vencen cuando aplicamos un pensamiento seguro, positivo y optimista. Las claves de una buena educación siguen estando en nosotros como educadores, y ha sido así desde siempre. Procuremos que nadie nos impida ver esta realidad tan simple. El pensamiento seguro parte del hecho de que si tú no educas a tus hijos, si no educas a tus alumnos, si no asumes tu función de educador a través de tus actos, ¿quién lo hará? El pensamiento positivo es la certeza de que podemos lograrlo, el niño responde a los estímulos que le ofrecemos y genera hábitos de comportamiento que pueden ayudarlo o no en la vida, ¿qué estímulos quieres ofrecerle? El pensamiento optimista te anima a perseverar en el camino, a no desesperar; los frutos no siempre son inmediatos, sabes que la única forma de recoger es sembrar, pero cada fruto tiene su tiempo. Mira el futuro con ilusión a pesar de los contratiempos del día a día. Desde siempre, la familia ha sido la base de la educación, y hoy lo sigue siendo. No podemos permitir que las circunstancias que vivimos, las prisas, la precipitación, la satura ción de información ni los mensajes que recibimos nos condenen a la renuncia de esta responsabilidad hacia nuestros hijos, hacia nosotros mismos y hacia la sociedad; porque desde el compromiso o la renuncia estaremos educando. Y puestos a elegir, es preferible que la familia se equivoque desde el amor, a que otros los equivoquen desde sus intereses comerciales o ideológicos.
Leía una viñeta hace algún tiempo que me hizo gracia, representaba el arca de Noé. Todos los animales asomados a la borda durante el diluvio, con los ojos muy abiertos, contemplaban cómo un pájaro carpintero realizaba su trabajo haciendo agujeros en la quilla. Decía algo como que por mucha suerte que hayas tenido, siempre vendrá alguien dispuesto a fastidiarlo. Este es un buen ejemplo de pensamiento negativo, aquel que solo centra su atención en las dificultades y los riesgos para reafirmarse en el miedo a la acción y justificar la parálisis, la inhibición. El pensamiento negativo manifiesta una enorme falta de confianza en las propias posibilidades, pero, además, nos condena al inmovilismo. Si en cualquier faceta de la vida resulta desaconsejable, en el tema de educación resulta inaceptable.
Hemos de ser muy positivos en la confianza de que podemos transmitir a nuestros hijos y alumnos los valores necesarios para navegar con seguridad en la vida. No digo que sea fácil, pero sí que resulta muy gratificante. Cuando logramos un niño con unas pautas de conducta apropiadas, integrado en la familia y en el colegio, con unos hábitos sanos, quienes descansan son los padres, y dis frutan de una convivencia grata. En cambio, cuando los cimientos no han sido bien puestos y nos encontramos con niños dictadores, quienes están condenados a sufrirlos son los propios padres. No ha perdido un ápice de actualidad la frase de Pitágoras: «Educa al niño de hoy y evitarás tener que castigar al hombre del mañana», sobre todo porque, a lo mejor, no se deja castigar por ti y decide él castigarte.
Pero para que sea eficaz, el pensamiento positivo ha de ser realista y partir de posibilidades concretas. Estamos haciendo el Camino de Santiago, sentados en torno a una hoguera estamos planificando la jornada de mañana: «Como nos quedan 65 kilómetros, nos levantamos a las seis de la mañana y para las doce de la noche podemos estar allí». Si ya llevamos cinco días de camino y el promedio, sin incidentes, ha sido de veinte kilómetros, un planteamiento como el anterior es absolutamente irreal y fantasioso. Asumirlo como objetivo es condenarnos al fracaso. Lo mismo nos va a suceder con la educación. Cada individuo es un ser único e independiente que responde a unas claves propias, la experiencia con él nos ayudará a calcular la ruta y el ritmo adecuados, siempre desde el convencimiento de que podemos educar, siempre desde la convicción de que tenemos que partir de donde estamos y llegar a donde queremos. Algunos padres quieren creer que apuntando a su hijo a un club de tenis tendrán un Rafael Nadal... es posible, pero para ello es necesario tener aptitudes idóneas para el deporte en general y para ese deporte en particular, además de estar dispuesto a dedicar unas 10000 horas a adquirir la destreza técnica necesariWI]. Si pretendemos que nuestro hijo de metro sesenta juegue a baloncesto, probablemente le demos un mal rato, porque difícilmente estará a la altura. Estas evidencias, no lo son tanto cuando tratamos de hábitos y de competencias. Saber cuál es el punto de partida y calcular los pasos necesarios, los medios y las etapas intermedias para llegar al objetivo propuesto es algo básico en el pensamiento positivo operativo. Solo así lograremos personas con «talento», un concepto que, según José Antonio Marina, debemos considerar como «la inteligencia capaz de lograr cosas» y será fruto de la «genética pasada por una buena educación»141.
Un ejemplo típico de pensamiento negativo inoculado es la «bronca» retroactiva. Se trata de ese momento en que el niño ha dejado de recoger la mesa, por ejemplo, y le reñimos porque no ha hecho la cama, se levanta tarde, no lleva al día los deberes de clase, deja el cuarto de baño manga por hombro... El resultado es que insertamos en el disco duro la idea «Soy un desastre. Soy desordenado. No merezco el cariño de mis padres». Demasiados objetivos fracasados expuestos de forma simultánea. El resultado será un rechazo hacia sí mismo. Plantear los objetivos de forma operativa y gradual supone proponer éxitos en la evolución del aprendizaje y de los hábitos, es adiestrar al niño en el pensamiento positivo de que puede lograr lo que se proponga. Mejor corregimos ese detalle concreto y, cuando lo haya asimilado como pauta de conducta, lo mantenemos y atacamos el siguiente objetivo: recoger el cuarto de baño.
En educación no hay espacio para la desesperanza. Educamos de forma consciente o inconsciente. Si lo hacemos de forma reflexiva, las posibilidades de lograr unos buenos resultados se multiplicarán exponencialmente. A lo largo de todo el proceso, asistiremos a retrocesos, el niño que creíamos que ya había superado la fase de apego, llorará al separarse de su madre; el niño que ya compartía sus juguetes, nos sorprenderá peleándose con un amigo por no dejarle su coche; el niño que ya había superado las multiplicaciones, nos sorprenderá fallando en la tabla del 8 o reclamando nuestra atención porque vuelve a tener miedo de la oscuridad, o porque este profesor es un dictador, o porque... Todo ello entra dentro de la norma. El niño, en cualquier etapa de su aprendizaje, necesitará regresar, involucionar, para integrar en sus esquemas las nuevas experiencias. El pensamiento positivo nos ayuda a tener esperanza, mantener los objetivos, y a no caer en la tentación de la renuncia, desde la certeza de que el peor de los sistemas es mejor que la ausencia de cualquiera.
EL DESAFÍO DE EDUCAR HOY
Las dificultades surgen de una sociedad cada vez más compleja y alejada de lo que es natural o conforme a la naturaleza del ser humano. Para un indio shuar en el Amazonas no es difícil educar, ni siquiera se lo plantea. La tribu tiene sus normas, las normas son respetadas. Los niños conviven permanentemente con los adultos. Durante el periodo de infancia, permanecen junto a las mujeres en el poblado realizando las labores de recolección, alimentación y mantenimiento de la aldea. Los hombres son cazadores, además, se encargan de defender el territorio, la comida almacenada y la tribu. Cuando llegan a la adolescencia, los niños se integran con los hombres y las niñas con las demás mujeres de la tribu. El joven es adiestrado y cuando es capaz de sobrevivir, ha alcanzado la madurez biológica y tiene desarrollada la habilidad de cazar que le permitirá mantener a una mujer y a una familia, entonces, con toda sencillez, es sometido a un rito de iniciación a partir del cual puede casarse. La madurez social y la madurez biológica casi han llegado de la mano. Capacidad de procrear, capacidad de ser autosuficiente, reconocimiento del nuevo estatus por la comunidad, incorporación de hecho al subgrupo al que pertenece.
Lo interesante es la sencillez y naturalidad del método primitivo para educar: el «contacto» en la convivencia. El niño aspira a imitar a su padre, copiar sus gestos, aprender a usar sus herramientas, a convertirse en él. La niña aspira a convertirse en su madre, a adquirir las destrezas necesarias para abastecer, gestionar y administrar a la prole. Es fácil imaginar cómo el padre, cuando vea jugar a su hijo con la cerbatana, o con el arco, le mostrará los dardos, la tela de araña que usa para engrosarlos, le enseñará el pequeño frasco donde guarda el curare y que nunca deberá tocar, lo verá junto a él mientras fabrica sus flechas, le acompañará a la selva cuando vaya a buscar la madera para fabricarse un nuevo arco. Y le señalará la serpiente que es venenosa, o cómo pueden cazarse los papagayos, o a evitar la lluvia en zona cerrada de la selva porque se asfixiaría. Le enseñará, a lo largo de estos paseos a identificar cada ruido, cada huella. A través de la convivencia directa, el niño aprenderá todo cuanto necesita saber para su propio bien y el de su comunidad.
¿De qué estamos hablando? Simplemente de supervivencia. En todo lo que hemos descrito hay una relación directa entre habilidades, conocimientos y supervivencia. El niño aprende a vivir entre el peligro, a conocerlo, y es consciente de que su desconocimiento o falta de habilidad pueden acarrear su propia muerte o la de los suyos. Si no cazas, no comes. Es así de fácil. Cuanto antes aprendas, podrás sobrevivir, la aceptación del grupo supone la recompensa al esfuerzo. Una última pregunta, ¿quién ha educado en todo este proceso?; ¿qué criterios pedagógicos se han seguido?; ¿qué motivación ha impulsado al individuo en su aprendizaje? Evidentemente, la familia es la educadora, el contacto y la imitación son los principios metodológicos y la supervivencia la motivación. Pero, además, el grupo como colectivo interviene a lo largo de todo el proceso en una comunión de principios y normas aceptadas. Existe una línea muy clara entre lo bueno y lo malo, lo que socialmente es plausible, deseable y lo que es rechazado. A veces, estas distinciones están basadas en meras supersticiones y nos puede resultar difícil de comprender que el reducir cabezas sea una forma de honrar al enemigo, que está bien hacerlo. Pero son las suyas. Y, muy importante, tanto el niño como la niña crecen con un referente claro en la mente de lo que desean como objetivo en la edad adulta. Luchan por la integración en el grupo porque el grupo es el garante del individuo. El ser humano aprendió hace miles de años que sus posibilidades de supervivencia jugando en equipo son muy superiores: pero en cualquier grupo que convive existen reglas que se han establecido a lo largo del tiempo porque son, precisamente, las que han permitido la subsistencia. El incumplir esas normas conlleva el ser repudiado, el ser lanzado en una canoa al río, que tus huellas sean borradas de la arena y que lloren tu ausencia como si hubieras muerto. Nunca más volverás a ser reconocido por tu pueblo, nadie volverá a dirigirte la palabra.
¿Qué está ocurriendo en nuestras sociedades industrializadas, en nuestras ciudades? La convivencia y el contacto físico con los padres se ha minimizado. En muchos casos, los dos cónyuges trabajan fuera de casa. Frente al contacto permanente en la aldea, nuestras obligaciones laborales reducen al mínimo el tiempo que pasamos con nuestros hijos. Y es, en este tiempo, cuando podemos educar, actuar sobre ellos. A veces, vivimos extremos incluso de crueldad. Me comentaba una madre cómo se marchaba de casa antes de que los hijos se hubieran despertado - salía a las 6 de la mañana - y regresaba cuando ya estaban dormidos - a las 9 de la noche-, trabajaba en un hospital de un pueblo cercano. El padre se ocupaba de despertarlos, darles el desayuno y dejárselos a la asistenta cuando él mismo también se marchaba a su trabajo. La asistenta era la que se ocupaba de ellos desde ese momento hasta dejarlos en el autobús escolar. Solo los veían, prácticamente, los fines de semana. ¿Qué tiempo de contacto, convivencia y observación tienen estos niños?
Esta falta de contacto nos lleva al segundo problema: la ausencia de referentes educativos concretos. Aunque la tendencia natural del niño sea seguir a su padre o a su madre, cuando estos no están necesitan a una persona de apego. Más adelante, a partir de los siete años, en la sociedad industrializada se ofrecerán permanentemente iconos de referentes diversos. Se dice que hoy conocemos en una sola semana al mismo número de personas que un individuo cualquiera conocía durante la Edad Media a lo largo de toda una vida. Si a esto le sumamos los medios de comunicación, la televisión como electrodoméstico, el resultado puede multiplicarse exponencialmente. El niño convive poco con los padres y se ha disociado el trabajo de la convivencia doméstica. Un padre puede ser profesor o cocinero y una madre médico o limpiadora, pero ninguno se lleva el trabajo a casa. El niño no podrá aprender a ser médico siguiendo los pasos de su madre porque no la acompaña en su trabajo, tampoco aprenderá a ser profesor de Matemáticas o un buen cocinero porque no asiste permanentemente a las clases de su padre ni lo atiende entre fogones. También el niño tiene una agenda de trabajo disociada de las de sus progenitores y desde muy pequeño acude a la Escuela Infantil, después al Colegio, después al Instituto, etc.
Cuando el niño shuar veía a su padre utilizar la cerbatana, comprendía la utilidad real que suponía adquirir esa destreza, la recompensa al esfuerzo: si cazo como. El niño moderno tiene que adquirir destrezas lingüísticas o matemáticas cuya utilidad se le escapa porque no guarda relación alguna con su realidad inmediata. Comprender esa utilidad supone una abstracción que solo se adquiere con el tiempo. Pero el concepto temporal no se alcanza hasta los cuatro años, y la capacidad de abstracción y proyección hasta la adolescencia. Él aún no puede ver la relación directa entre esfuerzo escolar y ganarse la vida como profesor, o como cocinero, o como albañil. En nuestra sociedad, las motivaciones dejan de ser próximas y pasan a ser remotas.
No solo hemos diferido las motivaciones, también hemos desdibujado los referentes. Estamos en un mundo en permanente cambio que nos exige una adaptación continua para la supervivencia. El referente del niño shuar era su padre, o cualquier hombre adulto de la tribu; el referente de la niña era la madre, o cualquier mujer adulta. Pero ambos son referentes constantes en su cultura, la distribución de funciones no es cuestionada. El hombre es el proveedor, la mujer es la procreadora. La supervivencia de la especie depende de mantener y proteger estas funciones. El hombre es la pieza prescindible del organigrama, quien debe asumir los riesgos. Si muere, es reemplazable. El cerebro se ha adaptado a esta función de tal forma que sus reacciones son instintivas. Cuando la tribu entra en guerra, los hombres mueren, las mujeres y los niños se salvaguardan. Entre un único hombre superviviente y cincuenta mujeres, pueden procrear cincuenta hijos y repoblar la aldea en diez años, serán cien en doce, ciento cincuenta en trece años. Si mueren las mujeres, quedan cincuenta hombres vivos y una sola mujer, la tribu está condenada a la desaparición. En nuestras sociedades industrializadas, civilizadas y modernas, esta distribución de papeles ancestral es, con frecuencia, tildada de machista o retrógrada, pero lo cierto es que es la que ha permitido durante miles de años la supervivencia de la especie, la que encontramos una y otra vez repetida en las sociedades primitivas. Y es la que, además, ha condicionado el desarrollo de las capacidades cerebrales de uno y otro sexo. Al fin y al cabo, solo llevamos viviendo unos doscientos años en este esquema de industrialización avanzada, muy poco tiempo para la impronta de una huella genética.
En nuestra sociedad, la función de procrear en la mujer ha dejado de ser esencial, lo que le permite centrar su atención en el desarrollo profesional, lo cual supone una conquista lógica puesto que le proporciona autonomía e independencia. Se corta así el cordón umbilical de la dependencia del proveedor - el hombre- y han de reinventarse las reglas de convivencia tanto en la familia como en la sociedad. El único problema es que, lo que antes era una institución afianzada como célula social que procuraba el crecimiento de la población protegiendo a los niños, se transforma en una atadura que frena el sueño de realización personal. Así, la mujer ha ganado el espacio que antes estaba reservado al hombre en la sociedad, sin que el hombre venga a reemplazarla en sus funciones, primero porque no puede engendrar, segundo, porque también trabaja fuera de casa, y tercero, por inercia cultural. Queda, pues, en el limbo de la incertidumbre qué podemos y debemos hacer con nuestros hijos.
Simultáneamente, el niño ha pasado de ser capital humano a ser una carga familiar a la que hay que mantener indefinidamente. Entiéndase correctamente que es un argumento desprovisto de la carga afectiva, basado exclusivamente en criterios económicos, ¿pero es despreciable esta consideración? Más bien es políticamente incorrecto afirmarlo. Ahora, al plantearnos tener un hijo pensamos en cuánto cuesta mantenerlo. La tribu primitiva era más rica cuantos más hijos, el hogar moderno es más pobre. La «corriente dominante colectiva» critica a quienes deciden tener familia numerosa. Si sumamos estos factores, nos encontramos con una familia en transformación que nos obliga a adaptarnos permanentemente. El balance nos deja uno de los índices de natalidad más bajos del planeta161.Y no es de extrañar: un hijo es una carga, resta libertad de acción, genera obligaciones, supone un incremento de gastos, impone compromisos de futuro, resta competitividad profesional, ¿por qué me voy entonces a embarcar en la aventura?
Y, sin embargo, seguimos teniendo hijos y, muy probablemente, nacerían más si hubiéramos desarrollado políticas que protegieran la familia como institución, favorecieran la compatibilidad entre la vida familiar y laboral, y se prestigiara socialmente el papel de ser madre. En países donde esto ocurre - Irlanda, por ejemplo- la tasa de natalidad casi duplica a la española. Cuando decidimos tener un hijo o lo aceptamos en nuestras vidas, lo hacemos por la simple vocación de ser padres, porque es una experiencia maravillosa que todo ser humano debería vivir aunque sea simplemente para comprender a los que fueron sus padres, para conciliarse con su historia y proyectarse, a través de sus hijos en el futuro. Y, en cualquier caso, respóndame a esta pregunta, ¿qué otra cosa mejor podemos hacer en la vida con tanto amor?
Yya que los tenemos, y nos miran indefensos entre nuestros brazos, ¿qué les parece si les ofrecemos las mejores herramientas para desarrollar su inteligencia natural?
SOMOS SU ESPEJO
El niño shuar tenía un espejo claro donde mirarse, pero ¿qué espejo tienen los niños en las sociedades industrializadas? Al niño moderno le cuesta mucho trabajo aislar su propia imagen entre tanto espejo deformado. Empecemos por responder una sencilla pregunta: ¿qué esperamos de él? Si la respuesta es que no dé ruido lo tenemos muy fácil: le compramos la Wii, o le encendemos la televisión para que vea los Dibujos Animados del momento. Si nuestro objetivo es que no llore, también es fácil, basta con darle todo lo que pida cuando lo pida. Pero ese no es el espejo en el que él se mira, el espejo somos nosotros como lo era el padre y la madre shuar. Cuando ni nosotros mismos nos hemos aclarado de cuál es nuestro papel en la pareja o en la sociedad, ¿cómo vamos a saber qué modelo ofrecer a nuestros hijos, a nuestros alumnos? En una sociedad contradictoria, en la que buena parte de las prácticas «antiguas» son criticadas por rechazables, donde todo es cuestionado y cuestionable, donde lo aprendido se nos dice que no sirve sin que venga nada a reemplazarlo, donde el léxico se manipula para generar confusión entre los adultos, ¿qué esperamos que entiendan los niños?
Por último, los niños pasan más tiempo en la escuela que con sus padres. A medida que van creciendo, pueden pesar más las normas del colectivo con el que conviven - sus compañeros y amigos, su «seño» - que las propias de la familia; y no siempre la realidad vivida en la calle y en los centros se corresponde con la realidad doméstica. Las imágenes externas que les llegan a través de la medios de comunicación tampoco son coherentes - obsérvese cualquier secuencia de anuncios publicitarios, o series: vidas emocionantes, lujo, derroche, capacidad de seducción, grandes casas, coches deslumbrantes... - Y a esto hemos de añadir una educación centrada exclusivamente en los derechos, predicada desde las aulas y sancionada por la sociedad en general y por la justicia en particular, la conclusión es: o tienes las ideas muy claras, o estás indefenso ante tus propios hijos.
Si los valores impartidos desde la familia no son coincidentes con los transmitidos en la escuela, se produce la disrupción aca démica o familiar. Si el niño mantiene como referente vital los valores familiares y no aprende a manejarse en diferentes planos (ahora estoy con la familia, ahora estoy en la escuela) se producirá un rechazo a las normas educativas que le impedirán el progreso en el aprendizaje académico. Si, por el contrario, toma como referente el mundo académico, chocará con la familia sacrificando valores afectivos, asumiendo el posible rechazo de sus progenitores. En ninguno de los dos casos resultará fácil.
Juan era un muchacho de catorce años. Lo conocí en 2° curso de Pcp1[71. Sus carencias eran tales que no sabía escribir, todavía cometía errores en la separación silábica de las palabras. Como suele suceder en estos casos, su actitud no era de colaboración precisamente. No conseguí que hiciera absolutamente nada sin protestar. Sus faltas a clase eran frecuentísimas y siempre estaba enfrentado con compañeros de clase o del instituto. Frente a los profesores era desafiante. No atendía a ninguna instrucción y tenía la extraña habilidad de transformar cualquier situación en un problema. Sin embargo, a poco que tuviera la más mínima posibilidad, ya estaba palmeando, bailando, canturreando, bromeando o contando chistes. Si le dabas cuerda, lo veías subido al pupitre montando su espectáculo. Tenía la mente ágil y un cálculo mental con los números envidiable. Como quiera que la situación era insostenible y no había manera de que asistiera a clase con regularidad o de que se impartiera clase con normalidad cuando él asistía, convoqué una reunión del Equipo Educativo (grupo de profesores que imparten clase en un mismo curso) con la Orientadora del Centro. Los padres de Juan se dedicaban a la venta ambulante en mercadillos. Hubo quien afirmó que el niño era un inadaptado. Me permití corregirlo: el niño estaba perfectamente adaptado, pero a los valores familiares. Había adquirido las habilidades necesarias para llevar por sí mismo un puesto en un mercadillo: llamar la atención, vociferar, granjearse la simpatía con el gracejo de los chistes, capacidad de regateo, desparpajo... A mí no me cabía la más mínima duda de que, llegado el caso, sería capaz de venderle un frigorí fico a un esquimal. El problema es que lo que nosotros le ofrecíamos en la escuela no guardaba ninguna relación con aquello que él necesitaba. No comprendía que tuviera que «perder su tiempo» en ese rollo cuando podría estar ayudando a la familia. La familia tampoco. De hecho nunca llegué a lograr hablar con los padres del muchacho.
¿Están equivocados los padres de Juan?, ¿no han educado a su hijo a su manera? Es evidente que lo han educado, lo han preparado para una vida que le está predestinada, la que ellos conocen y de la que viven, con la que la familia ha logrado sobrevivir. Sin embargo, hay algo que han hecho mal, no lo han preparado para aprovechar los medios que la vida pone a su alcance y que, en el futuro, pueden incrementar sus posibilidades; han inculcado una mentalidad clasista que separa la sociedad en un nosotros frente a ellos. Los profesores somos «ellos», algunos compañeros también son «ellos», y todo lo que viene de «ellos» es malo. Cualquier corrección que venga de «ellos» es un agravio y se responde con la autoafirmación. Cuando no hay razones que esgrimir hablan las voces, se impone la violencia. Pero la familia está ahí para apoyarlo. El sentido de «clan» debe prevalecer contra una sociedad hostil. La escuela forma parte de ese mundo hostil. Lamentablemente, estoy convencido de que tampoco nadie ha hablado a los padres de Juan de cómo podrían potenciar las posibilidades vitales de su hijo y sé que, muy probablemente, llegado el caso, Juan repetirá el esquema con sus propios hijos. Se crea un círculo vicioso del que es muy difícil salir.
Los casos contrarios son menos frecuentes, pero también llamativos. Los padres de Isabel viven también del negocio familiar, de una pescadería. Isabel es la mayor de tres hermanos. Siempre ha avanzado con dificultades en los estudios. Desde pequeña, atendía a sus hermanos para que la madre pudiera estar en el negocio porque no pueden permitirse empleados. De alguna forma, los padres habían imaginado (¿deseado?) el fracaso de Isabel, que dejara de estudiar con dieciséis años y echara una mano en casa y en el negocio. Supondría un alivio que les permitiría organizarse mejor y descansar más. Pero Isabel decidió que no era esa la vida que quería. Logró el título de Graduado Escolar. Los padres aceptaron la situación contrariados, creían que fracasaría en 1° de Bachillerato e insistían en que era nula para los estudios. Cada suspenso era una escena acompañada de gritos en los que se le repetía invariablemente aquel mensaje. Para procurarse espacio de estudio, empezó a acudir a la Biblioteca, lo cual no hizo sino empeorar la situación con los padres que veían en esto un subterfugio para no colaborar con la familia. La tensión permanente en la que vivía la tenía agotada. Logró acabar 2° de Bachillerato, aprobar la Selectividad y ya está en la Universidad. Es tímida, retraída y no tiene ninguna confianza en sí misma. A pesar de sus resultados, arrastra serios problemas de comprensión y expresión. Quizá con el tiempo logre superar estas huellas, ha aprovechado su segunda oportunidad y hoy ya tiene edad para decidir por sí misma.
De todo esto surge una pregunta para la reflexión que abordaremos más adelante, ¿qué modelo de padres queremos ser?
EL LABERINTO EDUCACIONAL (SOCIAL, FAMILIAR, LEGAL, ESCOLAR)
Siempre que hablamos de experimentos se me vienen a la mente las famosas jaulas con cobayas y los experimentos realizados con los laberintos. El animal realizaba el recorrido desesperado buscando invariablemente la recompensa de la comida al final de trayecto. Pero la ruta se modificaba, donde antes había espacios aparecían paredes y puertas donde antes había espejos. Todo para comprobar la capacidad de adaptación del animal. Al final podía volverse loco o, incluso, morir cuando, además, al terminar el trayecto se le negaba la recompensa. Algunos experimentos eran aún más crueles, incorporaban estímulos negativos - corrientes eléctricas - para motivar determinadas conductas asociadas. ¿Les suena?
Si nos situamos en la mente en desarrollo del niño, la situación puede ser similar, ¿qué camino ve frente a sí? Para nosotros, como adultos, existen unas pautas que nos permiten vivir en medio de las corrientes en las que nos desenvolvemos y ya nos resulta bastante difícil, ¿y ellos? Vamos a ir repasando las dificultades que ellos se encuentran en ese mundo que los adultos le presentamos y, a través de los ejes de influencia, analizando la complejidad del laberinto. Será una experiencia interesante.
EL LABERINTO SOCIAL
Los niños aprenden el primer concepto de sociedad en la propia familia. Existen unos miembros que conviven ateniéndose a un reparto de funciones y a unas normas. Cuando llega la etapa de escolarización, esas normas se amplían con las de la escuela, por las impuestas por el profesor y el Centro. Y poco a poco se abren al concepto de sociedad abierta, comprenden que la familia forma parte de algo más complejo: el barrio, la ciudad, el Estado, el mundo. Ya ese mundo acceden a través de los medios de comunicación, una auténtica ventana abierta a todo cuanto les rodea. Esa realidad compleja y cambiante es la que les espera. Conforme se vaya ampliando el círculo, las normas entrarán en contradicción o no dependiendo de la familia. Mucho se habla ahora de esta sociedad cambiante, Luis Baba Nakao iniciaba un artículo parafraseando a Heráclito: «Lo único permanente es que vivimos en un mundo de cambios». Esta es una realidad que ha sido válida desde que el filósofo griego la enunciara. Para los que nacimos en España antes del 1975, la transformación de la sociedad ha sido tremenda. Hemos tenido que adaptarnos a una democracia, a los ordenadores, a los teléfonos móviles, a las redes sociales, al divorcio, al aborto... Y, sin embargo, no fue menos cambiante para la generación de nuestros padres que tuvieron que vivir una guerra civil y pasar del hornillo de carbón a la luz eléctrica, la televisión, la lavadora y la vitrocerámica.
Hay algo más constante en el individuo a pesar de los cambios externos: los valores morales con los que vivimos y determinan nuestras elecciones. Pero tampoco estos valores morales son uniformes ni constantes en el tiempo ni en toda la sociedad. Los referentes que se les ofrecen son contradictorios y difusos: les decimos que cuiden su salud cuando promovemos el tabaco, el alcohol y la droga en las conductas sociales; hablamos de la cultura del esfuerzo, pero les facilitamos y predicamos la práctica de la pereza como icono de la buena vida; les exigimos el cumplimiento de las normas, cuando nos ven incumplirlas, que sean sinceros, pero nos ven mentir; que sean honrados, pero aplaudimos a los listos que han logrado robar sin que lo «pillen» un montón de millones; predicamos la necesidad de ser laboriosos, pero maldecimos el trabajo; predicamos la honestidad, pero...
Y en todo esto, ¿cómo influyen los medios de comunicación? Básicamente, distorsionando la realidad. Andaba el diablo angustiado después de haber intentado sin éxito tentar a un mortal. El pobre hombre, viendo al diablo tan compungido trató de animarlo: «¡Bueno, bueno, otra vez será; al fin y al cabo lleva toda la eternidad en este negocio, seguro que encuentra otra alma predispuesta al pecado. Anímese». El diablo, totalmente desolado le respondía: «Esto se está poniendo imposible. Es cierto que yo inventé la mentira, pero vosotros inventasteis la televisión y la publicidad, y contra esto no hay quien pueda competir». Este fragmento escrito por Jardiel Poncela en su obra Amor se escribe sin hache, es toda una revelación. Creemos que los medios de comunicación son algo ajeno, que los niños y nosotros mismos distinguimos perfectamente realidad de ficción, pero hay un mensaje subliminal constante que nos llega y que puede condicionar de forma inconsciente nuestras emociones, nuestras reacciones y nuestra conducta.
Por eso, los medios de comunicación no ayudan precisamente a una buena educación. Cualquiera que vea un programa infantil en televisión podrá observar dos aspectos preocupantes: la presencia permanente de la violencia como forma de expresión y la desobediencia como norma inherente a la conducta de los protagonistas. Si nos vamos a programas juveniles o series televisivas, observen qué modelo familiar se nos dibuja y qué modelo de relación hay entre padres, madres e hijos. Y, por último, observen los programas de máxima audiencia y analicen brevemente los íconos que se les ofrecen a los jóvenes como referentes de «éxito». En la mayoría de los casos, estamos irradiando la mente de los niños con los modelos de imitación que tratamos de evitar en las familias y en las aulas cuando hablamos de convivencia pacífica, de fomen tar el diálogo para la resolución de conflictos, de educar en la tolerancia, en el esfuerzo... Karina Benuzzi va más lejos cuando califica algunos programas como «[...] un objeto más de consumo ofrecido en el mercado para saturar el vacío de existir»l'l. Hubo en los inicios quien minimizó el impacto de la violencia de estas series en el comportamiento y en el diseño de la personalidad del niño 191, pero las investigaciones realizadas desde los años 70 no dejan lugar a dudas sobre cómo inciden en la sobreexcitación y en aspectos como la desinhibición, no sentir la necesidad de controlar los impulsos agresivos, o la desensibilización, es decir, necesidad de incrementar las crueldad de las escenas para producir los mismos efectos 1101. Ya en 1982, el Instituto Nacional de Salud Mental de Estados Unidos dictaminó que la violencia en la televisión conduce a un comportamiento agresivo en niños y adolescentes espectadores de este tipo de programas.
Y ahora, en el siglo xxi, se ha venido a sumar Internet, los ordenadores y las telecomunicaciones. Se nos transmite la idea de que el mundo del futuro pasa por las nuevas tecnologías, y es cierto, ya no se concibe el futuro sin el manejo de Internet y los programas informáticos. Me gusta saber ante qué grupo me encuentro. Por eso, a veces, realizo en clase determinadas encuestas personales que me marquen el perfil de los alumnos con los que trabajo. Uno de los puntos clave es la distribución de tiempo. Dime qué haces y te diré quien eres. En esa distribución de tiempo, obtenemos el perfil de los intereses que mueven a los jóvenes y también a los adultos. Hace diez años, en un instituto de ámbito rural, los alumnos de 4° de la Eso dedicaban de 4 a 6 horas diarias a ver la televisión. La misma encuesta realizada el curso pasado en un instituto de ámbito urbano arrojó como resultado que el mismo número de horas se dedicaban ahora a Internet, los «chats», las redes sociales y, últimamente, el WhatsApp. Un libro de humor de los años 60 apuntaba: «El ajedrez desarrolla la inteligencia (para jugar al ajedrez)». Alumnos de bajo nivel socioeconómico acuden al instituto - aun estando prohibido - con móviles de última generación. La necesidad de conectarse y la capacidad de resolución y memoria que se requiere para determinados juegos hace que los modelos queden obsoletos en poco tiempo. Para algunos el móvil ha llegado a ser una prolongación de su propio brazo, hasta el punto que están desapareciendo los relojes de pulsera por inútiles. Están tan «enganchados» que viven en una realidad virtual ajena completamente al entorno. Y preocupa aquella afirmación atribuida a Albert Einstein: «Temo el día en que la tecnología sobrepase nuestra humanidad».
Todos estos factores han ido creando un estado de confusión como «norma» social. Cuando queremos «educar», chocamos contra esta regla que se materializa en «lo que las demás familias de mi entorno permiten como algo normal a sus hijos. Lo que sale por televisión». Sin embargo, esta norma es la que logra un 30 % de fracaso escolarl"' y que ocupemos el puesto 33 de 65 países en el informe PISA1121 por detrás de países con menor renta per capita como Polonia, Grecia o Portugal. Si queremos que nuestros hijos sean triunfadores, si queremos que no sean otras víctimas del sistema colectivo que se ha ido creando, debemos actuar desde la conciencia y el conocimiento de lo que queremos para nuestros hijos. Y no basta con reflexionar, debemos actuar, tomar decisiones y asumir la responsabilidad de ejercer de padres, madres y educadores. Y cuando hablamos de triunfar estamos hablando de potenciar sus capacidades y habilidades, no solo cognitivas, sino también emocionales, sociales y morales, para otorgarles las mayores probabilidades de éxito en el mundo que les ha tocado vivir.
Es posible educar para el éxito y el triunfo. Iremos avanzando desde la comprensión hasta el desarrollo, desde el conocimiento hasta técnicas básicas que todos podemos usar en casa. Con pocas ideas muy claras, constantes en el tiempo de forma coherente, podemos lograr resultados maravillosos.
EL LABERINTO FAMILIAR
La familia es el centro neurálgico del aprendizaje y la educación. Para lograrlo es imprescindible que los padres actúen como educadores, pero los límites de actuación no siempre están claros. La familia está siendo objeto de controversia permanente y sometida a un revisionismo constante que confunde sobre el valor del matrimonio y la familia como institución. El papel que debe desempeñar un padre o una madre, la forma de relacionarse con los hijos, los límites entre la necesidad de imponer reglas y la necesidad de impulsar su autonomía, los límites entre la necesidad de corregir actitudes o de reafirmar su autoestima... El mismo modelo de familia ha cambiado. Ahora, con el incremento de divorcios, la idea de una pareja para toda la vida parece algo obsoleto. Con la industrialización el papel de la mujer ha cambiado, hay que redefinir los roles tradicionales, las tareas domésticas, el cuidado de los niños, y cada familia ha de reinventarse y saber adaptarse a sus circunstancias particulares, a su propia realidad... Sin embargo, y a pesar de todo lo anterior, la llamada familia tradicional es el baluarte más firme en la educación de los hijos. Constituye un núcleo compacto de interacción cuya motivación es el amor y, a través de él, la búsqueda del bienestar de sus miembros a partir de unos principios de convivencia establecidos por el matrimonio como unidad de acción. Siempre, como ahora, han existido distintos modelos de familias, de uniones de hecho, de parejas, de situaciones personales fruto de la vida y las opciones personales. Hoy hemos conquistado socialmente la normalización de estas iniciativas que permiten la realización personal del individuo fuera de los cauces tradicionales sin que ello suponga el rechazo social. Y eso está muy bien. Pero nunca como ahora se ha cuestionado que lo mejor para un niño es crecer en el seno de una familia tradicional, con relaciones afectivas estables, lo que implica una proyec ción de futuro desde una autoestima bien forjada. Es decir, saber que su padre y su madre están ahí, que se quieren y que él es fruto de su amor.
Se hace mucho hincapié en los medios de comunicación sobre las posibles incidencias de estas situaciones en la evolución del niño, pero se pone muy poco énfasis en que hay situaciones vivenciales que perjudican mucho más en la educación con independencia del modelo de familia: la violencia, la drogadicción, la inhibición, el abandono, el odio... dejan secuelas permanentes en cualquier individuo con independencia del modelo de familia en el que se eduque. Y, en cualquier familia, el amor es la clave del éxito en la educación. Una determinada estructura familiar no es por sí misma una garantía de éxito o de fracaso, como tampoco es una garantía de éxito o de fracaso el asistir a un centro escolar concreto. Mucho más importante es el clima de amor, confianza, respeto, complicidad y cariño entre sus miembros. Hurtar estas condiciones supone traicionar al niño y, lamentablemente, es algo que sucede a diario en nuestras sociedades tan avanzadas.
EL LABERINTO LEGAL
Pero es que, además, cuando queremos tomar las riendas y educar a nuestros hijos, no sabemos dónde están los límites. Hemos pasado de una situación en la que unos padres podían hacer prácticamente lo que quisieran con sus hijos, a otra en la que vivimos amenazados por la posibilidad de que sean nuestros hijos quienes nos denuncien por abuso o malos tratos o, incluso por rapto. Nos encontramos con que la propia familia es proclive a la defensa «sorda» y a ultranza de sus hijos ante lo que consideren cualquier transgresión de sus «derechos», en especial contra los maestros; y la moda de la denuncia en lugar del diálogo va abriéndose paso en todos los ámbitos de nuestra sociedad. Pero cuando el niño ha aprendido el camino, la práctica puede volverse contra los propios padres, o ¿hasta dónde llegan las obligaciones de los padres y los derechos de los hijos?
Es conocida la sentencia del Tribunal Superior de justicia de Cataluña, España, que condenaba a un padre a seguir manteniendo a su hijo de 21 años, a pesar de que ni estudiaba, ni trabajaba, ni hacía nada por conseguirlo; su única ocupación era jugar a la petanca 1151. No menos conocida es la sentencia contra una mujer andaluza que la condenó a 45 días de cárcel y le retiró la patria potestad de su hijo de diez años por abofetearlo cuando el infante la había agredido previamente arrojándole a la cabeza una zapatilla. Estaban discutiendo porque el niño no quería hacer los deberes. El profesor observó los hematomas, escuchó la versión del niño y aplicó el protocolo de malos tratos como era su obligación1161
Muy recientemente, en 2012, en España, en Jaén, un padre fue denunciado por su hija de 16 años porque la castigó sin salir de casa. El padre fue detenido por la Guardia Civil y se tramitó una denuncia por secuestro. Para José Luis Requero, Magistrado de la Audiencia Nacional, en declaraciones al diario El MundO$1, los sucesos en que se confunde el castigo familiar con los malos tratos o incluso con el secuestro tienen su origen en la supresión en el Código Civil del poder de corrección de los padres, lo que está llevando a este tipo de equívocos. ¿Se puede educar sin corregir? La conclusión del Magistrado es que se producen casos que «atentan contra el sentido común».
Ante tanta confusión, o simplemente por negligencia o ignorancia, ¿no se está inhibiendo también la familia de sus funciones educadoras? En 2010, en España, se presentaron más de 10000 denuncias de padres contra sus hijos en los juzgados. El número de menores que pegan a sus padres o a sus abuelos creció el 55,45% en 2011 respecto a 2010 según los datos hechos públicos por Teresa Compte, Fiscal Jefe de Cataluña, España, y publicados por el diario El País. El ministerio público investigó 342 casos en 2011, frente a los 220 del año anterior. «Puede ser que haya un problema social que se empiece a denunciar», ha explicado Comptel191. La única causa de esta situación es también la única solución posible, la educación.
EL LABERINTO ESCOLAR
La escuela es importantísima en la vida de cualquier niño, aunque solo sea por el número de horas que va a pasar en ella. Con todas las posibles deficiencias del sistema o de un centro escolar concreto, cumple funciones esenciales en la educación: el aprendizaje, la socialización del individuo y la adquisición de hábitos - autocontrol, concentración, comunicación, programación, estudio, etc.-. Pero a lo largo del tiempo se ha ido desarrollando un sistema educativo de espaldas a la persona, centrado más en el aprendizaje de un curriculum y en el encorsetamiento mental y vital. Es un sistema que valora casi exclusivamente las habilidades del hemisferio derecho cerebral, el lógico, que obvia la necesidad de formación de las habilidades propias del hemisferio izquierdo, el de la imaginación, imprescindible en la vida. El niño es bueno si no da problemas y obtiene buenas notas. Nadie le pregunta al niño si es feliz en la escuela. La realidad es que el niño bueno puede ser alguien retraído, dependiente, carente de iniciativa, de imaginación, y falto de empatía, capacidad de resistencia a la frustración o capacidad de relación social. Es decir, puede ser un anticipo de fracaso vital porque todas las habilidades enumeradas son fundamentales en la vida. Y lo son mucho más allá de unos conocimientos o destrezas que acabarán olvidándose si no tienen una permanencia en el futuro laboral del adulto, o ¿alguno de ustedes recuerda los contenidos que tuvieron que memorizar en Historia o en Literatura entre los 10 y los 14 años?
Los maestros estamos condicionados por unos determinados niveles de aprendizaje que el niño debe superar con independencia de sus circunstancias personales. La conclusión es que evaluamos, aprobamos o suspendemos a la persona por el nivel de adquisición de competencias, y para ello nos esforzamos muchísimo en hacer las mejores programaciones, las mejores temporalizaciones, en secuenciar los exámenes, en preparar recuperaciones, en... Siempre pensando en el aprendizaje de contenidos concretos. Con suerte, los sistemas prevén la posibilidad de atención más específica o individualizada, diversificaciones, atención educativa, desdobles... pero nada de esto funciona si el número de alumnos es excesivo o falla la actitud más elemental ante el aprendizaje. Esperamos de los alumnos un determinado comportamiento que, según qué edades, resulta antinatural: que se queden sentados en una silla, que sepan escuchar, que obedezcan las instrucciones, que no hablen, que no se muevan. ¿Alguien puede defender que esta actitud es lo que pide la naturaleza de un niño de tres, de cinco, de ocho años? Sin embargo, es esto precisamente lo que el sistema les pide que hagan y, cuando no lo consiguen, cuando no logran permanecer sentados en su silla o cuando no logran evitar hablar con el de al lado o finalizar sus tareas a tiempo, los clasificamos como con déficit de atención o «hiperactivos», los llevamos al médico y empezamos a darles pastillas - metilfenidato o antidepresivos como prozac - cuyas consecuencias en el futuro son absolutamente desconocidas. Ya hay entre un 3 y un 7% de niños diagnosticados en EEUU, entre un 3 y un 5% en Europa. Los datos suponen un incremento del 600 % desde 1990. No hay pruebas médicas que confirmen este diagnóstico basado exclusivamente en los criterios de observación de maestros, padres y médicos. Es una auténtica locura.
Sería lógico pensar que el aprendizaje es algo mucho más natural, que nace de la curiosidad innata del niño, de su deseo de integración en un colectivo, y que debe partir de la acción. El niño tendría que tener la oportunidad de quemar sus energías, estar en contacto con la naturaleza, aprender la realidad de su entorno y actividades que pongan en marcha su imaginación y su creatividad. Un niño que aprendiera bien a relacionarse con los demás, a comprenderse mejor a sí mismo y a controlar y enfocar sus emociones, tendría muchas más posibilidades de éxito en la vida que otro con muchos conocimientos pero que no supiera encajar en un grupo. El sistema educativo no está diseñado, en la mayoría de los casos, para lograr estos objetivos. Lo que para nosotros los profesores es un serio inconveniente porque interrumpe la clase «magistral», la iniciativa, la inquietud por hacer cosas nuevas, por experimentar cuando le apetece, la necesidad de hablar en un momento dado... si en lugar de reprimirlo se ayuda a canalizar puede convertirse en la clave del éxito de un niño en lugar de su pasaporte al «Prozac» y al fracaso vital.
Desde siempre ha habido intentos de renovación, en esta línea iba, por ejemplo, la Institución Libre de Enseñanza donde se educó Antonio Machado. Pero ya en el siglo xix hubo auténticas revoluciones educativas de gran calado social, como la que inició Don Bosco (1815-1888) en Italia en la segunda mitad del siglo xix donde ya se ponía énfasis en algo tan «novedoso» como que las actividades lúdicas, recreativas, deportivas, artísticas resultan esenciales en la formación del joven, o que el castigo físico no era ni bueno ni eficaz en la corrección de actitudes. Y tenía toda la razón. Todavía recuerdo en mi infancia los golpes con la palmeta, la regla, los capones, el daño físico asociado a determinados rostros cuando no sabías responder una pregunta o te faltaba algún ejercicio. También en Italia, pero vinculada su experiencia a los niños en su primera etapa, surgió la renovación pedagógica de María Montessori (1870-1952) inspirada en fomentar la curiosidad innata del niño y su independencia ofreciéndole el ambiente y el material adecuado para su desarrollo. Sus ideas publicadas hasta 1940 siguen siendo básicas para la educación en la infancia. Un siglo y medio antes, los principios metodológicos de Juan Bautista de La Salle (1651-1719) fueron un auténtico revulsivo. A él debemos criterios tan actuales como la necesidad de un horario por asignaturas o la separación de los alumnos por niveles de aprendizaje. Hace cuarenta años se inició en España el proyecto educativo de Fomento de Centros de Enseñanza donde participé como alumno y más tarde como profesor. La clave del proyecto, además del hincapié en la formación moral, estaba en dos pilares que siguen siendo básicos: la educación individualizada y la integración de la familia en el proceso educativo. Todos estos proyectos siguen vivos hoy por hoy y tratan de adecuarse y adaptarse integrándose en los Planes Educativos.
Ideas hay, pero esas ideas llegan con dificultad a las aulas, y rara vez llegan a las familias, ¿por qué? Imaginen un tren a 250 Km/h y a esa velocidad traten de cambiar su trayectoria. Sencillamente no pueden. La inercia de mantener y reproducir un esquema es demasiado fuerte en la sociedad. Algunos de los principios metodológicos de estos movimientos revisionistas, aún habiendo demostrado su eficacia, doscientos años más tarde, no logran llegar a las aulas. El que el centro sea privado o concertado, en sí mismo, tampoco nos ofrece ninguna garantía de calidad. En muchos casos, bajo la bandera de la novedad de métodos infalibles que prometen el triunfo, con garantía y diploma, lo que se vende es humo, auténticos aparcamientos para niños. En ambos casos, públicos y privados, lo que marca las diferencias de calidad en la educación es el buen hacer de profesionales entregados a su trabajo. Díganme qué colegio es bueno y les mostraré un lugar donde existen profesores motivados, entusiasmados con la tarea y entregados a sus alumnos, centros donde las familias se implican en el proceso educativo. Conozco proyectos privados muy brillantes y ambiciosos que han caído en la inercia del sistema por la desmotivación de los participantes transcurridos algunos años; y conozco centros públicos con un nivel de convivencia y unos resultados docentes extraordinarios. La clave, como en cualquier organización humana, está en la calidad de las personas y en la presencia de un buen liderazgo que sepa aunar voluntades, formar equipo, mantener el nivel de formación y motivación, en definitiva, crear el clima propicio para la educación en sus protagonistas: los niños, los padres, y la escuela.
Javier tenía 17 años cuando estudiaba tercero de la Eso. Las sanciones por faltas de disciplina eran continuas. Las expulsio nes constantes. No abría un libro, cero en todos y cada uno de los exámenes. Estaba metido en el mundo de la droga. Un día, en una persecución con la policía tuvo un accidente de moto y se rompió una pierna. Fue detenido por traficar con hachís. A los tres meses se presentó ante el Director. El juez lo había condenado a regresar al Instituto. Todos nos quedamos perplejos. Se le pidió la sentencia porque no se había recibido notificación alguna por parte del juzgado o de la Fiscalía de Menores. La trajo, era cierto. No solo era curioso el hecho en sí cuando hablamos de un alumno que supera la edad mínima obligatoria, más curioso era el hecho de que no se dieran instrucciones de cómo debía regresar al Instituto, que no existiera un protocolo de conducta que el alumno debiera seguir para merecer esa nueva oportunidad. Si el alumno regresaba debería someterse a la mismas normas de disciplina que los demás alumnos, de lo contrario no tendría ningún sentido, ¿le habría hecho cambiar la experiencia? La respuesta no se hizo esperar. La primera clase tuvimos el primer problema. Con toda la tranquilidad del mundo se desentendió de la explicación, sacó su móvil y comenzó a enviar mensajes. Cuando el profesor le pidió que se lo entregara, se negó. El enfrentamiento estaba servido, ¿qué puedes hacer como profesor? Afortunadamente, aceptó abandonar el aula y acompañar al profesor hasta el despacho del Director. Las sanciones se reanudaron sin resultados. En todo el proceso, hasta que acabó el curso, ni el juez ni el Fiscal se interesaron en ningún momento por la evolución de la actitud del alumno, por su integración en el Instituto ni por las consecuencias de tan peregrina sentencia para el resto de los alumnos. La familia tampoco. Simplemente se habían quitado el problema de encima.
Cierto día, al salir del Instituto, me encontré con dos alumnos enzarzados en una pelea muy violenta. Tan ciegos estaban que ni repararon en la presencia de un profesor. Inmediatamente los agarré y di un tirón para separarlos. Ya en el despacho, uno de ellos me amenazaba con denunciarme por agresión y malos tratos. Afirmaba que los arañazos de la pelea se los había hecho yo mismo al separarlos. Afortunadamente, en este caso, su abuelo supo ponerlo en su sitio, pedir disculpas e intervenir con su nieto para acabar con la situación de violencia que se había generado. Recientemente, en la Biblioteca del centro, se encontraban tres alumnas charlando. Una de ellas había sido expulsada, el motivo ahora es lo de menos, lo de más es la actitud ante el correctivo: lejos de manifestar temor por la reacción de sus padres ante la sanción, se mostraba muy segura de que la madre, nada más enterarse, presentaría una denuncia contra el instituto y el profesor en cuestión. Le pregunté que si la sanción era procedente, no supo contestarme. Le pregunté si se había leído ella o su madre el decreto de derechos y obligaciones del alumnado y las sanciones establecidas ante las faltas leves y graves o muy graves. Me dijo que no, que no se lo habían enseñado. Le expliqué que se trataba de un documento público, que estaba en el Plan de Centro, publicado en la BOJA y que, en cualquier caso, podía solicitarlo al tutor. Le aconsejé que, antes de denunciar, se lo leyeran por si la falta cometida aparecía tipificada y la sanción aplicada era la prevista. «Bueno, primero denunciamos que después ya veremos. Esto no se va a quedar así». Ante estas situaciones, la tentación de inhibirse de actuar siempre está ahí también entre los profesores.
Con todo lo anterior no estoy afirmando que esté de acuerdo con un sistema centrado exclusivamente en los contenidos. Este libro va en una línea totalmente contraria a esta afirmación. Pero si queremos educar en el éxito, conforme vamos avanzando en el sistema educativo, los alumnos deben ir adquiriendo una serie de hábitos y desarrollando actitudes que potencien sus capacidades. Entre esas capacidades, el respeto, el saber estar, la concentración, el saber controlar sus emociones, el saber escuchar, el saber expresarse, la automotivación positiva, la cooperación, la empatía, la socialización... y todo ello se evalúa a través de una simple calificación. Cuando un alumno suspende, no lo hace solo en conocimientos, no ha logrado unos objetivos que ponen en juego todas estas capacidades. Un déficit en conocimientos es fácilmente recuperable, una actitud negativa hacia el aprendizaje no.
No tiene más sentido extenderse, los problemas del sistema educativo español darían, por sí solo, para escribir otro libro. Sin embargo, quiero dejar dos últimas reflexiones: durante los más de treinta años de profesión, cuando encuentro un alumno conflictivo en el aula, he encontrado normalmente una familia con flictiva respaldando y justificando su proceder, que, con frecuencia, no ha asistido a las reuniones de tutoría y solo se ha hecho presente para protestar, denunciar o pedir explicaciones. Y, en segundo lugar, quisiera anotar contra el desánimo algo que «sí» debemos tener muy claro: no podemos actuar contra el sistema, pero sí podemos actuar, cada uno, sobre nuestros hijos y sobre nuestros alumnos para multiplicar sus posibilidades. En positivo, los padres que acuden a la reunión inicial con el tutor suelen ser los de aquellos alumnos que no presentan problemas de actitud y, cuando se presentan, superan los de aprendizaje. Su actitud manifiesta una preocupación y un seguimiento, un interés por conocer quién va a estar a cargo de sus hijos, establecer el canal de comunicación adecuado para prevenir y solucionar situaciones. Con sus excepciones, como en todo, no suele fallar. En segundo lugar, una escuela de padres bien dirigida donde se pongan en común técnicas educativas, allá donde se promueva, es una oportunidad que todos los padres deberían aprovechar. De la misma forma, unos buenos cursos sobre técnicas de motivación en el aula, resolución de conflictos y control emocional y asertividad en la conducta serían muy útiles a los profesores. Pero impartidos por profesores en activo, con experiencia a sus espaldas y buenos resultados, que pongan en común sus técnicas propias. Con frecuencia, los cursos impartidos por «teóricos» sin experiencia real solo causan hilaridad o indignación en quienes tienen que vencer cada día las dificultades de una clase.
¿QUEREMOS HIJOS TRIUFADORES?
Pero tú, ¿qué esperas de tu hijo? Queremos que sea bueno. Y, ¿qué significa esto? Que sea obediente, no dé ruido ni moleste en casa y, además, apruebe en el colegio. Las notas se convierten así en el termómetro de la convivencia. Si haces lo que te mando, no me molestas y sacas buenas notas... entonces eres bueno. Sin embargo, se nos olvidan algunos aspectos importantes en la educación, como el hecho de que las notas solo evalúan conocimientos o destrezas o, si lo prefieren, competencias. Se nos olvida que quien evalúa es una persona que tiene frente a sí a 25 o 30 alumnos, que puede haber errores en la evaluación, o circunstancias que afecten al rendimiento de un alumno. También se nos olvida que las notas no son un fin en sí mismo sino un mero indicador de rendimiento académico que debe alentarnos a buscar el origen del problema cuando lo haya. También se nos olvida que cada persona es diferente, tiene su tiempo de maduración, y el no dominar el trazo de la escritura en una edad determinada, por ejemplo, puede no tener mayor importancia, el rechazo a escribir sí la tiene. Cuando el niño no llega al nivel esperado, pero mantiene la ilusión y el esfuerzo por conseguirlo, es cuestión de tiempo. Cuando se niega a intentarlo o a insistir, está condenándose a no lograrlo nunca.
Julián, a sus diecisiete años, era un muchacho de todo sobresaliente en Secundaria y Bachillerato, se llevaba muy bien con sus compañeros, delegado de curso, responsable y correcto en el trato como ningún otro, lo que le faltaba de inteligencia lo suplía con un trabajo incansable, bien organizado, no planteaba problemas de relación con sus padres siempre preocupados y entusiasmados con sus buenos resultados académicos. Pedro era un alumno de notable bajo, todo aprobado en junio, sociable y reposado, siempre mantenía su sonrisa. Felipe era el típico matón de cole, el que desarrolló pronto en la pubertad y, además, hipertrófico muscular, tenía su grupo de acólitos incondicionales que le reían las gracias y jaleaban sus peleas, siempre castigado, la pesadilla de unos padres permanentemente preocupados. Ernesto era un alumno con un coeficiente intelectual de 160, uno de los más elevados que he conocido, sin embargo era un fracaso escolar, tenía un trato difícil con los demás compañeros y andaba triste y ensimismado. En todos los casos, las familias eran tradicionales y gozaban de buena posición económica. En el transcurso de los años, ¿quién diríais que triunfó? Curiosamente los que, aparentemente, eran menos aptos según los criterios tradicionales. Julián cayó en depresión cuando cursaba segundo de carrera, nunca llegó a terminarla, nunca llegó a casarse, aún vive con sus padres con más de cuarenta años. Sigue en tratamiento psiquiátrico por depresión. Ernesto, con dieciséis años ya andaba metido en la droga, empezó por los porros y acabó inyectándose heroína. Contrajo el sida y murió en el hospital con treinta y un años. Pedro es hoy Registrador de la Propiedad, está casado, tiene dos hijos y sigue paseando con su sonrisa tranquila. Felipe es director de una empresa, se ha convertido en una persona responsable y altruista. Está casado y es un hombre de familia con sus tres hijos.
Decididamente, las claves del éxito no se nos muestran exclusivamente en unos buenos o malos resultados académicos. Tampoco el coeficiente de inteligencia nos garantiza el éxito. El tener un coeficiente intelectual limitado tampoco es señal inequívoca de fracaso. El nacer y crecer en el seno de una familia estructurada y bien posicionada económicamente tampoco es, por sí mismo, garantía de éxito. El crecer solo con el padre o la madre o pertenecer a una familia con apuros económicos para llegar a fin de mes tampoco tiene que suponer un inconveniente para lograr el éxito.
¿Dónde están, pues, las claves del éxito? ¿Cómo podemos educar a nuestros hijos para que sean unos triunfadores? Para responder a esas dos preguntas, primero tendremos que ponernos de acuerdo en qué es el éxito y el triunfo.
r QUÉ ES EL ÉXITO Y QUÉ ES TRIUNFAR?
Triunfar en la vida es ser capaz de vivir en plenitud cada una de las etapas, ser capaz de soñar un proyecto de futuro, elaborarlo y llevarlo a cabo, ser capaz de ser feliz y eso cualesquiera que sean las circunstancias que te toquen vivir. Ser un triunfador no significa una vida sin dificultades, sino vivir con la confianza de que seremos capaces de superarlas cuando lleguen. Significa sentirse satisfecho e integrado en un proyecto común del cual formas parte. Significa ser capaz de amar, comprender y aceptar a los demás con sus circunstancias. Significa ser capaz de soñar. Y para lograrlo necesitamos una buena dosis de autoestima, sociabilidad, flexibilidad, resiliencia, un proyecto de ser inspirado en la rectitud, lajusticia y la capacidad, una buena dosis de realismo, imaginación y una cabeza bien formada que nos ayude en el camino a comprender el mundo que nos rodea y a encauzar nuestras emociones.
Para cada persona, el sentido del éxito es diferente, como lo es también aquello que la hace sentir bien, a gusto consigo misma. Dependerá de la escala de valores que cada cual haya desarrollado a lo largo de su vida y esa escala de valores es cambiante. Aquello que nos hacía felices con seis años, deja de interesarnos con dieciséis. Aquellos amigos que creíamos inseparables y que tan bien nos hacían sentir en la adolescencia, dejaron de resultar divertidos e interesantes con treinta años. Mi escala de valores cambió cuando me casé y dejé de ser «yo» para ser «nosotros», y nuevamente cambió a medida que ese «nosotros» se fue ampliando con la llegada de los hijos. Tan triunfador puede ser una misionera que vive en la miseria entregada al cuidado de los enfermos de sida en una aldea africana, como un empresario conduciendo un Ferrari por las calles de Nueva York. La cuestión no está en cómo viven, sino si lo que hacen es aquello en lo que se sienten realizados y bien consigo mismos. Tan desastre y fracaso puede ser uno u otro si viven angustiados, con miedo, si se sienten desgraciados o fuera de lugar. Todo parecía sonreír a Witney Houston, tenía éxito y una voz prodigiosa, dinero y una brillante carrera profesional, ¿diríais que fue una persona feliz? ¿Es ese el tipo de triunfo que desearíamos para nuestros hijos?
LA FAMILIA, LA LLAVE DEL ÉXITO: PRINCIPIOS
Antes de iniciar un viaje, debes decidir a dónde quieres llegar. Antes de emprender la labor de educar, debes decidir qué destino tienes programado, qué modelo de persona vas a procurar. Dicho así suena manipulador, como si el individuo no tuviera voluntad propia y fuera solo y exclusivamente fruto de la educación. No es así. Venimos al mundo con una fuerte carga genética que va a determinar desde nuestras capacidades cerebrales en el área verbal o numérica, hasta nuestra predisposición o condena a sufrir varices o infarto de miocardio. También venimos condicionados por la carga social más de lo que quisiéramos. El ambiente familiar inmediato y el ambiente social medio nos condicionan en la evolución como personas, en el desarrollo de nuestras capacida des. Lo que también está claro es que la tortuga ganó a la liebre en la famosa fábula porque sabía dónde quería llegar, quería hacerlo y se puso en camino desde el primer momento. Ya en El libro de la gramática vital22' afirmaba que da mejores resultados un ordenador mediocre con un buen sistema operativo, que un buen ordenador con un mal sistema. Está claro que estamos condicionados, como también está claro que tenemos la opción de desarrollar nuestras capacidades o no y es, en esta opción, en la que nos movemos. El buen educador no es aquel que trata de hundir en el fracaso a un Seat 600 haciéndole creer que puede correr como un Mercedes 320, sino el que saca todo el partido posible del Seat 600 y le hace comprender que es práctico y útil, que merece ser feliz siendo lo que es y puede hacer feliz a muchas personas sin necesidad de ser un Mercedes. Es decir, el buen educador es el que anima a cada uno a dar lo mejor de sí mismo en cada momento, aquel que encauza el esfuerzo personal en la superación del propio individuo día a día reconociendo el valor de cada cual.
Para lograrlo debemos situarnos ante la realidad de la persona con tanta objetividad como nos sea posible y animarlo a comprender sus posibilidades sin limitaciones, animarlo a soñar un proyecto de ser en el futuro y señalarle el camino para que él lo recorra. Y sí, merece la pena intentarlo con todas nuestras fuerzas.
Entré a sustituir en un curso de 1° de la Eso, alumnos de 12 años; una chica me preguntó en qué cursos impartía clase. «En 2° de Bachillerato», respondí. «Uy, yo nunca llegaré ahí». Quise saber por qué decía aquello y me respondió que es que ella era tonta y nunca acabaría la ESO. Que se dedicaría a fregar las escaleras del Instituto. Me dio una profunda pena. No sé si la vida, o la familia, o el entorno, no sé qué o quién había castrado las opciones vitales de aquella niña de apenas doce años. Convencida de su inutilidad, ¿qué sentido tenía ni siquiera intentarlo?; y sin intentarlo, ¿qué posibilidades tenía sino abocarse a un destino ya prefijado?
¿NACEMOS O NOS HACEMOS? GENÉTICA YEDUCACIÓN
Cuando nos situamos ante un grupo, no nos sorprende en absoluto que todos los alumnos sean diferentes entre sí. Los hay más altos o más bajos, rubios, morenos, pelirrojos, gruesos o delgados, más o menos desarrollados. Asumimos las diferencias físicas como algo natural. Si os pregunto por qué son diferentes, la respuesta lógica será «porque cada uno es hijo de su madre y de su padre». Y es cierto, como también lo es que nuestros hijos son diferentes entre sí aunque tengan el mismo padre y la misma madre. Pero lo que parece que nos cuesta asumir es que si pudiéramos observar directamente el cerebro de este mismo grupo, veríamos exactamente lo mismo. Cada uno es diferente, su capacidad de expresión y comprensión no coinciden de uno a otro, tampoco su capacidad de cálculo, ni su memoria, ni su capacidad de abstracción. Si os hiciera la misma pregunta, ¿por qué son diferentes?, ¿qué me responderíais? Sin embargo, la respuesta sigue siendo idéntica. De la misma forma que la genética condiciona nuestros rasgos físicos, también condiciona nuestras aptitudes y eso, como las varices o la calvicie o el ser más o menos propenso al infarto, viene de fábrica.
Tanto el carácter individual como las capacidades intelectuales vienen predeterminadas desde el nacimiento en la cadena de ADN. Pero no podemos caer en el determinismo genético. Todos sabemos que si tus padres son obesos tendrás bastantes probabilidades de ser propenso a padecer obesidad, pero no necesariamente tienes que ser obeso. Si conoces el proceso y pones medios, podrás evitarlo o controlarlo para permitirte una vida saludable. Para eso tendrás que generar hábitos alimenticios concretos y mantenerlos en el tiempo. Todos sabemos que nunca seremos Carl Lewis, el común de los mortales nunca logrará correr los 100 metros en 10 segundos, como también sabemos que difícilmente lograremos colgarnos físicamente de una canasta de baloncesto. Para lograr emular a un Pan Gasol, a un Fernando Alonso o a un Rafael Nadal hacen falta dos condiciones: tener unas buenas aptitudes o predisposición genética hacia la actividad en la que han destacado y desarrollar unas actitudes proclives a esa actividad mantenidas en el tiempo. Dicho de otro modo, podemos disfrutar viendo encestar a Pan Gasol, pero si mido un metro setenta difícilmente podré llegar a jugar en la NBA. Lo que también está claro es que si logro el hábito del ejercicio físico y practico deporte una hora al día, conseguiré mejorar mi estado físico, mi rendimiento, ganaré masa muscular, perderé grasa. Seguiré midiendo un metro setenta, pero correré más rápido, saltaré más, me cansaré menos. En todo caso, es evidente que partimos de unas capacidades dadas genéticamente, como también está claro que esas capacidades no son absolutas y pueden desarrollarse o no en mayor o menor medida en función de cómo organizamos nuestra vida, de los actos que realizamos, de los hábitos que adquirimos. Y las diferencias pueden ser abismales. Y si esto es evidente en el plano físico, en el plano del cerebro lo es mucho más. Hoy sabemos que Santiago Ramón y Cajal no exageraba al afirmar que «Todo ser humano, si se lo propone, puede ser escultor de su propio cerebro»h31.
Recuerdo el caso de Carlos, un alumno pasivo de los que vivían en su mundo interior desconectado del entorno salvo en su círculo íntimo de amigos, muy pocos. Llevaba dos años suspendiendo y por su actitud parecía que repetiría resultados. Cuando llegó el mes de mayo y los alumnos empezaron a usar atuendo de manga corta, resultó que los brazos de Carlos presentaban unos bíceps «inflamados». Cuando le pregunté qué le había pasado, sonrió satisfecho de que su cambio de aspecto fuera evidente, se había apuntado a un gimnasio. «¿Y cuántas horas dedicas de forma específica a desarrollar brazos?» La respuesta fue de una hora diaria. Siguió suspendiendo la asignatura, sus padres continuaron igualmente preocupados, pero ahora estaba mucho más alegre. Resulta evidente que cualquiera que sea nuestra predisposición genética hacia el cálculo o la comunicación, la visión espacial o el razonamiento abstracto, si nos empeñamos una hora diaria en cultivar una capacidad, como sucedía con los brazos de Carlos, esa capacidad se desarrollará.
Ocurre que en la escala de valores del preadolescente y el adoles cente, la época en que se inician los «ritos de aproximación entre chicos y chicas», los signos relacionados con el atractivo sexual adquieren una relevancia enorme. Es una época de transformaciones físicas y mentales, de necesidad de autoafirmación e integración. Desde los once a los dieciocho liberamos tal cantidad de hormonas que nos vamos convirtiendo en farmacias ambulantes. Para Carlos era muchísimo más importante trabajar su aspecto físico porque necesitaba ganar confianza. Le importaba mucho más la mirada de curiosidad (y admiración) de María que todo cuanto pudiera decirle su profesor de Lengua, su padre y su madre juntos. Lo cual no deja de ser normal. Pero hubiera sido mejor que llegara a esa edad con un equilibrio afectivo que le permitiera conciliar esas necesidades psicológicas con el mantener la atención y el esfuerzo al desarrollo cognitivo.
No debemos caer en el determinismo biológico y pensar que todo está en los genes. Son muchos los padres que frenan el potencial de su hijo partiendo de este supuesto. Cuando mantienes una entrevista con padres, debes recabar la información necesaria para comprender dónde se puede actuar para mejorar, identificar problemas si los hay y tratar de buscar y plantear soluciones. Con frecuencia, ante un problema concreto como que un alumno haya suspendido Matemáticas, me encuentro con esta respuesta: «Claro, es que en nuestra familia nunca se han dado bien las Matemáticas. Nosotros somos más de letras», y lo dicen como si fuera una maldición bíblica. La familia no es consciente de que con esta actitud está generando un círculo vicioso, el alumno ante el primer fracaso ha encontrado una justificación que, además, lo une con su familia por tratarse de un rasgo genético. Deja de esforzase convencido de que no solo no entiende sino que tampoco lo entenderá por mucho que lo intente - lograrlo sería como una traición a las tradiciones familiares-. Cuanto menos hace y menos se esfuerza menos resultados logra y genera más refuerzo negativo.
Pero no estamos enfrentando al alumno a las dificultades de ser Einstein, sino simplemente a que resuelva unas fracciones. Imaginémonos a un profesor de Educación Física que le dice a unos padres «Mire usted, su hijo no ha alcanzado el objetivo de correr mil metros en diez minutos», «No se preocupe, es normal. En nuestras familias nunca se nos ha dado bien eso del deporte. Nosotros somos intelectuales, ¿sabe?». «Disculpe - insiste el profesor - el problema no está en que no haya conseguido el objetivo, está en que no lo ha intentado, ni se ha levantado para empezar a correr». «Normal. Es que mi niño es muy inteligente, ¿verdad? Y como ya sabe que no puede, pues ¿para qué va a intentarlo? Es de lógica, ¿no?». Efectivamente, hay familias mejor dotadas que otras para el deporte, o para las matemáticas, o para la música. A lo largo de mi carrera profesional he tenido más de una ocasión de tener como alumnos a varios hijos de una misma familia, y con variaciones particulares, suelen presentar un patrón muy similar en cuanto a capacidades. Pero lo que a todos nos debe resultar evidente es que cuando educamos, tratamos de adiestrar y desarrollar el potencial del niño, que si queremos desarrollar el cuerpo correr es un ejercicio magnífico, y que para mejorar el potencial se requiere práctica y constancia. Si el fracaso en la actividad física es tan evidente, «¿Por qué no lo traen ustedes, ya, directamente, en una silla de ruedas?». Puede parecer una exageración, pero es lo que logramos justificando desde las familias y las aulas actitudes pasivas y negativas: atrofiar esas capacidades por falta de uso.
Tampoco debemos caer en el dogmatismo educacional: me refiero a quienes afirman que todo lo podemos conseguir con la educación: podemos lograr que todos los alumnos sean genios, y buenos hijos, y buenos ciudadanos, y todo esto, con independencia de la carga genética y sociológica. Todo depende de la familia y del colegio. No es así. Los padres que se convencen de que todo pueden conseguirlo con la educación adecuada, pueden acabar interfiriendo tanto en la vida de su hijo que lleguen a anularlo como persona. Y, por si fuera poco, se sienten responsables de sus «fracasos» como si la libertad individual, los factores ambientales y genéticos no tuvieran ninguna importancia. Cuando el hijo suspende, sienten sentimiento de culpa, «algo mal estaremos haciendo», piensan, y no tiene por qué ser así. A todos nos gustaría que nuestros hijos fueran inteligentísimos, buenísimos, sanísimos... pero ellos son personas como nosotros. El medio - clase, grupo de amigos, imagen social - va a ser también determinante en la evolución de las capacidades innatas. Fue Mendel quien demostró la importancia de la carga genética, fue Darwin quien demostró que la carga genética puede modificarse y, de hecho se modifica, cuando el medio ambiente exige esa transformación, esa adaptación. Es importante que comprendamos que nuestras capacidades innatas no son compartimentos estanco, sino que están sujetas a variación y estas variaciones pueden lograr desarrollos extraordinarios que, a veces, pueden hacernos pensar que no tienen límites cuando sí existen. Cuando se realiza un test o un examen y se nos dice que el niño está en un porcentaje 80 y lo normal es entre 90 y 120 - el concepto ahora nos da igual-, lo único que se nos ofrece es un dato de referencia que indica el instante en el que se encuentra el niño en este momento. Cuando le ponemos el termómetro a un niño, la temperatura que nos ofrece es la que el cuerpo tiene en ese instante determinado. Esto no quiere decir que, con la dedicación adecuada, no podamos conseguir que dentro de cuatro años, el porcentaje se eleve por encima de la media. Ahora bien, dentro de unos límites. Si transcurridos cuatro años, el test nos ofrece un resultado de 160 solo caben tres posibilidades: o el niño no realizó el primer test en las condiciones adecuadas - ambiente, motivación, concentración-, o el test está mal diseñado y no ofrece unos resultados objetivos y contrastables, o quien está realizando el test no sabe lo que hace. Si genéticamente procedes de unos padres y abuelos bajitos, y tú mismo eres bajito, existen muchas probabilidades de que tus hijos también lo sean salvo que herede «ser alto» de algún antepasado que poseyera esa cualidad. Esto no quiere decir que no puedan llegar a ser más altos que tú con una buena alimentación y ejercicio físico, pero aunque los atiborres de hormonas de crecimiento, nunca llegarán a medir dos metros. Esta obviedad que todos aceptamos en el plano físico, no siempre se tiene en cuenta cuando hablamos de capacidades intelectivas.
Y lo curioso es que el «fracaso» lo es porque nosotros, los adultos, lo consideramos como tal. Para el padre de Kafka, el que su hijo fuera de complexión débil - había salido a la familia de la madre - y sensible era inaceptable para un padre fuerte y dominante, carnicero de profesión. Sentía la débil constitución de su hijo como una especie de traición a su paternidad. El resultado fue una relación tortuosa en la que el autor de La metamorfosis se perdió en un laberinto de emociones contradictorias entre el odio, el amor, el miedo al rechazo y la negación de sí mismo. La conclusión quedó plasmada en esa historia de pesadilla donde la depresión se manifiesta a modo de una persona convertida en insecto, sacrificada por los demás y, únicamente, capaz de conservar la lucidez necesaria para comprobar que su inmolación había sido inútil. El mundo sigue sin él.
También como educadores podemos pecar por exceso. Es el típico ejemplo de los padres que a toda costa quieren que su hijo saque sobresaliente en todo, que están continuamente en el Colegio preguntando por su hijo, interesándose por la marcha del curso, cuestionando si es o no normal determinado comportamiento que han observado o consultando si el maestro considera de interés tal o cual publicación. Estos padres no protestan porque los niños lleven tareas a casa, sino por lo contrario; vienen a protestar porque no se les mandan tareas, o son pocas, porque estamos desaprovechando oportunidades, porque ellos están esperando en casa para seguir. No admiten desviaciones y consideran que actividades como las salidas con los amigos, o ir al cine o, incluso, practicar algún deporte constituyen distracciones superfluas que deben ser sustituidas por las clases de inglés en la academia, o las clases de refuerzo de matemáticas, el chino, o informática, o...
Algunos métodos que llegaron a gozar de muchísima fama en Estados Unidos para potenciar la inteligencia, se centraban exclusivamente en el desarrollo de las capacidades intelectuales mediante ejercicios cotidianos. Se ocupaban del aspecto neurolingüístico desde el plano meramente conceptual y abogaban por una programación extenuante de actividades para lograr el máximo rendimiento. El problema, es que trataban al ser humano como si fuera un ordenador. En efecto, el cerebro es el mejor ordenador que pueda existir, pero su motor de acción son los sentimientos y las sensaciones, y un ordenador carece de ellos. Se olvidaba completamente de la parte afectiva del ser humano y del componente sociológico, la necesidad de integrarse en el grupo. Las excesivas actividades iban estrechando un cerco de aislamiento en el que todo estaba programado y la recompensa afectiva estaba ligada al aprovechamiento de ejercicios siempre vinculados con el desarrollo cognitivo. El método se publicitaba como una auténtica fábrica de genios. En definitiva, se les olvidaba que el ser humano necesita un motor de acción, una motivación y un sentido de realización. Cuando en la primera etapa de la infancia eran sometidos al método, los niños lo soportaban por obediencia. Pero a medida que iban creciendo, iba aumentando la frustración hasta el punto de negarse a sí mismos reproduciendo el fenómeno de los niños genio obligados por sus padres a trabajar desde pequeños. Sencillamente, les estamos negando la infancia. El desequilibrio afectivo es enorme porque los hemos condicionado a resultados en ejercicios continuos en actividades programadas. Y hay que dejar que un niño sea niño y que sienta que el amor no está condicionado a una respuesta, que surge de la magia de la nada contra el calor de una sonrisa o un rayo de sol, que le basta ser él mismo para ser querido y abrazado sin necesidad de demostrar nada, que forma parte de esa manada, de esa familia, por sí mismo y no porque haya acertado más o menos respuestas en las continuas pruebas a las que son sometidos, que la curiosidad es buena y merece la pena dejar que se haga preguntas en lugar de atiborrarlo con respuestas que no nos pide.
Cualquier método educativo que no escuche al niño, que no tenga en cuenta sus capacidades reales, que desatienda sus necesidades físicas, emocionales, sociales, en cada etapa de su crecimiento está condenado al fracaso. Pero esto no es tan difícil como, dicho así, pudiera parecer.
LA FAMILIA: LA CLAVE DEL PROCESO
Para tener una mínima garantía en la aplicación de un método educativo es imprescindible contar con familias proactivas. Esto significa, en primer lugar, que quieren educar a sus hijos, que quieren lograr, a través de la educación, ofrecerles las mejores oportunidades de desarrollo; en segundo lugar, que están dispues tos a informarse sobre las pautas que quieren seguir como pareja; en tercer lugar, que se coordinan como matrimonio para marcar unas mismas normas en la vida familiar; y, por último, que actúan de forma consciente revisando y valorando incidencias y resultados en el ámbito doméstico familiar, en el escolar y en el social.
Educar requiere tiempo, dedicación, constancia e ideas claras. Podemos no estar de acuerdo en el modelo de vida ideal para nuestros hijos, pero siempre es mejor un modelo coherente que la ausencia de cualquiera. Si nosotros como pareja renunciamos a tomar el timón de la educación de nuestros hijos, otros lo harán por nosotros. No me refiero a «otros» como alguien concreto malintencionado con intenciones ocultas, es mucho más fácil que todo eso, lo harán la improvisación, la casualidad, los amigos... pero, sobre todo, los medios de comunicación: la televisión, Internet, los «chats», el WhatsApp, la moda, lo que en cada momento se acepte como normal: el botellón, la disco, marihuana, sexo adolescente, cuartos bunker, etc. que iremos asumiendo poco a poco como rutinas en las vidas de nuestros hijos y en nuestras propias vidas.
La voluntad de educar surge de un planteamiento reflexivo y consciente de la importancia que puede tener en la vida de un ser humano nuestro mensaje, nuestro papel como padres y educadores. Es curioso cómo los matrimonios acuden ilusionados a las Escuelas Infantiles a hablar con los maestros para que les cuenten todo lo relativo a sus hijos. Es un momento en que las necesidades fisiológicas nos preocupan porque aún no están controladas: ¿come o no come?», «¿lo come todo»?, «¿come también fruta..., verdura...?»; «¿se hace caca?», «¿todavía lleva pañal?»... A medida que los niños se hacen autosuficientes, el nivel de atención desciende. Todavía en primaria, hasta los diez años, suelen acudir al centro escolar, pero solo si son llamados y, salvo excepciones, eso ocurrirá en la reunión inicial o cuando haya problemas de conducta. A partir de los 10 años, el padre comienza a ausentarse de estas sesiones. Los matrimonios convocados a las reuniones de principio de curso van descendiendo paulatinamente, y el dato más curioso, como ya he comentado, es que aquellos que asisten suelen ser los que tienen hijos trabajadores con buenos resultados académicos. En cambio, nunca he recibido a un matrimonio a principio de curso que venga a decirme cuáles son los aspectos en los que les gustaría que incidiera en la educación de su hijo, aspectos mejorables donde consideren que, como especialista, como tutor o simplemente como ser humano, puedo ayudar: «Sería magnífico que se soltara a hablar en público», por ejemplo, o «Aún no controla bien la ira, conviene que sea más reflexivo, que domine su primer impulso», por ejemplo; de esa forma, el profesor estaría prevenido ante determinados comportamientos y sabría que cuenta con el respaldo la familia
Cuando el matrimonio no se plantea cómo debe educar, no traza una línea de actuación conjunta, la educación se transforma en secuencias de acción-reacción en el transcurso de la convivencia. En estas secuencias nos movemos los adultos por dos impulsos muy humanos que no siempre son buenos consejeros: el curriculum oculto y la comodidad. El curriculum oculto es la tendencia a reproducir los patrones educativos que siguieron con nosotros mismos - «Si a mí me educaron así, así es como yo debo educar»-, lo cual no siempre es positivo, no siempre es posible y, a veces, no resulta aconsejable. La comodidad es la tendencia a relajarnos después de un día de trabajo que nos pide a gritos que hagamos cualquier cosa por dejar de oír el llanto de un niño, por no ir a esa reunión del Colegio o por no acudir un fin de semana a ese seminario sobre «Sexualidad en la adolescencia». Aún siendo un matrimonio proactivo, responsable y comprometido con la educación, vencer esta inercia resulta, a veces, agotador.
Como sucede en la aplicación de cualquier método en la familia, debe haber un acuerdo explícito entre los cónyuges que parta de un convencimiento: la conveniencia de adoptar un papel activo en la educación de sus hijos. Y esto pasa, necesariamente, por ocupar tiempo en la información, toma de decisiones y ejecución del proyecto.
Estamos hablando de elaborar una guía de valores y conductas que preparen a nuestros hijos para actuar en la vida. Nada o muy poco se puede hacer sin la familia que no sea dejarse arrastrar por las prácticas dominantes en cada momento, y los resultados demuestran que esas prácticas no constituyen ninguna clave para el éxito sino todo lo contrario. Estamos hablando de educar en la inteligencia, en los sentimientos y en las habilidades sociales desde unos planteamientos morales. Cada uno de estos cuatro aspectos van a formarse de manera determinante en la primera etapa de la infancia, hasta los seis años de vida. Es una etapa en la que el niño apenas ha salido del seno familiar, luego todo lo que elaboremos en esta etapa tendrá su huella en el adulto del mañana. Y, consciente o inconscientemente, vamos a educar a través de nuestras actitudes y nuestros actos.
Somos los responsables de nuestros hijos, y eso es una carga pero también una aventura apasionante. Hasta los tres años, la mayoría de los niños no acude a la Escuela Infantil, significa esto que permanecen en el primer círculo o círculo íntimo familiar. En ese círculo íntimo los educadores son los progenitores y, en menor medida pero importante, los hermanos. Durante esta etapa definiremos los aspectos esenciales en la formación del niño: la autoestima proporcionándole seguridad a partir de una figura de apego definida; el desarrollo físico que le permitirá adquirir una mayor grado de independencia; y las conexiones neuronales que suponen la programación inicial de su cerebro. Por un lado, las que van a determinar su capacidad de comunicación en el área neurolingüística cerebral y, por otro, las conexiones neuronales en la zona límbica que determinarán las sensaciones y emociones asociadas a los objetos concretos, a los símbolos, a las palabras, a experiencias vividas. Todo ello determinará la imagen que el niño se forma sobre sí mismo, sobre la familia, sobre el aprendizaje, sobre el entorno y la forma de relacionarse con los demás. En definitiva, estamos plantando los cimientos del edificio justamente en esos primeros años.
Si estuviéramos hablando de un ordenador a estrenar, os diría que en esta etapa instalamos el sistema operativo en el cerebro. Un buen sistema operativo potenciará la inteligencia natural, favorecerá enormemente las capacidades innatas tanto de procesado de datos (comprensión y relación) como de velocidad y coherencia de ejecución en la respuesta (expresión). También potenciará la capacidad de almacenamiento (memoria). Cuando hablamos de estos conceptos, se tiende a pensar en actividades intelectuales como la lectura comprensiva, o la expresión verbal o escrita. Pero estamos hablando de algo que va mucho más allá, estamos hablando de capacidad de comprensión y relación de datos cua lesquiera que estos sean, y eso incluye desde una palabra oída, hasta el gesto en una cara, el sonido de una voz, la luz frente a la oscuridad, la presión de una mano cuando agarra, etc. De igual modo, cuando hablamos de velocidad de ejecución de repuesta, hablamos de capacidad y rapidez de reacción ante la realidad que vive y no debemos olvidar que la realidad se escribe, se visualiza, se siente y se interpreta en el cerebro. Cuando hablamos de capacidad de respuesta no estamos hablando solo de posibles respuestas a un examen, sino de respuestas vitales ante los problemas que se plantean en el día a día que, sin ir a examen, suelen ser los más importantes. «¿Por qué mamá no me quiere?», por ejemplo, requiere toda una interpretación de actos, gestos y discursos. Pero esta interpretación está manipulada en el cerebro por las emociones y, esto, habremos de tenerlo muy en cuenta.
La familia es el núcleo y el motor de la educación, porque no educamos a través de las palabras, sino a través de nuestros actos. Si está leyendo este libro es porque está preocupado por la educación de sus hijos. Luego es usted una persona activa, que ante una situación nueva trata de informarse y de buscar soluciones. A esto lo llamo ser proactivo, o lo que es lo mismo, pertenece al grupo personas que preferimos «hacer algo», «construir», en lugar de limitarnos a expresar nuestras quejas. Y la primera condición es precisamente ésta, que la familia sea consciente de la importancia de la educación, tanto como para ser capaces de elaborar conjuntamente un plan de actuación. Y no estoy ahora hablando de una programación diaria, sino de algo mucho más sencillo: ponernos de acuerdo en cosas tan elementales como qué ambiente queremos que exista en casa, si el niño duerme en nuestro cuarto entre nosotros o no, a partir de qué momento dormirá solo, cuánto tiempo lo sacamos a pasear, quién lo saca, cuántas horas de sueño necesita o a qué hora se acuesta. Cuestiones tan elementales como respetar un horario de comidas o de sueño con independencia de cuál de los progenitores atenderá esa comida o ese baño en un día concreto, ¿o no hay que ser tan rígido con los horarios?, ¿usted qué opina?
A medida que los niños crecen plantearán otras necesidades que requerirán otras tantas respuestas: acudir a una Escuela Infantil, atenderla iday venida, ropa, material escolar, tareas, actividades...
Y por último, llegará el momento del desafío, cuando el adolescente mida sus fuerzas contra la dictadura familiar. En ese momento, necesitaremos estar más unidos como pareja que nunca. El chantaje afectivo, los continuos reproches tratarán de dividir para obtener ventajas - llegar más tarde a casa, tener un ordenador en el cuarto, tener una paga más alta, ir de viaje solo con los amigos.. .-.
Sin embargo, insisto, no debemos agotarnos antes de empezar. Recuerdo que cuando tuvimos a nuestra primera hija, una de las preocupaciones de mi mujer era si seríamos buenos padres, si seríamos capaces de educar a nuestros hijos. Cuando se es consciente, es lógico que pese la responsabilidad. Pero hemos de insistir, educar es fácil, nos basta con ser nosotros mismos. t0 es que pretendemos que nuestros hijos sean algo distinto a un reflejo de nosotros como padres?
En cierta ocasión, se procedió a la expulsión de un alumno del Instituto por una semana como sanción por una falta tipificada como muy grave: insultaba a los profesores en clase. Se había seguido el protocolo, se había advertido al alumno, el tutor había hablado con la familia advirtiéndoles del comportamiento y sus posibles consecuencias... Sin resultado. La acumulación de amonestaciones dio lugar a la sanción y, como jefe de Estudios, debía recibir a los padres para comunicárselo. El padre no acudió, en la puerta del despacho esperaban la madre y el alumno de trece años. Ella era una señora de mediana edad. envejecida por su trabajo en el campo, baja de estatura, algo encorvada, de mirada humilde. El niño tenía un buen historial de amonestaciones de conducta y aquella buena mujer no se mostraba sorprendida por la cita ni el motivo. Tras los saludos de cortesía en la misma puerta, la señora esbozó una disculpa por su hijo, «Ya sé que es muy nervioso, pero no es malo». En ese momento, su hijo le gritó: «Tú cállate. No tienes ni puta idea». Ante semejante falta de respeto, no dejé pasar al alumno y me reuní solo con la madre. La mujer se desahogó en el despacho. Ya no sabía qué hacer. Le dije que debía marcar líneas rojas, ante determinados comportamientos que, bajo ningún concepto, ni ella ni su marido debían permitir. Entonces se echó a llorar. «El padre me trata igual» - me dijo. Si ese niño trataba así a su madre, ¿cómo nos va a extrañar que trate así a su profesor? Y, lo que es peor, está reproduciendo un esquema de conducta aprendida. Lo único que pretende es parecerse a su padre. No educamos con nuestras palabras sino con nuestros actos. Para Albert Merhabian1241, el 93 % del impacto de la comunicación se produce por debajo del nivel de conciencia, es decir, por lo que observamos no por lo que oímos.
PRINCIPIOS BÁSICOS PARA UNA BUENA EDUCACIÓN
Siempre vamos buscando el recetario, ¿verdad? Queremos la solución mágica. Pero en esto de educar no hay recetas mágicas. Hablamos de personas, no de coches ni de tornillos. Muchas son las variables que intervienen en el proceso, el niño viene con unas características de serie, de capacidades innatas que se verán condicionadas por el ambiente familiar y social donde crezca. La combinación de todos los factores pasados por la criba de la libertad individual irán configurando la personalidad del sujeto, lo que determinará sus decisiones en la vida, su futuro.
Decíamos al principio que no podemos cambiar la sociedad para que eduque a nuestros hijos, que tampoco podemos cambiar el sistema educativo, luego queda un factor en el que podemos incidir de forma decisiva: nosotros mismos. Y a nosotros como padres, nos corresponde una tarea tan importante como instalar en la mente del recién nacido el sistema operativo de su pensamiento y su afectividad. Durante los dos primeros años de vida, el niño va a interactuar casi en exclusiva con nosotros, durante el primer año irá configurando su cerebro para ir ganando autonomía para permitirle valerse por sí mismo. Desarrollará las conexiones neuronales necesarias para moverse, comunicarse y relacionarse con nosotros. Y, simultáneamente, irá experimentando y almacenando emociones asociadas a las experiencias para usarlas como claves de interpretación y decisión de conductas como ya veremos.
Lo que acabamos de decir es importantísimo porque si se produce un desfase en el desarrollo psicomotriz o neurolingüístico, podremos recuperarlo dedicando a ello el tiempo necesario. Pero si se produce un desfase en el plano afectivo, resultará enormemente difícil recuperar el terreno perdido, y esto porque, como ya vimos, las emociones y sensaciones actúan como impulsos asociados desde el plano inmediato reflejo. Así, un niño pequeño a quien algún hermano tuviera el buen gusto de torturar dándole sustos cuando apagaban la luz, es muy posible que de adulto siga teniendo sentimiento de aversión o miedo a la oscuridad. Sabe que es una emoción que no tiene sentido, pero no puede evitarla. Determinadas conductas muy frecuentes y asentadas en nuestra cultura, son terriblemente destructivas. La violencia física, el lenguaje coercitivo, la motivación negativa, el chantaje afectivo..., generan conexiones emocionales que frenan el desarrollo adiestrando al cerebro a menospreciar los logros y minimizar las capacidades inhibiéndolo de plantearse metas. Y lo curioso es que los padres que actúan así no lo hacen por crueldad ni con premeditación, simplemente reproducen inconscientemente un esquema aprendido y que suele estar sancionado por el colectivo social.