5
Esta teoría de los planos superpuestos, más o menos inventada por mí, tiene —según lo entiendo— una conexión directa con el título de este capítulo.
Todos nosotros, en algún momento de nuestras vidas, nos hemos dado cuenta de que en el plano en el que sucedía nuestro acontecer éramos tan sólo un puntito minúsculo aquí, abajo y a la izquierda.

Nos sentíamos como una basurita, una nada al lado del plano general que en realidad formaba todo lo que nosotros veíamos de los demás y de la historia.
Todos empezamos por sentirnos alguna vez un granito de arena insignificante en un cosmos inalcanzable.

Y empezamos a asumir que había mucho por recorrer, si uno quería, de verdad, emprender el camino del crecimiento.
Entonces, con más o menos énfasis, con más o menos ahínco, empezamos a recorrerlo. Al principió así, de un tirón, sin escalas... Hasta que un día, más o menos por aquí, resbalamos y caímos hasta el comienzo.
Para seguir debimos volver a empezar.
Y aprendimos, sin maestro, que el camino hay que hacerlo escalonadamente.

Dos pasos para adelante, uno para atrás; tres pasos para adelante, uno o dos pasos para atrás.
Y así, con paciencia, trabajo, esmero y renuncia, fuimos recorriendo todo el camino de nuestro plano.
Recorriendo nuestro camino del crecimiento, en dirección ascendente.
Hasta que un día llegamos arriba. Ese día, si te diste cuenta alguna vez de haber llegado, es glorioso. Y con toda seguridad te sentiste realmente maravilloso.

Miraste el camino recorrido, te diste cuenta de lo padecido, sufrido y perdido en el trayecto, y descubriste cómo, a pesar de ello, no te cabía duda de que valía la pena todo lo pasado para estar acá. Seguramente porque estar aquí arriba, un poco por encima de otros muchos, es halagador, pero también y sobre todo, por saber que estás muy por encima de aquel piojíto que fuiste.
Es bueno, muy bueno estar acá.
Los demás, que recorren sus propias rutas en el plano que andan por acá, por ahí o por allá, te miran, se dan cuenta de que has llegado, te vuelven a mirar, te aplauden y te dicen:
¡Qué bárbaro! ¡Qué bien! ¿Cómo llegaste? ¿Cómo hiciste?
Y vos les decís;
Bueno... qué sé yo,... —un poco para esconder en la modestia tu falta de respuesta.
Ellos insisten:
¡¡ídolo!!, ¡Decinos!
Y vos te sentís único y el peor de tus egos vanidosos se siente reconfortado de estar por encima. El ego explica:
Bueno. Primero hay que hacer así, después hay que ir por allá...
Pasa el tiempo y te das cuenta de que este lugar, el del aplauso, es bárbaro, pero que uno no se puede quedar así, quieto para siempre.

Entonces empezás a recorrer otros puntos del plano.
Vas y venís, porque ahora con más facilidad controlas y manejás todo el plano. Podés bajar, entrar, descender y volver a llegar. Recorrés cada punto del plano y volvés otra vez arriba, y todos los demás aplauden enardecidos.
Entonces te das cuenta de que te quedan unos milímetros de plano más por crecer, y pensás:
«Bueno, ¿por qué no?... si total no me cuesta nada...»
Y avanzás un poco más hasta quedar pegado al límite superior del plano.
Y la gente aúlla enfervorizada.
Y sentís que empieza a dolerte un poco el cuello, aplastado contra el techo del plano.
La gente grita:
¡¡¡Ohhhü!
Entonces... en ese momento... nunca antes, hacés el descubrimiento.
Ves algo que nunca habías notado hasta entonces.
Te das cuenta de que en el techo hay un acceso oculto, una especie de puerta trampa que sale del plano. Una abertura que no se veía desde lejos, que se ve nada más que cuando uno está allá arriba, en el límite máximo, con la cabeza aplastada contra el techo.

Entonces abrís la puerta, un poquito, mirás.
Nada de lo que se ve estaba previsto.
Lo primero que notás es que la puerta tiene un resorte y que al soltarla se vuelve a cerrar sola inmediatamente.
La segunda cosa que advertís es muchas veces shockeante: la puerta descubierta conduce a otro plano, que nadie mencionó nunca.
Es tu primera noticia. Siempre pensaste que este plano era el único; y el lugar donde estabas, tu máximo logro.
«Ahhh... hay otro plano por encima de éste.»
Pensás.«¡Se podría seguir!... Mirá qué interesante.»
Y entonces asomás la cabeza por la puerta y te das cuenta de que el plano al cual llegaste es tan grande como el otro, o más grande.

Mirás casi instintivamente del otro lado y ves que del lado del nuevo plano la puerta no tiene picaporte. Esto significa, y lo comprendés rápidamente, que si decidieras pasar, el resorte cerraría la puerta y no podrías volver. Y te decís en voz alta:
No, ni loco.
Cerrás otra vez la puerta y te quedás lo más campante, una hora, dos horas, tres días, tres años, no importa cuánto.
Y un día te das cuenta de que te estás aburriendo infinitamente, te da la sensación de que todo es más de lo mismo y que no hay nada nuevo por hacer y que podrías seguir.
Entonces otra vez volvés a abrir la puerta y pasas un poquito mas de cuerpo. Trabás la puerta con el pie y girás para decirles a los que están cerca:
Oigan, vengan conmigo que vamos a explorar el otro plano.
Los que te escuchan, que no son muchos, dicen:
¿Qué otro plano?
¿Qué me decís?
Intentás explicar:
El que descubrí yo, está por acá, pasando la puerta...
¿Qué puerta?
Si no hay ninguna puerta.
¿¡De qué estás hablando!? —dicen todos.
Está claro. No pueden entender.
Y entonces, aterrizás en el gran desafío: si te animaras a pasar de plano, deberías pasar solo. Ninguno de los amigos que has cosechado acá puede pasar contigo. Cada uno podrá pasar sólo cuando sea su tiempo, que no es éste, porque éste es el tuyo, solamente el tuyo.
Solo no paso —sentenciás.
Porque duele dejar a todos de este lado. Dejar atrás a los que querés y a los que te quieren:
Los espero —les prometés sin que sepan.
Pero el tiempo se estira, el cuello te duele y el tedio se vuelve casi insostenible.
Y aguantás.
Y te ínventás consuelo.
Y renuncias a ciertos pensamientos y a muchos impulsos.
Y te aburrís de tu vida que para los otros es fantástica.
Y nadie te entiende.
Y todo pierde sentido e importancia.
Hasta que un día, imprevistamente, en un arranque, lo haces.
Traspasás la puerta, ésta se cierra como ya sabías y te encontrás en el nuevo plano.
Los que quedaron atrás creen que sos un modelo para ellos.
Te piden consejo, se lo das; te cuentan sus problemas y los escuchas; pero nadie puede entender los tuyos; simplemente estás en otro plano.
No es un mérito, es un suceso.
Los del plano anterior aplauden cada vez más y vivan tu nombre, pero ya casi no los escuchás. Quizás porque no necesitás tanto de su admiración.
Mirás de frente el nuevo plano. Sentís un extraño déjá vu.
Otra vez estás acá.
Estás solo.

Solo, triste, temeroso y de a ratos desesperado.
¿Por qué todo esto?
Por una sencilla razón:
Otra vez te sentís una basurita insignificante.
Y para peor, una basurita con conciencia y recuerdo de haber sido casi un Dios.
«Allá era aplaudido por todos los demás, aquí no me conoce nadie.»
«Antes tenía a todos mis amigos a mi alrededor, desde aquí ninguno de ellos entiende siquiera lo que digo.»
«He perdido todo lo bueno de aquello para ganar esto, que lo único que tiene de bueno es la perspectiva.»
De a ratos, a qué negarlo, aparece una especie de arrepentimiento.
En algún momento, cuando empezaste a asomarte, tus mejores amigos te dijeron:
¿A dónde vas?
¿Acaso no estás bien aquí?
Quedate.
Quizás debiste escuchar un poco más.
Quizás te apresuraste.
Les contestaste:
Ustedes no entienden, están equivocados.
Quizás no estaban equivocados.
Pasás del arrepentimiento al autorreproche.
Ellos siguen en su lugar disfrutando y vos aquí, en pena.
Has pasado voluntariamente de la gloria máxima de ser el ídolo de todos a ser el último piojo de este plano nuevo.
¿Quién era el que estaba equivocado?
En este punto yo creo que nadie está equivocado, porque no es un tema de aciertos y errores.
Hay momentos, hay tiempos, hay oportunidades en cada una de nuestras historias.
Afortunadamente, el desasosiego dura poco.
Después de todo, ya no hay nada que puedas hacer.
Para bien o para mal este nuevo lugar es el mejor sitio para estar.
No hay equivocados, hay situaciones diferentes, y planos diferentes.
El día anterior a recibirme de médico, yo era el más aventajado de los alumnos de la facultad. Yo era el tipo al que todos los demás alumnos consultaban. Era en la guardia del Haedo el practicante mayor de la guardia, y todos los demás eran «perros», como se llamaba a los que hacían el trabajo duro de los practicantes.
En el instituto de cirugía Luis H. Güemes donde yo trabajaba, mandaba y mandoneaba en mi ultima guardia, el 15 de mayo de 1973. Me recibí de médico ocho días después, el 23 de mayo. Al día siguiente en el mismo hospital, yo era el último perro de los médicos, el que hacía las guardias que nadie quería hacer, el que tomaba a los pacientes con vómito, el que tenía que hacer la noche, el que no salía a comer, el último piojo del tarro, donde no me daba bolilla nadie, ni siquiera los practicantes, que en realidad dependían de otro médico, o del nuevo practicante mayor.
Eran los efectos indeseables del cambio de plano.
¿Hubiera sido mejor no recibirse?
Yo estoy seguro de que no, pero puedo entender por qué pensé que sí.
La cuestión de cómo hacer para volver atrás va dejando lugar a otras preguntas mucho más trascendentes de cara al futuro.
¿Y ahora qué?
¿Habrá que recorrer todo el plano una vez más, para llegar arriba y descubrir otro plano?
Seguramente.
Y sabés, aunque luego lo olvides, que habrá un nuevo techo más adelante y una nueva puerta y un «nuevo plano».
¿Tendrá sentido seguir hacia arriba?
¿Hasta cuándo?
¿Infinitamente?
¿Hasta dónde?
Yo digo: hasta que decidas detenerte.
Cada uno puede decidir quedarse donde quiera.
En este plano, en aquél, en el próximo, en la mitad del que sigue...
Yo no critico a nadie que decida quedarse en un plano, sólo aviso que el camino del crecimiento es infinito.
Necesito decirte que creo que el crecimiento vale la pena, pero que la pena es inevitable.
Quizás ahora quede más claro por qué sostengo que hay caminos que son imprescindibles.
Para animarse a pasar de plano hay que estar convencido de que dependo de mí mismo, hace falta haberse encontrado comprometidamente con aquellos de quienes aprendí y hay que saber, mientras caminamos juntos, que probablemente nos separemos en algún momento.
Y aunque casualmente lleguemos con alguien al cambio de plano, dejar atrás lo conquistado significa perderlo y esto convoca a un dudo.
Crecer es un beneficio pero implica una pérdida, aunque más no sea la de la ingenuidad de la ignorancia... y no es un tema menor.
Cada cambio de plano implica un duelo pero también, como hemos visto, cada dudo importante de nuestra vida conlleva un cambio de plano.
Para pasar de plano hay que tener coraje, claro que sí, pero sobre todo hay que confiar en uno mismo.
Tengo que confiar en mí si quiero separarme de lo que traigo.
Debo apostar por mí si pretendo vivir una vida desapegada.
Tengo que confiar en que la pérdida que me toca vivir es, en realidad, una puerta y la apertura de un crecimiento mayor
Tengo que confiar en que hay algo mejor después de esto.
Tengo que confiar en que el plano que sigue me enseñará lo que necesito saber.
Tengo que desconfiar de la vanidad que me cuestiona por renunciar a ser el ídolo de todos los que quedaron allí atrás.
Tengo que animarme a pasar por esto si quiero seguir creciendo.
Crecer sin que la altura me haga perder de vista lo importante.
Y lo importante... es la vida.
La Madre Teresa de Calcuta (9) escribió:
La vida es una oportunidad, aprovéchala.
La vida es belleza, admírala.
La vida es dulzura, saboréala.
La vida es un sueño, hazlo realidad.
La vida es un reto, afróntalo.
La vida es compromiso, cúmplelo.
La vida es un juego, disfrútalo.
La vida es costosa, cuídala.
La vida es riqueza, consérvala.
La vida es un misterio, devélalo.
La vida es una promesa, lógrala.
La vida es tristeza, sopórtala.
La vida es un himno, cántalo.
La vida es un combate, acéptalo.
La vida es una tragedia, enfréntala.
La vida es preciosa, jamás la destruyas.
Porque la vida es la vida, vívela.
Cuando abandones este plano que hoy transitás, quedarán en vos todos los recuerdos de lo vivido, pero perderás casi todo lo que conseguiste en tu relación con los demás, casi todo lo que cosechaste de tu vínculo con los otros.
Sos el mejor amigo de todos, pero nadie es tu amigo. Todos cuentan con vos, pero vos sentís el dolor de no tener más nada que ver con ellos.
No siempre sucede así, pero hacete esta imagen.
Tengo que aceptar que hay una pérdida que llorar, y soy yo el que tiene que hacer el duelo.
Cuando paso, el otro no pierde nada, ni siquiera a mí.
Yo soy el que deja todo, hasta el placer narcisista de ser «uno de los que llegó».
Y no es que aquel lugar de allá arriba fuera un lugar para humillar a los demás, pero sin duda era más factible alardear desde allí que desde el nuevo plano. Después de pasar no estás para ufanarte frente a nadie, sobre todo con esa sensación de ser otra vez insignificante.
Quizás ni sabés que estás en otro plano, de pronto ni sabés qué pasó, lo cierto es que de repente empezaste a sentirte poca cosa, como hace tanto.
Y por supuesto, no estás para proclamarlo, ni para exhibirlo, en todo caso sólo para padecerlo.
Pero desde el plano anterior, alguien parece entender lo del pasar y se anima a decir:
Estás en otro plano, ¡qué bárbaro! Sos un iluminado.
Y vos le decís honestamente:
¿Quién? ¿Yo iluminado? Si me siento una nadita, incapaz de todo.
Y los demás se asombran de tu humildad.
Aunque, por supuesto, no todos se quedan en el asombro. Algunos picaros han escuchado a los que pasaron de plano decir que no son, que no saben, que no pueden, y encuentran en la frase una manera de disimular su vanidosa pretensión de recibir los halagos reservados a los modestos hombres sabios.
A veces, mostrarse poca cosa es una manipulación, un manejo exhibicionista construido para impresionar a los giles (como se dice en mi barrio), para el afuera.
Y no es de los que están al tope del plano anterior; ésos pueden alardear con lo que son. En todo caso se lo han ganado.
Los manipuladores son los chatos, los acomplejados, los oscuros intrascendentes de siempre.
Quiero decir, también este «no soy nadie» puede ser una sombría manipulación, una declaración de los vanidosos que, conociendo la humildad de los iluminados, compiten para decidir quién es el más humilde y dejar supuestamente establecido entonces quién es el más iluminado.
Ningún pueblo valora tanto la inteligencia y el conocimiento como el pueblo judío, es cierto. Pero también es verdad que ningún pueblo se burla tanto de sus falsos sabios e iluminados como ellos, quizás para demostrar su auténtica sabiduría, la que deviene de reírse de uno mismo.
En un barrio de la ciudad judía de Lublin, se encuentran tres hombres muy importantes de la comunidad: el rabino del barrio, el rabino del pueblo y el gran rabino de toda Polonia.
Están los tres en un barcito, tomando té, mientras Schimel, el mozo, barre el piso. De pronto, el rabino del barrio suspira y dice en voz alta:
—Cuando pienso en Dios, me siento tan poca cosa...
El rabino del pueblo no quiere quedarse atrás de tanta demostración de humildad, y entonces levanta la taza y dice:
—Brindemos por tu buena fortuna. Te sientes poca cosa, ¡qué suerte! Cuando y¿¿pienso en Dios, me siento nada... nada.
El gran rabino de toda Polonia escucha a estos dos, piensa un minuto y dice:
—Los escucho y me lleno de envidia. Ustedes se sienten poca cosa o nada... Cuando yo pienso en Dios, me siento... menos que nada.
Se produce un gran silencio. Sólo se escucha el sonido de la escoba del pobre Schimel de Lublirt.
Los tres miran al mozo, que deja de barrer y los observa azorado.
Los rabinos le preguntan:
—¿Qué tienes para decir?
El pobre recuerda lo que los tres hombres más importantes y sabios de Polonia acaban de proclamar y piensa que si ellos se sienten poca cosa, nada y menos que nada, ¿qué quedaría para él?
Sin saber qué decir, Schimel simplemente se encoge de hombros.
Los tres se miran, miran al mozo, que sigue encogido de hombros.
Y al unísono le gritan ofendidos:
—¡Y tú, quién te crees que eres?
Concluyo.
¿Hasta dónde se sigue creciendo?
Yo no sé si es malo elegir quedarse en algún lugar halagador y no querer avanzar. Digo que querer seguir forma parte de nuestra naturaleza.
Me parece irremediable.
El biólogo Dróescher dice que sólo se puede estar en dos momentos: creciendo o envejeciendo. El precio de quedarse clavado en la historia sin crecer más es empezar a envejecer.
Si ésta es la elección, está muy bien.
Pero hay una elección para hacer y es absolutamente personal.
Nadie decide por vos dónde te quedás.
Vos elegís hada dónde y vos decidís hasta cuándo,
porque tu camino es un asunto exclusivamente tuyo.