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RETOMANDO EL CAMINO

La búsqueda del sentido

Parece evidente que el propósito de nuestra existencia es buscar la felicidad. Muchos pensadores occidentales han estado de acuerdo con esta afirmación, desde Aristóteles hasta William James.

«Pero... una vida basada en la búsqueda de la felicidad personal ¿no es, por naturaleza, egoísta, egocéntrica y miserable?»

Contestaré ahora mismo a cada una de las cuestiones:

Egoísta: Sí.

Egocéntrica: Más o menos.

Miserable: No necesariamente.

Los que trabajamos con grupos variados de gente comprobamos una y otra vez que son las personas más desdichadas las que tienden a estar más centradas en sí mismas; las más retraídas, amargas y propensas a la manipulación y el aislamiento cuando no a la prepotencia. Las personas que se declaran felices, en cambio, son habitualmente más sociables, más creativas y permisivas. Toleran mejor las frustraciones cotidianas y, como norma, son más afectivas, demostrativas y compasivas que las otras.

En un experimento llevado a cabo en la Universidad Estatal de Nueva York, se pidió a los sujetos que completaran la frase:

«Me siento contento de no ser...»

Tras haber repetido cinco veces este ejercicio, más del 90% de los sujetos experimentó un claro aumento de su sensación de satisfacción personal. Y al salir del lugar demostraron tendencias más amables, colaboradoras y solidarias entre sí y con ocasionales desconocidos a los que ayudaron espontáneamente.

Un par de horas después, los investigadores pidieron al grupo que completara la frase:

«Hubiera deseado ser...»

Esta vez, el experimento dejó a los sujetos más insatisfechos con sus vidas.

Los expertos en optimizar rendimiento han realizado miles de estas pruebas y todas parecen confirmar que las personas de buen humor, los individuos que se definen felices y aquellos que se sienten contentos con sus vidas poseen una voluntad de acercamiento y ayuda mayor con respecto a los demás, un mejor rendimiento y una mayor eficacia en lo que emprenden.

La felicidad produce beneficios, muchos de ellos inherentes al individuo, muchos más que trascienden a su familia y al conjunto de la sociedad.

No se puede seriamente pensar en estar vivo renunciando a la búsqueda de este camino hacia la armonía, la plenitud, la felicidad.

Habrá que tomar esta decisión, y sé que no es sencillo hacerlo. Esto es lo que yo hice porque esto es lo que yo creo; ustedes pueden creer otra cosa.

La postura que tomemos hoy tal vez no sea definitiva, quizás mañana cambie. Hace diez años yo pensaba absolutamente otra cosa.

Cualquiera sea la postura que ustedes tengan, es válida.

Sólo pregunto por la posición tomada para que se pregunten si están siendo coherentes con ella.

Si ser feliz es la más importante búsqueda que tengo en la vida, y la felicidad para mí consiste en estos momentos gloriosos, ¿qué hago yo perdiendo el tiempo, por ejemplo, leyendo este libro?

Si yo decido que la felicidad es el mayor de mis desafíos, y decido que esta búsqueda tiene que ver con sensaciones nuevas, en realidad tendría que estar buscándolas, ¿qué hago entonces perdiendo el tiempo y ocupándome de otras cosas que me distraen de esta búsqueda?

Si ser feliz es evitar todo dolor evitable, ¿para qué sigo leyendo y escuchando a Bucay que me dice muchas veces cosas dolorosas o desagradables?

Porque lo que importa es comprometerse.

Porque ser feliz es el mayor de los compromisos que un hombre puede sentir, consigo y con su entorno.

Dentro de los que creen que la felicidad existe, se perciben grandes diferencias que un amigo psiquiatra se empeña en clasificar en tres grupos:

Grupo I: Los románticos hedonistas quienes sostienen que la felicidad consiste en lograr lo que uno quiere.

Grupo II: Los de baja capacidad de frustración, quienes creen la felicidad tiene que ver con evitar todo dolor y frustración.

Grupo: III; Los pilotos de globos de ilusión (entre los cuales mi amigo me incluye), que viven un poco en el aire y aseguran que la felicidad no tiene casi relación con el afuera sino con un proceso interior.

Para acceder a mi propia definición de la felicidad, habrá que empezar por distinguir algunos conceptos que, si bien son elementales, muchas veces pasan desapercibidos y se confunden.

Entre los principales figura la diferencia entre la palabra meta y la palabra rumbo.

Para graficar esta idea, les voy a contar una historia...

Un señor se hace a la mar a navegar en su velero y, de repente, una fuerte tormenta lo sorprende y lo lleva descontrolado mar adentro. En medio del temporal el hombre no ve hacia dónde se dirige su barco. Con peligro de resbalar por la cubierta, echa el ancla para no seguir siendo llevado por el viento y se refugia en su camarote hasta que la tormenta amaine un poco. Cuando el viento calma, el hombre sale de su refugio y recorre el velero de proa a popa. Revisa cada centímetro de su nave y se alegra al confirmar que está entera. El motor enciende, el casco está sano, las velas intactas, el agua potable no se ha derramado y el timón funciona como nuevo.

El navegante sonríe y levanta la vista con intención de iniciar el retomo a puerto. Otea en todas las direcciones pero lo único que ve por todos lados es agua. Se da cuenta de que la tormenta lo ha llevado lejos de la costa y de que está perdido.

Empieza a desesperarse, a angustiarse.

Como les pasa a algunas personas en momentos demasiado desafortunados, el hombre empieza a llorar mientras se queja en voz alta diciendo:

—Estoy perdido, estoy perdido... qué barbaridad...

Y se acuerda de que él es un hombre educado en la fe, como a veces pasa, lamentablemente sólo en esos momentos, y dice:

—Dios mío, estoy perdido, ayúdame Dios mío, estoy perdido... Aunque parezca mentira, un milagro se produce en esta historia:

el cielo se abre —un círculo diáfano aparece entre las nubes— un rayo de sol entra, como en las películas, y se escucha una voz profunda (¿Dios?) que dice:

—¿Qué te pasa?

El hombre se arrodilla frente al milagro e implora:

—Estoy perdido, no sé dónde estoy, estoy perdido, ilumíname, Señor. ¿Dónde estoy... Señor? ¿Dónde estoy...?

En ese momento, la voz, respondiendo a aquel pedido desesperado, dice:

—Estás 38 grados latitud sur, 29 grados longitud oeste —y el cielo se cierra.

—Gracias, gracias... —dice el hombre.

Pero pasada la primera alegría, piensa un ratito y se inquieta retomando su queja:

—Estoy perdido, estoy perdido...

Acaba de darse cuenta de que con saber dónde está, sigue estando perdido. Porque saber dónde estás no te dice nada respecto a dejar de estar perdido.

El cielo se abre por segunda vez:

—¡Qué te pasa!

—Es que en realidad no me sirve de nada saber dónde estoy, lo que yo quiero saber es adonde voy. ¿Para qué me sirve saber dónde estoy si no sé adonde voy? A mí lo que me tiene perdido es que no sé adonde voy.

—Bien —dice la voz-> vas a Buenos Aires —y el cielo comienza a cerrarse otra vez.

Entonces, ya más rápidamente y antes de que el délo termine de cerrarse, el hombre dice:

—¡Estoy perdido, Dios mío, estoy perdido, estoy desesperado...!

El cielo se abre por tercera vez:

—¡¿Y ahora qué pasa?!

—No... es que yo, sabiendo dónde estoy, y sabiendo adonde voy, sigo estando tan perdido como antes, porque en realidad ni siquiera sé dónde está ubicado el lugar adonde voy.

La voz le responde:

—Buenos Aires está 38 grados...

—¡No, no, no! —exclama el hombre—. Estoy perdido, estoy perdido... ¿Sabés lo que pasa? Me doy cuenta de que ya no me alcanza con saber dónde estoy y adonde voy; necesito saber cuál es el camino para llegar, necesito el camino.

En ese preciso instante, cae desde el cielo un pergamino atado con un moño.

El hombre lo abre y ve un mapa marino. Arriba y ala izquierda un puntito rojo que se prende y se apaga con un letrero que dice: «Usted está aquí». Y abajo a la derecha un punto azul donde se lee:

«Buenos Aires».

En un tono fucsia fosforescente, el mapa muestra una ruta que tiene muchas indicaciones: remolino arrecife piedritas...

y que obviamente marca el camino a seguir para llegar a destino. El hombre por fin se pone contento. Se arrodilla, se santigua y dice: —Gracias, Dios mío...

Mira el mapa, pone en marcha el motor, estira la vela, observa para todos lados y dice:

—¡Estoy perdido, estoy perdido...!

Por supuesto.

Pobre hombre, sigue estando perdido.

Para todos lados adonde mira sigue habiendo agua, y toda la información reunida no le sirve para nada, porque no sabe hacia dónde empezar el viaje.

En esta historia, el hombre tiene conciencia de dónele está, sabe cuál es la meta, conoce el camino que une e¡ lugar donde está y la meta adonde va, pero le falta algo para dejar de estar perdido.

¿Qué es lo que le falta?

Saber hada dónde.

¿Cómo haría un señor que navega para determinar el rumbo?

Mirando una brújula. Porque solamente una brújula puede darle esta información.

Ahora que sabe dónde está, que sabe adonde va y que tiene el mapa que lo orienta, ahora, le falta la brújula. Porque si no tiene la brújula, de todas maneras, no sabe hacia dónde emprender la marcha.

El rumbo es una cosa y la meta es otra.

La meta es el punto de llegada; el camino es cómo llegar; el rumbo es la dirección, el sentido.

Y el sentido es imprescindible aunque lo único que pueda aportarte sea saber dónde está el norte.

Si uno entiende la diferencia entre el rumbo y la meta, empieza a poder definir muchas cosas.

La felicidad es, para mí, la satisfacción de saberse en el camino correcto.

La felicidad es la tranquilidad interna de quien sabe hacia dónde dirige su vida.

La felicidad es la certeza de no estar perdido.

En la vida cotidiana, las metas son como puertos adonde llegar, el camino serán los recursos que tendremos para hacerlo y el mapa lo aportará la experiencia. No dudo de la importancia de saber dónde estamos; sin embargo... sin dirección no hay camino. Te escucho cuestionando:

«Pero si mi meta es Buenos Aires, como en el ejemplo del barco, y estoy a 200metros de la costa, aunque no tenga la brújula no estoy perdido. Si uno sabe lo que quiere y sabe cómo obtenerlo, tampoco está perdido.»

Déjame extender un poco más la metáfora.

De alguna manera tenés razón.

Si me conforma limitarme a navegar cerca de la costa, quizás no necesite brújula.

Si me mantengo a la vista del punto de referencia, para qué quiero tanta complicación.

Es probable que al estar cerca de la meta uno sienta que no está perdido. Pero esta seguridad genera dos problemas:

1. Debo restringir mi elección exclusivamente a las metas que estén a la vista.

2. (el más grave...) ¿Qué pasa después que llegué a la meta, feliz, pleno, maravilloso y armonizado? ¿Qué pasa en el instante después de la plenitud?

¡Se pudrió todo! (dicen los jóvenes...)

Porque voy a tener que apurarme a buscar otra meta. Y recordar que esa meta deberá estar a la vista, porque si no, otra vez estaré perdido.

La estrategia de estar renovando permanentemente mis metas para sentirme feliz, obligado a descartar lo próximo porque siempre tengo que querer algo más para poder seguir mi camino, sumada a la limitación de encontrar objetivos de corto alcance para no perder el rumbo, me parece demasiada carga para mí.

Repito: si ser feliz se relaciona con la sensación de no estar perdido y el precio de creerse feliz es quedarse cerca, me parece demasiado caro para pagarlo.

Crecer (¿te acordás?) es expandir las fronteras.

Es llegar cada vez más allá.

¿Cómo voy a crecer si vivo limitado por lo conocido por miedo a perderme?

Cada quien puede elegir esta postura, pero no la admito para mí, no la elegiría para mis hijos, no me gusta para mis pacientes, no la quiero para vos.

El tema entonces está, repito, en saber el rumbo.

El tema no está en saber adonde voy, no está en cuán cerca estoy ni en descubrir qué tengo que hacer para llegar.

La cuestión es que aunque el afuera no me deje ver la costa, si yo sé hacia dónde voy, nunca me interesa el lugar al que llegar, sino la dirección en la que avanzo.

Si la meta se representa más o menos así:

El rumbo se representa por una flecha que apunta en una dirección determinada, como la aguja de una brújula que apunta impertérrita en dirección al polo magnético, independiente de nuestra posición en el mundo:

En el caso de las metas, nunca sé si estoy en lo correcto hasta que no las tengo a la vista.

Cuando conozco el rumbo ya no necesito evaluar si voy a llegar o no. Puedo no estar perdido sin que me importe el resultado inmediato.

Y salvo para la vanidad, ésta es una ventaja.

Si la felicidad dependiera de las metas, dependería del momento de la llegada.

En cambio, si depende de encontrar el rumbo, lo único que importa es estar en camino y que ese camino sea el correcto.

¿Cuál es el camino correcto?

El camino correcto es aquel que está alineado con el rumbo que señala la brújula.

Cuando mi camino está orientado en coincidencia con el sentido que le doy a mi vida, estoy en el camino correcto.

Pero atención. No existe un solo camino correcto, así como no hay un solo sendero que vaya hacia el norte. Aquel camino es correcto pero el otro camino también lo es, y el otro... y el otro... Todos los caminos son correctos si van en el rumbo.

Y puedo entender mejor ahora el principio del libro, la alegoría del carruaje y la respuesta del viejo sabio.

Puedo elegir cualquiera de los caminos y lo mismo da, porque mientras el rumbo coincida con el camino, la sensación será la de no estar perdido.

Ahora te imagino cuestíonador e inquisitivo. Harto ya de mí, querés respuestas concretas.

Juntas las yemas de los cinco dedos de tu mano derecha y la acercas al libro para preguntar:

«¿Qué es el rumbo?

Con el señor en el agua entendí, pero ¿en la vida?

Quiero ganar un millón de dólares, quiero casarme con fulano, con fulana, quiero trabajar en tal lugar, quiero esto, quiero aquello... las metas son fáciles, ¿pero el rumbo?

Y aun cuando acepte la idea, ¿dónde está la brújula?...

¿Cual es tu propuesta?, ¿confiar en que Dios me la dé... como en el cuento?»

En la vida, el rumbo lo marca el sentido que cada uno decida ciarle a su existencia.

Y la brújula se consigue contestándose una simple pregunta:

¿Para qué vivo?

No por qué sino para qué.

No cómo sino para qué.

No con quién sino para qué.

No de qué sino para qué.

La pregunta es personal. No se trata de que contestes para qué vive el hombre, para qué existe la humanidad, para qué vivieron tus padres ni qué sentido tiene la vida de los inmorales.

Se trata de TU VIDA.

¿Qué sentido tiene tu vida?...

Contestar con sinceridad esta pregunta es encontrar la brújula para el viaje.

¿Qué sentido tiene tu vida?...

No saber cómo contestarla o despreciar esta pregunta puede ser una manera de expresar la decisión de seguir perdido.

¿Qué sentido tiene tu vida?...

Una pregunta difícil si uno se la plantea desde los lugares miserables por los que estamos acostumbrados a llegar a estos cuestionamientos.

«Demasiado problema para una tarde como hoy.»

«Un día de éstos lo pienso... Pregúntamela en un par de años.»

«¿Cómo voy a contestar yo a tamaña pregunta?»

«Esa es la pregunta del millón. Hay que pensar muy bien una cuestión como ésa.»

«Esperaba que vos me dieras la respuesta.»

«Justo justo para saber eso me compré este libro...»

Demasiadas trampas para no contestar...

¿Qué sentido tiene tu vida?

Y sin embargo, encontrar la propia respuesta no es tan difícil. Sobre todo si me animo a no tratar de convencer a nadie.

Sobre todo si me atrevo a no tomar prestados de por vida sentidos ajenos.

Sobre todo si no me dejo convencer por cualquier idiota que me diga: «No, ése no puede ser tu rumbo...».

Cuenta la leyenda que antes de que la humanidad existiera, se reunieron varios duendes para hacer una travesura.

Uno de ellos dijo:

—Pronto serán creados los humanos. No es justo que tengan tantas virtudes y tantas posibilidades. Deberíamos hacer algo para que les sea más difícil seguir adelante. Llenémoslos de vicios y de defectos; eso los destruirá.

El más anciano de los duendes dijo:

—Está previsto que tengan defectos y dobleces, pero eso sólo servirá para hacerlos más completos. Creo que debemos privarlos de algo que, aunque sea, les haga vivir cada día un desafío.

—¡¡¡Qué divertido!!! —dijeron todos.

Pero un joven y astuto duende, desde un rincón, comentó:

—Deberíamos quitarles algo que sea importante... ¿pero qué? Después de mucho pensar, el viejo duende exclamó:

—¡Ya sé! Vamos a quitarles la llave de la felicidad.

—¡Maravilloso... fantástico... excelente idea! —gritaron los duendes mientras bailaban alrededor de un caldero.

El viejo duende siguió:

—El problema va a ser dónde esconderla para que no puedan encontrarla.

El primero de ellos volvió a tomar la palabra:

—Vamos a esconderla en la cima del monte más alto del mundo.

A lo que inmediatamente otro miembro repuso:

—No, recuerda que tienen fuerza y son tenaces; fácilmente, alguna vez, alguien puede subir y encontrarla, y si la encuentra uno, ya todos podrán escalarlo y el desafío terminará.

Un tercer duende propuso:

—Entonces vamos a esconderla en el fondo del mar.

Un cuarto todavía tomó la palabra y contestó:

—No, recuerda que tienen curiosidad; en determinado momento algunos construirán un aparato para poder bajar y entonces la encontrarán fácilmente.

El tercero dijo:

—Escondámosla en un planeta lejano a la Tierra.

A lo cual los otros dijeron:

—No, recuerda su inteligencia, un día alguno va a construir una nave en la que puedan viajar a otros planetas y la van a descubrir.

Un duende viejo, que había permanecido en silencio escuchando atentamente cada una de las propuestas de los demás, se puso de pie en el centro y dijo:

—Creo saber dónde ponerla para que realmente no la descubran. Debemos esconderla donde nunca la buscarían.

Todos voltearon asombrados y preguntaron al unísono:

—¿Dónde?

El duende respondió:

—La esconderemos dentro de ellos mismos... muy cerca de su corazón...

Las risas y los aplausos se multiplicaron. Todos los duendes reían:

—¡Ja... Ja... Ja...! Estarán tan ocupados buscándola fuera, desesperados, sin saber que la traen consigo todo el tiempo.

El joven escéptico acotó:

—Los hombres tienen el deseo de ser felices, tarde o temprano alguien será suficientemente sabio para descubrir dónde está la llave y se lo dirá a todos.

—Quizás suceda así —dijo el más anciano de los duendes— pero los hombres también poseen una innata desconfianza de las cosas simples. Si ese hombre llegara a existir y revelara que el secreto está escondido en el interior de cada uno... nadie le creerá.

Encontrar el sentido de tu vida es descubrir la llave de la felicidad.

La respuesta a la pregunta sobre el sentido de tu vida está dentro de vos mismo.

Y vas a tener que encontrar tu propia respuesta:

Definir el sentido no debe ser un tema sacralizado en un intento de magnificar la decisión y el compromiso que implica, pero tampoco debe ser dejado de lado como si fuera un hecho poco importante.

Una decisión de este tipo determina y resignifica mis acciones posteriores así como actualiza en gran medida mi escala de valores.

Si yo decido que una determinada búsqueda, por ejemplo, le da sentido a mi vida, nada podría evitar que dedique la mayor parte de mi tiempo a esa tarea.

Nadie podría impedir que esa búsqueda se vuelva más importante que cualquier otra cosa, sobre todo más importante que cualquier otro objetivo de los impuestos por los condicionamientos familiares, culturales o afectivos.

Cada uno construye su vida eligiendo su camino.

No puedo construir un camino donde quede garantizado que yo consiga todas las metas que me proponga, pero sí puedo elegir el que vaya en la misma dirección que el propósito que decidí para mi vida.

Eso es estar en el camino correcto.

Los que alguna vez dispararon un arma de fuego apuntando a un blanco saben cómo se hace para tratar de dar en el centro:

Se trata de alinear el ojo, la mira y el blanco. Cuando esto sucede el disparo acierta en el centro.

La misma imagen es la que yo tengo de ser feliz:

Cuando yo, mi camino y mi rumbo coinciden, siento la satisfacción de estar en camino, sereno, encontrado y satisfecho.

No se trata sólo de tener ganas de vivir, se trata de saber para qué, para qué vivís.

Y esto, nos guste o no, implica la propia decisión. No es algo «que me pasa» por accidente, es el resultado de la profunda reflexión y por lo tanto de mi absoluta responsabilidad.

La encuesta del PQMV

Si nos paráramos en la esquina más transitada de Buenos Aires o de cualquier ciudad del mundo y le preguntáramos a la gente: «Señor, señora, joven, ¿para qué cree usted que vive? ¿Qué sentido tiene su vida?», ¿qué creés que obtendríamos como respuesta?

Las estadísticas dicen que las respuestas serán más o menos las que siguen:

30% de silencio y mirada de «¿Me estás tomando el pelo?» 25% de respuestas del tipo: «Cómo se ve que no tenés nada que hacer, idiota» o alguna otra guarangada equivalente.

20% de encogidas de hombros, miradas de asombro, risas nerviosas y frases cortas parecidas a «qué sé yo».

Y por ultimo, un 25% de respuestas más o menos coherentes, que analizaremos más abajo.

Sucede todo el tiempo. Alguien acude al consultorio; quiso toda la vida llegar al lugar en el que está ahora para poder hacer determinada cosa, y cuando la está haciendo se da cuenta de que no significa nada, de que era meramente un tema de vanidad estúpida, o el cumplimiento de un mandato no demasiado consciente.

«Lo hice. ¿Y ahora?», se pregunta el paciente.

Nada, ni frío ni calor, no se le mueve un pelo.

Consiguió la meta, pero no se siente ni siquiera demasiado alegre.

Piensa: «Me equivoqué de meta».

No, no se equivocó. Perdió el rumbo.

Casi siempre bromeo un poco, para desdramatizar su angustia.

Me hago el serio y digo algo como:

—Tu problema es muy frecuente y está muy estudiado. Las Organizaciones Mundiales de Salud han designado este tipo de sensaciones con la sigla W.T.H.Y.L.F. que en nuestro idioma se conoce como la decisión P.Q.M.V., iniciales de «Pa’ qué mierda vivo...»

Podés creerme o no.

Podés explorarlo en vos mismo.

Cuando el camino es correcto se tiene la certeza de no estar perdido, se siente la satisfacción de saber que uno ha encontrado el rumbo.

Si el sentido de mi vida es uno y mi meta inmediata es otra, voy a tener que animarme a renunciar a la meta para seguir mi rumbo. Si no lo hago, deberé olvidar el rumbo y cambiar ser feliz por el halago vanidoso que representa el objetivo conquistado.

También puede pasar que el acierto ocurra azarosamente: sin saber siquiera cuál es tu respuesta al PQMV, tu camino accidentalmente coincide con el sentido de tu vida. Y aun sin saber por qué, te sentís feliz. Sugiero que no te quedes paralizado por la incomprensible sensación de plenitud.

Aprovechá para mirar, registrar, recordar. Pronto descubrirás hacia dónde se dirigen tus acciones.

Esos momentos gloriosos deberían servirme para definir mi rumbo, así como los momentos más infelices pueden transformarse en buenas señales para detectar todo lo que ya no tiene sentido para mí o quizás nunca lo tuvo.

Según Víctor Frankl, el hombre está dispuesto y preparado para soportar cualquier sufrimiento siempre y cuando pueda encontrarle un significado.

La habilidad para sobrevivir a las atrocidades de nuestro mundo un poco cruel no se apoya en la juventud, en la fuerza física o en los éxitos obtenidos en combate, sino en la fortaleza derivada de hallar un significado a cada experiencia.

Fortaleza que se expresa, como ya dije, en la paciencia y en la aceptación, entendiendo ambas como la cancelación de la urgencia de cambio.

Si bien aceptar y ser paciente se consideran virtudes, cuando nos vemos acosados por los demás o cuando alguien nos causa un daño, responder virtuosamente parece imposible.

Lo que sucede es que dichos recursos —que son nuestros— deben desarrollarse temprano, es decir, no en ese momento, cuando ya estamos inmersos en la situación; pues allí puede ser tarde para encontrar la mejor respuesta.

En otras palabras: un árbol con raíces fuertes puede resistir una tormenta muy violenta, pero ningún árbol puede empezar a desarrollar esas raíces cuando la tormenta aparece en el horizonte.

La filosofía zen enseña este indispensable cultivo de la paciencia, la aceptación y la tolerancia si se pretende que el odio y la competitividad no nos aparten del camino.

Una decisión tardía no puede conjurarlos.

Las riquezas no pueden protegemos.

La educación por sí sola tampoco garantiza ni proporciona protección absoluta.

De hecho, en nuestra cultura la tolerancia parece transmitir pasividad, y es muchas veces interpretada como una expresión de debilidad.

Sin embargo, se trata de una señal de fortaleza que procede de una profunda capacidad para mantenemos firmes. Responder a una situación difícil con mesura, en lugar de odio, supone una mente fuerte y disciplinada.

Así pues, reflexionemos sobre cuál es el verdadero valor que da significado a nuestras vidas y establezcamos nuestras prioridades sobre esa base.

El propósito de nuestra vida ha de ser claro para poder tomar la decisión correcta. Porque estaremos actuando para dotamos de algo permanente, con una actitud que supone «moverse hacia» en lugar de alejarse, esto es, abrazar la vida en lugar de rechazarla.

La brújula de la vida

En un mapa geográfico la dirección se define según lo que señala la estrella de los vientos.

Si la miramos de cerca, vemos que existen infinitos rumbos, pero que los cuatro fundamentales son los correspondientes a los puntos cardinales: norte, sur, este y oeste.

Con los sentidos de vida pasa más o menos lo mismo: hay infinitas respuestas, pero los grandes grupos de contestaciones no son muchos.

Si tuviera que hacer listas agrupando las respuestas que la gente enuncia ante la pregunta señalada por la sigla PQMV, yo creo que no necesitaría pensar más que cuatro.

Los que buscan el Placer.

Los que buscan el Poder.

Los que buscan la Trascendencia.

Los que buscan el cumplimiento de una Misión.

Vos mismo, si te animaste a pensarlo, debés haber dado una respuesta que se podría clasificar en uno de estos grupos.

Por las características de los rumbos, cada grupo se define por una búsqueda que, para no transformarse en una meta, debe ser inagotable. —

Y no porque las metas sean despreciables, sino porque no necesariamente conducen hacia la felicidad.

LOS CUATRO PROTOTIPOS CARDINALES En búsqueda del Placer

Me encuentro con Julia. Llega tarde, como casi siempre. Está vestida con una pollera aldeana que la hace parecer más gorda y en el pelo lleva un horrible mechón teñido de verde.

Sonríe como nadie y se cuelga de mi cuello para darme un sonoro beso: toda la confitería se da vuelta. Ella lo nota y lo disfruta.

—¡Envidiosos! —me dice...

Creo que se ríe de todos.

También de mí.

—Me voy...

—¿A dónde? —pregunto anticipando la respuesta.

—No sé. Empiezo por Europa, después veo.

—¿Mucho tiempo?

—Depende.

—¿De?

—Ufff... de la plata, de que consiga trabajo, de que encuentre al hombre de mi vida, de que él me encuentre a mí, de que él no haya elegido ser gay porque yo tardaba mucho...

—Te voy a extrañar —le digo sinceramente.

—Y bueno, si extrañás mucho te venís.

—Vos te creés que es tan fácil...

—Sí.

—¡No lo es!

—Vos trabajas demasiado.

—Es verdad. Pero comparados con vos, todos trabajamos demasiado.

—Es que ustedes cambiaron el placer por el confort.

—A mí el confort me parece muy placentero.

—A mí también, pero cuesta caro y se necesita mucho esfuerzo para pagarlo. No lo vale.

—Nada que sea bueno es gratis.

—Nada que cueste caro es bueno.

Ya hemos tenido esta conversación cientos de veces. Los dos sabemos que estamos más de acuerdo de lo que admitimos, pero disfrutamos peleándonos por nuestras diferencias.

Julia es casi una hedonista. Nada que no la esté conduciendo a algo para disfrutar tiene sentido para ella. No cree que la felicidad sea «vivir el momento» o «a coger que se acaba el mundo». No. Julia sostiene que el sentido de su vida es la búsqueda del placer.

Y yo, que la conozco, sé que no se refiere al goce instantáneo que puede proporcionar alguna droga (Julia sostiene, y estoy de acuerdo, que la droga concede alivio, no placer; porque dañar tu cuerpo no tiene ningún sentido. Ella dice que trata de cuidar un poco su cuerpo porque tiene mucho que disfrutar y el envase le tiene que durar hasta los 125).

«Sí algo no es para disfrutarlo ahora y tampoco voy a poder disfrutarlo después, es posible que me fuerce a hacerlo de todas maneras diciéndome que es mi obligación, pero sigue sin tener sentido...»

Los que son capaces de afirmar esto con convicción saben diferenciar entre ser feliz y estar contento.

Desde el lenguaje cotidiano, uno puede pensar que se parecen. Sin embargo, cuando digo felicidad en este libro no me refiero a estar alegre.

Es posible sentirse feliz sin necesidad de estar alegre y estar muy alegre sin por eso ser feliz.

El verdadero razonamiento de los miembros de este grupo sería el siguiente:

«Lo que le da sentido a mi vida es el goce de vivirla, son aquellas cosas que me dan placer, cosas que encuentro, cosas que produzco.

Y cada vez que estoy haciendo algo que conduce hacia situaciones que disfruto o disfrutaré, me siento feliz, aunque no esté disfrutando en ese momento, porque me basta con saber que estoy en camino.»

Ser feliz no quiere decir necesariamente estar disfrutando, sino vivir la serenidad que me da saber que estoy en el camino correcto hacia algo placentero, disfrutable, hacia algo que tiene sentido para mí.

Este es el tipo de placer que podría darle sentido a una vida. Donde el disfrutar es un rumbo y no una meta.

Para los que pertenecen a este grupo, el placer buscado es inalcanzable y por eso califica como sentido de vida. ¿Cuánto placer se puede pretender? No hay cantidad; se parece a un punto cardinal: ¿Cuánto tiempo puedo yo viajar hacia el este? Puedo ir infinitamente. Hasta puedo volver al punto de partida yendo hacia el este.

Siempre puedo avanzar un poco más en dirección a las cosas que me dan placer.

Atención con ser ligero al juzgar.

En este grupo se inscribirán seguramente muchos cultores de los placeres voluptuosos, de la lujuria o de la comida y la bebida; pero también aquellos que significan su vida en el placer que sienten con la música, con la literatura o con ayudar a otros.

Están aquí sencillamente todos aquellos cuya razón última para hacer lo que hacen es el placer que les produce hacerlo;

los mejores y los peores;

los generosos y los codiciosos;

los oscuros canallas y los iluminados.

Los que disfrutan de cada cosa que hacen y los que no encuentran sentido en lo que no se puede disfrutar.

¡Y no me digas que todos somos miembros de este grupo!

Por lo menos no hasta escuchar un poco de los otros...

Persiguiendo el Poder

Ernesto y yo somos amigos desde hace años. Y si bien es cierto que no es fácil ser amigo de un empresario, tampoco es fácil ser amigo mío.

Ernesto empezó desde la nada, vendiendo libros a domicilio y tiene ahora muchas empresas. Todas independientes, todas eficientes, la mayoría prósperas (o por lo menos todo lo próspera que puede ser una empresa en nuestros países en los tiempos que corren).

Algunos miles de familias viven y comen de los sueldos que generan estas empresas, algunos cientos de otras empresas menores creen que Ernesto es su mejor cliente. Actualmente proyecta abrir una fábrica de subproductos lácteos al sur de Brasil...

—¿Lácteos? —pregunto—. ¿Vos qué tenés que ver con los lácteos?

—Por ahora nada... pero en un par de años, si todo me sale bien...

—Ernesto, esto significa que durante los próximos dos años vas a estar agregándole a tus ocupaciones y problemas, uno más.

—Sí. Pero el negocio parece tan interesante —me cuenta entusiasmado—. Podría llegar a rendir el 50% de lo que rinden todas mis otras empresas.

—Ernes, para qué querés más plata... la que juntaste, y me consta que nadie te la regaló, te alcanza para vivir no una sino dos vidas sin trabajar.

—Vos no entendés —me explica y tiene razón—, no es la plata. No es un tema de cuántos dólares más o menos voy a tener. ¡El negocio está para meterse y armar un imperio!

Y yo entiendo. Este es el punto. El imperio. Porque eso es lo que Ernesto quiere. No le interesa el dinero, ni el placer de lo que podría comprar con él. De hecho, en realidad gasta menos que yo (y no es avaro). Cuando se va de vacaciones (una vez cada dos años) siempre vuelve unos días antes. ¡Tiene tantas cosas pendientes! Debe disfrutar mucho de lo que hace.

—Ernesto, la verdad... ¿te gusta quedarte trabajando sábados y domingos hasta cualquier hora?

—No, Jorge, no es que me guste. Lo que pasa es que si me voy y dejo todo sin hacer, es peor. Me doy cuenta de que en el único lugar en que verdaderamente estoy tranquilo es en mi despacho o en una reunión de negocios, aunque sea difícil.

Ernesto no puede decirlo en estas palabras, pero él no es feliz si no está haciendo algo que aumente su cuota de poder cotidiano.

Y eso que él jamás usaría ese poder para dañar a alguien, ni para aprovecharse de los otros, antes bien es uno de los empresarios más generosos y solidarios, uno de los fabricantes que mejores sueldos paga y un competidor absolutamente leal.

¿A qué se refiere esta búsqueda de poder?

A cualquier búsqueda de poder.

Se enrolan en este grupo los que significan su vida en la constante búsqueda de sí mismos

y los que ambicionan ser campeones mundiales de todos los pesos;

los que creen que el sentido de la vida está en enfrentar cada miedo

y los más rufianes e inescrupulosos de los mafiosos; los que aspiran a manejar una institución mundial que termine con el hambre

y los dictadores del mundo que pretender gobernar su país imponiendo sus opiniones por la fuerza.

¿Cumple el poder con las condiciones necesarias para ser aceptado como un sentido?

¿Cuánto poder se puede pretender? Infinito.

Es como el placer.

¿Cuánto poder querés?

Más.

¿Cuánto?

Más.

¿Cuánto es más?

Todo.

Pero ¿y después de que tengas todo?

Ahh, después de eso, más.

Le muestro esto que acabo de escribir a mi amigo Ernesto.

Se ríe y me dice:

—¡Claro!

Hacia la Trascendencia

Si el primer grupo es la búsqueda del PLACER y el segundo la búsqueda del PODER, el tercero es la búsqueda de la TRASCENDENCIA.

Lea es psicóloga, no tiene mi misma línea, pero siempre encuentro cosas para aprender de ella, aunque Lea sostenga que aprende mucho de mí.

—Lo que más me importa en la vida es llegar a transmitir a otra persona algo de lo que sé, algo de lo que hago o de lo que aprendí. Me pasa como con mis hijos; ellos seguirán cuando yo no esté. Es una manera de permanecer, que ni siquiera se termina cuando sentís que ya diste todo a tus hijos, porque desde allí continúa en los hijos de tus hijos.

—Pero decime una cosa, Lea, ¿cuándo te ocupás de vos?

—Todo el tiempo. ¿No es eso lo que vos nos enseñás? El egoísmo de no privarse de dar.

—Pero a vos, vos, ¿qué es lo que más te gustaría?

—Me encantaría armar una institución con cientos de grupos de reflexión coordinados por los mejores docentes, filósofos y terapeutas; me gustaría que miles de personas pasaran gratuitamente por esa escuela; me gustaría que a la gente le sirviera para crecer.

—Dejame adivinar... y le pondrías el nombre de tu mamá.

—Por supuesto.

Lea transita la búsqueda de la trascendencia que, como las búsquedas anteriores...

puede ser banal y estar centrada en el narcisismo mal resuelto, o puede ser la expresión de los mejores sentimientos del ser humano.

Se puede ir en este camino buscando el oro o buscando el bronce,

por el aplauso o por el reconocimiento,

por el rating o por el servicio,

por la fama o por el deseo de llegar más lejos.

Pero los hijos, los alumnos, los pares, los que me rodean, no son la única forma de acceder a la trascendencia. Porque también existe otra trascendencia, que no pertenece al espacio, sino al tiempo: aquello que hago para que personas que hoy ni conozco, dentro de cien años se sirvan de lo que hice.

Y por último, una trascendencia especial, que no es horizontal y que yo llamo la búsqueda vertical', la de aquellos que viven y trabajan y sueñan y hacen, pero no en función de esta vida terrenal, sino de lo que sigue en la vida eterna.

Cumplir con la Misión

—¿Por qué vos? —le pregunté ese día a mi amigo Gerardo.

—¿Quién si no? —me contestó.

—Cualquiera —le dije.

—Yo soy uno cualquiera, sólo que un poco más comprometido...

De alguna forma, Gerardo hizo política desde toda la vida. Hablar con él del país y del mundo siempre fue como entrar en un universo desconocido.

Pero una cosa es la política del café y otra es asumir una responsabilidad institucional o postularse para ella.

—En todo caso, Gerardo, sólo con la campaña ya tenés a tu mujer en pie de guerra, a tus hijos en reclamo permanente y a tus amigos (yo entre ellos) en plañidera queja.

—¿Qué te creés, que no entiendo? Claro que entiendo, pero hay momentos y momentos. A ver si me entendés vos: supongamos que aquello que representa los valores que defendiste toda tu vida demanda de vos un poco de sacrificio... ¿No lo harías? ¿No lo harías?

Estaba a punto de contestarle que posiblemente no, pero no esperó:

—Claro que lo harías. En un momento en el que los valores morales y éticos de los dirigentes están cuestionados, cuando se define el futuro del país en el que nací y al que amo, en este preciso instante, cuando más que nunca se necesitan políticos comprometidos de verdad con la función, ni vos ni mi mujer pueden pedirme que me aparte para disfrutar con ustedes hasta donde todo esto aguante.

—Gerardo, vos, ¿de verdad creés que si te postulás podés cambiar esto que nos sucede?

—No. Pero puedo hacer mi parte. Y no lo hago porque me divierta, ni para que la gente me levante una estatua en Plaza de Mayo; lo hago porque no lo puedo evitar.

Para que una misión sea un sentido de vida tiene que tener ciertas características.

En primer lugar y paradójicamente, tiene que no poder cumplirse, porque si puede cumplirse es una meta, no un sentido.

¿Cuál es una misión incumplible?

La misión de los predicadores que llegaron a América para catequizar al indio, por ejemplo. Esta tarea era incumplible, todos lo sabían; pero que no pudieran conseguirlo no impedía que fueran insistentemente en esa dirección.

La misión era catequizar. Y la catequesis le daba sentido a sus vidas.

¿Disfrutaban?

¡Qué iban a disfrutar!

La verdad es que la pasaban bastante mal, se los comían los mosquitos, los cagaban a flechazos, se morían de extrañas enfermedades infecciosas... 4

La verdad es que no disfrutaban nada o muy poco.

¿Eran felices?

Yo creo que sí.

La misión, cuando no es una meta, se vuelve sentido de vida antes de que pienses en cumplirla. Porque te da un rumbo.

Existe una cantidad infinita de misiones.

Misiones encomendadas por tu iglesia o tu fe;

misiones sindicadas por los padres;

misiones, por fin, señaladas por una lucha ideológica...

Entre los ejemplos de cómo funciona una misión, y más allá de acuerdos y desacuerdos ideológicos, uno de los mejores debe ser la vida de El Che Guevara.

Me parece que él pertenecía a este grupo. El creía que tenía una misión para cumplir.

¿La pasaba bien?

No.

Siempre recuerdo lo que escribe en su diario: «Esta selva es una bosta».

No la está pasando bien, no se está divirtiendo, de verdad.

Pero cuando llega el momento de quedarse en Cuba para disfrutar del triunfo de la revolución, después de derrotar al enemigo, El Che se va.

¿Por qué? Porque sabe que nunca sería feliz si abandonara su misión.

Una misión que no va a terminar porque no tiene llegada, sólo camino.

Una semana antes de que lo que maten a tiros, El Che Guevara, en la selva bosta, lejos de su patria, escribe también... «Soy un hombre feliz».

Quiero decir, aquí está la idea de la misión-rumbo, la que no tiene por qué ser cumplida, ni siquiera posible, pero que se sigue realizando.

Si tu misión en la vida es construir aquí un hospital de niños, esta «misión» (en sentido coloquial) es un objetivo, pero no alcanza para darle sentido a tu vida. El sentido sería, en todo caso, aumentar la cantidad de hospitales infantiles en el mundo (aunque empezaras por ese mismo hospital).

¿Cuánto se puede aumentar la cantidad de hospitales en el mundo?

Infinitamente. Siempre podés ir en esa dirección.

¿Es muy diferente de la decisión de aumentar la cantidad de bases militares?

Es diferente en términos morales, pero pertenece al mismo grupo.

Las búsquedas de placer se parecen entre sí, cualquiera sea la manera de obtenerlo.

No es lo mismo aquel que busca el placer sexual que aquel que busca el placer intelectual o místico. Son diferentes placeres, pero todos los caminantes se enrolan en poner el acento en la búsqueda del placer.

Del mismo modo, las búsquedas detrás de una misión se parecen entre sí, cualquiera sea la misión.

El engaño de utilizar a los hijos

Un error frecuente e interesante es el de aquellos que, en este punto, sostienen que su camino-misión es «educar a los hijos». Más de la mitad de la gente incluye a sus hijos en su propósito de vida. Se vive para educar a los hijos, para criar a los hijos, para acompañar a los hijos, para martirizar a los hijos... Sin embargo, este razonamiento está muy equivocado.

Si algo hay alrededor de los hijos, no es precisamente una misión, sino un deseo —consciente o no— de trascender en ellos.

Para mí, educar-cuidar-amar a los hijos pertenece a la búsqueda de la trascendencia o es simplemente una meta (muy noble, claro, pero meta al fin) y como tal, aunque fuera la más importante de toda tu existencia, no podría alcanzar para darle sentido a tu vida.

Hace poco, una mujer del público se enojó cuando cuestioné la misión «Hijos», se puso de pie muy seria y me dijo:

«Yo no creo que sea así, porque cuando definiste la meta afirmaste que era algo alcanzable. Yo tengo veintiocho años de experiencia como madre, y creo que hasta el último día de nuestra vida seguimos educando a nuestros hijos, tratando de ayudar y de acompañar, ocupándonos de dejar patrones de conducta. No es una meta sino una misión, porque nunca está cumplida.»

—¿Vos tenés hijos? —le pregunté.

—Sí —me contestó.

—¿De qué edades?

—28,27 y 25 años.

—¿Y los seguís educando?

—¡¡Siempre!!

Reconozco que estuve cruel:

—Pobres... —le dije.

Entonces le expliqué mi desacuerdo:

—En principio, no creo que tengas que seguir educando a tus hijos de por vida, y en nombre de ellos te pido que lo pienses de nuevo; no sea cosa que a falta de un sentido mejor terminemos por utilizarlos a ellos para no quedamos sin rumbo.

Un montón de personas en la sala aplaudieron. ¿Hijos? ¿Padres?

Ojalá que ambos.

Una vez encontrado el rumbo, ¿dura para siempre o va cambiando?

Hace muchos años escribí un libro titulado Cartas para Claudia[12]. Quienquiera que lo lea hoy se va a encontrar con el texto de un jovencito que sostiene con un poco de soberbia su postura hedonista como si fuera la única posibilidad de la raza humana.

Digo allí literalmente:

«Lo que me da placer tiene sentido y lo que no me da placer no lo tiene.»

Yo no había pensado en nada de esto que pienso ahora, y entonces, obtuso pero coherente, escribí:

«Y si no tiene sentido, no lo hago.»

Para mí era el único camino posible y mi experiencia vivencial me lo confirmaba a cada paso.

Transcurrieron los años y un día empecé a darme cuenta de que estaba haciendo cosas muy placenteras pero no era feliz. En mi mundo era inexplicable.

Aumenté la apuesta (más placeres y más intensos)... sin éxito.

Concluí entonces que aquello que hacía ya no era placentero y dejé de hacerlo... La situación se agravó.

Algo estaba pasando. ¿Pero qué?...

Estaba perdido.

El placer ya no alcanzaba para darle sentido a mi vida.

El para qué vivo debía ser actualizado.

Empecé a darme cuenta de cómo mis preferencias iban cambiando, cómo mi escala de valores se había modificado. Comprendí, por ejemplo, que era más importante para mí quedarme escribiendo solo en casa que la más placentera de las salidas a bailar con los amigos.

Una vez encontrado el nuevo rumbo, la crisis pasó (y no tan misteriosamente volví a sentir el placer de encontrarme con mis amigos, aunque ése no fuese mi mayor propósito).

Pero tuve que aceptar que algunas actividades trascendentes no eran placenteras.

Ir a Chile después de una semana bastante complicada, cuando estaba muy cansado y con el estómago revuelto, no era placentero. Sin duda, era más placentero quedarme en mi casa durmiendo. No necesitaba el dinero, ni siquiera el aplauso. No necesitaba nada. ¿Qué era lo verdaderamente placentero? Quedarse. ¿Qué era lo trascendente? Lo que finalmente hice: subirme al avión y cruzar la Cordillera; como lo fue un mes antes viajar de Buenos Aires a Mendoza y de Mendoza a San Juan para dar una charla a niños sordomudos; como lo fue después renunciar a una parte de mis vacaciones para presentar mi libro editado en México.

¿Lo volvería a hacer?

Sí, claro que lo volvería a hacer. Me sentí muy feliz aunque estaba dolorido, molesto e incómodo.

Yo quiero todo

Todos queremos un poco de todo. Queremos placer, una misión, el poder, la trascendencia.

Estas búsquedas son humanas y todas nos pertenecen. Sin embargo, para cada uno de nosotros, en este momento hay una que es mis importante que las otras.

Y hay que saber cuál es, no sea cosa que a la vuelta de la esquina, tu propia vida te obligue imprevistamente a elegir.

Sentado en la computadora escribiendo este libro, me pregunto:

1. ¿Es placentero hacerlo?

Sí, verdaderamente me da mucho placer, la paso fenómeno.

2. ¿Forma parte de algo que yo podría diseñar como una misión?

La verdad que sí. Tiene que ver con abrir caminos para otros, con mi postura docente.

3. ¿No da un poco de poder?

Sí. Estar en un lugar supuesto del que sabe es un espacio de poder y encima recibo dinero por hacerlo (una cierta cuota adicional de poder).

4. ¿Y no implica acaso cierta trascendencia?

Sí, claro, sin duda.

Es lógico entonces que me sienta feliz escribiendo. Las cuatro búsquedas están satisfechas con lo que hago.

Pero si en determinado punto cada uno de estos deseos me empujara en una dirección, se haría imperioso saber cuál es en este momento la más importante para mí.

Yo decidiré, cuando llegue ese momento, si quiero significar mi vida en la búsqueda del placer, de la misión, del poder o de la trascendencia.

Es mi decisión y nadie puede tomarla por mí. Sobre todo porque no resulta.

Para hacerte responsable de tu felicidad, tenés que aceptar que el sentido depende de vos.

Tendrás que decidir cómo encolumnar tu camino en el rumbo elegido.

Se puede estar de acuerdo o no con este esquema, que es mi manera de pensar la felicidad. Lógicamente, cada uno puede pensarla desde otro lugar. Es más, cada uno tiene y debe cuestionar el esquema propuesto para pensar si le sirve, tomar lo que le sea útil y descartar el resto. Pero, si de algo les sirve, traten de contestarse la pregunta principal: para qué viven.

Si la respuesta es «no lo sé», entonces, de verdad, ocúpense de buscarla.

Porque si ustedes no le pueden dar un sentido a su vida, su vida quizás deje de tener sentido.

Lo digo con absoluta responsabilidad y dolor por lo que estoy diciendo.

Darle un sentido a mi vida significa decidir para qué vivo; y no hace falta que la respuesta coincida con ninguno de los grupos de mi esquema. La verdad es que les tiene que importar un bledo lo que yo diga y cómo agrupe los sentidos.

Yo quiero que ustedes se pregunten para qué viven y que tengan una respuesta, que sepan que la vida de cada uno tiene un propósito.

Y una vez que decidan cuál es ese propósito, por favor, sean capaces de dar su vida por él.

Sean capaces de encolumnar su camino tras ese propósito, y no dejen que nada los distraiga.

No se dejen distraer por lo que otros dicen que debería ser, por lo que otros dicen que es mejor.

No se dejen convencer de que hay propósitos más elevados, más nobles, mejores que otros.

Sean fíeles a ustedes, no sólo porque eso es parte del camino hacia la felicidad, sino porque es la única manera de vivir una vida que, como digo siempre, valga la pena.

Un día, Andrés Segovia salía de un concierto y alguien le dijo:

—Maestro, daría mi vida por tocar como usted.

Andrés Segovia dijo:

—Ese es el precio que pagué.

Hay que ser capaz de dar la vida por algo, aunque más no sea por lo más importante de ella, cualquier cosa que sea.

No muriéndose, que es fácil, sino viviendo para eso.

Darle sentido a nuestra vida, darle a la vida una vuelta de tuerca.

Aunque la vida me haya cacheteado, me haya tumbado y lastimado mandándome muy lejos, si yo puedo encontrar todavía que mi vida tiene un sentido, arañando, arrastrándome, pidiendo ayuda, qué sé yo cómo, quizás pueda empezar a volver.

«Es fácil decirlo, pero frente al dolor, frente a la enfermedad, frente a la muerte, ¿de dónde se saca la fuerza y la motivación para querer volver?»

Les voy a contar una historia que, según dicen, le pasó a Moses Mendelssohn, el abuelo del músico.

Moses era un joven que vivía en una ciudad judía, despreciado por el resto de la comunidad por su pobreza y su falta de posibilidades. Sumado a lo familiar, Moses era más despreciado todavía porque había nacido con una deformación en la columna que marcaba en su espalda y en su postura una joroba verdaderamente desagradable.

Era muy buen hombre, inteligente, noble, pero no era un tipo exitoso.

Un día, escapando de las persecuciones antisemitas, llega a su pueblo una familia judía bastante bien avenida, con una hija llamada Esther, realmente preciosa.

Cuando Moses Mendelssohn la ve, queda fascinado y advierte rápidamente que tiene que hacer algo para establecer contacto con ella, para hablarle, para conocerla.

Entonces, encolumnando su vida con su decisión —ya no con su rumbo, sino con su decisión-> empieza a mover contactos, incluso llega a trabajar gratuitamente para alguien que le promete conseguir una manera de conectarse con la familia: afinar el piano que estaba en la mansión donde ella vivía.

Así consigue Moses entrar en la casa y esa noche lo invitan a cenar. Durante la velada, él se las ingenia para sacar el tema del destino, y entonces se implanta la discusión sobre si existe un destino o si no existe, si las cosas están predeterminadas o si no lo están y demás.

Moses Mendelssohn dice:

—Yo no tengo ninguna duda de que la vida está predeterminada, sobre todo, con quién uno va a hacer pareja, con quién uno va a armar una familia.

Esther lo mira con desconfianza; nunca había pensado siquiera en hablar con alguien que tuviera este aspecto tan deplorable, pero le interesa mucho lo que dice, y le pregunta:

—¿De verdad lo crees?

—¿Cómo no lo voy a creer? —dice Moses—. Me pasó a mí.

—~¿ Cómo que te pasó a ti? —pregunta Esther.

Entonces Moses responde:

—Antes de nacer me encontré cara a cara con mi ángel guardián y él me dijo: «Una mujer muy buena, muy noble, de gran corazón, va a ser tu esposa, y con ella vas a tener muchos hijos». «¿En serio?», dije yo, «¿pero por qué esa mujer tan noble se va afijar en mí... si yo voy a nacer en una familia pobre, sin apellido ni dinero?» Y el ángel me contestó: «Esa mujer se va a fijar en ti porque hay algo guardado para ella también: va a tener una horrible joroba que le va a deformar la espalda». Entonces le dije al ángel: «Una mujer tan noble y tan buena no merece tener una deformación en la espalda, dame a mí la joroba y deja a la mujer libre de ella».

Cuenta la historia que Esther se casó con Mendelssohn para parir tres hijos, quienes les dieron cuatro nietos, uno de ellos científico y otros tres músicos.

Uno de ellos, llamado Moisés, en honor de su abuelo escribió una pequeña sinfonía llamada «El afinador de pianos»...

Te contesto ahora. «¿De dónde se saca la fuerza para seguir?» Muchas veces el amor puede ser una respuesta.

Tal vez ni sepas por dónde empezar a buscar el camino, pero lo que importa es no detenerse.

Que no te quedes parado esperando que el camino se ilumine...

Que no te quedes parado esperando que alguien venga a buscarte...

Que no te quedes parado esperando que el sentido de tu vida llegue a tu vida.

En todo caso, lo importante es que te comprometas con aquello que hoy decidas que es tu camino, con aquello que hoy decidas que le da sentido a tu vida, aunque te equivoques, aunque tengas que estar corrigiéndolo permanentemente.

Aunque todos los Bucay del mundo estén en desacuerdo, lo importante es que sepas qué sentido tiene tu vida, y que te comprometas con él.

Porque, indudablemente —y aunque no te guste—, la única persona en el universo que va a estar contigo hasta el último día... sos vos mismo.

Queridísimo lector, queridísima lectora... lo que sigue en el libro es complementario; lo importante es que puedas contestar afirmativamente a esta pregunta:

¿Ya sabés para qué vivís?