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Anatomía de un día maravilloso
Todo salió redondo, como si lo hubiera planeado.
El despertador no se trabó.
Al bañarse quedaba jabón en la ducha, y el agua no se enfrió.
Las tostadas no se quemaron.
Su hijo lo besó espontáneamente. Consiguió asiento en el micro. Llevó paraguas y llovió.
Vio una mujer hermosa y ella lo miró.
Le dijeron que era simpático. Cobró el sueldo entero, sin descuentos. Alguien le contó un chiste nuevo, y era bueno.
No se olvidó las llaves.
El perro saltó para saludarlo.
Su equipo de fútbol ganó 2 a 0.
Un amigo lo invitó a una fiesta.
Su esposa le había cocinado su plato favorito y después de cenar le confesó que tenia ganas de hacer el amor con él. Así, en un mismo día, todas las publicitadas cosas simples de la vida aparecieron rendidas a sus pequeños pies humanos.
—¿Te alcanza esto para ser feliz? —le preguntó la luna.
Él la miró de reojo, esbozó una sonrisa de compromiso y susurró lentamente:
—No... pero es una gran ayuda para seguir adelante.
(De un mail enviado por un lector uruguayo)
La palabra disfrutar no casualmente viene de la palabra fruto.
Disfrutar quiere decir tomar del árbol de la vida sus más preciados frutos y saborearlos; saborear el hecho de vivir.
Qué estúpido sería tomamos el trabajo de hacer crecer un árbol y después no permitimos siquiera tomar esos frutos para sentir su sabor.
Qué idiota suena el trabajo de hacer crecer los frutos que uno nunca comerá, ni dejará para que otros coman, ni regalará a nadie para que disfrute, ni pondrá a disposición de quien los precise.
A veces me resulta muy triste hablar con gente que me llama al consultorio, me escribe una carta o me cruzo circunstancialmente gente que me cuenta que se ha pasado toda la vida preparando el terreno, toda la vida aireando la tierra, toda la vida comprando abonos y fertilizantes, toda la vida consiguiendo semillas más y más sofisticadas, toda la vida viajando a buscar los fertilizantes más caros, y los tutores más específicos, gente que ha gastado fortunas en planes de riego y tiempo incontable en su sacrificio personal, y ha cuidado esas plantas renunciando a muchas cosas, hasta verlas crecidas. Gente que ahora, que encuentra esos árboles allí, con los frutos prontos... ahora, no se anima a comer de ellos.
Qué estúpida esencia la del ser humano cuando obra de esta manera.
Qué imbécil idea de lo que es la vida hacer crecer el fruto para luego no darse el permiso de disfrutarlo.
Qué bueno sería animarse a saber que aquello que le da sentido a la siembra es poder disfrutarla, o poder compartirla, o poder decidir cederla para que otro la disfrute.
Hace muchos años, en mi libro Recuentos para Demián[13] me permití recrear una historia que siempre me ha impactado mucho, la historia de Eliahu.
En un oasis escondido entre los más lejanos paisajes del desierto, se encontraba el viejo Eliahu de rodillas, al lado de unas palmeras datileras.
Su vecino Hakim, el acaudalado mercader, se detuvo en el oasis para que sus camellos abrevaran y vio a Eliahu sudando mientras parecía escarbar en la arena.
—¿Qué tal, anciano? La paz sea contigo.
—Contigo —contestó Eliahu sin dejar su tarea.
—¿Qué haces aquí, con este calor y esa pala en las manos?
—Estoy sembrando —contestó el viejo.
—¿Qué siembras aquí, bajo este sol terrible?
—Dátiles —respondió Eliahu mientras señalaba el palmar a su alrededor.
—¡Dátiles! —repitió el recién llegado, y cerró los ojos como quien escucha la mayor estupidez del mundo con comprensión—. El calor te ha dañado el cerebro, querido amigo. Ven, deja esa tarea y vamos a la tienda a beber una copa de anís que traigo conmigo.
—No, debo terminar la siembra. Luego, si quieres, beberemos...
—Dime, amigo. ¿Cuántos años tienes?
—No sé... Sesenta, setenta, ochenta... No sé... Lo he olvidado. Pero eso, ¿qué importa?
—Mira, amigo. Las datileras tardan más de cincuenta años en crecer, y recién cuando se convierten en adultas están en condiciones de dar frutos. Yo no te estoy deseando el mal, y lo sabes. Ojalá vivas hasta los ciento un años; pero tú sabes que difícilmente podrás llegar a cosechar algo de lo que hoy estás sembrando. Deja eso y ven conmigo.
—Mira, Hakim. Yo he comido los dátiles que sembró otro, alguien que no pensó en comerlos. Siembro hoy para que otros puedan comer mañana los dátiles que estoy plantando... Aunque sólo fuera en honor de aquel desconocido, vale la pena terminar mi tarea.
—Me has dado una gran lección, Eliahu. Déjame que te pague esta enseñanza que hoy me has dado de la única manera que puedo y diciendo esto, Hakim puso en la mano del viejo una bolsa de cuero llena de monedas.
—Te agradezco tus monedas, amigo.
Eliahu se arrodilló y tiró las semillas en los agujeros que había hecho mientras decía:
—Los caminos de Alá son misteriosos... Ya vés, tú me pronosticabas que no llegaría a cosechar lo que sembrara. Parecía cierto, y sin embargo, fíjate lo que sucedió, todavía no he acabado de sembrar y ya he cosechado una bolsa de monedas, la gratitud y la alegría de un amigo.
Y amo este cuento porque descubrí al escucharlo que también mi disfrute puede ser tu disfrute, que también gozo viendo a otros disfrutar de lo que yo planté.
Descubrí que es indudablemente un privilegio poder hacer crecer un árbol y terminar, por decisión, regalando sus frutos. Sembrar para que alguien (importante como uno mismo) pueda recoger la cosecha y entonces darse cuenta de que ésa es quizás la mejor razón para la siembra.
Descubrí, alguna vez, que quería ayudar a otros a encontrar su camino.
Uno se siente inclinado a pensar que la pretensión de que el hombre sea «feliz» no está incluida en el plan de la Creación.
SlGMUND FREUD
La mitad de los psiquiatras y psicólogos del mundo han trabajado toda su vida para conseguir que el individuo desarrolle control sobre sus emociones y pensamientos, mientras que la otra mitad investigaba únicamente cómo conseguir de parte del paciente una conducta eficaz, más allá de lo que éste pensara o sintiera.
De cara al tratamiento, la psicoterapia fue encontrando puntos infinitos entre estas dos tendencias, fundando cerca de cuatrocientas escuelas terapéuticas diferentes con otras tantas explicaciones y propuestas distintas respecto del dolor y el sufrimiento humanos.
Prescindiendo de otros elementos (seguramente tan importantes como éstos) se podría esquematizar la utilidad de la ayuda terapéutica considerando los factores que dependen de las tres instancias fundamentales de una terapia: el paciente, el terapeuta y el proceso en sí.

Dicho esto, no puede sorprendernos ahora que las dificultades para que efectivamente una terapia se transforme en un buen vehículo hacia la felicidad se planteen en tres campos:
I. Las limitaciones del paciente
II. Las limitaciones del terapeuta
II. Las limitaciones del proceso terapéutico
Sería mejor dejar de tararearse tantas mentiras y cantarse algunas verdades, dice Mario Benedetti.
Y muchas veces la mayor limitación que aporta el paciente en el consultorio es su firme decisión de NO querer saber la verdad.
Creo que viene siendo hora de pensar en función de la realidad.
Porque la verdad abre la puerta a la vida que vale la pena vivir.
La vida que se vive intensamente.
La vida que se vive dignamente.
La vida que se vive plenamente.
Que, por otra parte, es la única vida que tiene sentido ser vivida.
Puede ser, como dicen algunos, que haya otras vidas después de ésta.
Puede ser, como dicen otros, que vengamos de muchas vidas anteriores.
Pero es indiscutible que este paso nuestro por el mundo, la única vida de la cual tenemos conciencia absoluta, es irrepetible.
Y entonces, vale la pena vivirla de verdad.
En el camino que transitamos hacia una vida auténtica, habrá momentos penosos y encontraremos miles de obstáculos. Pero si no me animo a sobrellevar esas penas y a superar estos obstáculos, quizás me quede a mitad de camino.
La gran maestra chilena, la Dra. Adriana Schnake (6) (o «La Nana» para los que, como yo, hemos conocido la Gestalt con ella), nos enseñó el arquetipo de un neurótico.
Un hombre va caminando en dirección a una ciudad y se encuentra con un río.
El neurótico mira el río, pone cara de fastidio, se sienta al costado del camino y se queja en voz alta:
Aquí no debería haber un río...
La dudad debería estar de este lado...
Alguien debería haber construido un puente...
Acá debería haber un botero...
El río no debería ser profundo...
Yo debería haber nacido del otro lado...
El río debería haber sido desviado...
Debería haber una soga gruesa de lado a lado...
Alguien debería cruzarme...
Nunca debería haber venido...
La vida de un neurótico —muchas veces nuestra vida— consiste en quedamos anclados en el lamento y la queja declamando que algo debería haber sucedido de manera diferente.
Aceptación y compromiso
Para llegar a ser feliz hay que empezar por aceptar la verdad y terminar comprometiéndose con ella.
Si vivís pensando cómo deberían estar siendo las cosas para poder disfrutarlas, entonces no hay conexión con lo real y sin ello no hay una verdadera vida.
Sólo puedo disfrutar de aquello que puedo aceptar tal como es.
La felicidad consiste en permitir que los sucesos sucedan, decía Virginia Satir.
Aceptar que las cosas son como son.
No hay aceptación, obviamente, cuando sigo enojado con lo que sucede.
Por ejemplo, si yo estuviera enojado porque hago este libro sobre la felicidad y no sobre otra cosa, no habría disfrute posible en lo que escribo.
Si vos, que lo estás leyendo ahora, te pusieras furioso porque yo digo algo que no querés que diga, entonces no hay goce posible en tu lectura.
No estoy diciendo que deba gustarte, estoy pidiéndote que no te enojes.
No estoy discutiendo si está bien o mal tal o cual cosa, ni siquiera estoy hablando de aplaudir ni de acordar, me refiero simplemente á aceptar.
Hay mucha distancia entre aceptar y estar de acuerdo.
Aceptar significa darme cuenta de que algo es como es; dejar de pelearme con eso porque es así y, a partir de dejar de pelear, decidir si quiero o no hacer cosas para que cambie (por ejemplo, porque deseo que una situación sea diferente).
Por supuesto, en las relaciones interpersonales, la aceptación es la llave que empieza a abrir la puerta del vínculo.
Si yo no puedo aceptarte tal como sos, no puedo disfrutar de tu compañía.
Si yo quiero que seas diferente, entonces no voy a poder disfrutar de estar con vos, ni ahora ni nunca.
Un desafío del paciente es darse cuenta de que este vínculo sano que se establece con el terapeuta puede repetirse afuera, en la vida real.
Como ya dije, la otra condición de una vida verdadera es el compromiso.
La vehemencia que pongo al escribir esto es un ejemplo de lo que quiero mostrar.
Escribo esto comprometidamente. Más allá de que vos coincidas conmigo, más allá de que estés en absoluto desacuerdo con esto que escribo, ésta es mi opinión.
Mi compromiso es mi manera de decir las cosas tal como yo las creo.
Y habrá que tener cuidado para no dejarse convencer, porque el compromiso hace sonar todo tan convincente que uno siempre tiende a pensar que el otro está diciendo una verdad incuestionable. Siempre que escuchamos a alguien comprometido con lo que dice lo sentimos verdadero.
Esto que escribo suena verdadero porque lo escribo así, comprometidamente.
Pero tu compromiso es preguntarte: «Esto que escribió el tarado ése parece cierto... ¿será cierto?», tu compromiso es no dejarte engañar, tu compromiso es desconfiar de «los que saben», tu compromiso es cuestionar cada cosa y ratificarla o no.
El paciente debe comprender que toda terapia requiere de su compromiso, antes de llegar, durante el proceso y, sobre todo, después del alta.
De qué sirve darte cuenta de tu verdadero sueño si después dejas terapia diciendo que seguir adelante te traería problemas.
De qué sirve poner a la luz toda la basura que guarda nuestro subconsciente si después nos escapamos cerrando los ojos o postergando para nunca la tarea de limpieza.
Éste es el desafío del paciente si realmente quiere que su terapia lo ayude a ser feliz:
Aceptar que su camino está lleno de condicionamientos que muchas veces le impiden ser quien es.
Comprometerse a limpiar ese camino permanentemente. Conectarse con la humildad de quien acepta que para esa tarea puede necesitar ayuda.
Casi todos los terapeutas afirman en la intimidad que la mayoría de los colegas no son especialmente competentes.
Esto no se debe, estoy seguro, a que cada psicoterapeuta desprecie a los demás, sino a varias dificultades que todos percibimos para una buena tarea de un profesional de la salud.
Estas dificultades rondan tres hechos: 1) La discusión eterna de la psicoterapia como arte o como ciencia; 2) Los perfiles y la capacidad específica desarrollada por los terapeutas para encarar ciertos temas; y 3) Las falencias detectadas en la formación de muchos colegas y no colegas dedicados a la asistencia psicológica.
1) La psicoterapia: ¿un arte o una ciencia?
En la Introducción de su libro Psicoanálisis y existencialismo, Víctor Frankl llama a los psicoterapeutas actuales «la generación escéptica» (7). Sostiene que nos hemos vuelto tan cautelosos, tan desconfiados de los colegas y de nosotros mismos, tan dudosos del significado de nuestros éxitos y de la validez de nuestros conocimientos, que ya ni siquiera podríamos encontrar una respuesta aceptable a la pregunta central de toda psicoterapia: ¿Qué es salud mental?
Ni hablemos de los más sofisticados interrogantes al estilo: ¿Qué significa curar a un paciente? O más difícil todavía: ¿Cómo actúa la psicoterapia?
Este replanteo dista mucho de ser una postura de humilde modestia.
Desde los cuestionamientos de La falacia de Freud (8) ya no es un secreto que cualesquiera sean los métodos y técnicas que se utilicen, se mejoran considerablemente más de las tres cuartas partes de los pacientes que visitan a cualquier terapeuta. ¿Significa esto que hay que despreciar la psicoterapia? ¿O más bien confirma la postura de Alexander, cuando decía que en todas las formas de la psicoterapia, la personalidad del terapeuta es su instrumento primordial?
Se debe tener cuidado con este concepto, porque en la línea de ver la psicoterapia como un simple arte se abren de par en par las puertas a la astrología, el tarot, la angeloterapia y la charlatanería.
Ciertamente, también deberíamos cuidamos del extremo opuesto. Porque pensar el acto terapéutico como la instrumentación de una técnica científica compleja que ejecutada con precisión lleva al consultante al resultado deseado, podría asimilar el proceso de la terapia a un cursillo de control mental.
Me parece obvio que la psicoterapia es la suma de ambas cosas: un arte y una ciencia.
Dependiendo de la inclinación de cada escuela psicoterapéutica, a uno u otro extremo aparece un amplio espectro de cientos de posturas, modelos y terapeutas.
Los más cercanos al extremo inspirado creerán y trabajarán en el desafío del encuentro existencial (Jaspers y Binswanger), mientras que los más próximos a lo científico-técnico seguramente se apoyarán en la teoría de la transferencia en el sentido psicoanalítico o en técnicas como el entrenamiento autógeno de Schultz.
Es indudable que, por muy dotado que sea el profesional, la terapéutica exigida deberá depender en gran medida de la peculiaridad del paciente y de su dolencia o consulta.
Parafraseando la famosa frase de Beard: «Cuando un médico trata de la misma manera dos casos de la misma enfermedad, con toda seguridad está tratando mal por lo menos a uno de los dos».
Según coinciden la mayoría de los terapeutas, el método psicoterapéutico que se elija es una ecuación con dos incógnitas, puesto que no se puede aplicar el mismo accionar en todos los pacientes ni toda intervención puede ser ejecutada por cualquier terapeuta (evidentemente, ningún médico puede dominar de igual manera todas las técnicas).
¿Deberíamos a la luz de estas ideas ocultar las diferencias entre los diversos métodos terapéuticos individuales?
No (pero no deberíamos exagerar su importancia). Se trata de darse cuenta de que ninguna escuela psicoterapéutica puede ya ser excluyente de las otras.
¿Significa esto que debemos caer en un eclecticismo dudoso y barato, y adoptarlo como sistema?
Dudoso y barato, NO.
Eclecticismo... Sostengo que sí.
En la antigüedad hubo un sabio estudioso de la Biblia que decía no creer en Dios.
Un día, mientras leía un versículo del libro sagrado tratando de interpretarlo, un hombre del pueblo entró en la biblioteca.
—Gran maestro —le dijo-> ¡qué gusto encontrarlo! Hace mucho que deseaba conocerlo, porque yo soy ateo como usted.
—Ahh... qué bien —dijo el maestro—. Quizás puedas ayudarme en el análisis de este texto bíblico...
Y le extendió el libro en su dirección.
El hombre se apartó diciendo:
—¿Yo?... No, yo no sé nada de la Biblia.
—¿Leerás entonces el Corán? —preguntó el anciano.
—¿El Corán? No.
—Te dedicarás por entero al Talmud, entonces...
—No, yo no tengo tiempo para esas cosas. Además yo soy ateo.
—No te equivoques —dijo el sabio—. Tú no eres ateo, tú eres simplemente ignorante.
No estoy por el eclecticismo de quienes lo declaman porque saben poco, sino por el de aquellos que lo practican porque saben mucho.
2. Perfil y capacidades específicas del terapeuta
Ser un buen psicoterapeuta exige no sólo el conocimiento de Ja psicología, sino sabiduría y cierta condición de aptitud innata para comunicarse con la gente, dos cualidades difíciles de encontrar en cualquier persona. Es evidente que se requiere más talento social para ser un buen psicoterapeuta que para ser un buen odontólogo. Un odontólogo precisa mucho conocimiento y gran destreza manual, pero no necesita comunicarse fácilmente con la gente, ni poseer una gran sabiduría ni un profundo sentido común (de hecho, conozco muy buenos odontólogos que carecen de estas dos características con la misma intensidad con la que todos los terapeutas que he conocido carecen de los rasgos indispensables para ser odontólogos).
Psicología, genética y biología
Está demostrado que hemos nacido con un cerebro genéticamente dotado de ciertas pautas de comportamiento instintivo; estamos predispuestos mental, emocional y físicamente a responder adecuadamente para sobrevivir.
Este conjunto básico de instrucciones se encuentra codificado en innumerables pautas innatas de activación de las células nerviosas, en combinaciones específicas de células cerebrales que actúan en respuesta a cualquier acontecimiento, experiencia o pensamiento dado. Pero el cableado de nuestro cerebro no es estático, ni está fijado de modo irrevocable. Nuestros cerebros también son adaptables. Los neurólogos han documentado el hecho de que el cerebro es capaz de diseñar nuevas pautas, nuevas combinaciones de células nerviosas y neurotransmisores, nuevas formas de mandar mensajes entre las células nerviosas en respuesta a nuevas informaciones.
De hecho, en los últimos años los científicos comprobaron con sorpresa que nuestro viejo concepto de que el cerebro era un órgano senescente (incapaz de desarrollar nuevas neuronas y condenado a la muerte irreversible de algunas funciones) era falso. Nuestros cerebros son mucho más plásticos de lo que se pensaba hasta hace una década. Somos capaces de cambiar continuamente, de recomponer las conexiones nerviosas cerebrales al compás de nuevos pensamientos y experiencias. Como resultado del aprendizaje, la acción de ciertas neuronas cambia, desarrollando nuevas vías que permiten que las señales eléctricas viajen más fácilmente de un lado a otro de nuestro sistema nervioso central. Últimamente, hasta parece comprobarse que existe la posibilidad de que se sigan desarrollando ilimitadamente nuevas neuronas.
Los doctores Kami y Underleider demostraron, con mapeos cerebrales continuos, que las áreas cerebrales que intervienen en una tarea de aprendizaje de cualquier tarea motora se desarrollan y se expanden gradualmente a medida que el sujeto se vuelve más eficiente y rápido. Esto parece confirmar que la práctica regular de una tarea crea nuevas células y establece nuevas conexiones neuronales. Estas redes, verdaderos sistemas adquiridos, modifican y amplían las «consecuencias» de cada nuevo aprendizaje y multiplican los efectos del desarrollo del individuo.
En un conocido experimento, David McCelland —psicólogo de la Universidad de Harvard— mostró a un grupo de estudiantes una película sobre la Madre Teresa trabajando entre los enfermos y los pobres de Calcuta. Los estudiantes declararon que la película había estimulado sus sentimientos amorosos y solidarios. Una semana más tarde, se analizó la saliva de los estudiantes y se descubrió un incremento en el nivel de inmunoglobulina A, un anticuerpo que ayuda a combatir las infecciones respiratorias y a proteger el organismo.
Medicina y Logoterapia
En un período de crisis mundial como el que estamos experimentando, los médicos tienen necesariamente que ocuparse también de la filosofía. La gran enfermedad de nuestra época es el hastío y la falta de propósito.
Profesor W. Farnsworth (Universidad de Harvard)
Al médico, y sobre todo al psicoterapeuta, se le plantean preguntas de naturaleza no propiamente médica, sino filosófica, para las que probablemente esté poco preparado.
Hay pacientes que acuden al psiquiatra porque dudan del sentido de sus vidas, o incluso porque se desesperan por hallarle algún propósito a la vida misma. En ese contexto, Frankl habla de frustración existencial.
«En sí mismo no se trata de ninguna patología —aclara el genial logoterapeuta—, pero si vamos a considerarla una neurosis, estamos ante un nuevo tipo de neurosis, al que he llamado neurosis noógena.»
Esta falta de propósito o pérdida del rumbo constituye el verdadero motivo de consulta (explícito o no) de más del 40% de los pacientes que concurren a los consultorios psicoterapéuticos de Inglaterra y Estados Unidos, según estadísticas coincidentes que proceden de Harvard y de Columbus.
Un médico que no sea capaz de diferenciar entre esta frustración y las neurosis clásicas estará renunciando a la más poderosa herramienta para ayudar a los pacientes: la orientación del hombre en su escala de valores y el establecimiento de un propósito para su vida.
A diferencia de lo que sucede con los neuróticos psicógenos, en el caso de estos pacientes nunca es válido pensar en términos de evitar las tensiones. No es cuestión de equilibrio estático a cualquier precio, sino, más que nunca, de homeostasis (la autorregulación dinámica del individuo como un todo).
3. La formación del terapeuta
Paradójicamente, muchos de los que consiguen obtener una licencia para trabajar como terapeutas no han necesitado forzosamente demostrar su sabiduría, su sentido común, su intuición ni su inteligencia. Mirando sus antecedentes con detenimiento asumimos que sólo han acreditado con certeza perseverancia y un poco de memoria. Como si esto fuera poco, demasiados psicoterapeutas ingresan a su profesión como almas perturbadas en busca de soluciones para sí mismos. Una condición derivada de un mecanismo de defensa que el psicoanálisis llama formación reactiva. El mismo que lleva a muchos individuos con tendencias asesinas a volverse carniceros o cirujanos (y esto NO quiere decir que todos los carniceros ni todos los cirujanos sean descuartizadores en potencia), a muchos delincuentes potenciales y de los otros a estudiar abogacía, y a muchos hipocondríacos a estudiar medicina.
Acompañar al que sufre
La función del terapeuta en cuanto asistencial se significa desde el origen de la palabra14 en el acompañamiento al que sufre, al enfermo, al paciente (el que padece).
Si sumamos esto a las limitaciones expresadas en el párrafo anterior, no es de extrañar que muchos colegas inexpertos hayan avalado esta curiosa postura acerca de lo que «prueba» el interés por el prójimo: el sacrificio.
La idea que se nos ha legado es que tu verdadero amigo, aquel que sinceramente te ama, a quien le importa de vos, es aquel que puede acompañarte en tus peores momentos, el que puede llorar con vos cuando sufrís, el que puede sufrir con vos cuando penás, el que puede hacerte compañía en tus momentos más duros.
«Porque es muy fácil —dice la gente— estar al lado de alguien cuando está contento; lo difícil es acompañarlo cuando sufre.»
Qué cosa... ¿no? Mi experiencia personal me dice que es exactamente al revés.
Es muy fácil para el que llora encontrarse con alguien que lo acompañe, que le ponga la mano en el hombro y le diga: ¡pobrecitooooo! No se necesita consultar a un terapeuta para eso.
Los terapeutas eran los miembros de una secta judeocristiana que haciendo voto de servicio consagraban su vida a atender a los enfermos en los leprosanos.
¡Es tan fácil que alguien se apene de uno! Basta moverse un poquito y buscar a la persona indicada.
Por ejemplo, si uno se pone a llorar en medio de la Plaza de Mayo, diez personas se acercan y dicen: ¡Poooobre! ¿Qué le pasa? ¿En qué lo puedo ayudar?
En cambio, si uno se larga a reír a carcajadas en medio de la plaza, no se acerca nadie. Y si llega a acercarse alguien es para preguntar: ¿Y usted de qué se ríe, idiota!
Es más difícil encontrar a alguien que pueda disfrutar lo que disfruto, que encontrar a alguien que sea capaz de padecer todo lo que padezco.
Nuestro padecimiento es tan universal, tan genérico, que nos duelen casi las mismas cosas; así que encontrar a quien le duela lo que a mí me duele, es sencillo, es sólo cuestión de ocuparse.
Siempre puedo, aunque más no sea, apenarme de tu pena.
Puedo acompañarte buscando mi pena interna para acompañar la tuya.
Pero con la alegría y el disfrute, casi siempre aparecen los problemas.
Nuestra manera de disfrutar es tan personal...
De hecho, antes de elegir un compañero de ruta, es recomendable evaluar los siguientes parámetros:
¿Le causan gracia la mayoría de las cosas que me parecen graciosas?
¿Será capaz de reírse con las mismas cosas que me río yo?
¿Será capaz de divertirse conmigo de las cosas que a mí me divierten?
¿O cada cosa que a mí me divierta será dramática para él y muchas de las cosas que para mí son dramáticas para él serán motivo de risa?
Así como el dolor compartido se achica, el placer compartido se multiplica.
«Pero... ¿no hace falta penar juntos?»
También.
«¿No estamos juntos para acompañarnos en nuestra soledad?»
También.
«¿No hace falta que transcurramos y transitemos juntos algunos lugares dolorosos?»
Sí, poquitos, y como camino al disfrute.
«¿No es así como funciona la ley de compensaciones?»
Voy a animarme a contarte un cuento un poquito guarango, pero no puedo evitarlo... porque no hay manera mejor de explicar la falacia de la validación de la mencionada «ley».
A un señor de unos 78 años le llega por correo una propaganda de un geriátrico que se llama «Instituto Geriátrico El Paraíso». Viene con un folleto maravilloso, sensacional, donde hay fotos de una playa privada, habitaciones con yacuzzi, una vista soñada, un edificio de cinco estrellas, mesas impresionantes con canilla libre, tenedor libre...
El anuncio dice:
«Apertura en Argentina:
Por primera vez, directamente de los países nórdicos, llega hasta usted el primer geriátrico.
Precio promocional:
$ 250 por mes.»
El señor lee todos los servicios otra vez y piensa:
«Claro, debe haber un error... ¿Cuánto valdrá? Debe ser 250 por día. A ver, si cobré ayer los 400 pesos de la jubilación y le agrego 100 de la reservita, podría ir por dos días... Bueno, pero quizás valga la pena pasar 48 horas ahí».
Entonces llama por teléfono.
—Mire, me llegó el folleto de la institución... ¿cómo es el precio en realidad?
—250 pesos por mes.
—No, no... el precio por mes... —insiste.
—250, señor.
—¿En qué moneda?...
—En pesos, señor, 250 pesos por mes, fijos.
—¡No puede ser!
—¿Quiere venir a verlo, señor? ¿Por qué no se anima?
—¿Dónde queda?
—A 10 kilómetros de la Capital.
El tipo llega. Entra: «Buenas, buenas». Le muestran los lugares, las fotos...
Entonces dice:
—¡Pero esto es maravilloso! ¿250 pesos por mes?
—Sí, sí.
—Pero ¿qué hay que hacer?
—Nada, tiene que pagar 250 pesos y lo ubicamos...
—Claro, esto se va a llenar de gente...
—No crea, no tanto.
—¿Por qué no? —pregunta el anciano.
—Porque éste es un geriátrico nudista.
—¿Nudista?
—Sí, nudista. Y corno ustedes, los argentinos, son tan pacatos en esto, no creemos que vaya a tener mucho éxito...
—¿Y por qué es tan barato?
—Bueno... es una promoción de Finlandia. Quieren promocionar ciertas investigaciones que están haciendo, programas para la vejez, y han decidido instalar aquí una sede con estas características.
—¿Todo es nudista?
—Todo, todo... los pacientes, el personal de enfermería, médicos, personal de asistencia... todos desnudos.
El viejito dice:
—¡Qué cosa! ¿no?
—¿A usted le molestaría?
—¡No! ¡Para nada!
—Bueno, son 250 pesos.
El viejo, muy contento, paga... llega a la habitación, se saca la ropa, queda desnudito... sale al jardín donde los pacientes y el personal están desnudos... ¡Está encantado! Ve la pileta de natación con agua climatizada. Se tira, nada... ¡Espectacular! Se sienta a tomar sol...
Y entonces pasa una mucama con una bandeja, desnuda también, exuberante, bellísima, y le dice:
—Señor, ¿algo para tomar?
El anciano la mira... y, de repente, tiene una respuesta lógica, casi olvidada en él... ¡una erección! Y cuando esto ocurre... ¡PRRR— RRÍÍÍ!, suena un silbato y aparece Juan Carlos, que es uno de esos bañeros grandotes, con bigotes, bronceado. El tipo le dice imperativo:
—¡Señor! ¡Eso está en contra del orden establecido para la calma de este lugar!
—Es que yo no lo pude evitar... pasó la chica... —se excusa el viejito.
No se preocupe! —dice el bañero y se dirige a la mucama— ¡Mónica! ¡Ocúpese del señor!
Entonces Mónica se lleva al viejo hasta un box, cierra la puerta, lo recuesta en una camilla, se le sube encima, y... pungui, pungui, pungui... ¡¡Maravilloso!!
—No sé cómo pagarle... —dice el anciano.
—Quédese tranquilo, señor, está todo incluido. Cada vez que usted me necesite, no tiene más que llamarme.
—¡Muchas gracias! —exclama el viejo asombrado, y sale.
A la hora de comer se dirige al restaurante, donde hay comidas típicas: francesa, italiana, judía, árabe, argentina... canilla libre de champagne, whisky, cerveza, vino... Todo sin pagar ni una moneda. El tipo come, disfruta muchísimo y piensa: «Éstos están locos, no van a durar ni dos días. Yo voy a aprovechar mientras dure». Entonces come en abundancia, sale y se recuesta en el jardín. De repente... una flatulencia. Juan Carlos hace sonar su silbato... ¡PRRRRRÍÍÍ!
—Señor, eso está en contra del orden y la preservación ecológica.
—Es que yo no lo pude evitar... terminé de comer y... —se excusa otra vez el viejito.
—¡No se preocupe! —dice el bañero y, dirigiéndose al gigantesco negro de la regadera en la mano, ordena:
—¡Horacio! ¡Ocúpese del señor!
Horacio es ahora el que se lleva al viejo hasta el box, cierra la puerta, lo recuesta en la camilla y le pasa un enema de tres litros de crema de bismuto tibia.
—No sequé decirle... —comenta el anciano.
—Quédese tranquilo, señor, está todo incluido. Cada vez que usted me necesite, no tiene más que llamarme —contesta Horacio.
—Gra... gracias —dice el viejo.
Agarrándose el trasero va hasta su cuarto, se viste, recoge sus cosas y se dirige a recepción.
La señorita de la entrada lo ve venir con sus cosas y pregunta:
—¿Qué pasa, abuelo?
—Me voy —dice el hombre.
—¿Por qué, abuelo?
El hombre le cuenta lo que le pasó con Mónica y lo que le pasó con Horado y agrega:
—¡Esto no es para mí!
—Pero abuelo, piense en la ley de compensaciones —dice la recepcionista en tono sugerente— está Horacio con el enema pero también está Mónica...
—Ése es el problema, yo no puedo vivir aquí pensando en la ley de compensaciones, yo siempre prefiero evaluar por la otra ley, la de costo y beneficio.
—No entiendo —dice la joven.
—Le explico, querida. Yo puedo tener con suerte tres erecciones por año, pero con toda seguridad se me escapan por lo menos dos pedos por día.
Y vuelvo al tema: con o sin compensaciones, si nunca vamos a disfrutar de las mismas cosas, si no vamos a poder saborear los mismos frutos, si no somos capaces de sentir juntos el placer de estar vivos, entonces vamos a terminar separándonos.
Ninguna ley de compensaciones sirve para sostener los vínculos, menos un vínculo amoroso, menos aun el Vínculo terapéutico.
Qué triste sería plantearse la construcción de una relación importante, una amistad, una pareja, una familia, un vínculo terapéutico, sólo con aquellos que sean capaces de acompañarme exclusivamente en mis momentos más oscuros.
Es determinante para cualquier relación trascendente que el otro sea capaz de acompañarme, también y sobre todo, en los momentos más alegres, solamente así podrá estar en los instantes cruciales.
El terapeuta debe aceptar que no es nada más que un experto en calamidades ni solamente un acompañante ideal para los momentos difíciles.
Este legado siniestro, como yo lo llamo, no fue dirigido a diseñar el rol del terapeuta, pero lo ha influenciado.
Son prejuicios que están dentro de las limitaciones del terapeuta. Por eso señalo en este capítulo la necesidad de librarse de dios.
Cuando no podemos reímos juntos de nada, nunca hay encuentro.
No nos hemos encontrado para sufrir juntos, sino para caminar juntos.
En nuestra formación psiquiátrica, nadie escuchó demasiadas veces la palabra felicidad. Al referimos a los objetivos terapéuticos, naturalmente hablamos de la forma de aliviar los síntomas de depresión o ansiedad del paciente, de cómo resolver los conflictos internos y de los problemas de relación, pero nunca se menciona como objetivo expreso alcanzar la felicidad.
Por lo general, la psicoterapia se dirige a los obstáculos psicológicos que se interponen en el camino hacia lo que buscamos, y se supone que cuando es completamente eficaz acaba con todos ellos.
Sin embargo, a pesar de la enorme ayuda que representaría librarse de todos los obstáculos, eliminarlos casi nunca alcanzará para hacernos felices, así como curamos de una pierna rota no nos hace estrellas de patín artístico.
Psicología y razón
Aun en los terapeutas de formación más sólida, es indudable que desde el enfoque occidental todo se orienta a determinar el origen de los problemas y, por lo tanto, los modos de analizar cada situación están siempre impregnados de nuestra fuerte tendencia racionalista que, como es obvio, parte de la suposición (no siempre acertada) de que todo puede explicarse.
Para terminar de perder el camino, nuestro razonamiento muchas veces se apoya en determinadas premisas que damos por indiscutibles cuando no lo son.
La psicología ha demostrado que existen condicionamientos educativos, por lo general no demasiado conscientes, y muchos hábitos ligados a ciertas experiencias de nuestra historia que han dejado huellas indelebles en nuestra mente.
Como se supone que todo tiene explicación dentro de esta vida, cuando no se encuentra la causa de ciertos comportamientos o problemas, aparece la tendencia a localizarla siempre en el contenido oculto, olvidado o reprimido de nuestro inconsciente.
Y es hasta cierto punto bastante lógica esta dispersión...
Si por alguna razón decidiera yo que la llave que busco está forzosamente dentro de este armario y a pesar de mí convicción no la encontrara, concluiría con seguridad en la idea de que existe un compartimiento secreto en el mueble.
Para algunos colegas, estos determinantes ni siquiera pertenecen a nuestra historia inconsciente, sino que corresponden a condicionamientos y huellas dejados por vidas anteriores.
Sinceramente, creo que existe en algunos de nosotros —psicoterapeutas, psicoanalizados o ambas cosas— una tendencia a subrayar en exceso el papel del inconsciente a la hora de buscar el origen o la explicación de nuestros problemas, que si bien están atados a los condicionamientos que nos esclavizan, no están necesariamente vedados a nuestra mirada ni son independientes de nuestra decisión de libramos de ellos.
Un avión no deja de poder desplazarse por la pista, exactamente igual que como lo haría un automóvil, pero sólo se actualiza como avión cuando se eleva en el aire, es decir, en el espacio tridimensional. De la misma manera, si bien el hombre es un ser humano, también es algo más que un ser humano: es una persona, y esto implica una dimensión más sumada a la de su autonomía: la de su libertad.
Evidentemente, la libertad del hombre no es una libertad de condicionamientos biológicos o psicológicos, es la libertad para tomar posición ante todos los condicionamientos y elegir el propio camino.
Muchas personas esperan demasiado de la psicoterapia, y ella por sí sola no puede demasiadas cosas.
No puede, por ejemplo, garantizar nuestra felicidad.
Ésta es la razón principal por la que tanta gente se persuade de que la psicología no tiene fin y de que la religión es lo único que necesita para ser feliz, puesto que la religión sí puede dar un sentido y un propósito y, al hacerlo, abrir el camino para acercarnos a la felicidad.
No estoy en desacuerdo ni quisiera molestar a nadie, sólo me importa dejar establecido, para avanzar en mi punto, que a veces la religión tampoco es suficiente.
La felicidad que algunas personas sostienen que se puede lograr exclusivamente a través de la religión es a menudo producto de un planteo superficial de la vida sobre la que no se reflexiona.
Pero una persona feliz es mucho más que un animal satisfecho. Una persona feliz es totalmente consciente de sí misma.
No me parece sensato sostener que Dios me creó sólo para llegar a tener la satisfacción de los animales y mucho menos para no ser feliz.
He conocido a algunas personas que se dicen religiosas (¿lo serán?), que han conquistado su sencillez y ausencia de dobleces renunciando a vivir en el mundo real, despreciando la importancia de conocerse a sí mismas o a su entorno y utilizando los valiosos conceptos de la fe solamente para buscar consuelo o protección.
Desde el episodio transgresor de Adán y Eva junto al árbol del conocimiento, parece claro que estamos aquí para aprender tanto como podamos acerca de nosotros mismos y de la vida.
El desafío divino, tal como lo veo desde fuera del paraíso, es el de conseguir ser felices y capaces de ayudar al prójimo aun después de tener ese conocimiento.
Utilizar la religión como un escudo para protegernos del conocimiento de nosotros mismos es hacer un falso uso de la religión, que sólo termina por distorsionarla.
Utilizar la psicología para saltear nuestras necesidades espirituales es pedirle a la psicología que se haga cargo de aquello que como ciencia no conoce y no maneja.
Puede ser que algunos fanáticos religiosos intenten moldear J religión según su perturbada psiquis. Pero existen también los mejores religiosos, los más sanos psicológicamente, aquéllos capaces de encontrar en la psicología algunas verdades y aplicarlas a sí mismos y al mundo.
Puede ser que algunos fanáticos psicoterapeutas intenten moldear la psicología según su perturbada postura de fundamentalismo ateo. Pero existen también los profesionales de la salud religiosamente sanos, sean o no creyentes, capaces de encontrar en la espiritualidad la importancia de algunas búsquedas y ocuparse de ellas para sí mismos y para sus pacientes.
La felicidad es siempre un camino de suma.
Sumar espiritualidad y ciencia.
Sumar reflexión y acción.
Sumar intelecto y sentimiento.
Sumar lucha y aceptación.
Sumar ética y comprensión.
Y sobre todo, lo más difícil, sumar pasión y templanza.
De hecho, la crónica de la conquista de la felicidad podría ser la historia de cómo cada uno ha conseguido mantener sus pasiones sin caer en los excesos de lo irracional, una especie de mesura apasionada. Siempre me gusta alertar sobre el sentido distorsionado de las palabras. En nuestro mundo, que sobrevalora la fuerza de las pasiones aunque les teme, mucha gente asocia la moderación con el tedio. Y si bien es cierto que en ocasiones la vida mesurada puede parecer tediosa, esto no cambia el hecho de que cierta templanza sea esencial para la felicidad.
Pero esta mesura, como dije, debe sumarse a la pasión, al entusiasmo y a la diversión.
Una vida sin estos elementos no es una vida moderada, es el ascetismo.
Una vida sin ningún rastro de templanza no es una vida placentera, es la locura.
Una vida que sume puede ser el primer ladrillo para construir una vida feliz.
Como venimos diciendo, una vida feliz sólo se construye si encima de ese primer ladrillo podemos colocar con claridad una flecha que señale el rumbo que hemos decidido darle a nuestra existencia.
Un terapeuta debería tener tomada una decisión sobre el sentido de su vida.
Y yo soy un terapeuta.
Por el momento, lo que le da sentido a mi vida es la búsqueda de trascendencia.
Posiblemente esta búsqueda me haya llevado a salirme de las cuatro paredes del consultorio, posiblemente me empujó a dar conferencias abiertas, posiblemente me haya arrastrado hasta la televisión y muy posiblemente sea también la razón fundamental por la que escribo este libro.
Pero esta trascendencia no es la de la gloria ni la del aplauso, es la de la necesidad de transmitir lo que pienso, lo que creo, lo que aprendí de otros más sabios que yo, que me enseñaron.
Seguramente sea también esa búsqueda de trascender la que me impulsó a escribir hace poco esta última «Carta para Claudia»:
Antes de morir, hija mía, quisiera estar seguro de haberte enseñado...
A disfrutar del amor, a confiar en tu fuerza, a enfrentar tus miedos, a entusiasmarte con la vida, a pedir ayuda cuando la necesites, a permitir que te consuelen cuando sufrís, s tomar tus propias decisiones, a hacer valer tus elecciones, é ser amiga de vos misma, a no tenerle miedo al ridículo, a darte cuenta de que mereces ser querida, a hablar a los demás amorosamente, a decir o callar según tu conveniencia, a quedarte con el crédito por tus logros, a amar y cuidar la pequeña niña dentro de vos, a superar la adicción a la aprobación de los demás, a no absorber las responsabilidades de todos, a ser consciente de tus sentimientos y actuar en consecuencia, a no perseguir el aplauso sino tu satisfacción con lo hecho, a dar porque querés, nunca porque creas que es tu obligación, a exigir que se te pague adecuadamente por tu trabajo, a aceptar tus limitaciones y tu vulnerabilidad sin enojo, a no imponer tu criterio ni permitir que te impongan el de otros, a decir que sí sólo cuando quieras y decir que no sin culpa, a vivir en el presente y no tener expectativas, a tomar más riesgos,
a aceptar el cambio y revisar tus creencias, a trabajar para sanar tus heridas viejas y actuales,
a tratar y exigir ser tratada con respeto,
a llenar primero tu copa y, recién después, la de los demás,
a planear para el futuro pero no vivir en él,
a valorar tu intuición,
a celebrar las diferencias entre los sexos,
a desarrollar relaciones sanas y de apoyo mutuo,
a hacer de la comprensión y el perdón tus prioridades,
a aceptarte así como sos,
a no mirar atrás para ver quién te sigue,
a crecer aprendiendo de los desencuentros y de los fracasos,
a permitirte reír a carcajadas por la calle sin ninguna razón, la no idolatrar a nadie, y a mí... menos que a nadie.
Jorge Bucay