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ALGUNOS DESVÍOS

DESDICHA Y EXPECTATIVAS

Había una vez un príncipe que vivía en un palacio y poseía todo lo que deseara tener, como corresponde a todo príncipe de cuento. En la mañana de esta historia, ve pasar aun mendigo pidiendo limosna con un platillo.

El príncipe lo manda llamar e intenta tirar algunas monedas en su extraña escudilla amarillenta. Pero el mendigo lo detiene y le dice:

—Perdona, señor, tú eres el hombre más rico del mundo; si de verdad quieres darme una limosna, y te confieso que no estás obligado, dame suficiente para llenar mi plato. No me des dinero si no quieres, dame comida o basura, pero dame tanto como para colmar mi escudilla. Si no quieres o no puedes hacerlo, preferiría que aguardes al próximo mendigo para complacer tu caridad de esta mañana. El príncipe se sorprende, está tentado de echarlo a patadas, pero piensa que quizás el pordiosero tenga algo de razón.

Si un príncipe no puede dejar satisfecho a un mendigo, quién lo harta.

El poderoso palmea las manos y aparecen dos sirvientes con una bandeja repleta de bolsitas de cuero llenas de monedas. Sin decir una palabra, el príncipe comienza a echar las monedas en el platillo y ve con sorpresa cómo desaparecen inmediatamente en el fondo del recipiente. No puede creer lo que sucede, pero unos segundos después de haber echado las últimas monedas, el platillo está tan vacío como cuando el mendigo llegó. El soberano llama a su consejero y al poco rato es traído un arcón lleno de valiosas joyas de todas partes del mundo. Al principio de a puñados, y luego con la ayuda de los sirvientes, todos echan alhajas en la escudilla para conseguir llenarla aunque sea por un instante... pero no hay caso, el fondo amarillento parece tragarse instantáneamente todo lo que cae. Fastidiado, el príncipe manda a traer fuentes llenas de comida y lo mismo vuelve a suceder, el plato permanece tan vado como siempre. Derrotado el soberano, detiene a los diez sirvientes que ahora a un tiempo siguen echando infructuosamente panes y frutas en la escudilla. —Me has vencido —dice el príncipe—. Yo, el más poderoso de los hombres, no puedo llenar el plato de un mendigo. Aprenderé esta lección de humildad... Por favor, quédate a comer conmigo y cuéntame de dónde sacaste esta escudilla mágica que nunca se llena. —Meses atrás —responde el mendigo— mi viejo plato de madera se rompió. Buscando un tronco caído para tallar una nueva escudilla, me crucé una noche con un cadáver tirado al costado del camino. Los animales habían devorado la carne del pobre desgraciado y sólo quedaba el esqueleto pelado. Seguro de que no dañaba a nadie, conseguí prestada una sierra de unos granjeros y corté la parte superior de su cráneo. La lavé y desde entonces la uso como platillo. Lo que has visto, príncipe, no es magia, lo que sucede es que este cráneo conserva todavía algunas de las propiedades que tenía cuando era parte de la cabeza del hombre; y la cabeza, majestad, siempre es insaciable.

Según los estudiosos de la conducta infantil, las primeras palabras que aprendemos de niño son poco más o menos las mismas:

primero solemos decir mamá:

en segundo lugar generalmente pronunciamos papá:

y la tercera palabra es casi siempre más.

En estas primeras palabras se representan nuestros más profundos deseos: primero amor, después seguridad, y luego: más de todo.

Cuando se busca el significado de la palabra feliz en el diccionario de la Real Academia Española, la primera definición dice:

Que se complace con la posesión de un bien

Esta relación irremediable de la felicidad con la complacencia del tener nos conecta con una situación de difícil salida: Si, como el cuento lo sugiere, la naturaleza humana es insaciable, se puede deducir que el mayor obstáculo para la felicidad está ligado a nuestra propia naturaleza.

Dado que nunca es posible satisfacer todos nuestros deseos, sean de amor, de sexo, de dinero, de atención, de seguridad, de placer o de alimento, podemos decir que la felicidad, aquello que intentamos definir, es un imposible por su misma definición.

El resto de las definiciones del adjetivo feliz no ayuda mucho más:

• Caracterizado por la buena suerte; afortunado.

• Persona que disfruta, muestra o está marcada por el placer o la alegría.

• Alguien que se adapta con facilidad a las circunstancias.

• Alegre. Contento.

Hemos leído en el capítulo anterior la palabra del Dalai Lama cuando nos señalaba con claridad que las posesiones no pueden determinar nuestra felicidad porque son, por definición, insuficientes, imposibles de satisfacer; y dado que no somos monjes tibetanos seguramente necesitemos encontrar algún parámetro más occidental que nos permita evaluar, medir, pesar nuestra felicidad.

Si tratáramos de ser fieles a la forma en que vivimos, deberíamos buscar nuestra dimensión de los factores que condicionan nuestro sentimos felices por el análisis de la negativa: «La felicidad está determinada por la ausencia de situaciones desdichadas». Matemáticamente hablando:

F = 1 / D

Donde F es la felicidad y D es la desdicha.

Cuanto menor sea la desdicha, mayor será la felicidad.

Ahora el problema se traslada a cómo se mide la desdicha.

La sociedad que supimos concebir parece creer firmemente que la desdicha se puede calcular, y propone subliminalmente medir nuestra infelicidad por la diferencia que existe entre las poderosas imágenes ideales producto de nuestro deseo y la percepción de la realidad con la que nos encontramos.

Basándonos entonces en la irónica fórmula de la Desdicha de Dennis Pragger (5) podríamos calcular la infelicidad de muchas personas con la siguiente ecuación:

D = E-R

La cantidad de Desdicha es igual a las Expectativas menos la Realidad.

De este modo, en la medida que lo percibido en la Realidad sea mayor, menor o igual que las Expectativas, cambia el nivel de la Desdicha.

Es decir, cuanto mayor sea la Expectativa, y menos parecida sea a la Realidad, mayor será la Desdicha.

Así planteado, todo esto no es más que una estupidez...

Y sin embargo, estas estupideces determinan nuestras conductas.

Desde la fórmula parece obvio y comprensible que frente a cualquier registro de infelicidad nos ocupemos urgentemente de tratar de cambiar la Realidad. Es una idea razonable, eficaz, fantástica, que induce a la acción. Pero tiene un inconveniente:

No siempre puedo conseguir que la Realidad se parezca a lo que espero de ella.

Y es un gran inconveniente, porque no sólo no siempre voy a conseguirlo, sino que casi nunca es posible totalmente.

Esto es: casi nunca la Realidad se condice exactamente con las Expectativas, salvo que tenga expectativas ancladas exclusivamente en estrategias futuras fácticamente posibles, en cuyo caso yo ni siquiera las llamaría expectativas, preferiría denominarlas Proyectos.

La Expectativa tiene que ver con el resultado, no con el camino. El Proyecto tiene que ver con el camino, no con el resultado.

La única manera de resolver esa ecuación para que no siga arrojando un resultado de Desdicha es trabajar también sobre la Expectativa y no sólo sobre la Realidad.

Porque si yo mejoro la Realidad, pero con ella subo proporcionalmente mis Expectativas, la Desdicha se mantendrá presente.

Imaginemos que estoy esperando un ascenso a Jefe de sector.

Me siento desdichado cada fin de mes cuando en mi encuentro con el directorio no llega la deseada promoción. Mi fórmula de desdicha se compone así:

Realidad (simple empleado) valor 3

Expectativa de ascenso valor 8

Desdicha valor 5

Pero supongamos que un día, después de mucho desearlo y de haber trabajado duramente, el gerente me cita a su despacho y me da la buena noticia: el ascenso se ha hecho realidad. Salgo de la oficina, me subo a mi auto y en el primer semáforo compongo mi nueva ecuación:

Realidad (Jefe de sector) valor 8

Expectativa de ascenso a gerente valor 13

Desdicha ¡¡¡valor 5!!!

Cada vez que nos sentimos desdichados luchamos, muchas veces insensata y caprichosamente, para cambiar la realidad, para hacer que se asemeje más a lo que esperábamos de ella, para forzar los hechos en una determinada dirección... sin pensar que si lo que queremos verdaderamente es ser felices, el trabajo podría ser más interno que externo, más sobre las expectativas que sobre la realidad, más sobre lo pretendido que sobre lo encontrado.

Si yo bajo mis expectativas, aunque no mejore demasiado la realidad, la desdicha va a desaparecer.

Realidad (Jefe de sector) valor 8

Expectativa de ascenso valor 0

Desdicha — 8

Las expectativas son, por ejemplo, la fuente principal de crisis para la edad madura en los hombres. Cuando pasan de cierta edad, muchos señores se dan cuenta de que sus logros personales o profesionales no se corresponden con la imagen que se habían formado de lo que debían haber realizado para entonces. La desdicha que sienten frente a esa diferencia entre la expectativa y la realidad es el desencadenante fundamental de una turbulencia que los libros suelen llamar la «crisis de los cincuenta».

Occidente parece sostener a ultranza la idea de que ser feliz es no sufrir. Al desarrollar la capacidad para limitar el sufrimiento, fue perdiendo concomitantemente la habilidad para afrontarlo.

En el extremo opuesto del mundo, las personas educadas en las culturas orientales, en cambio, parecen tener una mayor capacidad para aceptar el dolor y el sufrimiento; y aun admitiendo que ambos son fenómenos humanos universales, nos sorprende la tolerancia que los países más pobres de Asia tienen para con ellos. ¿Costumbre? ¿Resignación? Puede ser, aunque quizás se deba, también, a que al ser mucho más duras las condiciones de vida, el sufrimiento se ha vuelto más visible en las naciones pobres: el hambre, la pobreza, la enfermedad y la muerte pertenecen indiscutiblemente a la comunidad y no son negadas ni marginadas sino aceptadas y atendidas por todos.

Cuentan que...

En tiempos de Buda, muñó el único hijo de una mujer llamada Kisagotami.

Incapaz de soportar siquiera la idea de no volver a verlo, la mujer dejó el cadáver de su hijo en su cama y durante muchos días lloró y lloró implorando a los dioses que le permitieran morir a su vez.

Como no encontraba consuelo, empezó a correr de una persona a otra en busca de una medicina que la ayudara a seguir viviendo sin su hijo o, de lo contrario, a morir como él.

Le dijeron que Buda la tenía.

Kisagotami fue a ver a Buda, le rindió homenaje y preguntó:

—¿Puedes preparar una mediana que me sane este dolor o me mate para no sentirlo?

—Conozco esa medicina —contestó Buda-> pero para prepararla necesito ciertos ingredientes.

—¿Qué ingredientes? —preguntó la mujer.

—El más importante es un vaso de vino casero —dijo Buda.

—Ya mismo lo traigo —dijo Kisagotami. Pero antes de que se marchase, Buda añadió:

—Necesito que el vino provenga de un hogar donde no haya muerto ningún niño, cónyuge, padre o sirviente.

La mujer asintió y, sin perder tiempo, recorrió el pueblo, casa por casa, pidiendo el vino. Sin embargo, en cada una de las casas que visitó sucedió lo mismo. Todos estaban dispuestos a regalarle el vino, pero al preguntar si había muerto alguien, ella encontró que todos los bogares habían sido visitados por la muerte. En una vivienda bahía muerto una hija, en otra un sirviente, en otras el marido o uno de los padres.

Kisagotami no pudo hallar un hogar donde no se hubiera experimentado el sufrimiento de la muerte.

Al darse cuenta de que no estaba sola en su dolor, la madre se desprendió del cuerpo sin vida de su hijo y fue a ver a Buda. Se arrodillo frente a él y le dijo:

—Gracias... Comprendí.

DE LA CONFUSIÓN AL CONFORMISMO

Los estudios de los sociólogos ponen de manifiesto que los habitantes de los países más desarrollados tienden a construir un modelo de vida que les permita confirmar en los hechos que el mundo es básicamente un lugar agradable, donde impera la justicia, donde todas las personas son buenas y generosas en un entorno filosófico en el que cada uno merece tener lo que desea por sólo desearlo. Es decir, una prolongación de lo que los padres de nuestra cultura les hemos hecho creer a nuestros hijos.

Dentro de este contexto educativo «sobreprotector y mentiroso», un trauma relativamente menor puede tener un enorme impacto psicológico, que intensifica la autodescalificación. El dolor o la tristeza, la frustración o la postergación de lo deseado dejan de verse como naturales y humanos, se los considera una anomalía, una señal de que algo ha sido mal hecho, como un fracaso de algún sistema, una violación de nuestro derecho a la felicidad y hasta una confabulación en nuestra contra.

Todos estos pensamientos conllevan muchos peligros:

Si pensamos que la frustración es algo antinatural, algo que no debiéramos experimentar, muy pronto buscaremos un culpable.

Si me siento desgraciado, tengo que ser una víctima de algo, de alguien o de algunos.

En esta dirección, el que nos castiga con el sufrimiento puede ser el gobierno, el sistema educativo, unos padres abusivos, una familia disfuncional, el sexo opuesto o nuestro cónyuge.

El Grupo de la VID

(Víctimas de Injusta Discriminación)

Un grupo interesante de infelices es el de aquellos que se identifican a sí mismos como víctimas para evadir la responsabilidad que les corresponde sobre su infelicidad.

Es casi irremediable y absolutamente comprensible que alguien que ha sido sometido a vejámenes y agresiones continuas en etapas anteriores o si es objeto de persecuciones constantes en el presente termine quedándose en el lugar de víctima, aunque sea transitoriamente.

Pero para muchos, haber padecido estos hechos no es imprescindible para entrar en el club de las Víctimas de Injusta Discriminación.

SOCIOS DEL 1 AL 100.000

Muchos individuos se asumen como socios no por haber sido victimizadas personalmente, sino porque son —determinan que son o se identifican con— miembros de un grupo que lo ha sido.

En nuestro mundo, y dado que históricamente las mujeres, los homosexuales, los niños, los enfermos, los artistas, los viejos, los discapacitados y casi todas las minorías han sido víctimas de algún tipo de discriminación o ataque, un miembro cualquiera de la humanidad puede encontrar posible y tentador asumirse víctima, aunque más no sea como justificación y excusa frente a sí y a los demás.

SOCIOS DEL 100.001 AL 200.000

Otra forma de calificar para asociarse a la VID es culpar de nuestra desdicha a las cosas que nos hacen diferentes a la mayoría. Los bajos, los altos, los gordos, los feos, los que sufren de halitosis, los pobres, los desqueridos, los abandonados, los adoptados, los viudos y los que transpiran demasiado, entre otros, encuentran a veces en sus «estigmas» razón y motivo para sentirse excluidos del concierto de la mayoría. Aunque, modestamente, creo que deberíamos hablar un largo rato sobre cada uno de estos grupos antes de animamos a clasificarlos como portadores de algún handicap negativo.

En primer lugar, porque al hablar de marginación es casi un deber recordar aquel viejo cuento del hombre que compró el costosísimo libro de cocina.

El tomo, de tapa dura y cubierta plastificada, se llamaba «Gustos contemporáneos de la cocina austro-húngara».

El hombre llegó a su casa, se sentó en su más cómodo sillón, se sirvió una copa de su mejor vino tinto, encendió la luz de lectura y se dispuso a leer. Entonces descubrió, con no poca sorpresa, que el libro sólo tenia una página impresa, la primera, que decía:

«Como usted sabe, sobre gustos... no hay nada escrito».

Como ya he sugerido, los supuestos marginados y marginadas tienen muchas veces un problema de ansiedad o de falta de iniciativa y no necesariamente un problema de rechazo.

En segundo lugar, porque desconfío. Cualquier pequeñísimo análisis psicológico que hagamos, con o sin ayuda profesional, mostrará que los integrantes de este grupo se autoexcluyen mucho antes de ser excluidos, lo que de alguna manera los muestra como los verdaderos discriminadores de la película. «Si yo fuera flaco también despreciaría a los gordos», dice el gordo del barrio.

El mayor de los irónicos del humor y uno de los grandes pensadores de la historia, Groucho Marx, lo esclareció para siempre en su frase magistral:

«Yo jamás sería socio de un club que estuviera dispuesto a aceptar socios como yo.»

(¡Maravilloso!)

Y por último, porque siempre dudé del «catastrófico previsto resultado fatal» de la vida de estos llorones usurpadores de lugares lamentables. —

La verdad pragmática de la evolución real de estas supuestas víctimas de las circunstancias debe ser evaluada en el tiempo.

Tomemos un grupo que desde hace años me ha interesado mucho: el de los niños adoptados.

Aclaro que no tengo en mi familia ningún caso directo ni cercano de adopción para tomar como referencia. Mi interés empezó, como con otros temas, en una entrevista profesional.

Una paciente consultaba por un problema con sus hijos (tenía dos). Ella y su pareja habían quedado embarazados unos meses después de recibir en adopción un niño, que habían solicitado dado que se les había diagnosticado una supuesta esterilidad idiopática. Tal paradoja es afortunadamente bastante frecuente: cancelada la ansiedad del embarazo, éste aparece naturalmente. El caso es que uno de los niños no podía controlar los celos que sentía por su hermano. A pesar de que papá y mamá habían seguido todos los consejos de los terapeutas más renombrados, habían manejado la realidad de la adopción de una forma muy saludable e inteligente, franca desde el comienzo y amorosa permanentemente, el problema de los celos era feroz, tanto que el niño empezaba a somatizar su angustia, transformándola en insomnio y cefaleas.

Yo, inexperto o condicionado, animé una interpretación tranquilizadora:

—Me parece que es lógico un poco de celos. Siempre sucede esto de la competencia entre hermanos; y en este caso es muy razonable que al saber de su diferente origen el niño adoptado se sienta desmerecido. Quizás sin darse cuenta usted y su marido le han dado cierta preferencia al hijo de su sangre, tan deseado y esperado...

—No, Doctor —en aquel entonces mis pacientes me llamaban Doctor-> mi esposo y yo nunca hicimos diferencia de trato, pero además el celoso es el hijo biológico, no el adoptado.

Yo me quedé helado, me sentí un estúpido por mi comentario. Ella siguió:

—Cuando pensamos que era el momento les hablamos a ambos de su origen. Al menor le contamos cómo había nacido de la panza de mamá y cómo papá lo había esperado para recibirlo apenas saliera por la vagina. Al mayor le contamos que lo fuimos a buscar a un lugar donde había muchos bebés que no tenían mamá y que paseando entre las cunas lo vimos a él y nos sonrió. Le dijimos que al alzarlo en brazos nos sentimos tan felices que pedimos que nos dejaran llevarlo con nosotros y lo adoptamos. Mi hijo menor sostiene que a su hermano lo elegimos nosotros... ¡y a él no!

Desde entonces siempre me interesó mucho el tema, y en cada investigación encontraba lo mismo: las supuestas víctimas sindicadas, los pobrecitos niños adoptivos, tenían grandes ventajas adquiridas si se los evaluaba pasado un determinado tiempo.

Sólo como ejemplo:

Un estudio de junio de 1995, del National Institute of Mental Health Bethesi, encontró que los adolescentes adoptados reportaron menores índices de comportamiento impropio —beber o robar— que los adolescentes criados por sus padres biológicos. Además, el 85% de los niños adoptivos obtuvo un mejor puntaje promedio en indicadores de bienestar, incluyendo amistades y desempeño académico.

SOCIOS DEL 200.001 EN ADELANTE

Finalmente, hay un grupo de víctimas que está compuesto por quienes han sido excluidos o victimizados por su propio comportamiento y luego culpan a otros de las consecuencias de sus actos. Casos:

Los empleados que han sido despedidos por su proceder irresponsable y luego culpan de su desempleo a la persona que los despidió.

Los estudiantes que reprueban sus exámenes y luego culpan a los profesores de sus malas calificaciones.

Las mujeres que se enamoran repetidamente de varones despreciables, ignoran a los hombres buenos que se sienten atraídos por ellas, y luego culpan a todos los hombres de sus problemas.

Los pueblos que se desentienden de las responsabilidades que les atañen a la hora de elegir a sus gobernantes y se quejan de ser oprimidos por una clase dirigente corrupta.

Los especuladores que son timados cuando trataban de aprovecharse de la supuesta ingenuidad del que luego los estafó.

El riesgo obvio de asignar culpas y mantener una postura de víctima es, precisamente, eternizar nuestro sufrimiento, enquistado, anidado y latiendo en el odio; perpetuar el dolor potenciado por nuestro más oscuro aspecto: el resentimiento.

Los problemas son parte de nuestra vida.

Los problemas, por sí solos, no provocan automáticamente el sufrimiento.

Si logramos abordarlos con decisión y compromiso, si logramos centrar nuestras energías en encontrar una solución, el problema puede transformarse en un desafío.

Solemos quejarnos diciendo: ¡No es justo!

Pero... ¿de dónde sacamos nosotros que lo natural es la justicia?

De hecho no lo es.

No es justo que los ríos se desborden y arrasen construcciones hermosas.

No es justo que las erupciones volcánicas sesguen cientos de vidas.

No es justo que un incendio forestal termine con la existencia de miles de animales.

No obstante, si nos quedamos en el pensamiento o en la queja de lo que es justo o injusto, añadimos un ingrediente de malestar y de distracción. Así, pasamos a tener dos problemas en lugar de uno.

El sentimiento puramente vindicativo frente a la injusticia nos priva de la energía necesaria para solucionar el problema original.

Primera gran confusión: identificar felicidad con éxito

Como veremos después, la comparación con lo que otros tienen es una de las maneras favoritas de construir expectativas. Existe una gran tentación en la que todos caímos alguna vez: comparar la felicidad propia con la que imaginamos que disfrutan los exitosos.

Para promover nuestro bienestar, una buena tarea de investigación sería hablar con aquellos que han logrado grandes éxitos y preguntarles si son felices. Siempre encontraremos lo mismo: los que dicen que lo son, ya lo eran antes de obtener el éxito; y quienes eran desdichados antes de tener éxito, continúan siendo desdichados después o son todavía más infelices que antes (como siguen equiparando el éxito con la felicidad y no la han alcanzado, dedican más tiempo a buscar mayores éxitos que a realizar aquellas cosas que en realidad les permitirían sentirse felices).

¿Por qué tenemos tanto «rollo», entonces, con el éxito?

Muchos de los pacientes que he atendido perseguían el éxito porque sus padres sólo les demostraban amor cuando eran exitosos. Aprendieron, pues, a buscar el éxito para ser amados.

Para otros, el éxito profesional actúa como disparador natural del aplauso del afuera y se han vuelto adictos a esta valoración. A partir de allí, la droga del reconocimiento o la admiración de los demás es buscada en dosis cada vez mayores para calmar el dolor del silencio o conjurar el temor enfermizo a la crítica.

Los hombres, en particular, tienden a equiparar la felicidad con el éxito profesional y material porque creen que éste atrae a las mujeres. Tal es la fuerza motivacional de la atracción entre los sexos.

Por igual razón, muchas mujeres condicionan su felicidad a sentirse bellas y deseadas.

Algunos de nosotros hemos vivido largos períodos de nuestra vida persiguiendo el éxito, creyendo firmemente que sin él no hay felicidad posible. Sufrimos y nos sentimos frustrados e infelices cada vez que fracasamos en una tarea.

La salida de la confusión deviene de encontrar otra fuente de valor y dignidad no ligada al éxito, ni al aplauso, a partir de la cual podamos relacionarnos con el mundo que nos rodea sin competir con el otro para llegar más lejos, para saltar más alto, para ser el mejor: Se trata del vínculo que se establece simplemente por saberse perteneciente a la comunidad humana.

Es evidente que compartimos esa virtud con todos y es importante darse cuenta de que ese vínculo es suficiente para crear una conciencia de valoración y respeto que debe permanecer intacta, aun en el caso de aquellos que han perdido todo lo demás.

Una red de contención y una fuente de serenidad que permanezca incólume frente a los problemas, las frustraciones cotidianas y las fluctuaciones de nuestro estado de ánimo, o mejor aun, que se fortifique en los momentos difíciles. Una sensación de pertenencia que es parte natural de la matriz misma de nuestro ser.

Desde esa perspectiva, nos resultará más fácil no desesperarnos cuando algo «NO sale», porque sabremos que merecemos el reconocimiento, el respeto y la consideración de los demás por el simple hecho de ser uno entre todos.

Sin duda, este descubrimiento cancela para siempre uno de nuestros más primitivos y ancestrales temores: el miedo a ser abandonados.

Estoy seguro de que dicho «descubrimiento» puede tener un efecto muy profundo, hacemos más receptivos, más comprensivos, más solidarios y más abiertos a la alegría de vivir.

Segunda gran confusión: Equiparar la felicidad con el placer

Como ya hemos visto, la gente suele identificar ser feliz con estar disfrutando de lo que sucede. Hasta dice: «soy tan feliz...» el día que todo ha salido como pensaba o cada vez que le ocurre algo muy divertido.

Al pedirle, por ejemplo, que imagine una escena con gente feliz, la mayoría evoca de inmediato la imagen de personas riendo, jugando o bebiendo en una fiesta. Pocos imaginan a una pareja criando a un hijo, a un matrimonio que cumple cincuenta años de casados, a alguien que lee un libro o a personas haciendo cosas trascendentes.

Pero «pasarla bien» no crea felicidad, porque —como sucede con toda diversión— el placer que produce termina cuando se acaba el entretenimiento, y en ese mismo instante todas las personas que llegaron desdichadas, comienzan a sentir otra vez su infelicidad y se vuelven dependientes de la búsqueda desenfrenada de placer como única forma de escape. No es necesario aclarar que esto conspira contra la felicidad en lugar de acercarla.

Las comidas deliciosas pueden ser una gran fuente de placer para los que amamos la buena mesa, y sin embargo, si hacemos pasar nuestra capacidad de goce exclusivamente por el paladar, tarde o temprano los viejos placeres gastronómicos se volverán una fuente de desdicha y no de felicidad.

Es esta confusión de placer instantáneo con felicidad lo que motiva que muchos hombres y mujeres sostengan con convicción que como no se puede estar siempre gozando de lo que sucede, la felicidad no existe más que en fugaces momentos placenteros.

Retomemos el ejemplo de la comida e imaginemos un nutritivo plato elaborado según las reglas tradicionales de la higiene y la vida sana como metáfora de todas las necesidades básicas de nuestra vida: los nutrientes representan nuestras ocupaciones diarias y los condimentos equivalen a la diversión o el placer. Si bien para muchos es cierto que la comida sin condimento hace del comer un trabajo más, nadie ignora que no podríamos alimentamos sólo de especias; no sólo porque la comida contiene los nutrientes imprescindibles para vivir, sino porque en realidad el condimento sólo sirve para realzar el sabor de aquello que es condimentado.

Hay quienes han sido educados de manera tal que asocian el placer de la comida al pecado o la enfermedad, y hasta puede que sean personas más saludables; pero muchos jamás disfrutarán de una buena cena (no se vive más comiendo comida macrobiótica sin sal —dice mi amigo Quique—, lo que sucede es que la vida se te hace más larga).

La publicidad de los alimentos para perros tiene la clave precisa: Nutrición y sabor.

Si algo me sale bien, o si hago un buen negocio, o si gano mucho dinero, puede ser que me sienta feliz o puede ser que no. De hecho, nada garantiza que algo agradable, que me da cierta cuota de alegría, se identifique con la felicidad. Que me cuenten un chiste y me ría no quiere decir que esté siendo feliz.

Tercera gran confusión: Creer que con el amor alcanza

Aquellos que ligados a las novelas románticas esperan el amor de su vida

Aquellos que idealizan el vínculo creyendo que todo está allí esperando

Aquellos que creen que si hay amor todo lo demás no tiene importancia

Aquellos que creen en la historia de la media naranja

Aquellos cuya única referencia filosófica es el bolero

Aquellos que usaron su frustración de la adolescencia para justificarlo todo detrás de la pantalla del sufrimiento por el amor imposible

Aquellos que podrían suicidarse por amor, pero no están dispuestos a vivir por él

Aquellos que creen que el amor es desaparecer en el otro

Aquellos que luchan por sostener lo imposible, los amores incondicionales, eternos e infinitos

Aquellos, por fin, que en lugar de traerle poesía a sus vidas pretenden hacer de sus vidas un poema de amor...

... no pueden estar equivocados, entre otras cosas, porque cada vez son más.

De hecho no es una equivocación, están confundidos:

La vida es una transacción amorosa, no una transacción comercial.

En 1995, la Asociación Norteamericana de Hospitales Veterinarios realizó una encuesta entre los dueños de mascotas. Los resultados que arrojó son, por lo menos, llamativos:

El 60% declaró que si estuviera en una isla desierta su compañía preferida sería su mascota y no otra persona.

El 47 % afirmó que si su perro y un extraño se estuvieran ahogando, salvaría primero a su perro, y el 25% contestó que no sabría qué hacer.

El 72% incluyó a su mascota entre sus cinco afectos más importantes.

Por último, casi el 30% de los encuestados admitió que había por lo menos un miembro de su familia de origen con el cual no se veía o al que prefería no volver a ver nunca más. Todos ellos aseguraron que no sabrían cómo sobrevivir a la muerte de su perro o de su gato.

Creo que la razón de estas respuestas no es difícil de imaginar.

El amor que sentimos por nuestras mascotas es absolutamente compensado con un igualmente incondicional amor de su parte. Y este amor mutuo es de la mejor calidad, «el regocijo por la sola existencia del ser amado», al decir de Joseph Zinker en su definición del verdadero amor.

Evidentemente, la idea de sostener tamaña incondicionalidad se acaba con nuestros padres. Es indudable que merecemos un trato decente de parte de todos los seres humanos y que estamos de alguna forma obligados a retribuirlo; pero es preciso construir y actualizar permanentemente el respeto y el amor.

No podemos seguir reclamando como bebés ese amor incondicional infantil e inexistente.

Yo lo sé, vos lo sabés, todos lo sabemos...

Y de todas maneras, de vez en cuando nos desesperamos porque no lo conseguimos y seguimos soñando con encontrarlo.

El amor adulto nunca es incondicional. Depende de lo que doy y lo que recibo.

Y hay que nutrirlo y alimentarlo. No importa cuánto yo haya llegado a amar a mi pareja; este amor depende de cómo se conduzca el otro, de lo que sienta por mí, de su manera de actuar.

Por lo tanto, habrá que aprender a cuidar a los amigos, a darles un valor sustancial, importantísimo. Porque a veces nos olvidamos.

Conozco un paciente que estuvo tan ocupado trabajando para juntar la plata que necesitaba para comprarle el regalo que su mejor amigo deseaba para su cumpleaños, que durante el año no tuvo ni siquiera media hora para charlar con él.

Habrá que aprender a pedir ayuda cuando uno no puede.

Habrá que aprender a agradecer esa ayuda, ser capaz de valorarla.

Habrá que aprender también a no esperar el aplauso, la gratitud o el reconocimiento, que a veces llega y a veces no.

Habrá que tener cuidado, para no distraerse.

Cuarta gran confusión:

Escapar del dolor

Probablemente como resultado de la suma de estas tres confusiones, se produzca esta identificación hedonista:

Exito + Placer + Amor = Felicidad

Aterrizamos en una de las creencias de las que ya hablé en una hoja de ruta anterior,[10] la idea de que «debemos evitar el dolor».

Esta premisa es la consecuencia lógica del siguiente razonamiento: si lo gozoso y disfrutable nos lleva a la felicidad, el dolor conduce a la desdicha.

No es así.

• Muchos evitamos situaciones importantes, intensas y trascendentes que quizás formen parte indisoluble de nuestro camino a la felicidad, creyendo que estamos luchando por ser más felices.

• Muchos fuimos educados por nuestros padres para tratar de construir una vida libre de dolor.

• Muchos hemos trabajado arduamente para alejar a nuestros hijos de cualquier herida, sin darnos cuenta de que así impedíamos que aprendieran a manejar su frustración.

• Muchos deberíamos tener la madurez de enseñar y el coraje de aprender que parte del camino que lleva a la felicidad implica necesariamente algún dolor.

No intentes escapar de la pena.

El dolor es una manera de enseñarte dónde está el amor. El dolor de afuera y el dolor de adentro: el dolor de tu cuerpo, que te avisa que algo está funcionando mal, y el dolor que te avisa que estás yendo por un camino equivocado.

No somos tan frágiles como para no soportar los dolores. Somos vulnerables, pero no frágiles.

El dolor es un maestro, está allí para enseñamos un camino.

Cuidado con temer al dolor.

Si en un momento te toca sufrir, no te asustes, no te escapes, no te rindas. Puede ser que la realidad te haga retroceder, pero de todas maneras lo importante, acordate, es estar en camino, no llegar a algún lugar.

Quinta gran confusión: Sobrevalorar lo que falta

Cuentan que...

Un día, a comienzos del invierno, llega al correo una carta muy especial dirigida a Dios.

El empleado que clasifica la correspondencia se sorprende y busca el remitente:

«Pucho., casilla verde, calle sin nombre, Villa de emergencia Sur, sin NV

Intrigado, abre la carta y lee:

Querido Dios:

Nunca supe Si era cierto que existías o no, pero si existís, esta carta va a llegar a vos de alguna manera. Te escribo porque tengo problemas. Estoy sin trabajo, me van a echar de la casilla donde vivo porque hace dos meses que no pago y hace mucho que mis cuatro hijos no comen un plato de comida caliente. Pero lo peor de todo es que mi hijo menor está con fiebre y debe tomar un antibiótico con urgencia. Me da vergüenza pedirte esto pero quiero rogarte que me mandes 100 pesos. Estoy tratando de conseguir una changa que me prometieron, pero no llega. Y como estoy desesperado y no sé qué hacer, te estoy mandando esta carta. Si me hacés llegar la plata, tené la seguridad de que nunca me voy a olvidar de vos y que les voy a enseñar a mis hijos que sigan tu camino.

Pucho

El empleado del correo termina de leer esto y siente una congoja tremenda, una ternura infinita, un dolor incomparable...

Mete la mano en el bolsillo y ve que tiene 5 pesos. Es fin de mes.

Calcula que necesita 80 centavos para volver a la casa... Y piensa:4,20...

¡No sabe qué hacer!

Entonces empieza a recorrer toda la oficina con la carta en la mano, pidiéndole a cada uno lo que quiera dar.

Cada empleado, conmovido, pone todo lo que puede, que no es mucho porque estamos a fin de mes. Un peso, cincuenta centavos, tres pesos...

Hasta que, al final del día, el empleado cuenta el dinero reunido: ¡75 pesos!

El hombre piensa:

¿Qué hacer?

¿Espero a la semana que viene hasta conseguir los otros 25 pesos?

¿Le mando esto?

No... el chico está mal... le mando lo que tengo, será mejor...

Mete los 75 pesos en un sobre, anota el domicilio y se lo da al cartero, que también está al tanto de la situación.

Dos días más tarde, llega al correo una nueva carta dirigida a Dios.

Querido Dios:

Sabía que no podías fallarme. Yo no sé cómo te llegó mi carta, pero quiero que sepas que apenas recibí el dinero compré los antibióticos y Cachito está fuera de peligro. Les di una buena comida caliente a mis hijos, pagué parte de la deuda de la casilla, y el trabajo que me iba a salir ya me lo confirmaron, la semana que viene empiezo a trabajar. Te agradezco mucho lo que hiciste por nosotros, nunca me olvidaré de vos y creo que si me acompañás mandándome trabajo no necesitaré volver a pedirte dinero jamás.

Posdata: Aprovecho para decirte algo. Yo no soy quién para darle consejos a Dios, pero si vas a mandar plata a alguien más: no la mandes por correo porque a mí me afanaron 25 pesos.

Pucho

El ser humano tiene la tendencia a sabotear su propia felicidad, y una de las maneras más comunes y efectivas es la de buscar la más mínima imperfección hasta en los escenarios más hermosos.

Más allá del cuento, esta tendencia se demuestra con sencillez:

Entramos en un museo de arte y empezamos a recorrer la galería donde se expone una decena de cuadros, colgados en línea, uno al lado del otro.

De pronto encontramos un espado vacío en la pared, entre dos obras.

Nunca saltearemos el lugar vacío simplemente ignorándolo; al contrario, nuestra atención se dirigirá tenazmente a ese lugar vacío, el «ocupado» por el cuadro faltante.

En psicología se habla de la presencia de lo ausente.

Por supuesto que nuestra vida es una galería de arte, y recorriéndola encontraremos siempre el hueco de algunas cosas faltantes.

Más aun, cuando no falte nada quizás inventemos la obra que podría estar allí para mejorar lo que se ve...

Todos somos capaces de imaginar una vida más perfecta; lo destructivo en todo caso es que ese imaginario sea utilizado para fabricarnos un argumento que nos condene a vivir pendientes de lo que falta.

Me fastidia que se llame a este mecanismo «una ambición saludable» cuando en realidad es sólo «una estupidez infinita».

Cada vez que hablo o escribo sobre la necesidad de bajar las expectativas; cada vez que reniego del valor del esfuerzo; cada vez que cuestiono el sacrificio en pos de una consecuencia mejor; cada vez, por fin, que menciono la palabra aceptación, alguien se pone de pie, me señala con el dedo índice, mira a su alrededor buscando cómplices para lo que sigue y me grita:

—¡¡¡Conformista!!!

Desde el sentido estricto de la palabra, la idea de con-formar-se (adaptarse a una nueva forma) me parece encantadora. Y por lo tanto, la idea de ser un conformista, uno que prefiere conformarse, no sólo no me insulta sino que me halaga.

El diccionario de la Real Academia Española y el diccionario etimológico de Coraminas asocian conformarse con otros verbos para nada despreciables:

Concordar,

ajustarse,

convenir,

sujetarse voluntariamente a algo,

tolerar las adversidades,

proporcionarse,

configurar,

corresponder,

ser paciente,

unirse... y otros.

Y sin embargo, como muchas otras veces, el uso popular le confiere algunas acepciones de baja calidad que lo hacen sonar como emparentado con el desinterés de los estúpidos o la tendencia a la sumisión de los débiles.

Pero conformarse no significa dejar de estar interesado en lo que sucede ni bajar necesariamente la cabeza. No tiene que ver con la resignación, sino con reconocer el punto de partida de un cambio, con el abandono de la urgencia de que algo sea diferente y la gratitud con la vida por ser capaz de intentar construir lo que sigue.

Este agradecimiento con la vida es una de las claves de la felicidad, y todo lo que socave esa gratitud habrá de ponerle trabas a la posibilidad de ser felices.

Las expectativas son dañinos obstáculos para una buena relación con la vida. Es casi obvio que cuantas más expectativas tengamos, menos habremos satisfecho y por tanto menos gratitud sentiremos. Es más, si obtuviéramos lo esperado, tampoco habría espacio para estar agradecidos, porque lo esperable era que así sucediera. Tener expectativas significa considerar algo ambicionado como inevitable.

Si esperamos despertar mañana, es poco probable que nos sintamos agradecidos por estar vivos.

La mayor parte de nosotros agradece la vida solamente en los primeros instantes posteriores a una situación de peligro mortal.

Para muchos, el único momento en que la salud nos da felicidad es cuando no esperábamos estar sanos y lo estamos.

Descubro un extraño bultito en mi axila. Voy al médico y me dice que parece sospechoso y que es necesario hacer una biopsia. Después de esperar durante una semana los resultados, se descubre que el tumor es benigno. Pasaré uno de los días más maravillosos de mi vida y festejaré con mis seres queridos mi rebosante salud...

Éste es el absurdo. Un día antes de descubrir el tumor, yo no estaba ni un poquito más sano que el día en que el médico me confirmó que el tumor era benigno.

Nada ha cambiado en mí, y sin embargo...

Acompáñame en este odioso planteo que no por hiriente deja de ser cierto:

En épocas pasadas, cuando los índices de mortalidad perinatal eran siniestros y la mayoría de los niños moría antes de cumplir un año de vida, los padres no se sentían tan desolados como se encuentran hoy con la muerte de un hijo. Los adultos de entonces no esperaban ciertamente que los niños sobrevivieran a la infancia y su falta de expectativas (no su falta de amor) conjuraba su desdicha.

Expectativas de padres e hijos

Pero estamos entrenados para desarrollar más y más expectativas día a día.

Para descubrir cómo bajamos de ellas hay que preguntarse: ¿Cómo se construyen las expectativas?

Es probable que se establezcan de dos maneras: una pasiva y otra activa.

El método pasivo consiste básicamente en la sumisa actitud de acumular mandatos y condicionamientos parentales sin siquiera revisarlos... nunca.

Es correr detrás de querer parecerme a esa imagen idealizada, que representa el fiel reflejo de lo que mis padres, mi abuelo, mi maestro de quinto grado, el cura de mi pueblo o no sé quién, esperaban de mí.

El segundo método requiere de un trabajo personal y una complicidad en el proceso. Consiste en obedecer la instrucción recibida respecto de comparar todo lo que se posee con todo lo que los otros tienen, han tenido o podrían llegar a tener. La complacencia esperada sólo aparece si se consigue tener todo lo que los otros tienen o, mejor aun, más que ellos.[11]

Rebelarse al mandato es dejar de mirar la milanesa del plato del vecino cuando te sirven la tuya. La tuya puede gustarte o no, pero eso no debería depender de cómo sea la milanesa del otro. Que no te guste puede ser cierto, pero no tiene nada que ver con la milanesa del otro. No puede ser que tu milanesa deje de gustarte cuando ves que la del otro es más crocante, más tierna o más grande. No es así.

Si de verdad no querés vivir en un mundo lleno de expectativas, no vivas comparándote.

No evalúes lo que tenés basándote en lo que el otro tiene.

No te vuelvas loco por conseguir en base a lo que el otro consiguió.

No te compares: así evitarás que tu felicidad dependa de otros.

Nuestros padres, adorables, nos enseñaron a crear nuestras propias expectativas y plantaron en nuestro jardín las suyas para que florecieran.

Incluso los padres más bondadosos y esclarecidos se constituyen a menudo en los mayores causantes de algunos de los caminos más infelices.

Hace falta asumirlo. En algunas cosas, como en ésta, los padres somos ineptos o por lo menos ineficaces.

¿Cómo podríamos no serlo?

Todo el trabajo que hacemos eficientemente cada día ha requerido de años de práctica y ensayo cuando no de un franco y duro entrenamiento especializado. Entre tanto, se espera de nosotros que eduquemos a nuestros hijos, nacidos vulnerables y absolutamente dependientes desde el mismo momento del parto hasta más allá de la adolescencia, sin ninguna experiencia previa (a no ser que llamemos experiencia al modelo en general deplorable que nos legaron nuestros propios padres...).

Y encima obligados por la sociedad a cargar con responsabilidades que más parecen diseñadas para un ser todopoderoso que para un padre o una madre comunes apenas humanos.

Declaro en voz alta: Nosotros los padres ¡¡¡no somos dioses infalibles!!! ¿Y qué?

Cierto es que el poder de los padres sobre los hijos es casi injusto. Pero consuela, aunque sea un poco, darse cuenta de que lo es, tanto para éstos como para aquéllos.

Lógicamente, los hijos no tendríamos por qué vivir las consecuencias de la ineficiencia de nuestros padres por el resto de nuestras vidas: el control exagerado o la actitud distante, las peleas entre ellos y la falta de respeto producto del autoritarismo necio de su poder.

Tampoco la inmunda intención, más o menos oculta según los casos, de que nosotros llenemos las carencias de sus vidas... continuemos su obra... o lleguemos a donde ellos habrían deseado llegar.

Por estas y otras razones —que no voy a enumerar aquí— a veces aquellos padres que quieren sinceramente ayudamos a ser felices, lo hacen solamente desde su subjetiva visión de lo que es mejor y se transforman en auténticos obstáculos para esa felicidad.

Es cierto, todo esto es injusto, y quizás no sería tan grave si no fuera porque a estas debilidades y a estas heridas se sumará la maldad de algunos que tratarán de aprovecharlas en su propio beneficio.

Es necesario tomar una decisión:

En lugar de permitir que todo esto me impida ser feliz —lo cual sólo significaría una victoria del equipo de los «malosos» (como se los llama en México)—, habrá que tomar coraje y ocuparse de luchar contra todo esto, reparar lo reparable, compensar lo que no lo sea y construir desde las cenizas un mundo mejor.

Siempre que llego hasta aquí en mi discurso, alguien me pregunta si existe la maldad.

Contesto que sí.

Me preguntan si es innata.

Contesto que no.

Me preguntan qué se hace con ella.

Contesto:

La maldad es el resultado de la ignorancia.

Y la ignorancia, de la falta de educación.

La maldad se combate con más y más y más educación.

Nuestros países no resolverán la criminalidad creciente, la violencia y los desmanes sociales sólo con leyes más duras, construyendo cárceles o aumentando el cuerpo policial. Todo eso puede ser importante y tener efectos en lo inmediato, pero con el tiempo la solución definitiva sólo puede pasar por un lugar:

Más escuelas, más maestros, más presupuesto educativo, más becas, más educación.

Creo que por eso me gusta decir que soy docente, siento que así defino mejor mi deseo y mi manera de oponerme a la infamia, la injusticia o la maldad.

Genética o filosofía de la vida

De todas maneras, como puede confirmarlo cualquier padre y como cada vez más lo muestran los estudios científicos realizados, nacemos ya dotados de ciertos rasgos de personalidad, con determinadas características que nos harán distintos de nuestros hermanos criados por los mismos padres en el mismo entorno. Así como la medicina clásica determinaba los cuatro temperamentos básicos y encontraba correlatos clínicos entre las enfermedades somáticas y los rasgos temperamentales, la psicogenética parece haber confirmado que algunos de nosotros hemos nacido con una personalidad predispuesta hacia el optimismo o la alegría y algunos con una personalidad predispuesta a la queja pesimista. (Lo que la ciencia no parece resolver es el gran enigma: ¿por qué estos dos tipos de personas se casan siempre con alguien del otro grupo?)

Últimamente, los científicos de la psicología experimental han sugerido que existe un «nivel de base» de bienestar general que varía de individuo en individuo y al que cada uno tiende a regresar más o menos independientemente de las condiciones externas que lo afectan.

Ahora bien, ¿qué es lo que determina ese nivel de optimismo de base? ¿Cómo se puede modificarlo y establecerlo en un nivel superior?

Muchos investigadores coinciden en que ese nivel habitual de bienestar está determinado genéticamente; es decir, que cada individuo nacería con una tendencia a «sentirse feliz» determinada biológicamente, y presente por lo tanto en alguna conexión o estructura del cerebro desde el momento del parto. (Algo para agregar a nuestro ya conocido Factor F y que tampoco se determina por los hechos cotidianos.)

Gemelos univitelinos (que comparten la misma dotación genética) tienden a mostrar niveles anímicos muy similares, al margen de haber sido educados juntos o separados y más allá de lo que les pase en sus vidas particulares.

Lo dicho podría llevar al lector incauto a verse tentado de abandonar la responsabilidad sobre su propia sensación de felicidad en la azarosa configuración genética «ligada en el reparto». Esto puede resultar muy atractivo para evitar decidir qué hago a partir de ser el que soy.

En otras palabras, la exploración y la conciencia de mi tendencia a la insatisfacción pueden y deben conducirme a un trabajo más arduo conmigo mismo en lugar de guiarme a un abandono resignado a «mi mala suerte». La tarea es el desarrollo de cierta disciplina interna que me permita experimentar una transformación de mi actitud, una modificación de mi perspectiva y un mejor enfoque acerca de la vida, el éxito o la felicidad misma.

Admitir que este recorrido es más sencillo para unos que para otros no invalida que siga siendo un camino para todos, como ya expliqué con el ejemplo del piano.

Si la disposición innata fuera la única explicación de por qué algunas personas son felices a pesar de haber enfrentado grandes adversidades y otras desdichadas pese a haber recibido miles de bendiciones, la psicoterapia, la religión y una filosofía de la vida —para no mencionar libros como éste— serían inútiles porque nuestra-felicidad estaría determinada solamente por esa disposición innata. Esto es, en el lenguaje popular: la ligaste, sos feliz; no la ligaste, te jodés.

Pero no somos computadoras programadas. Podemos determinar cómo reaccionaremos ante cada acontecimiento; y tomamos esta decisión en base a cientos o miles de factores diferentes en cada momento. Nuestra felicidad depende en gran medida de lo que hacemos, y esta reacción a su vez está condicionada por nuestra perspectiva, nuestro análisis, nuestra lectura y comprensión de los hechos que nos son informados por nuestros sentidos.

Yo sostengo que, más allá de ciertos determinantes reales, Muestra posibilidad de ser felices está mucho más relacionada con

nuestra filosofía de la vida que con la bioquímica de los neurotransmisores que heredamos.

Pensar en lo hereditario me desresponsabiliza del resultado. Pero si no es un tema genético, ¿cómo hago para salir del encierro? ¿Cómo consigo deshacerme del condicionamiento que genera la educación que recibí y que luego trasladé a mis hijos en complicidad con la sociedad entera?

Es básicamente un cambio de actitud, que empezará a suceder el día del descubrimiento (descubrimiento) de que puedo sanar mi conexión competitiva y mezquina con el mundo.

La vida se evalúa basándose en el recorrido, no en el lugar de llegada.

La vida se evalúa en base a cómo transito, no en base a cuánto consigo juntar en el camino.

Cuánto acumulé es un tema de vanidades, un tema de darle el gusto a mamá, de ser alguien, de destacarse.

Y éste no es el camino.

El camino no es satisfacer a quienes hubieran querido que seamos tal o cual cosa.

El camino de mis hijos no es darme el gusto a mí, que quiero que sean por lo menos inteligentes, ricos, bárbaros, lindos y afortunados (claro, mi abuelo nos decía: «Es mil veces mejor ser rico y sano que pobre y enfermo...» ¡Preclara verdad incuestionable!).

Si apuntamos sólo al resultado, no vamos a obtener casi nada.

No se trata de ir en pos de los resultados, porque evaluando resultados se arriba a falsas conclusiones de la realidad.

En la serie de charlas que tuvimos en público con mi querido amigo Marcos Aguinis, relaté una graciosa historia que hoy me animo a repetir aquí:

Había una vez, en un pueblo, dos hombres que se llamaban Joaquín González. Uno era sacerdote de la parroquia y el otro era taxista.

Quiere el destino que los dos mueran el mismo día. Entonces llegan al cielo, donde los espera san Pedro.

.-¿Tu nombre? —pregunta san Pedro al primero.

—Joaquín González.

.-¿El sacerdote?

—No, no, el taxista.

San Pedro consulta su planilla y dice:

—Bien, te has ganado el paraíso. Te corresponden estas túnicas labradas con hilos de oro y esta vara de platino con incrustaciones de rubíes. Puedes ingresar...

—Gracias, gracias... —dice el taxista.

Pasan dos o tres personas más, hasta que le toca el turno al otro.

—¿Tu nombre?

—Joaquín González.

—El sacerdote...

—Sí.

—Muy bien, hijo mío. Te has ganado el paraíso. Te corresponde esta bata de lino y esta vara de roble con incrustaciones de granito.

El sacerdote dice:

—Perdón, no es por desmerecer, pero... debe haber un error. ¡Yo soy Joaquín González, el sacerdote!

—Sí, hijo mío, te has ganado el paraíso, te corresponde la bata de lino...

—¡No, no puede ser! Yo conozco al otro señor, era un taxista, vivía en mi pueblo, ¡era un desastre como taxista! Se subía a las veredas, chocaba todos los días, una vez se estrelló contra una casa, manejaba muy mal, tiraba los postes de alumbrado, se llevaba todo por delante...

Y yo me pasé setenta y cinco años de mi vida predicando todos los domingos en la parroquia, ¿cómo puede ser que a él le den la túnica con hilos de oro y la vara de platino y a mí esto? ¡Debe haber un error!

—No, no es ningún error —dice san Pedro—. Lo que pasa es que aquí, en el cielo, nosotros nos hemos acostumbrado a hacer evaluaciones como las que hacen ustedes en la vida terrenal.

—¿Cómo? No entiendo...

—Claro... ahora nos manejamos por resultados... Mira, te lo voy a explicar en tu caso y lo entenderás enseguida: Durante los últimos veinticinco años, cada vez que tú predicabas, la gente dormía; pero cada vez que él manejaba, la gente rezaba. ¡¡Resultados!! ¿Entiendes ahora?

Evaluar la vida a partir de resultados es una postura demasiado menor para tomársela en serio.

Privilegiando el resultado puedo con suerte conquistar momentos de gloria.

Privilegiando el proyecto y siendo éste el camino, ¡puedo cambiar esos momentos de esplendor por el ser feliz!

El camino marca una dirección.

Y una dirección es mucho más que un resultado.

El sentido y el propósito son esenciales

La felicidad puede alcanzarse prácticamente bajo cualquier circunstancia, siempre y cuando creamos que nuestra vida tiene sentido y propósito. Fue también Víctor Frankl quien por primera vez puso el acento en este hecho fundamental.

Como prisionero del campo de concentración observó, de la manera más dura posible, que la gente necesita un propósito para mantener su voluntad de vivir, y lo aplicó sobre sí mismo cambiando muchas veces la mitad del poco pan que recibía por una sábana rota donde seguir con sus anotaciones sobre la investigación. Ese era SU propósito, el mismo que —según él— lo mantuvo vivo.

Si la necesidad de un sentido y un propósito es indispensable para la vida, cuánto más lo será para la felicidad, una de las características primordiales del ser humano.

Yo sé que tengo una cierta tendencia (¿¿deformación profesional??) a encontrar lo positivo en casi cualquier situación. Algunas personas acusan a quienes tenemos esta actitud de que nos engañamos para ser felices, pero no comprenden su verdadero sentido. Casi siempre hay un elemento positivo en una situación negativa, así como casi siempre hay un aspecto negativo en una situación positiva.

Optar por encontrar lo positivo y centrarse en ello no es, en absoluto, una forma de engaño.

Buscar lo positivo no es creer a ultranza en el infantil e insostenible consuelo del estúpido refrán castizo:

«No hay mal que por bien no venga.»

Que es falso. Total y lamentablemente falso.

Negarlo sería negar el absurdo de los horrores de las guerras inútiles, es decir, lo absurdo de todas las guerras.

No hay nada deseable ni maravilloso en ser robado a la medianoche cerca de tu casa, saqueado y golpeado hasta sangrar. Pero, a pesar de todo,' este horrible episodio debe servirte para algo; no por lo inherentemente bueno de la situación, sino por tu sabiduría de aprender algo bueno aun de lo peor.

Dicen que Jung sostenía: «Aquellos que no aprenden nada de los hechos desgraciados de sus vidas, fuerzan a la conciencia cósmica a que los reproduzca tantas veces como sea necesario para aprender lo que enseña el drama de lo sucedido».

Yo no creo en la sentencia, pero sostengo que hay algo para aprender en cada episodio de nuestra vida.

Y de ese aprendizaje, se crece.

Y con ese crecimiento, se enseña.

Hay un personaje de historieta, típico en Estados Unidos, llamado Ziggy. Se trata de un hombre metido para adentro que se vuelve insignificante con la excusa de su mala suerte y del condicionamiento de su declarada trágica historia personal.

Conflictuado como pocos, Ziggy va a su analista para que lo cure de su complejo de inferioridad. Dos años y cincuenta mil dólares después, el analista le dice a Ziggy:

—Puede tranquilizarse. Su complejo de inferioridad está superado. Lo que queda no es complejo, es su verdadera inferioridad.

Ziggy no hace, no dice, no actúa.

Nunca es su momento.

Nunca está listo.

Nadie lo ayuda nunca como él necesita ser ayudado.

Nadie lo comprende y el mundo confabula contra su «merecido» futuro mejor.

Muchos de estos Ziggys del mundo occidental, cuando ya no pudieron convencer a los demás de que la responsabilidad de su situación presente la tenía exclusivamente la infancia vivida, empezaron a difundir la idea del karma, el argumento de la mala estrella, la confabulación astral, los condicionamientos inexorables de las vidas pasadas y las terapias de ángeles de la guarda enojados porque no les prendemos velas del color que les gusta (?).

Sin embargo, uno de los problemas fundamentales de los Ziggys es justamente esperar que todo venga desde afuera.

Creen de verdad, pobres, que siempre aparecerá un PAPÁ dispuesto a salvarlos (¡acabo de darme cuenta de que también existen «parejas Ziggy», «familias Ziggy» y hasta «países Ziggy»!).

Quizás sea necesario admitir que hay un Ziggy en cada uno de nosotros... a ver si lo reconocemos en este cuento:

Ziggy estaba una vez en su cuarto, arrodillado. Suplicaba:

—Dios mío, dejante ganar la lotería... una sola vez, dame una oportunidad... una sola. Yo no quiero ganar la lotería todas las semanas, pero si la gano una vez pago todas las deudas, compro mercadería, pongo un negocio, empiezo a vender. ¡No me importa si no gano otra vez! Pero con una lotería yo soluciono todos mis problemas y empiezo de nuevo. Dame una oportunidad... una... qué te cuesta una oportunidad... Dame una, una sola vez... No te cuesta nada. Dame una oportunidad... ¡Dios mío, dame una oportunidad!

Y así, durante cien noches seguidas.

Cien noches Ziggy se arrodillaba y rezaba:

—Dame una oportunidad... dame una oportunidad... La noche número ciento uno, un milagro se produjo. Una voz se escuchó en el cuarto:

—Yo te daría una oportunidad, pero dame vos una a mi ¡Comprá un billéte!

Y aclaro aquí algo que repetiré muchas veces:

La búsqueda de la felicidad no es sólo un derecho de algunos, es para mí una obligación natural de todos.