CAPÍTULO 41

El día que finalmente Gaby se decidió a llamarme en respuesta a mis mails y mis mensajes en su contestador, respondió Paula.

Sería injusto decir que me reprochó algo porque estaría mintiendo, pero me bastó ver la tristeza y la languidez de su mirada, para entender lo que ella sufría.

Cogí el teléfono y le dije a Gaby:

—¿Estás en tu casa? Ahora te llamo.

Me acerqué a Paula, la abracé y le volví a decir lo que le había dicho el viernes al volver de Rosario. Agregué sólo una frase.

—No temas…

—No importa —me dijo—, ayer leí una noticia en el diario que sentí que podía cambiar mi vida para siempre, y no tuve duda de que se presentó ahora para ayudarme a definir mejor mi postura en esta situación.

Paula buscó entre los papeles, sobre la mesa y me acercó un recorte de periódico.

«La ENE (Escuela de Niños Especiales), organizará el primer fin de semana de primavera una jornada de Olimpíadas para los alumnos de la escuela y de otras con alumnado similar.»

Ésta era la noticia, tal como llegó a la redacción.

Lo que sigue es la crónica de lo sucedido.

Todos los inscritos tenían en común padecer de síndrome de Down. Cada alumno participaba por lo menos en alguna disciplina y varios de ellos en más de una.

El fin de la tarde estaba programado en la pista central de la escuela, donde se correría delante de padres e invitados la carrera de los cien metros lisos.

La carrera tenía diez corredores de entre ocho y doce años de edad. El profesor de Educación Física los había reunido unos minutos antes y con buen criterio educativo les había dicho:

—Jóvenes, a pesar de ser una carrera, lo importante es que cada uno de vosotros dé lo mejor de sí. No es importante quién gane finalmente la carrera, lo que verdaderamente importa es que todos lleguéis a la meta. ¿Habéis comprendido?

—Sí, señor —contestaron los niños y las niñas a coro.

Con gran entusiasmo, y ante el griterío de familiares, compañeros y maestros, los corredores se alinearon en la partida. Y tras el clásico «¿Preparados? ¿Listos?», el profesor de gimnasia disparó una bala de fogueo al cielo.

Los diez empezaron a correr y desde los primeros metros dos de ellos se separaron del resto liderando la búsqueda de la meta. De repente la niña que corría en penúltimo lugar tropezó y cayó.

La raspadura en las rodillas fue menor que el susto, pero la niña lloraba por ambas cosas. El jovencito del último lugar se detuvo a auxiliarla, se arrodilló a su lado y le besó las rodillas doloridas. El público se puso de pie y se tranquilizó al ver que nada grave había pasado. Sin embargo, los otros niños, todos ellos, se giraron hacia atrás y al ver a sus compañeros volvieron sus pasos atrás. Al juntarse consolaron a la jovencita que cambió su llanto en una risa cuando entre todos tomaron la decisión: el maestro les había dicho que lo importante no era quién llegara primero, así que entre todos alzaron en el aire a la compañera que había caído, la cargaron y rompieron la cinta de llegada todos a la vez.

Como queda claro, resta mucho para aprender. La buena noticia es que todavía tenemos quien nos enseñe.

—Y cuando terminé de leer esta nota —dijo Pau—, me di cuenta de que yo no quiero competir contigo a ver quién llega antes. Quiero que crucemos la meta los dos juntos…

Paula me abrazó llorando suavemente e hizo el amago de irse para que yo hablara por teléfono. Yo la invité a que se quedara. No había nada que ocultar.

Llamé a Gaby y le pedí si por favor podíamos vernos aunque fuera por cinco minutos. Un poco a regañadientes, Gaby aceptó juntarnos en un cuarto de hora en el bar de la esquina de su casa.

Existen muchas maneras de terminar una relación que parecía eterna: palabras, silencios, ausencias, kilómetros de distancia, gritos, peleas. Pero Gaby fue mucho más categórica, sólo necesitó mostrarse ante mí como jamás la había visto, con una sonrisa resplandeciente, una mirada tierna que yo no le he conocido, y una enorme panza de último mes de embarazo que jamás, jamás, jamás hubiera imaginado.

Estaba plena y se la sentía feliz.

El encuentro fue breve. Yo casi sin hablar pensaba que no tenía ningún sentido decir que venía a cerrar nuestro pasado.

Ella sí dijo que le había costado cerrar nuestra historia, porque durante mucho tiempo la sentía como algo que podría haber sido.

—¿De cuanto estás? —le pregunté, por preguntar.

—He entrado en el octavo —me dijo.

Y de repente se me cruzó la idea por la cabeza.

Hice silencio mientras hacía cálculos y me puse pálido cuando supe que las cuentas me daban.

Gaby, que me conocía mucho, se sonrió adivinándome el pensamiento.

—No, Demián, no es tuyo. Hice muchas cosas para retenerte, pero de esto no sería capaz.

—Te pido perdón, es que las fechas…

Gaby hizo silencio y me dijo lo que sin lugar a dudas pensaba no decirme.

—Aquel día, el último que te vi antes de tu viaje, fui a despedirme.

—Lo sé —dije sin petulancia—, me di cuenta mucho después, por lo del jersey…

—Lo que no podías saber es que esa decisión, la de terminar para siempre contigo, la había tomado media hora antes. No fue el resultado de un trabajo terapéutico ni de un darse cuenta intelectual. Fue el resultado positivo de mi test de embarazo lo que me decidió. Cuando lo tuve en mi mano, pensé que no podía compartirlo con Javier limpiamente hasta que no te quitara de mi carpeta de pendientes. Así que, por primera y por última vez le mentí, y embarazada de dos semanas, fui a tu casa. Quería los papeles del divorcio… Y seguramente quería conservar de ti lo que hoy tengo, el recuerdo limpio de cosas pendientes.

Yo estaba sentado con la mandíbula caída en coma urémico. Gaby dijo que ella no era tan moderna como para que fuéramos amigos, que estaba muy enamorada de su pareja y que haberme visto hoy era su última excepción. Estuve de acuerdo, a pesar de que internamente me doliera aceptar que Gaby ya no formaría parte de mi vida.

Nos despedimos sin un beso. Le guiñé un ojo en complicidad y la vi irse con su panza a cuestas; tan feliz que no pude evitar que se me nublara la vista.

Pagué los cafés que ni siquiera habíamos tomado y volví a mi casa.

Abrí la puerta.

Paula no se atrevió a abrazarme hasta que yo le tendí los brazos. Después nos dimos larguísimos besos.

Yo sólo le dije:

—Gracias, Pau. Ahora sí, todo aquello está terminado.