CAPÍTULO 23

Como siempre, o casi siempre, el Gordo había acertado.

Paula no me reprochó nada, no me señaló con el dedo acusador ni argumentó a voz en cuello que yo me lo había montado solo (como hubiera hecho Gaby) ni se quejó de no haber sido más consultada.

Ni siquiera me dijo que le pedía que se fuera conmigo como si ella fuera una más de las maletas que iba a cargar en el avión.

No.

Y tal vez por impredecible me dolió tanto su actitud.

Cuando le conté que había conseguido la vacante estábamos en su piso, el sábado a la noche. Paula se puso muy contenta. Me dio un beso casi maternal en la mejilla y enseguida trajo dos copas y una botella de champaña bien fría, que me pareció intuir, tenía preparada para la ocasión. Me pidió que descorchara la botella y sirviera las copas mientras ella acercaba unas servilletas de papel.

Luego levantó su copa y me dijo:

—Te felicito, Demián, no sabes cuánto me alegra lo que te pasa. Te deseo todo y más.

Hoy creo que en cuanto entré en su casa, debí imaginarme su respuesta.

Si bien estaba hermosa, no se había vestido de manera especial, ni se había maquillado como para dejarme sin aliento. Si ella (como sugería la botella de champaña lista en la nevera) ya intuía lo que yo le iba a decir, esa actitud no era un dato menor.

Paula no estaba dispuesta a seducirme para hacerme difícil mi decisión ni a rogarme para que la postergara. Ella estaba allí, nada más y nada menos que para celebrar sinceramente mi logro y brindarme su apoyo. Nada menos y nada, nada más.

A la semana siguiente le pedí a Jorge si podía adelantar la sesión. Estaba desmoronado y necesitaba hablar.

—Ya lo sabía. Incluso tú me lo advertiste, pero de cualquier manera no pude evitar la sorpresa, ni mucho menos el dolor.

—¿Qué te dijo? —preguntó el Gordo verdaderamente interesado.

—En principio, el tema no es lo que dijo, sino lo que no dijo y lo que no hizo. En algún lugar de mis más recónditos Demianes infantiles, yo debía estar esperando que saltara a mis brazos diciéndome: «¡Qué guay! ¡¿Cuándo nos vamos?!».

Sólo recordar el momento me producía una punzada en el estómago y me anudaba la garganta.

—Y me dijo que no.

Oí el ruido de la garganta del Gordo, cuando tragó saliva. Registré su mirada cálida y contenedora y valoré su silencio, absolutamente comprometido.

—Dejó flotando un quizás inconcluso —dije después de una larga pausa—, que ahora no me parece más que un acto de piedad hacia mí.

El Gordo se sentó a mi lado y yo apoyé mi cabeza en su hombro y nos quedamos ahí, inmóviles y mudos por más de una hora.

Finalmente me dijo:

—¿Te quedas a dormir?

Acepté. No tenía fuerzas ni ganas de viajar a Buenos Aires.

Con el café, el Gordo me enseñó algunas fotos de sus viajes… O quizá debería decir algunas puestas de sol fotografiadas en unos pocos lugares del mundo.

Puestas de sol en nuestras playas atlánticas, en la Cordillera, en las playas de Cancún, en Key West, en Nerja, y sobre todo muchas puestas de sol en Turquía, en Grecia y en Sicilia.

Estas últimas eran evidentemente sus favoritas. Por las fechas me di cuenta de que pertenecían a un mismo viaje. Por interés, por curiosidad o por no hablar de mí le propuse:

—¿Me cuentas este viaje?

Las puestas de sol siempre han sido experiencias trascendentes en mi vida.

Quizá tenga que ver con mi estructura melancólica, quizá sea el rastro dejado por El principito, aquel mágico personaje de Saint-Exupéry que un día vio ponerse el sol 47 veces trasladando su silla unos metros en su pequeño planeta, quizá, por fin, sea sólo porque una puesta de sol es en sí misma una experiencia estéticamente desbordante.

El caso es que con la complicidad de nuestros amigos Héctor y Graciela, partimos, mi esposa Perla y yo, rumbo a nuestro primer destino: Estambul.

No voy a ahondar en detalles sobre lo que significa llegar a Turquía, pero imaginaos aterrizando en un aeropuerto desconocido donde nadie o casi nadie habla inglés, ni francés (ni qué decir del español), atestado de gente que conversa incansablemente mientras gesticula ampulosamente y corre para todos lados como si tuviera urgencia de salir; ninguno de ellos, turcos, croatas, griegos y rusos, podía y posiblemente no estuviera demasiado interesado en esforzarse para entender lo que preguntábamos pasaporte en mano. Seguramente la policía del aeropuerto hubiera podido ser de ayuda, pero lleva un tiempo en Turquía comprender que esos uniformados de bigote ancho y gesto adusto son amabilísimos anfitriones. En ese primer momento el pensamiento de todos huía irremediablemente a las escenas de Expreso de medianoche.

Esta pequeña inquietud inicial termina reducida a «un detalle para contar» que hasta cuesta recordar, cuando minutos después uno empieza a mirar desde la ventanilla del taxi la maravillosa Estambul. O quizá deba decir «las Estambules», porque la ciudad es en verdad varias ciudades, por lo menos tres, separadas por dos ríos navegables: el Cuerno de Oro y el Bósforo. Sobre la ladera de una de las orillas del Bósforo almorzamos en un hermoso restaurante que no en vano se llama Sunset y esperamos la primera puesta del sol del viaje. Yo no recordaba nada de mi fugaz paso por la geografía, pero Estambul es la única ciudad que está en dos continentes, de hecho, el otro lado del río era Asia. Para contarlo como convinimos en contárselo a nuestros amigos «… terminamos de comer en Europa, nos tomamos un taxi y nos fuimos a tomar el café a Asia… Como volver en taxi era muy caro, nos tomamos un autobús hasta el puerto y volvimos a Europa en barco». Si uno no supiera que todo eso duró menos de dos horas podría creer que estuvo viajando dos años.

A las puestas de sol de Estambul siguieron las de Atenas, una en Acrópolis y otra desde el monte Lycos.

Creíamos que nada podía superar esas sensaciones.

Pero nos equivocamos… La siguiente puesta de sol la vimos en Mykonos, y nos quedamos paralizados frente a la belleza; hasta que la isla de Santorini nos hizo conocer la perfección. Al norte de la isla, en un pequeño pueblecito pesquero llamado los, asistimos a lo supremo. Una puesta de sol que 45 fotos disparadas por nosotros cuatro no alcanzaron a retratar.

No queríamos ver nada más. Esa noche, durante la cena, pensamos en interrumpir el resto del viaje y quedarnos en Santorini para volver a los dos o tres tardes más.

Afortunadamente no lo hicimos, nos esperaba una sorpresa.

Santorini-Atenas, Atenas-Roma, Roma-Palermo y de Palermo en coche al paraíso… Taormina.

Nada que pueda ser dicho en palabras puede describir esa bellísima ciudad de Sicilia.

Los paisajes, la gente, la ciudadela en lo alto (donde no entran automóviles) y por supuesto el Etna, el volcán que, humeando constantemente, recuerda que está dormido, pero vivo.

Después de caminar un día por la ciudad, uno comprende algunos dichos de Pirandello y aquel título de Silvina Bullrich de la novela Te acordarás de Taormina.

Me acordaré por muchas cosas de este viaje, pero sobre todo me acordaré por una pequeña conversación que tuve con Giovanni, un señor de unos treinta y ocho años que atendía un pequeño bar en el pueblo que está enclavado en la ladera este del volcán. El Etna tiene dos laderas, una volcánica y otra llana, una por donde el volcán derrama lava cuando entra en erupción y la otra más segura, adonde la lava nunca llega. Para mi sorpresa, el pueblo de Giovanni está construido en la ladera peligrosa. El pueblo se reconstruyó siete veces, una después de cada erupción del Etna.

—¿Por qué reconstruyen este pueblo aquí, una y otra vez? —pregunté adivinando la respuesta.

—Mire, mire —me dijo Giovanni—. Mire el mar, y la playa, y la montaña, y la ciudad… Éste es el más bello lugar del mundo… Mi abuelo siempre lo decía.

—Pero el volcán está en actividad… Puede volver a entrar en erupción —le dije.

—Mire, signore, el Etna no es traicionero, el volcán siempre avisa, nunca estalla de un día para otro, y cuando está por «lanzar» nos vamos —me contestó, como si fuera obvio.

—Pero, ¿y las cosas?: Los muebles, el televisor, la nevera, la ropa… —protesté.

Giovanni me miró, respiró profundo, apelando a la paciencia que los sabios tienen con los que sólo la jugamos de ilustrados y me dijo:

—¡Qué importan las cosas, signore! Si nosotros seguimos con vida, todo lo demás se puede volver a construir…