CAPÍTULO 24
Me había ido de Rosario con la palabra construir retumbando en mi cabeza. Debía proponerle con claridad a Paula que viajara. Pedirle de una vez que se quedara viviendo conmigo en Brasil.
—Por lo menos tres meses —le dije—, después vemos.
Mentía, detrás del plural de «vemos» estaba oculta una velada aseveración, era más un «después ves». Y ella, que se dio cuenta, no dijo nada.
Mi pedido había sido por una vez concreto y contundente y por eso su respuesta había sido categórica.
—No —me dijo—. Escúchame, Demián, a mí me parece fantástico que te vayas, que vivas esa experiencia. Pero yo no me voy a ir. Mi lugar está aquí.
Esa frase fue el primer dolor. Quizás el único importante hasta ahí. Pero una sola herida profunda hace más daño que muchas superficiales, decía mi jefe de guardia del Instituto de Cirugía.
—Yo creía que nosotros estábamos enamorados, que tú me amabas.
—Y sabes que te amo, Demián. Pero no a costa de dejar todo lo que quiero, todo lo que me importa. No para abandonar mis proyectos, mi familia, mi trabajo, mis amigos. Aquí es donde yo vivo, Demi, y en esta ciudad está gran parte de lo que le da sentido a mi vida…
—Yo también formo parte de ese sentido, ¿o no? —le dije casi gritando.
—Sí, como tú dices, formas parte, pero no eres la totalidad del sentido, no eres lo único que le da sentido, y eso es muy bueno para mí. Entiéndeme, Demi, así como yo no te puedo pedir que te quedes, no debo permitir que resignes esta oportunidad y no quiero que dejes de crecer, tú tampoco me lo pidas a mí.
—Quizá yo hubiera preferido que me lo pidieras. Sería la confirmación absoluta de que te importo.
—La confirmación de cuánto me importas es privilegiar tu beneficio antes de mi más que egoísta deseo de que te quedes conmigo.
—Yo pensé que podíamos empezar, con esta excusa, a construir nuestro proyecto —Lo dije con un tono casi de súplica, sabiendo que todo estaba perdido de antemano—. Vente… Venga, mujer —agregué en un miserable último intento manipulador.
Paula era una diosa. Ni se inmutó. Sólo me miró a los ojos, muy adentro y me dijo casi cuchicheando:
—Sabes, Demi, para mí el amor es tan importante en la vida, que creo que no hay nada que pueda oponerse a su fuerza… Si de verdad nos queremos… Si de verdad nuestro amor conduce a que estemos juntos, ocurrirá… No sé cómo, pero ocurrirá.
—Y al ratillo, Gordo, ya estaba otra vez con la idea de no forzar, de dejar que las cosas sucedan y no sé cuántas tonterías más. Al final, yo quería poco menos que insultarla.
—Pero ¿por qué, Demián? Quizá las cosas verdaderamente importantes no dependan de parámetros tan estrechos como los que no se pueden controlar lógica ni geográficamente. ¿No te parece que merece la pena hacer la apuesta? Quizá no esté tan mal la propuesta de Paula y tengas que dejar que la vida te sorprenda. Quizás el big-plan de la conciencia global, de Dios o del orden cósmico de las cosas, pasa por otros lados.
—Sí, ya lo sé. Pero también sé que hay momentos donde todas las puertas se te cierran; situaciones donde todos tendemos a pensar que ya nada hay para hacer, que las agoreras predicciones anticipadas, catastróficas, se cumplirán irremediablemente y que el fracaso es el sino. Momentos donde entregarse a la sorpresa es condenarse al fracaso…
—Ese es un buen punto. ¿Se lo dijiste?
—Sí y me dijo que yo le tenía demasiado miedo al tiempo y a la distancia. Que yo no confiaba… Y terminó de destruirme cuando dijo que, si en última instancia, nuestro amor era tan vulnerable como yo lo describía y no podía subsistir una separación temporal, quizá no valía tanto y era bueno que terminara.
—Ése también es un buen punto. A lo mejor tiene algo de razón…
—¡Qué va a tener razón, no me fastidies! —Yo ya estaba harto de tanta comprensión a sus posturas—. A nadie le gusta toparse con una situación insoluble. Tanto menos si en ella se juega algo importante para uno, para alguien que uno quiere o está en juego la mismísima relación entre ellos.
—Es verdad, pero fíjate cómo estás de enfadado, refunfuñando, irracional… Puede ser, y de hecho así sucede, que frente a la frustración nuestra primera respuesta sea el enojo, la ira y hasta la furia; pero esa «reacción natural» es un disfraz emocional de nuestra intolerancia a la propia impotencia. Y lo peor es que, desde el punto de vista práctico, es una pésima estrategia.
—No entiendo que me hables ahora de estrategias —protesté, por protestar.
El Gordo respiró profundamente y siguió:
—El enfado y el berrinche no sólo difícilmente ayuden a encontrar alternativas, sino que antes bien dificultarán su aparición. Hace un par de años, con motivo de la presentación de uno de mis libros en Costa Rica, conocí a Marta Morris. Un día, en una cena, me contó un episodio de su vida que, según dice, cambió su actitud frente a las dificultades.
De nacionalidad costarricense, Marta vivía y trabajaba en Estados Unidos como abogada de cierre de operaciones inmobiliarias. Ella y su marido alquilaban una enorme casa en las afueras de Nueva York y en el momento de estos hechos había sido designada para elaborar y fiscalizar la firma de un contrato muy importante entre dos enormes empresas americanas. Había trabajado durante semanas puliendo ese contrato para que todo llegara a buen término.
El lunes pactado para la firma, como lo hacía habitualmente, ella despidió a sus hijos y a su esposo, tomó su maletín y salió, cerrando la puerta detrás de sí.
Al bajar la escalera de la entrada, se dio cuenta de que se había olvidado el contrato en casa. Volvió sobre sus pasos y, mientras buscaba en su bolso, se dio cuenta de que las llaves también habían quedado adentro.
Desesperada por lo que representaría para su futuro profesional no firmar el contrato ese día, empezó a empujar la puerta para ver si conseguía abrirla.
Estaba angustiada. Había trabajado durante años para llegar a ese momento y ahora una puerta cerrada le interrumpía el paso.
Intentó hacer palanca con una rama, miró buscando una ventana olvidada abierta, quiso girar la cerradura con una horquilla, pero no tuvo éxito.
Marta cuenta que empezó a gritar de furia, tanto que el cartero que traía la correspondencia se detuvo a preguntarle qué le pasaba. Marta Morris le contó toda la historia y el hombre conmovido intentó ayudarla, pero la puerta no cedía.
—¿Y su marido? —preguntó el cartero.
—Mi marido está en otra ciudad y no tengo cómo encontrarlo hasta el mediodía.
—¿Nadie tiene otra llave? —se le ocurrió al hombre del correo.
—Sí, mi vecino —contestó Marta—, pero tuvo la mala idea de irse fuera el fin de semana.
—Me parece —dijo el cartero— que sólo hay dos soluciones: romper la puerta o llamar al cerrajero.
Marta le dijo que ella debería irse y sin puerta la casa quedaría abierta, por otro lado el cerrajero nunca terminaría antes de un par de horas y para entonces todo se habría perdido.
Realmente apenado, el cartero dijo que lo lamentaba, dejó sus cartas y se fue.
Marta volvió todavía a patear la puerta, pero no pudo abrirla. Y después se sentó en el primer escalón de la entrada llorando desconsolada por lo que le parecía un mundo que se derrumbaba. Tanto esfuerzo, tanta ilusión, tanto trabajo, para nada.
De reojo miró la correspondencia y vio un sello de Australia, donde vivía su hermana Nancy. Quizá para huir de su angustia, Marta abrió la carta y leyó:
«Querida hermana:
»Te escribo esta carta para contarte lo bien que me sentí estas dos semanas que pasé con tu familia, pero también para pedirte disculpas. Resulta que el jueves anterior a mi partida llegué muy temprano a la casa y como no había nadie me atreví a pedirle la llave de tu casa al vecino. Qué te voy a decir que en la emoción de la despedida me olvidé de devolvértela. Dentro del sobre te envío la llave que me traje, ojalá no te haya ocasionado problemas mi descuido…».
—No te creas, Jorge, que yo no entiendo lo importante que es no enfadarse con las cosas —me defendí—. Pero yo la quiero, Jorge, y todos sabemos muy bien cómo terminan estas historias de amor en la distancia. Con el tiempo todo se diluye. La falta de cotidianidad, de contacto, no se puede reemplazar con nada. ¿Me quieres decir cómo esta mujer no entiende que las relaciones se enfrían, que la gente va cambiando con el tiempo? Si ella no viaja en tres meses y yo conozco una mulatona deslumbrante o ella se enamora de cualquier otro, todo se terminó. Es así.
—Empieza a parecerme que Paula tiene razón en no querer forzar las cosas, Demián. ¿No es obvio que aunque ella decidiera ahora que SÍ se va contigo a Brasil, nada ni nadie podrían garantizar que estando ella allí tú no conozcas a la fascinante mulatona o que ella no se enamore de un morenazo impactante?
El razonamiento de Jorge era impecable, pero yo no terminaba de conformarme.
Sentía el dolor en el pecho que me dejaba la angustia.
No es justo, me decía.
Si Paula se viniera conmigo, por una vez tendría todo.
¿Por qué no me era dado tener la tranquilidad de saber que todo estaba en su sitio?
Y sin embargo…
Quizás «estar en su sitio» no tenía que ver con la certeza de los hechos futuros, sino con la confianza de los propios recursos.
Como decía Jorge, el temor es el resultado de la idea prejuiciosa de que uno no va a poder afrontar lo que se avecina.
Todo estaba en línea con la frase que más recordaba de todas las que alguna vez me habían dicho. Aquellas palabras que escuché de boca de Paula al despedirnos el día en que nos conocimos…
Darle al destino su oportunidad.