CAPÍTULO 7
Me alegró su alegría al escucharme. Me gustó sorprenderlo, era evidente que no podía explicarse cómo había conseguido su número. Me dijo:
—Como siempre aseguré, Demián, es imposible que tú no consigas lo que de verdad te propones.
Esa sola frase era tranquilizadora y, sin saber todo lo que me pasaba, me compensó todo el trabajo de la búsqueda. Era cierto, el Gordo siempre me decía que yo era tan vehemente, tenaz y consecuente que sería difícil detenerme en mis proyectos.
Qué bien, pensé, porque en este momento mi proyecto más importante es vivir mejor.
De lo demás no me dijo ni que sí, ni que no; era verdad que no tomaba más pacientes en terapia, pero aceptó que yo viajara y que lo conversáramos, después lo decidiríamos.
«Decidiríamos», dijo. Aunque en verdad, el que iba a decidir era él, porque yo estaba seguro de lo que quería, necesitaba retomar la terapia y me gustaría no empezar con un terapeuta nuevo.
Al revés de lo que me solía pasar, esta vez la incertidumbre me había puesto de mejor humor, al menos no se había negado rotundamente.
Me encontré pensando en que ésa era una buena señal.
Y también me sorprendí especulando en la mente. Cuando nos encontremos se va a ablandar.
—Que yo me voy a ablandar… ¿Ablandar cómo, Demián? —ya lo estaba escuchando, detrás de su sonrisa irónica, esa que ponía para no tener que decirte directamente que lo que estabas pensando era una estupidez—. ¿Como el motor de un coche nuevo o como una fruta demasiado madura?
Quizá la palabra ablandar no era la indicada.
Enternecer, recordar que me quería, desear ayudarme… Pero estas elucubraciones eran, otra vez, más de lo mismo. Tal vez había aceptado verme sólo por cortesía.
¿Por cortesía, el Gordo?
No, eso sí que no era posible. Semejante idea no pertenecía a su postura en el mundo.
Aunque podía haber cambiado…
Por algo había dejado de atender…
También podía ser que me estuviera probando, que quisiera que yo descubriese si verdaderamente quería lo que decía que quería.
Pero si era así, él tenía que haberse dado cuenta que eso me podía hacer sufrir como un condenado.
Lo cierto es que el tipo no me había asegurado nada… Aunque…
Demasiados pensamientos…
Me acordé del cuento de don Jacobo, el de Lublin.
Jorge me había contado ese cuento más de quince años atrás y nunca lo pude olvidar. Cada tanto aparecía en mi memoria con su mensaje intacto.
Jacobo viajaba sentado en el asiento pasillo de la cuarta fila en el segundo vagón del tren a Lublin, aquel viernes nevado de enero.
Pensaba en todo lo que no había podido terminar de resolver en la gran ciudad. ¡Qué fastidio! Debería volver a viajar la semana siguiente.
De pronto, un joven se acerca por el pasillo y al pasar junto a él le dice:
—Perdón señor, ¿me podría decir qué hora es?
Jacobo lo mira de soslayo y sin levantar la cabeza le dice:
—No.
El joven no puede creer lo que escucha. Ya ha visto la cadena que sale del bolsillo de su chaleco. No puede haber otra cosa que un reloj en la otra punta de esa cadena de plata. «Debo haberme expresado sin claridad», piensa, y por eso repite el pedido, ahora señalando con su dedo el bolsillo donde adivina que se esconde la máquina de medir el tiempo.
—Perdón, lo único que quisiera es que me dijera la hora…
Jacobo lo mira ahora y un poco enojado, le dice:
—Ya le he entendido, jovencito. Y le he contestado. ¡No!
El muchacho no sabe si está más sorprendido que enojado o viceversa. De todas maneras, honrando ambas, insiste:
—Discúlpeme, señor. No entiendo por qué me contesta de esa manera. Yo lo único que quería era saber la hora y como usted…
El viejo interrumpe su discurso.
—Si usted entiende o no entiende a mí no me importa. Lo único que yo quiero es que me deje tranquilo y le pida la hora a cualquier otro. Muchas gracias y adiós.
—Mire, señor. Yo no le he hecho nada. No le he faltado el respeto. No he dejado de ser cordial y no le he pedido nada que pudiera significar una molestia para usted. Sin embargo, usted me trata como si fuera a contagiarlo de una grave enfermedad. No me pienso ir hasta no saber por qué me trata de esta manera.
—Bueno. Está bien, está bien. Lo lamento. Si le digo la hora, ¿se va?
—No. Ahora quiero saber qué es lo que pasa.
—¿No se va a ir?
—No sin una explicación.
—¿No podemos ahorrárnosla? —argumentó don Jacobo, sabiendo que todo estaba estropeado y que iba a tener que explicar su extraña actitud.
—No —dijo el joven y dejando su pequeño paquete con ropas en el pasillo se dispuso a escuchar.
—Es que yo ya sé lo que va a pasar…
—¿Qué va a pasar?
—Ay, ay, ay —se quejó don Jacobo cogiéndose la cabeza y después de una pausa siguió—, si yo hubiera sacado el reloj para decirle la hora, usted lo hubiera mirado con atención porque mi reloj de bolsillo es muy especial, ¿ve?
Y diciendo esto sacó de su bolsillo un reloj verdaderamente hermoso, con un cuadrante de un fucsia brillante y unas agujas talladas en piedra que parecían brillar con luz propia.
—¡Qué hermoso reloj! —dijo el joven, sin poder reprimir su comentario.
—¿Ve? ¿Ve? Ya sabía yo. Después, usted me preguntaría dónde conseguí un reloj tan especial.
—La verdad es que en eso estaba pensando —admitió el joven.
—¿Ve? ¿Ve? Ya sabía yo.
—No entiendo qué es lo que lo preocupa tanto, señor…
—¿Ve? ¿Ve? Ya me está preguntando mi nombre… ¡Qué barbaridad! Jacobo, me llamo Jacobo.
—Sigo sin entender su molestia, don Jacobo —dijo el muchacho.
—Está bien, se lo voy a explicar de una vez. Total, lo que sigue es inevitable. Pero NO me interrumpa…
—Le prometo —dijo el joven levantando la mano como para jurarlo.
—Yo le digo la hora. Usted se sorprende por el reloj y me pregunta de dónde lo he sacado. Yo le termino contando que me lo dio mi abuelo. Usted me agradece y me pregunta mi nombre. Yo le digo que me llamo Jacobo, y no le pregunto a usted cómo se llama, porque a mí qué me importa cómo usted se llama. Usted me pregunta adónde voy, yo le digo que voy a Lublin y no le pregunto dónde va usted porque no me gusta andar haciendo preguntas estúpidas porque sé que usted también va a Lublin porque el tren termina su recorrido en Lublin. Usted me pregunta si yo vivo allí o si estoy de paso y yo le contesto que vivo allí, aunque no le diga nada porque yo sé que usted no vive en Lublin, porque si fuera de Lublin ya lo sabría yo. Pero, claro, usted llega a Lublin un viernes al atardecer, seguramente para esperar el tren de mañana a Praga, porque para qué otra cosa iría un judío a Lublin un viernes y por qué pasaría alguien por Lublin si no fuera judío. Así que después de esa estúpida conversación yo voy a llegar a mi ciudad a prepararme para el Shabat, pero me voy a ver obligado a invitarlo a usted a mi mesa, porque no podría dormir tranquilo dejando a un judío solo en víspera de Shabat en una ciudad que no conoce. Usted que es muy amable y se lo ve, aceptará gustoso esta inesperada invitación y esta noche yo tendré que aguantarlo en mi casa, en mi mesa y compartir nuestra comida, que mi propia esposa cocina con sus dos manos de oro, con usted. Cosa que no sería tan mala si no fuera porque también compartirá nuestra mesa Samuel, que jugará con usted al ajedrez, porque qué clase de judío sería usted si no supiera jugar al ajedrez, y eso no sería nada para preocuparse, más allá de cómo termine la partida, si no fuera que también estará viendo todo esto mi hija Sara. Y mi hija Sara es soltera, por su desafortunada decisión de que no quiere aceptar en matrimonio a ninguno de los jóvenes solteros de Lublin, a los que rechaza porque los conoce de toda la vida. Esto no sería grave si no fuera porque usted es guapo y soltero, porque no tiene anillo de boda, que yo ya me he fijado, y tiene una interesante conversación y mucho mundo recorrido, que si no, no se atrevería a viajar a una ciudad sin saber con qué se va a encontrar. Ella se va enamorar de usted, lo que no sería tan grave si no fuera que usted también se va enamorar de ella, porque ¿cómo podría alguien conocer a mi preciosa Surele sin enamorarse de ella? Así que, lógicamente, el viernes que viene, otra vez tendremos que recibirlo en casa porque Surele va a pedir que lo invitemos, y yo ya sé que no puedo decirle que no a nada que me pida. Y así todo seguirá durante meses hasta que un día… un día, dentro de nada, usted y ella vendrán a decirme que se quieren casar… —don Jacobo tomó aire por primera vez en todo su discurso y golpeando con el puño en el apoyabrazos casi gritó—: ¡¡Y yo no quiero que mi única hija se case con un idiota que no tiene dinero ni para comprarse un reloj!! ¡¿Entendido?!
Yo no iba a Lublin y tampoco iba en tren; iba camino a Rosario y en autocar, intentando sin éxito dejar de anticiparme tanto a las cosas.
Había preferido no conducir para darme tiempo de pensar en nuevas estrategias para convencer al Gordo de que fuera mi terapeuta una vez más. Y parte de esa estrategia, supongo, era esta decisión de hacer una lista escrita de los temas fundamentales que debía tratar; más que para no olvidarme, para que el Gordo advirtiera la importancia de mi crisis.
Pensando en don Jacobo justamente terminaba de apuntar en la libreta «mi relación con las mujeres…» cuando subió ella en la parada de la 197 y Panamericana.
Cabello bien corto, negro, boca risueña, y unos ojos bonitos, de color y forma de almendras, que resaltaban en el marco de su piel un poco oscura y de sus rasgos moriscos.
Avanzó por el pasillo y se detuvo a mi lado. Yo sentí el respingo. Ella me miró y con un gesto me pidió que la dejara pasar al asiento de la ventanilla, que era el suyo.
Eso fue todo. Pero yo no pude pensar en otra cosa durante todo el viaje. Se esfumaron la lista de temas, la preocupación por la entrevista con Jorge; la noche con Gaby, el carcamal… Todo desapareció al ver a esa mujer que parecía salida de un cuento.
En cuanto se sentó, se calzó unas coquetas gafas de secretaria, abrió un libro y comenzó a leer como aislada del mundo. En particular aislada de mí, que a la altura de Escobar ya había pensado no menos de cinco maneras para intentar entrar en conversación.
Ella no desviaba la vista del papel y así era imposible.
Ansioso, pero sabiendo que lo peor era demostrarlo, traté de hacerme el que me concentraba en la lista que había pensado escribir.
De repente, una frenada brusca produjo el milagro. El movimiento hizo que a la chica se le cayera el libro de las manos y que éste aterrizara sobre mis piernas. Lo de milagro puede sonar un poco exagerado de mi parte si no fuera porque el autor de la obra que tan fascinada tenía a mi acompañante no era otro que Jorge, el Gordo.
Milagro o casualidad, no desaproveché la oportunidad y de inmediato comenzamos a hablar del libro y de él.
Confieso que oculté mi incertidumbre respecto de si el Gordo me atendería nuevamente; una pequeña mentira, que tal vez, en breve, no fuera tal, no haría daño a nadie. Paula era psicóloga y estaba particularmente interesada en la Gestalt. Pareció encantada de que yo hiciera esa clase de terapia y no dejó de hacerme preguntas sobre el tema hasta que llegamos a la terminal en Rosario.
Al bajar, por supuesto, le pedí que me diera su teléfono, pero Paula, aunque no rehusó directamente, me dijo sonriendo con picardía:
—¿Por qué no darle una oportunidad al destino?
Luego intentó explicar lo inexplicable: dado que ella viajaba con frecuencia a Rosario y yo me atendía con Jorge en esa misma ciudad, no cabía duda de que nos cruzaríamos de nuevo.
Yo le dije que prefería no tentar al destino, pero ella se fue diciéndome que ella adoraba el juego de la vida.
Justo cuando toqué el timbre en la casa de Jorge, sentí que había logrado retomar cierta normalidad.