CAPÍTULO 36
Cuando lo vi en la puerta de mi apartamento no lo podía creer.
—¿Y tú qué haces aquí? —le pregunté.
—¿Y tú qué haces aquí? —me contestó Gerardo.
Esta visita no estaba en mis cálculos, le contaría después al Gordo. Gerardo me dijo que cuando se enteró de que Paula estaba en Buenos Aires, pensó que yo debía estar hecho polvo. Y entonces, aprovechando unos días que le quedaban de sus vacaciones y unos ahorros que tenía, se subió a un avión y decidió darme una sorpresa.
Y qué sorpresa. Mi hermano y yo nunca habíamos tenido hasta ese momento una relación ni siquiera cercana. Yo lo quería y sabía que él sentía lo mismo, pero era como esas cosas que se saben pero nunca se actúan.
Y ahora de repente ahí estaba. Solamente porque pensó que yo podía estar necesitando de alguien con quien charlar. ¡Qué gran tipo!
Hacía meses que no lo veía, aunque en realidad hacía años que no lo miraba y esta vez noté que el tiempo había pasado también para él, que era tres años mayor que yo.
De repente, de pie en el apartamento, quietecito al lado de sus maletas todavía sin abrir, mientras esperaba que yo cogiera mi chaqueta para salir, lo volví a mirar; y sentí que me corría un frío por la espalda. Nunca me había dado cuenta de cuánto se parecía Gerardo a mi padre.
—De verdad, Gerardo, ¿cómo es que se te ocurrió venir?
—Por si acaso —dijo—. Pero, además, quería saber cómo estabas. En estos meses no supe casi nada de vos. Mi amigo, el que me contó de esta oportunidad, me dice que eres un crac, que sabes un montón y se da lustre diciendo que él te recomendó; pero mami me dijo que no te vio bien y que estaba preocupada.
—¡¡¡Has venido a desempatar!!! —le dije acusándolo con el índice y ambos empezamos a reír a carcajadas.
La caipirinha tiene algunas características particulares que uno conoce, pero que corre el riesgo de olvidar. La más peligrosa es que en un día de calor se toma como limonada, pero después te pega como si hubieras tomado alcohol fino.
Cuando volvimos, estábamos los dos un poco bebidos.
Habíamos hablado toda la noche de mujeres, de dinero y de mamá. Cada vez más alegres y cada vez más mareados.
—Hay que acostarse —dijo Gerardo por tercera vez, tratando de embocar la llave en la cerradura.
—¿Por qué hay que acostarse? —pregunté yo sosteniéndole supuestamente la puerta para que pudiera abrirla.
—Para no caerse —dijo justo en el momento en que conseguimos entrar en el apartamento.
Me cogió un ataque de risa que terminó haciéndome doler la panza. Pero parecía que no quería soltar la risa. Sabía que detrás de ella aparecería la otra parte de la borrachera, la «del alcohol triste»…
—Basta, tronco. Que mañana tienes que ir a la clínica.
—¡Que se vayan a la mierda! —grité—. ¿Qué me importa?
—Para de gritar, mamón, que son como las tres de la mañana —me dijo mi hermano.
—No me importa —repetí—. No quiero ser más la excelencia. ¿Para qué hostias sirve el éxito, si tu novia te deja tirado y se va?
—Tranquilo, campeón —dijo Gerardo que por alguna razón había recuperado su capacidad de mantenerse en pie—. Estás borracho. Lo que dices no vale.
Yo escuchaba, pero seguí.
—¿Para compartirlo con quién? ¿Con mis colegas? ¿Con quién? Matarme estudiando, investigando, ¿para quién?
—Para los demás, tontaina. Para la gente, ¿no eres médico, tú? Para eso, para curar a la gente.
—No entiendes, Gerardo. No entiendes —le dije agarrándome de la columna de la cocina—. Médico era antes. Cuando era un recién graduado en la UBA. Cuando trabajaba en el hospital municipal. Cuando tenía el consultorio en el garaje de la casa de los papis. Antes, ¿comprendes? Ahora es otro nivel. Ahora soy un ICD, ¿lo pillas? No soy más el medicucho de Floresta. Ahora soy un INTERNATIONAL CONSULTING DOCTOR. Estoy para grandes cosas.
—Para lo único que estás es para un té y para la cama —dijo Gerardo.
Como pudo, mi hermano me llevó hasta el dormitorio y me ayudó a desvestirme. Yo seguía a los gritos.
—Yo quería ser una eminencia —decía—, emineeeeennciaaaa…
—¿Y ahora no? —preguntó Gerardo mientras me tapaba y doblaba mi ropa como podía.
—Noooooooooo. Ahora Paula se ha ido. Paula se piró y su Romeo se quedó cantando la serenata como un gilipollas debajo del balcón vacío. ¡Gilipooooollasss!
—Duérmete —me ordenó Gerardo—, hasta mañana.
—Hasta mañana, papá, hasta mañana… Pero antes de irte dime una cosa, papi, ¿estás orgulloso de mí?
Gerardo me miró desde la puerta y me dijo:
—Muy orgulloso, Demi. Muchísimo. Hasta mañana.
—¿No me vas a contar un cuento? —pregunté.
—¿Cual? —me dijo.
—El que me cuentas siempre, papá, el de Dumbo —le pedí.
Y Gerardo me empezó a contar aquel cuento del elefante y la alondra que alguna vez capturó Disney para hacer el guión de la película de Dumbo. Aquel cuento que una y otra vez le pedía a mi padre cuando yo era un niño, el de la verdadera historia de Dumbo:
El elefante y la alondra eran amigos. La alondra le señalaba al elefante los rincones más sombreados de la selva, y el elefante protegía con su presencia nocturna el nido de la alondra del ataque de serpientes voraces y ardillas rapaces.
Un día el elefante le dijo a la alondra que le tenía envidia por poder volar. ¡Cuánto le gustaría remontarse por los aires, ver la tierra desde las alturas, llegar a cualquier sitio en cualquier momento! Pero con su peso… ¡Era imposible!
La alondra le dijo que era muy fácil. Que el secreto de volar de las alondras, por ejemplo, estaba en las coloridas plumas de sus colas. Si él tuviera por lo menos una pluma auténtica y de verdad lo deseara podría conseguirlo. Dicho esto, se quitó con el pico una pluma de la cola y le dijo: «Aprieta fuerte esta pluma en la boca, y agita rápidamente las orejas arriba y abajo».
El elefante hizo lo que la alondra le había dicho. Apretó con fuerza la pluma en la boca para que no se le escapase y comenzó a agitar sus grandes orejas arriba y abajo con toda su energía.
Poco a poco notó que se levantaba, despegaba, se sostenía en el aire. El elefante se sintió feliz, podía ir donde quisiese, por los aires, con toda facilidad. Vio la tierra desde las alturas, vio los animales y los hombres, cruzó por lo alto el río profundo que había marcado el límite de su territorio y exploró paisajes desconocidos. Después volvió al fin, sonriente, al aterrizar al sitio donde había dejado a la alondra.
«No sabes cuánto te agradezco esta pluma milagrosa», le dijo. Y se la guardó cuidadosamente detrás de la oreja para volver a usarla en cuanto quisiera volar otra vez.
La alondra le contesto: «Oh, esa pluma. La verdad es que de milagrosa no tiene nada. Se me iba a caer de todos modos porque estaba un poco desprendida, pero tenía que darte algo para que no creyeras que tu deseo era imposible, y se me ocurrió eso. Ahora lo sabes. La magia la trajo tu deseo y lo que te hizo volar fue la fuerza que pusiste en agitar las orejas».
Me dormí con la mano de Gerardo acariciándome la cabeza, mientras me repetía «la fuerza que pusiste en agitar las orejas».
A la mañana la resaca hacía estragos en mi cabeza.
Llamé a la clínica y hablé con uno de mis compañeros de sala, un suizo encantador con el que nos enredábamos charlando de ópera. Le pregunté cómo se presentaba el día y si me podía cubrir («mi hermano ha venido de improviso desde Argentina y…»). Me dijo que me quedara tranquilo y que si había problemas me llamaba por teléfono («todo está muy tranquilo esta mañana»).
Preparé el desayuno con café muy cargado y fui a despertar a Gerardo, que había dormido en el sofá. Recordaba entrecortado lo que había pasado la noche anterior y me pasaba algo fantástico, no sentía ni una pizca de vergüenza frente a él. Descubrir eso me llenó de alegría. Era muy bueno tener un hermano mayor.
Después de ducharnos nos sentamos al lado de la ventana con más café y zumos de frutas que nos trajo la señora de la limpieza.
—Hablas como si sólo hubiera dos alternativas, o ser un medicucho en pareja con la mujer de tu vida o convertirte en una eminencia solitaria —me decía mi hermano, con mucha sabiduría—. Y por lo que yo sé, en la vida siempre existen más posibilidades, Demi, más caminos a seguir para llegar adonde uno quiere o adonde uno debe. Caminos en los que a veces se descubre que el trayecto es lo único que hay, lo demás, la meta, la llegada, el éxito es pura vanidad.
Yo lo escuchaba y la palabra «medicucho» me daba vueltas en la cabeza. Desde los restos del alcohol, el sonido, de «medicucho» me dañaba desde dentro. Que yo me refiriera a mí en esos términos era cruel y peyorativo, implicaba un profundo desprecio hacia mí mismo y hacia todo lo que me había impulsado a ser médico.
—¿Sabes lo que yo quiero, Gerardo? Quiero ser el Demián que era, el más sencillo, el más humilde, el que deseaba destacar, pero más quería saber, el que quería poner lo que aprendía al servicio de los que sufrían. Y me he perdido, hermano, me he perdido. «Las luces del centro me hicieron meter la pata», como dice el tango.
—Convengamos que allá las cosas nunca fueron sencillas y que últimamente se han complicado bastante, pero súmale a eso que más allá del entorno bueno o malo, fácil o difícil, muchas veces para crecer hay que irse.
—Es cierto. Ahora me doy cuenta de que aun para ser un simple medicucho en Argentina, capaz de ayudar a otros, capaz de no bajar la guardia frente a las dificultades, capaz de ser un poco más efectivo cada día, tienes que ocuparte todo el tiempo. Sólo ahora tomo conciencia de que para ser un buen amigo, un buen compañero de trabajo o un buen hermano, tienes que ocuparte personalmente. Ahora entiendo lo que muchos deben haber pensado de mi manera de actuar, tan intrascendente, tan poco comprometida, tan superficial.
—El tema, mi querido hermano, no es cómo te desviaste ni cómo te confundiste. El tema es cómo sigue esta historia. Cómo vas a hacer para descubrir tu «capacidad de vuelo». Cómo vas a dejar tu huella y a la vez disfrutar del camino.