CAPÍTULO 19
Finalmente lo conocí. Ocurrió, como mamá lo había planeado, el día de su cumpleaños. Y, a decir verdad (lamento admitirlo), no estuvo mal. Sea gracias a mis charlas con Gerardo, a lo visto en terapia, o a los comentarios más que comprensivos de Paula (que sostenía que era una suerte poder tener una madre enamorada), el caso es que terminé agradeciendo que Francisco estuviera en ese cumpleaños. No tanto por él mismo, que de todas maneras se parecía mucho a la descripción de mamá, un buen tipo, agradable, culto y equilibrado, sino por cómo vi a mi madre esa noche.
Mamá tenía los ojos iluminados, una sonrisa hermosa y una paz en la voz que hacía años no le notaba. De hecho, desde que murió mi padre, nunca la había visto tan feliz. Una rara sensación de calorcillo y de complicidad me provocó un placer casi desconocido y me permitió llorar cuando mi mamá soplaba las sesenta y cinco velitas encendidas de su tarta.
Desde luego, que el viernes posterior al cumpleaños, no podía hablar de otra cosa.
Después de contarle todo con detalles y espiar cómo a Jorge también se le empañaban los ojos, una cosa más apareció:
—¿Sabes? Como todos, creo, a mí muchas veces me pasó que me alegraba por la felicidad de mis amigos, de mi hermano, de mis parejas; pero jamás me había sucedido algo así con mis padres. Y no es que yo quisiera que ellos fueran infelices. No. Sólo que era un asunto que no me preocupaba, simplemente jamás me detuve a pensar en eso. Como si fuera algo que no tuviera nada que ver conmigo… Creo que jamás me fijé si de verdad eran felices o no. Ni siquiera cuando murió papá… Por supuesto que, en los primeros tiempos, yo me acerqué a mamá mucho más. La llamaba por teléfono dos o tres veces por día y la visitaba cada noche… Pero hoy sé que lo hacía más por mí que por ella. Yo la necesitaba, yo estaba triste. Lo que a ella le pasaba era duro, seguramente, pero quedaba en un segundo plano, se había muerto mi papá…
—Sí, claro, Demián, tu papá y SU pareja.
—Es cierto. Su pareja de toda la vida.
—Y con ella, sus sueños, sus proyectos, sus fantasías, su intimidad.
—Sí, claro. Entiendo… Lo que pasa es que ahí es donde dejo de entender que se aparezca ahora con una nueva pareja…
—Te cuento un cuento…
La historia habla de un empresario muy rico que cada año suele enviar con su secretario un generoso cheque de contribución para la iglesia de su pueblo.
Un día, imprevistamente, el empresario en persona va a ver al párroco.
—Hijo mío, qué gusto me da verte, hace tiempo que no venías por aquí —le dice el cura.
—Bueno, la verdad, padre, es que no me traen buenas noticias. Vengo porque este último tiempo me ha ido realmente muy mal, en especial en los negocios; por eso, he querido traerle yo mismo el cheque de este año, como verá, es menos de la mitad que el de los años anteriores —dice el hombre, acongojado.
El cura, con un tono comprensivo, trata de tranquilizarlo:
—No te preocupes, hijo mío, Dios nos va a ayudar. A nosotros y también a ti, que parece que lo necesitas.
—No, no lo creo, padre, soy consciente de que ya no hay forma de salvar esta situación —responde el hombre, invadido por la desesperanza—. Ha habido demasiados errores y de todos soy yo el responsable.
Entonces, el cura, que comprende la difícil situación económica por la que atraviesa el empresario, le ofrece devolverle su contribución.
—Gracias, padre —le dice el hombre—, eso no cambiaría demasiado las cosas; lo único que le pido es que sepa comprender que a partir de ahora ya no podré seguir colaborando con la parroquia.
—No te preocupes por eso, nos apañaremos… —le dice el cura—. Antes de irte, déjame contarte algo que puedes tomar como consejo. Cuando nuestros ancestros se encontraban perdidos en medio de una crisis a la cual no le encontraban salida, solían tomar el libro de los Santos Evangelios con el lomo hacia arriba y lo alzaban unos cuantos centímetros por encima de una mesa. Ellos solían recitar algún salmo y, con toda su fe, lo dejaban caer para que se abriera, al azar, por el impacto. Entonces, con los ojos cerrados, ponían un dedo en el texto y leían el párrafo señalado. Allí, en esa frase del libro sagrado solían encontrar la respuesta a su problema. Ellos decían que sus manos eran guiadas por el mismo Dios, porque para Él siempre hay una salida.
El hombre escuchó la historia con recelo, agradeció y se marchó con una tibia sonrisa.
Seis meses pasaron desde aquella vez.
Una mañana, una limusina blanca, enorme, se estaciona frente a la puerta de la iglesia. El mismo hombre, finamente vestido, con otra templanza y una sonrisa que le desborda el rostro, baja del automóvil.
El cura lo reconoce inmediatamente y, después de un fuerte abrazo, le dice:
—Me alegra tanto que nos visites… Sospecho que te traen mejores noticias que la última vez que nos vimos.
—A mí también me da gusto verlo, padre —contesta el hombre, exultante—. En efecto, he venido con prisas a saludarlo y para traerle la mitad de dinero que no pude darle el año pasado. Es más, si no se ofende, me encantaría duplicar mi contribución de este año.
—Bueno, hijo, muchas gracias —contesta el párroco—, me alegra saber que te acuerdas de nosotros también en los momentos de alegría.
—¿Cómo no acordarme, padre? Después de todo, este cambio no habría sucedido si usted no me hubiera contado la historia de la costumbre ancestral de los Evangelios.
—¿Cómo es eso, hijo?
—¿Se acuerda que vine angustiado por el desastre en el que encontraba? Después de escuchar su historia le confieso que me fui casi riéndome de su ingenuidad. Mi problema es concreto y material, no del espíritu, pensé. Pero en casa me encontré tan desesperado que tomé los Evangelios del cuarto de mi madre y me animé a seguir su consejo… Al leer lo que mi dedo señalaba entendí todos mis errores y pude empezar a salir del horrible lugar en el que estaba. Una vez más, gracias, padre, ha sido un gran placer verlo. Nos volveremos a ver el año próximo… —Y dicho esto empezó a marcharse…
—Un momento, hijo mío, un momento… Estoy muy interesado en saber qué decía en la hoja que tu dedo señaló en los Santos Evangelios.
—Ah, claro, padre, decía: «Capítulo 19».
—Qué bien —responde el cura y agrega—: Perdona mi mala memoria, pero ¿qué dice el capítulo 19?
—¡Ah!, no lo sé, padre, nunca lo leí —responde el hombre.
—No lo entiendo —dice el párroco—, entonces… ¿Cómo te ayudó?
—Es que en ese momento me di cuenta inmediatamente, padre, de que más allá de lo que dijera el capítulo 19… el capítulo anterior, el 18, había terminado.
—¿Me estás diciendo que Francisco es su capítulo 19?
—Te estoy diciendo que tu mamá intenta escribir lo que sigue de su historia para no seguir leyendo el capítulo que para ella, irremediablemente, terminó con la muerte de tu papá.
Me quedé pensando en que una vez más el Gordo tenía razón…
—¿Qué mal, no? —dije al fin—. Jamás me puse a pensar si ella lo echaba de menos, si sufría, si lo necesitaba. Semejante estúpido, yo pensaba que a ella se le había muerto el padre de sus hijos. Qué vergüenza… Todos estos años ignorando a la persona que mi mamá es.
—¿Otra vez con la vergüenza?
—Sí, ya sé, Gordo. Pero es que ahora me doy cuenta de que quizás era ésta la vergüenza. La única vergüenza que de verdad sentía. Ahora me acuerdo de que el otro día, cuando la vi sonreír tan fresca al lado de Francisco, algo me hizo clic adentro. Creí que me había molestado estar presenciando una especie de infidelidad. Ahora me doy cuenta de que no era eso. Fue la extrañeza de ver a mi mamá en otra dimensión. Nunca en mi vida la había mirado realmente como a una persona, más allá de la familia, más allá de su rol de madre, más allá de ser la viuda de… Es raro y me siento horrible… Nunca supe escucharla… Parece como si acabara de descubrir a mi mamá. Siento que fui un tonto.
—Pero por lo menos, ahora eres un tonto consciente de ser tonto. Quizás eso te haga ser menos tonto…
—Sí, aunque no sea éste precisamente el mejor momento para ser tonto.
—¿Por Francisco?
—No. Es otro tema. Te lo cuento el viernes.