Los fracasos nos aterrorizan

Imagina que un día te dan un arco y unas flechas, te colocan una diana a cincuenta metros y te dicen: «Venga va, dale al blanco».

Suponiendo que no hayas tocado en la vida un arco, lo que harás será mirarlo por encima, comprobar la tensión de la cuerda, averiguar más o menos cómo se coloca la flecha (al fin y al cabo, todos hemos visto alguna vez a Robin Hood y no puede ser tan difícil la cosa), echar un vistazo a la diana… Y de alguna forma un tanto chapucera, por pura intuición, calcularás la fuerza que debes ejercer sobre la flecha, tensarás la cuerda y apuntarás más o menos en dirección al blanco antes de soltar.

¿Realmente esperas darle? ¿A la primera? Si esperáis eso, dejadme que os diga que sois más optimistas que yo. Lo normal es que no le deis ni por asomo. Y ya no hablo de acertar en el blanco, sino ni siquiera en la diana. Lo más seguro es que vaya tan desviada que seréis afortunados si no os dais en un pie.

¿Hemos fracasado? ¡NO! Lo hemos intentado. No hay nadie abucheándonos y gritando: «¡Fracasadoooo! ¡No sirves para esto! ¡Déjalo! ¡Veteee!». ¿Por qué deberían hacerlo? ¡Es tu primer intento! ¡Tienes más flechas! ¡Puedes seguir probando! ¿Qué harás? ¿Tirarlo todo y dejarlo? Para nada. Has aprendido. Y muchísimo. Ahora toca probar de nuevo con la siguiente flecha y, además, la experiencia de la primera.

Entonces… ¿Por qué llaman a los que «fracasan» al emprender «fracasados»? ¿Por qué vemos un negocio fallido como un punto negro en el currículum de alguien? Cuando alguien fracasa pensamos: «Lo intentó y fracasó. Así que si lo intenta de nuevo, fracasará de nuevo».

¡MENTIRA!

Que alguien fracase no le convierte en fracasado. Le convierte en valiente. Le convierte en más sabio. Le convierte en más experto. Le convierte en mejor. Mucho mejor que los que no lo han intentado.

Y digo intentado porque así es precisamente como deberíamos llamar a los fracasos: «intentos». Al menos, así no tendrían esta connotación tan negativa. No son fracasos. Son intentos. Seguramente ya conocéis la frase de Edison, después de miles de intentos (que no fracasos) hasta que inventó la bombilla:

«No eran fracasos. Simplemente descubrí 999 formas de cómo no hacer una bombilla».

Esto es exactamente lo mismo. Debemos intentar, aceptar el fracaso y volver a intentarlo. Pero no vale intentar, fracasar y rendirse. NO HAGÁIS COMO LA LECHERA.

Seguramente todos conocéis también el cuento de la lechera. La lechera va de la granja hacia el pueblo pensando que venderá la leche y con lo que le den, comprará gallinas, que a su vez venderá, y con ese dinero comprará más, que también venderá para comprar una vaca, etc. Pero antes de llegar al pueblo se tropieza, la leche le cae, se le rompe el cántaro y se queda sin nada. Sin leche, sin gallinas, sin vaca… Sin nada.

¿Sabéis algo curioso? Este cuento no existe en Estados Unidos. Ahí la cultura del «fracaso» es otro mundo. Nada que ver. Ahí los que han fracasado son valientes. Un fracaso en el currículum es algo positivo. Es sinónimo de «proactivo». De «luchador». De «valiente». De «emprendedor». Nunca de fracasado.

Cuando le conté ese cuento a Carol, mi profesora de inglés (americana, de New England), me dijo que no entendía la moraleja del cuento de la lechera. Que de hecho, la idea de negocio era buena. Vender la leche y reinvertir para crecer. ¡El modelo de negocio era bueno! Sólo tenía que empezar de nuevo, esta vez fijándose en dónde pisaba para asegurarse de que no se tropezaba otra vez.

El peor fracaso es no intentarlo.