CAPÍTULO 12

A la mañana siguiente salí a comprar los diarios a eso de las ocho. Nadie tenía necesidad de preocuparse por la obra. Las críticas eran todas buenas. Las desplegué sobre mi escritorio y las miré con formidable admiración. Paul había sido aclamado como un espléndido actor, cosa que no era. Esto sucede todo el tiempo, los actores que recibían crédito para la obra, o que le sacaban algún crédito a otro actor. En este caso estaba Sarah. Pero Paul era todavía una cara nueva, y la gente gustaba de las caras nuevas, en los primeros planos, les da algo sobre lo que escribir.

Le llevé los diarios a Paul a eso de las nueve. Los actores siempre están semiconscientes hasta las once, pero esta era una ocasión especial. Todavía estaba profundamente dormido, la cara inexpresiva en blanco. Supongo que era buen mozo, con su pelo rubio desparramado por la almohada y ese perfil que tenía.

Lo que me fascinaba era esa expresión en blanco. La mayoría tiene líneas que se suavizan o contornos, aun dormidos. Su cara estaba totalmente desprovista de piedad o lástima. No lo pude remediar, no quería pensar en esas cosas, pero sentí una horrible especulación respecto a cómo se sentiría tener la cara de Paul King como la última cara que uno ha visto, el corazón palpitando de temor, y todas las esperanzas que se desvanecen. Y aún nuevamente todas las esperanzas que se desvanecen, en segundos, y sólo la cara de Paul King. Pero por supuesto, no sería una cara en blanco, inexpresiva.

Sentí que los pequeños pelos de la nuca me cosquilleaban, porque como la mayoría de los actores, reconozco que me puedo meter dentro de la piel de otro, hasta en la de una mujer estrangulada. Había largos períodos en que me olvidaba de Jim Withers y del hermano Pete. Pero no había razón para pensar que un asesino no pudiera ser un actor.

Yo volvía siempre a eso.

De este modo lo observé unos segundos, y cuando 'as imágenes de horror pasaron, lo desperté.

¡Descansa! ¡Son todas buenas! —dije turbulentamente. Yo tenía aspecto de estar agradado y orgulloso.

Era una de esas personas que se despiertan lentamente, como si hubieran sido drogadas. Tomó los diarios, y sin cambiar de expresión, los leyó. Sarah era buena, pero él se había llevado la obra, ése era el tema.

—¡Felicitaciones! —dije—. ¡Espléndido! ¡No podría .ser mejor!

—Gracias, Charlie.

Aceptaba su éxito, como si siempre hubiera sabido que iba a suceder. Agregó con un tono complaciente tic voz, que me alegré de oír:

—Siempre supe, aun cuando estaba en Durrington, que yo era diferente.

Demasiado cierto que era diferente. Pero debe ser bueno sentir que la naturaleza lo ha elegido a uno para la corriente de vida “A”, que el destino lo ha señalado con un dedo y ha dicho: ¡Tú! ¿O no es bueno?

—No le diría esto a nadie que no fueras tú Charlie.

Es natural tener confianza a un amigo. Me sonreí.

—Todo lo que tiene que preocuparte ahora es ¡el éxito!

—Eso es fácil. —Luego, repentinamente se puso pensativo. Encendió un cigarrillo y se sentó al borde de la cama, con los diarios esparcidos alrededor de él, mirando fijo el piso, e hizo lo que para mí fue una atemorizadora y, aunque lo odiaba al desgraciado, una casi patética observación:

—Tengo este algo. Algo dentro de mí. ¿Crees que podemos luchar contra nuestro destino, Charlie? ¿Crees que hay una fuerza exterior sobre la que no tenemos ningún control, sea que tengamos éxito o no? ¿El borracho es responsable de su alcoholismo?

Lo miré fijo, luego desvié la mirada.

—Puede llegar a desarrollar el poder de voluntad para combatirlo si quiere —musité.

—¿Y si no tiene el deseo de luchar contra él? ¿Cómo se alimenta el deseo para luchar contra él, Charlie?

Tú no eres un borracho —dije débilmente.

—No, no soy un borracho —estuvo de acuerdo—. No soy un borracho. Bueno, digamos que no bebo demasiado alcohol. Es sólo que ahora parecería que estoy en el camino ascendente y no lo quiere arruinar. Sería una pena... ¡oh! olvídalo.

Se detuvo y sacudió la cabeza, casi desesperante.

—¿Una pena con respecto a qué? —lo presioné.

—Nada.

—Soy tu amigo.

Fuera lo que fuera que hubiera hecho en el pasado, era el futuro lo que importaba. Yo no podía tener sangre en mis manos, o así lo pensaba. Comencé a juntar los diarios, pensando, tal vez y quizás, quizás y tal vez. Finalmente, modifiqué mi posición y dije:

—Mira, si estás preocupado por algo personal, ¿por qué no tienes una charla con alguien?

—¿Con quién? —preguntó, con sospechas.

—Los psicoanalistas son el furor en Estados Unidos, especialmente en la profesión de los actores i lárgate, ponte a tono! —dije apresuradamente, con una especie de mortal jocosidad.

—¿Cómo lo afronto? —dijo inseguro—. Cuestan un mundo, estos malditos tipos.

—Tú estás en ascenso, vas a salir perfectamente adelante —dije en voz alta—, ¡sé feliz también!

Tironeó una frazada. Casi pude llegar a oír la marcha de su cerebro, tick-tock, tick-tock. Afuera, una camioneta lechera, accionada eléctricamente, pasó zumbando y por veinte segundos pensé que estaría de acuerdo, pero luego dijo que bueno, que vería, lo pensaría, y eso significaba que no.

Nadie podrá decir que no hice todo lo que pude.

Para el mediodía, Tony Banks estaba hinchado naturalmente, lleno de las alegrías de la primavera. Joe Gross hubiera hecho mejor en cuidarse de la letra chica, pensé. Volví a la oficina. Jessie estaba trabajando fuerte.

—Una chica llamada Stella Fenton lo ha estado llamando por teléfono.

—Nunca oí hablar de ella.

—Dijo que lo había conocido anoche, por Tony Banks —entonces recordé.

Jessie levantó las cejas depiladas a la antigua.

—¿Otra cliente?

—Posiblemente —dije—. Es una gatita astuta. Puede ser que conduzca a algo.

Stella Fenton vino a verme al día siguiente. Era realmente una piedra de afilar. Y ambiciosa. Tony Banks le había conseguido un pequeño contrato para filmar, y quería un poco de publicidad. No había tenido demasiada experiencia, seis meses en una compañía teatral, y un par de trabajos más. Yo me pregunté cómo se las arreglaba para tener ese aspecto tan reluciente, en ese tipo de trabajo, y pensé amargamente que no era asunto mío.

Me equivocaba. Vivía con su madre en Chelsea. Mamá tenía dinero, y la mantenía, Stella no gastaba mida en la línea de la especulación, ni siquiera su virtud, así como tampoco Paul andaba dilapidando mi dinero por ahí.

Y eso se podía volver a decir. Paul todavía estaba viviendo conmigo. Cinco libras por semana, cama y desayuno y lo que podía sacar de la heladera. Ni siquiera traía una ocasional botella de vino. Yo estaba empezando a hartarme un poco de él. Había empezado a trabajar durante el día en la película, y actuaba en la obra a la noche. Trabajaba mucho, estoy de acuerdo. Dando una buena imagen del genio sobrecargado de trabajo. Mucho mejor de lo que era su representación de las noches. Tenerlo cerca de uno era un aburrimiento, manteniendo la imagen del bueno de Charlie. Sin embargo, una o dos veces pensé que le pescaba una mirada cavilosa, y en una ocasión, en que yo llegué también tarde, estaba hablando por teléfono y bajó la voz, cortando la comunicación casi enseguida.

No sospeché de nada, siniestro. Sospeché de algo profesional. Los actores a veces se manejan así. Son supersticiosos y no les gusta ventilar un proyecto nuevo. No le hice ninguna pregunta.

Sarah Barnes dio una fiesta el domingo después de la representación número cien. Era un mojón importante en su vida, la primera vez que había actuado durante tanto tiempo en un éxito. Yo llegué muy tarde. Había bastante gente. Estaban en la etapa en que se sientan en el suelo. Parecía una buena fiesta. No había borrachos y nadie estaba descompuesto en el baño. Estaba todo el elenco allí. Al principio no lo pude ver a Paul.

Luego lo vi realmente. Es extraño cómo algunas veces una escena es captada por la mente, como el repentino pantallazo de una película. Miré por el cuarto y lo vi. Se estaba riendo libremente, como si se hubiera olvidado por un momento de Paul King, y eso era un verdadero milagro en sí mismo.

No pude ver a la chica que tenía al lado, luego se movió hacia la luz. Era Stella. Al irse ella, Paul la siguió con la mirada. Como un chico que escudriña una vidriera de un negocio de juguetes. Pero no tan inocentemente. Simplemente con deseos. Me interesó esa mirada. Luego oí la voz de Tony:

—¡Aquí estás, Charlie! ¿Te ha dicho algo Paul?

—Acabo de llegar.

—Suponía que estabas enterado de que le han ofrecido tres años en Stratford-on-Avon.

—¿Stratford? —dije, asombrado. Una oferta del Shakespeare Memorial Theatre era algo serio.

Yo recordé la mirada cavilosa y el llamado telefónico subrepticio, y sentí el viejo agudo impacto de envidia profesional, que me atravesaba, pero decidí actuar fríamente.

—¿Qué te parece? Después de todo, puede llegar a recibir otras ofertas para películas.

—Verdad, verdad, es también verdad —dijo Tony.

Tony lo estaba pensando. Hasta ese momento sólo había picado el pequeño pescado de la película, como la de Joe Gross. Pero no estaría a tono con mi registro de clientes o el de Tony, si Paul se convertía en un actor teatral consagrado.

—Yo nunca pensé que Paul tuviera la profundidad necesaria para Shakespeare. De todos modos, podría equivocarme —dije en el bien ejercitado viejo tono de voz del amigo confidencial, aunque perdió un poco de efecto porque casi tuve que gritar para hacerme oír. Me encogí de hombros, pero pude darme cuenta de que había alimentado la semilla que estaba en la mente de Tony.

—Stratford es un escenario mundial —rugió por encima del alboroto de la fiesta.

Su expresión no sugirió la imagen del hombre enteramente dedicado a las artes, porque desafortunadamente existe esa eterna lucha entre el arte y el juntar rápido la plata para el alquiler.

—¿Tú qué piensas? —me preguntó, todavía hablando en voz alta, por encima del ruido de la reunión. Me miró, un perro pidiendo un hueso.

—Yo dudaría —grité—, en dar consejos sobre la carrera de cualquier persona.

—¿No te ha dicho nada? —sacudí la cabeza. Varias personas se estaban yendo y bajamos la voz.

—¿No podrías tal vez intervenir con una palabra?

—La mejor palabra sería que alguien apareciera con una buena oferta para una película —dije—. Pero está atado a Joe Gross.

—No todo lo que parece —dijo Tony Banks, cuidadosamente.

Tenía el aspecto atento del que está haciendo sumas de dinero mentalmente. Pude darme cuenta de que no se había olvidado de su pequeña cláusula.

Tres años es un largo tiempo.

Dije esto lentamente, dejando que la idea del largo espantoso de tres años en la carrera del espectáculo, se sumergiera en su mente.

 

Pasé parte de mi tiempo promoviendo a Stella Fenton. Era fotogénica, de modo que no fue difícil. Hasta se la presenté a Joe Gross, el que le dio un par de pequeñas intervenciones.

Algunos sábados fui al campo a hacerle compañía a Shirley. La beba ya caminaba, era una cosita muy linda, morocha y animada, y me tenía mucha simpatía, a menos que fuera mejor actriz que sus padres.

Shirley había llegado a recostarse en mí en pequeñas cosas. Se estaba acostumbrando a mí, y al hecho de que estuviera a menudo por allí. Estábamos en una posición de fácil intimidad. Algunas veces ella se reía y decía que debía casarme. Yo le decía que sí, que lo haría cuando encontrara la chica adecuada.

—Eres un hombre tan agradable, Charlie —dijo un día. Así lo era, con ella. Ella sacaba lo mejor que había en mí, y, en cierta forma, lo peor, y esto lo pueden subrayar.

Ya saben cómo es, uno se da cuenta cuando una mujer se siente sola, y le gusta tener a otro hombre alrededor. Es una oportunidad.

Mirándola en el jardín ese día, al atardecer, era difícil no decirle que yo quería dar, y que Paul era un hombre que siempre tomaba. Podía no haber nunca un fin a su tomar. Yo sabía que era una enfermedad.

—Nunca se sabe, puede haber alguien que me lleve.

—Probablemente. La gente tiene muy mal gusto —dijo cariñosamente.

Así terminó la escena en amistosa risa, y entramos a almorzar.

Por supuesto, cambiamos ideas sobre la carrera de Paul durante la comida. Toda la cháchara de la vieja devoción. Yo le señalé que si él conseguía una verdadera oferta para un gran film y la aceptaba, sólo la aceptaría, porque pensaba en ella y en Jane. El viejo querido Charlie, desparramando dulzura y luz sobre su antiguo amigo.

—Los actores no tienen jubilación —dije seriamente—. Tienen que pensar en el futuro. La gente se olvida de eso.

—Yo no quisiera entorpecerle los pasos. Nunca lo he hecho.

Querida Shirley. Cómo se aferraba al mito de Paul. No era momento para desilusionarla.

Entre tanto, de vuelta en el bar, como se dice; Paul y Tony estaban comprometidos en una batalla en que cada uno tomaba ventaja, alternativamente. Tony había aumentado el precio a Joe Gross y a la compañía filmadora, a cincuenta mil dólares, y estaba tratando de demostrar que era por la gran causa del arte, que Paul firmaba contrato para una nueva película.

Pude sentir la indecisión de Paul. Como un perro entre dos jugosos huesos, estaba inseguro en cuanto a cuál prenderse. El suertudo viejo pirata.

Yo todavía estaba haciendo la publicidad de Paul para la película Deeper in the South, y andaba bien. Los recortes de los diarios iban aumentando en mi libro negro. Entrevistas a doble página, el punto de vista de Paul sobre el trabajo actoral, el punto de vista de Paul sobre cada aspecto del drama, desde los griegos hasta el presente, con una condescendiente apreciación sobre Shakespeare, al pasar.

—¿Por qué se toma el trabajo de pegar los recortes? —me preguntó Jessie—. Podemos hacer que lo haga Pam.

—Siento que Paul es mi bebé —dije, con una sonrisa tierna. Algún tipo de bebé.

Me gustaba observar los recortes que crecían, para ver los sutiles cambios que el éxito estaba produciendo en su rostro. De la falsa soleada infantil expresión de las primeras tomas, a la falsa de “artista consagrado”, de las últimas, y cómo las líneas de la autoabsorción estaban creciendo. Siempre hay un punto en que la víctima empieza a creer en sus propias dádivas. Todavía no había llegado del todo a esa altura, pero estaba llegando. Tenía la sombra en la cara.

Tony estaba muy encantado con el trabajo que yo hacía, ayudaba a los contratos de las películas, ayudaba a levantar el precio. Los publicitarios no tienen necesariamente que creer en el producto. Todos sabemos que la cara que empezaba un contrato para una película estaría ocultando pescado el mañana.

Pero lo había calculado mal.

Me había olvidado de la subyacente aversión que Paul y Sarah Barnes se tenían uno al otro, que databa desde los viejos días de Durrington, cuando Sarah solía hacer hirientes observaciones sobre Paul. Ahora era Sarah Barnes la que temporariamente había arruinado los planes de Tony y los míos propios. Casi se los arruina también a Paul. La manera en que sucedió fue ésta.

Stratford se cruzó con una oferta aún más tentadora, una gran oportunidad, tres en realidad, Orlando, Mercutio y Hamlet. Y querían una respuesta rápida, hartos de merodeos, y yo no les eché la culpa.

Paul se había conseguido un departamento de un ambiente por entonces, gracias a Dios, fuera de Baker Street. Tony llegó a verme una hora después de la oferta de Stratford. Parecía comprensiblemente irritado. El diez por ciento de ochenta libras por semana no es una gran suma, no, comparada con la gorda suma de las ofertas cinematográficas. Estuvimos de acuerdo en citarlo a Paul para tomar unos tragos en el Ritz esa mañana.

Era el verdadero mordisco. El engreimiento de Paul estaba ardiendo al rescoldo fuertemente, apantallado por la brisa del Avon. Pero pienso que después del segundo trago, habíamos hecho que se apartara de Stratford. Desde el comienzo todos estábamos unidos en cuanto a una cosa. Lo que se llama el dinero. Tony quería que Paul ganara plata en un gran film, Paul quería mucha plata para Paul. Yo quería mucha plata para Paul. El dinero empieza por susurrar en el Ritz o en cualquier gran hotel, donde las buenas cosas de la vida se pueden obtener por medio de él. Después del segundo trago, grita.

Luego Sarah Barnes tuvo que ir y aparecer con su propio empresario. Alto y morocho, pero ya no torpe. Había engordado y para mí estaba bonita. Excepto que hizo una caída de ojos cuando se acercó a nuestra mesa. Sentí en los huesos que no presagiaba nada bueno. Pero en el primer intercambio de palabras, pensé que me había equivocado. Pensé que presagiaba algo considerablemente bueno.

—¡Querido Paul! ¡Qué agradable sorpresa! —gritó, aunque con un toque del viejo sonido metálico en su voz, y lo besó—. Nosotros dos apoyados por la Royal Shakespeare Company, dos viejos gavilanes de Durrington, ¿quién lo hubiera pensado?

—¿Tú también? —preguntó Paul y no se podía decir que el sorprendido tono de su voz fuera exactamente lisonjero—. Bueno, bueno —agregó, y luego otra vez—: Bueno, bueno.

Fue en ese punto que pensé que la idea de que su vieja enemiga Sarah, fuera a Stratford con él, justo afianzaba la victoria a nuestro favor. Así debió haber obrado, si ella lo hubiera dejado allí.

—Orlando, Mercutio y Hamlet —dijo como a borbotones—. Querido, ¡qué oferta maravillosa! ¡Y todos esos ofrecimientos de películas!

—¿Quién te contó los detalles? —preguntó Paul fríamente. Le volvió a hacer una caída de pestañas.

—¿Qué detalles, querido?

—Sobre Stratford —dijo él abruptamente.

—Uno tiene sus propios espías, a uno le gusta saber con quién va a actuar, ¿no es así? Orlando, Mercutio, Hamlet —murmuró suavemente—. Pero, ¿eres consciente, Paul querido?

—¿Consciente?

Creo que ella sabía lo que hacía. Creo que estaba auténticamente trastornada por la idea de actuar nuevamente con él, estaba tratando de apartarlo.

—¡Piensa en todo el encantador dinero de las películas, querido, y piensa en todos los actores que se han arruinado por tratar de hacer Hamlet, querido! Realmente lo tienes que pensar mucho, Paul. Orlando y Mercutio, sí, pero, ¿Hamlet, querido?

Todavía pienso que ella trataba de apartarlo, pero hay momentos en que pienso que lo estaba aguijoneando. No con la idea de hacerlo ir a Stratford, lejos de ello, sino simplemente para fastidiarlo, no lo podía resistir.

—Yo diría que tengo tantas probabilidades de hacer Hamlet razonablemente bien, como la mayoría de la gente —dijo Paul suavemente.

Tony Banks se estaba despertando lentamente al peligro, pero muy lentamente. Dijo:

—Por supuesto que las tiene, Sarah.

—Querido Tony, Paul no es la “mayoría” de la gente, ¿no? ¿O sí?

Yo escuché todo eso con un desaliento que crecía mucho más rápido que el de Tony. Repentinamente me di cuenta de que el curso de la victoria se había vuelto hacia el otro lado. El punto más alto había sido alcanzado. Paul había empezado a creer en sus propias dádivas, cualquier sugerencia de que él, Paul King, no pudiera hacer Hamlet, era un insulto y un desafío. Malo en cualquier momento, casi fatal viniendo de Sarah Barnes. Con el corazón caído, la oí precipitarse todavía más allá, hasta las rodillas, embriagada de placer porque lo estaba fastidiando.

—Por supuesto, si es que puedes salir adelante con eso; ¡será regio, absolutamente regio, querido!

—No es cuestión de que él salga adelante con eso —interrumpió Tony, ya más conscientemente alerta—. Está el punto de vista del dinero.

Bueno, piénsalo realmente con cuidado, Paul querido —gritó, y se fue apresuradamente para reunirse con su propio empresario. Paul la observó irse, con ojos llenos de odio. Tony la siguió con la mirada fija, también, como si quisiera que se cayera muerta. Aunque lo hubiera hecho, hubiera sido demasiado tarde. Los dos lo sabíamos.

Yo tenía una cita para la hora de almorzar y tuve que dejar el agobiado campo de batalla.

Tony me llamó por teléfono para pasarme a buscar camino al espectáculo, esa noche, y sus primeras palabras fueron:

Paul ha decidido que es su gran oportunidad, y ha actuado con Sarah anteriormente, podrían hacer un buen equipo.

Yo hice una pausa mientras servía nuestros gins, luego agregué un poco más de gin para aliviar el impacto.

—¿Un gran equipo? ¿Él y Sarah? ¿Qué van a llevar, cuchillos o estricnina?

Eso es lo que él dice —musitó Tony—. También piensa que no tiene que convertirse en un actor demasiado comercial, eso es lo que dice. Dice que a la larga será mejor para mí también.

La gente está inclinada siempre a quedarse del lado soleado de sus móviles. En el momento que lo han hecho caer a uno, le explican cuánto más confortable estará, tendido cara abajo, sin preocuparse más por sus cuernos. Paul no era ninguna excepción.

—Por supuesto, le tengo mucha simpatía a Paul —dijo Tony, lo que siempre es un comienzo muy esperanzado. Cuando cualquier persona le dice a uno que puede apostar su último dólar, algo jugoso aparecerá.

—Ha estado un poco difícil desde su éxito —siguió— y empezó a quejarse del triste grupo de empresarios. Fue una estirada de cuerda bastante grande.

Le serví otro gran gin.

—Después de todo yo le encontré Deeper in the South, y gasté dándole de almorzar a ese tedioso productor norteamericano —dijo Tony. Tony había sido cordial con Harry Álvarez. Pero las cosas se mueven rápidamente en el negocio del espectáculo.

—Yo he visto todo el interés que suscitó la película, y él va a recibir entusiastas críticas por ello. Joe Gross está conmovido y ofrece sesenta mil libras, aumentando a ochenta mil libras, por película, durante los tres años próximos. ¿Qué diablos se cree que está haciendo, Paul, rechazando la opción, por ochenta a la semana, y tres años de contrato en Stratford?

Pude darme cuenta de que los tres años de magra comisión para Tony se le habían clavado en la mente, y probablemente también en el garguero.

—De todos modos, Joe Gross, es un viejo amigo. Hemos hecho un arreglo entre nosotros. Es sobre la base de año tras año, y Joe tiene derechos de retención sobre los servicios de Paul para una película, sobre el resto, un arreglo entre caballeros.

—En ese caso —dije—, ¿por qué preocuparse? Después de todo, Joe podría aparecer con una oferta mejor, si esta primera película resultara un éxito inesperado.

Tony estaba pensando también en esto. La idea estaba germinando. Miraba el extremo de su cigarro de una manera contemplativa.

—Afortunadamente están haciendo primero Como gustéis y Romeo. Estará bien esas obras.

—Estará bien como Mercutio y Orlando —coincidí, voceando sus no pronunciados pensamientos. Yo sabía lo que pensaba. Si Paul recibía buenas críticas por las dos primeras producciones, sería el momento de dar el golpe en el mundo del cine, mientras el hierro estuviera caliente. Antes de que diera el temible salto de Hamlet.

—Te será fácil —dije consoladoramente, porque yo soy amigo de todos.

Paul completó algunos de los meses, aunque Stratford ya estaba abierto, terminando la película para Joe, haciendo trozos y pedazos de escenas y grabando los diálogos, “postsincronización”, como lo llaman. Al final Joe estuvo encantado con la película.

—Éste es un chico que lo tiene todo. Tengo una corazonada con respecto a él. Este pequeño film que hemos hecho, no es gran cosa, pero él lo va a sacar adelante. No sucede a menudo que yo reciba un verdadero golpe de suerte. Es un buen muchacho.

La floración estaba todavía en las vides de los contratos.