CAPÍTULO 2

La noche que Vic Jones me llamó por teléfono, no me sentí culpable por el asesinato de Paul King. Se podrá decir que yo era un insensible, un despiadado y un desleal. Tal vez lo fuera.

Así también lo era Paul King.

Por lo menos mi amor por Shirley estaba arraigado en la dulzura y la protección, lo que era más que los sentimientos de él. Si yo era un tipo despreciable, también lo era él (tipo de razonamiento de Tercera Clase, pero el noventa por ciento de los ciudadanos del mundo somos básicamente de Tercera Clase), atragantados hasta los últimos restos de nuestras branquias, de atávica codicia, ambición, grandes instintos de traición, y pequeñas ocupaciones sórdidas de valor efímero.

Si yo soy un cínico, muéstrenme un agente de publicidad que trabaje en el mundo del entretenimiento, que no lo sea, y tomo los hábitos. El mundo no tendrá nada más para mí. Habré visto todo.

Vic Jones me había llamado el viernes a la tarde. Como resultado, dormí poco esa noche, y al día siguiente reservé una habitación por dos noches en el Spread Eagle Hotel, Midhurst, porque tenía ganas de caminar solo por las colinas de Sussex.

Tenía que retomar el control de mí mismo.

Partí temprano por la mañana, cerca de las siete, porque en algún lugar había leído que la policía a menudo lo lleva preso a uno, a eso de la ocho de la mañana, y tenía esa repentina necesidad de soledad, y de limpio aire fresco, y de la suave sombra color pastel de los árboles a punto de echar sus brotes. Quería, como fuera, reabastecerme para afrontar los días por venir. También tenía mucho que pensar.

Al principio creí que no iba a tener un fin de semana. No es fácil seguir el rastro de alguien a las siete de la mañana, sin ser visto. Descubrí cómo fue hecho. Tuve suficiente tiempo.

Había un Wolseley negro detrás de mí en algún lugar a la altura de Roehampton. Luego desapareció, y fue reemplazado por un Ford Zephyr azul, que anduvo conmigo hasta Esher. Ambos casi seguramente eran autos de la policía, muy lustrados, cada uno con dos hombres dentro^ y en un momento dado, cuando me detuve para cargar nafta, el Zephyr me pasó pero se detuvo en un desvío, unos metros más adelante, mientras un hombre buscaba ostensiblemente algo en el baúl del auto. Creo que la policía de Surrey los relevó enseguida después en una camioneta Ford color verde, y seguidamente la policía de Sussex, aunque para ese entonces había muchos autos en el camino y no los podía avistar con seguridad. Seguramente se comunicaban por radio, y pienso que al dejarme uno de los autos, se conectaba con el auto que estaba adelante para que lo relevara.

En el Spread Eagle, en vista de lo que había pasado en el camino de venida, llamé por teléfono a mi compañera de trabajo, Jessie, a su casa, diciéndole dónde estaba. Pareció sorprendida, pero le di alguna excusa, diciéndole que llegaría a la oficina, tarde, el lunes por la mañana. No era necesario, pero pensé que sería útil más tarde, para demostrar que no mantenía mis movimientos en secreto. Una pequeña carta, suficiente para jugar, pero aun las pequeñas cartas pueden abrir un interrogante y darle a uno algunos segundos para pensar. Durante todo el fin de semana no noté ningún policía de particular que me observara, pero en los fines de semana la gente entra a los bares y comedores, y sale de ellos continuamente. Lo mismo pasa en las colinas, Tal vez estuviera realmente bajo una discreta observación. No lo sé. Si era así, ¿qué esperaban que hiciera? ¿Qué enterrara algo?

¿Cómo una pistola, por ejemplo? ¿En qué medida pensaban que yo era un tonto?

De modo que caminé por las colinas, por momentos aparentemente desiertas, excepto las ovejas y algún pájaro ocasional, aferrado a mi desgracia y creciente terror.

Pero aun así no me sentía culpable con respecto al asesinato. No en ese momento.

Hacía seis semanas que había muerto, y se me interrogó e hice mi declaración por escrito, por supuesto, y había tenido la seguridad de estar a salvo. ¿Acaso no se sabía que yo era su gran amigo, su agente de publicidad, el hombre de confianza que, tanto como cualquier otro, lo había ayudado a llegar al estrellato? ¿No le debía a él mi propio progreso económico, y mis proyectos futuros, en alguna medida, no estaban ligados a su continua prosperidad y buena salud? ¿Me había oído alguna persona discutir con él, tener algún serio desacuerdo con él? En honor a la verdad, ¡no! Me había cuidado de no discutir nunca a través de los años.

Me detuve en las colinas, observando descuidadamente algunas ovejas, pero en mi mente me imaginaba a mí mismo en el recinto de los testigos, preparado para colocar la mano sobre el corazón, y decir con inflexible verdad: “Puedo jurar que desde el día que lo conocí hasta el de su muerte, nunca hubo una palabra áspera entre Paul King y yo”.

Hubo dos cosas que me preocuparon durante ese soleado fin de semana. Habían interrogado a Vic Jones y se le pidió una declaración escrita sobre mi persona. ¿Por qué? No me lo pudo explicar por teléfono. Antes de cortar la comunicación agregó que por lo que él sabía, a Sarah Barnes también la habían interrogado. Tal vez también a otras personas. La policía se retrotrajo a los días del Durrington Repertory Theatre, en que habíamos actuado juntos. ¿Por qué?

Me preguntaba a quién más habrían interrogado, y pasé un largo rato recordando al resto del grupo, conjurando sus rostros, y en cada caso tuve la seguridad de que no había hecho ninguna revelación de mis planes. Sin embargo, en el fondo de mi mente persistía la ansiedad del período de Durrington. Si no, por qué me seguía preguntando a mí mismo por qué habían investigado esos días lejanos.

¿Qué incidente, qué dato casual había sido dado a la policía? ¿Por quién? Tuvo que haber sido una ardua tarea rastrear al grupo, seguramente disperso ahora por el país e incluso por el exterior.

No encontré respuesta a mis preguntas. Sólo sabía que por alguna razón desconocida para mí, Durrington era otra forma de mencionar el peligro.

El fin de Paul King fue violento; sin embargo no hubo intención de violencia en mi plan original. A menudo sucede así. Se ha desarrollado un plan que, aunque tortuoso, no implica ni la muerte, ni el perjuicio. Entonces, repentinamente por la intervención de un elemento desconocido, la escena se oscurece y hay un disparo, ni siquiera accidental sino deliberado. Masacre y sangre y huesos astillados.

Así fue con Paul King.

Sin embargo el efecto de los rayos del sol después del invierno, el aire fresco y el ejercicio, es tal, que yo me había calmada y había recuperado en gran parte la confianza, cuando me fui a la cama el domingo a la noche. Después de una buena comida, una buena cantidad de tragos en el bar, y más tarde, una charla con un almacenero gordito, el que, como Jorrocks también viajaba para cazar zorros, llegué a razonar de que si alguien iba a sacar grandes conclusiones, no iba a ser yo. Hasta vi, con la claridad inducida por dos o tres porrones de cerveza y un par de whiskies, que el Wolseley oscuro, el Zephyr, la camioneta verde, y todos los otros autos de la ruta, simplemente llevaban gente que se disponía a pasar un buen fin de semana, como yo, o que salían de picnic.

Me dormí profundamente con la puerta, como de costumbre, entreabierta. Algunas personas cierran las puertas con llave, de noche. Yo prefiero que la puerta de los dormitorios no estén cerradas, menos con llave, como la puerta de una celda. Me había levantado de la cama en la mitad de la noche para asegurarme de que la puerta estaba todavía entreabierta. Eso ya lo había superado.

No existe la pena capital en Inglaterra, pero existen las noches interminables de oscuridad y de irracional pánico, para aquellos que están en la cárcel y sufren de claustrofobia.

A la mañana siguiente todavía brillaba el sol y el aire estaba tibio. Me pasé la mañana caminando, luego después de un almuerzo rápido, partí para Londres. Recuerdo lo bien que me sentía de estar vivo y con una salud razonable. Digo salud razonable porque durante todo el fin de semana, había tenido la amenaza de un resfrío. Un leve cosquilleo de nariz, la garganta un poco dolorida, y de tanto en tanto una sensación de calor, cuando la temperatura del cuarto no lo justificaba. Esperaba que no fuera nada, pero al regresar, tuve un escalofrío inusual, y para cuando llegué al West End de Londres, sospeché que me había subido notablemente la temperatura.

Fui directamente a la oficina; primero busqué un parquímetro, y le eché unas monedas. Me estaba por retirar, cuando una voz que conocía dijo:

—Buenos días señor. El detective inspector principal Williams lo saluda y se pregunta si tendría usted un poco de tiempo para charlar unas palabras con él, señor.

Me di vuelta y vi al sargento Ray y a otro oficial de civil, cuyo nombre no conocía y no conozco hasta hoy. Mientras yo estaba colocando dinero en el parquímetro una camioneta negra se había deslizado detrás de mí. No tenía ninguna inscripción que demostrara que era de la Policía. Todo muy discreto. El conductor, de ropa civil. Yo no había notado nada.

El sargento Ray era tal como yo lo recordaba de cuando hice la declaración escrita, después de la muerte de Paul King. De cara redonda, tez lozana, pelo rojizo, ojos azules. Tenía las manos en los bolsillos de su sobretodo beige. Se lo veía flaco y tenso, como un astuto gato rojizo que acaba de aparecer de un sótano.

—¿Ahora? —dije, vacilante, y miré el reloj, no porque tuviera alguna cita, sino porque es el tipo de cosa que uno puede hacer cuando está sorprendido.

—Si no le molesta, señor. Él nos dijo que sería muy útil.

Había acortado la distancia entre nosotros en forma tal, que estaba a mi derecha. El otro oficial estaba junto a mi codo izquierdo. Sentí un leve toque en ese codo, no como si me tomara el brazo sino más bien como una leve presión hacia el auto.

—Debería dar una vueltita por mi oficina —protesté.

—El inspector dijo que le dijera que era muy urgente, señor.

—Entonces, ¿por qué no está él aquí? Pudo haber llamado por teléfono a mi oficina...

—El inspector es un hombre muy ocupado, señor —dijo el sargento.

—Yo también.

—Eso es lo que dijo él, “Mr. Maither es un hombre ocupado, habrá interrupciones en su oficina”. El inspector dijo que sería mejor en la Yard. No hay interrupciones.

Las palabras fueron persuasivas, pero me miró desafiantemente.

—Muy bien —dije, pero antes de pronunciar las palabras, había sentido, una presión en el otro codo y estaba caminando hacia el auto negro. Un sexto sentido me dijo que era mejor ir voluntariamente.

Tienen un nuevo edificio ahora, que da a Victoria Street. Supongo que allí había una Scotland Yard, luego una New Scotland, y ahora hay una nueva Scotland Yard, todo alto y de acero, hormigón armado y vidrio y todo lo que se quiera. Estuvimos allí en siete minutos, y nadie habló en el camino. Recuerdo lo contento que estaba de haber tenido mi interludio campestre.

No fuimos a la oficina del inspector, sino a un cuarto que quedaba bajando las escaleras, por un corredor cubierto de un material para amortiguar el sonido; entramos a un cuarto de paredes de color gris claro. No tenía ningún armario. Había sólo una gran mesa y algunas sillas.

El inspector Williams ya estaba sentado junto a la mesa cuando llegamos. Me recibió con bastante educación y se disculpó por haberme molestado. Me senté frente a él, el sargento al final de la mesa, a mi derecha. El inspector era un hombre de constitución física sólida, de pesado rostro rectangular, pelo corto gris. tenía el mentón partido y oscuras cejas. La cara gris. Creo que estaba muy cansado.

Las primeras palabras, después de su formal saludo, me hicieron latir repentinamente el corazón más^ rápido. Me invadió una especie de malestar físico, y se me secaron los labios. Me los humedecí con la lengua y traté de pensar, por encima del zumbido de sus palabras. No me miró mientras hablaba, pero pude ver que el sargento me miraba, sentado muy quieto, con su mirada de gato de albañal, alerta y rapaz. Dijo el inspector:

—Los reglamentos dicen que le debo aclarar que no tiene necesidad de contestar ninguna pregunta, si no lo desea. Si quiere que esté presente algún asesor legal antes de decir nada, tiene la libertad de hacerlo.

—Mire, hablemos claro —dije—. No tengo nada que ocultar. Y no soy un picapleitos, ¿se da cuenta? Dígame lo que quiere, y yo le diré lo que me parece, ¿correcto? Quiero ayudar, ¿sabe? Puedo firmarle lo que sea al respecto, si lo desea.

—No se preocupe por eso —dijo el inspector.

—Nadie lo está culpando de nada —dijo el sargento—. El inspector no le está haciendo cargos de nada. Sólo quiere un poco de ayuda.

—Escuche —dije—, conozco bien este tipo de charla. Sé que puedo traer a un abogado si quiero. Sé todo eso, pero no tengo nada que ocultar, ¿se da cuenta?

Se dice ese tipo de cosas, sacándolas de la manga. Saltan ya listas a los labios. Agregué:

—De modo que vamos al grano. Aclaremos el asunto de una vez por todas. Sin obstáculos.

El inspector me había estado observando con sus ojos grises de pesados párpados. Dijo:

—Es un ofrecimiento justo, ¿no es así sargento? No se puede esperar de Mr. Maither palabras más justas que éstas, ¿no?

—Bastante justas —dijo el sargento.

Los ojos de éste no eran tan expresivos como los del inspector. Eran duros y hostiles. El inspector principal ya tenía bastante edad, bastante seguridad en cuanto a sueldo y pensión, como para conformarse con la verdad. El sargento también quería la verdad. Pero sospeché que haría más presión por conseguirla y lo haría más rápidamente que el inspector. Tenía una carrera por delante. Probablemente una familia joven que mantener. Él era el cazador. Yo había dicho, “sin obstáculos”. Él me tomaría la palabra. Dijo:

—Esta declaración, señor.

—¿Qué declaración?

—La que hizo usted unas pocas horas después de la muerte de Paul King, señor.

—Oh, ésa.

—Sí, señor. Ésa.

El inspector dijo rápidamente:

—Mr. Maither, tal vez la quiere leer nuevamente.

—No necesito hacerlo —dije indiferentemente. Todavía brillaba intensamente el sol. No había nubes en el horizonte. Pero él me la deslizó por encima de la mesa. Después de las acostumbradas palabras preliminares, decía:

Yo era el agente de publicidad de Mr. King. Fui a verlo un poco después de las nueve de la mañana del día que murió, para discutir algunos asuntos profesionales. Dijo que iría a almorzar a Brighton con Mr. Konzakis y otra gente de cine, para hablar sobre una película sobre Byron.

Parecía estar de buen talante.

Mr. King era un amigo personal muy querido por mí y lo había sido desde la época en que habíamos actuado juntos en Durrington.

Por lo que yo sé, no tenía ningún enemigo. Nuestra amistad permaneció sin variantes di venir a Londres.

No me dijo que esperara a ninguna otra persona antes de irse. Nuestra conversación fue amistosa y sobre publicidad. Estaba bien de salud y alegre cuando lo dejé.

Me fui alrededor de las nueve y cuarenta.

Me impresionó mucho la noticia de su muerte y no sé quién pudo haberla ocasionado.

Le tiré nuevamente la declaración por encima de la mesa al inspector, y asentí con un cabeceo, sin decir nada. El inspector habló.

—¿No desea agregar o corregir nada, señor?

—Está perfectamente como está.

—Muy bien por usted, señor —dijo el sargento alegremente—. Una cantidad de gente quiere cambiar cosas después. Parecería que tienen una especie de bloqueo mental cuando hacen la declaración.

—Es natural —dijo el inspector reprobándolo—. Es natural, sargento. Probablemente estén todavía turbados.

—Así es —dijo el sargento—. Todavía un poco turbados, algunos de ellos. Pero Mr. Maither estaba calmo y compuesto durante toda la entrevista, ¿correcto?

Me miró, con los ojos azules todavía duros y hostiles, y agregó:

—¿Correcto, no es así, señor? Usted estaba calmo y compuesto, ¿no es así? No estaba turbado. ¿Verdad?

—Más o menos.

Tenía un anotador frente a él, uno de esos que tienen páginas rayadas, para arrancar, y una corona, y algo sobre H. M. Oficina de Papelería, en la tapa, y le daba golpecitos con un lápiz barato, marrón con una marca del gobierno. Dijo en voz alta:

—¿Más o menos? ¿Estaba o no turbado cuando hizo la declaración, señor?

—Cualquier persona conectada con un asesinato está nerviosa cuando es interrogada por la policía.

Asintió con un cabeceo, los ojos todavía fijos en mi cara, sin pestañear. El inspector dijo:

—Lo importante, es Mr. Maither, que usted no está turbado ahora, seis semanas después, ¿no?

Sacudí la cabeza.

—Y no quiere agregar ni corregir nada, ¿no?

Volví a sacudir la cabeza y dije:

—Ésa es mi declaración. La he firmado. La he leído. La sostengo.

No en vano había sido yo actor profesional. El inspector recogió la declaración nuevamente, con cautela, como si estuviera cubierta de veneno. Yo no sabía qué era que lo estaba carcomiendo.

—Es como yo dije Mr. Maither, puede traer un asesor legal, si lo desea.

Suspiré y dije irritado:

—Ya me lo ha dicho. ¿Para qué quiero un asesor legal?

—Mire —dijo el sargento en forma cortante—, no le corresponde al inspector decir para qué necesita o no usted un abogado, el inspector simplemente le está señalando que puede traer alguno ahora, mientras hablamos, ¿se da cuenta?

—Bueno, no quiero ningún abogado.

El inspector pareció tener una idea repentina. Me acercó la declaración y dijo:

—Si no le molesta garabatee esto al final, que ha releído la declaración de arriba, que no tiene nada que agregar o corregir en la fecha, y que no quiere ningún asesor legal.

Pero yo volví a empujar el papel, miré el reloj, y dije:

—Tengo un trabajo que hacer. He venido aquí voluntariamente, a pedido suyo. Dígame cómo puedo ayudarlo, y lo haré, y después me iré. No dispongo de todo el día.

Yo apuraba el asunto porque estaba nervioso. Era tonto realmente. El sargento dijo con calma:

—Usted acaba de decir “sin obstáculos”. Todos decimos lo que queremos, ¿correcto? Nada de quejas después, ¿correcto?

Asentí con un cabeceo y encendí un cigarrillo. La llama saltó cuando dijo repentinamente, muy alto:

—Entonces querrá andar con cuidado. ¡No querrá ponerse descarado con el inspector!

Me quedé tan desconcertado que sólo pude decir débilmente:

—No me proponía ser descarado. Sólo dije que no tenía todo el día para disponer. Eso es todo lo que dije.

—Nosotros lo tenemos —dijo el inspector, cortante— Después de seis semanas sobre este caso, todo el día no es nada. Sí, tenemos todo el día.

—Y toda la noche, si fuera necesario —dijo el sargento. Me miró fijo, con su mirada de gato de albañal, redonda y sin piedad, luego lo miró al inspector y señaló suavemente:

—Tiene que haber sido un golpe muy desagradable para Mr. Maither, señor; a las nueve y cuarenta de una mañana tiene un gran amigo y una cuenta comercial, en el término de una media hora, más tarde, ha perdido el amigo y la cuenta. ¿Mucho dinero en juego, señor?

Me encogí de hombros, sin poder darme cuenta a qué querían llegar.

—Yo le hacía la publicidad en la forma más económica.

—¿Porque era un gran amigo? —preguntó el inspector.

—Así es.

—Y a su mujer, ¿la conocía?

—¿Shirley? Por supuesto. Buena chica, Shirley.

—¿Buena chica?

—Así es. Ella no lo mató —dije agriamente.

—Este desafortunado Mr. Paul King, si hubiera estado enfermo, ¿le hubiera dicho la verdad a su médico?

Lo miré asombrado, y caí directamente en la trampa, sin sospechar nada.

—Supongo que sí. No tiene sentido mentirle al médico.

—También podría salvarle a usted su dinero —estuvo de acuerdo el sargento, cordialmente.

—¿Está de acuerdo con el sargento? —preguntó casualmente el inspector.

—Ciertamente que estoy de acuerdo —dije sin pensar, y casi en el mismo momento el corazón me saltó ante el sonido de una pequeña campanilla de alarma en el cerebro.

—Hay médicos y médicos —dijo el sargento. Su voz estaba ya casi ahogada por el sonido de las campanillas de alarma—. Hay médicos comunes, homeópatas, ginecólogos, traumatólogos, psicoanalistas, psiquiatras, todos necesitan saber la verdad. ¿No es así?

—Especialmente los psiquiatras —dijo el inspector—. Si hay alguien que debe saber primero la verdad es el psiquiatra, ¿correcto?

—Mire, en un tribunal de justicia... —comencé a decir, pero el sargento no me dejó terminar.

—¿Quién habla de un tribunal de justicia, señor? Todo lo que dijo el inspector fue que si había una clase de médicos a la que uno le diría la verdad, sería la de los psiquiatras. ¿Correcto?

—Depende de lo que usted quiera decir —dije, luchando por el tiempo, dándome cuenta dónde estaba el peligro, apenas capaz de creerla El inspector dijo:

—El sargento quiere decir la verdad. No hay nada de complicado en ello.

—¿O lo hay? —preguntó el sargento.

—¿O lo hay? —repitió el inspector. El sargento se rió y dijo:

—Mr. Maither, señor, es agente de publicidad, tal vez la idea que tiene de la verdad sea diferente.

—Pero no frente a un psiquiatra —murmuró el inspector. El sargento estuvo de acuerdo:

—No ante un psiquiatra, señor. No le contaría cuentos de hadas al psiquiatra. Malgastaría el dinero.

El orgullo, el temor de perder la compostura, como sea que se lo llame, es una cosa peligrosa. Si alguna vez un hombre necesitó de un abogado, ese fui yo en ese momento. Lo sabía. No sabía qué había pasado. Pero sabía qué se venía. Sin embargo, no pedí un abogado porque dos veces había dicho que no lo quería.

—¿Ha estado usted en lo de un psiquiatra, Mr. Maither? —preguntó el sargento, como si no supiera—, ¿Ha estado últimamente en lo de algún psiquiatra?

Asentí con un cabeceo, luchando contra el malestar que sentía.

—¿Cómo se llamaba señor?

Era una pregunta automática. Él sabía, obviamente, el nombre. El tono de voz fue inexpresivo. La luz hostil y triunfal de sus ojos se había apagado. Era como si, confiado en que había atrapado a su presa en la carrera y le podía clavar el cuchillo hasta el corazón, la caza hubiera perdido su sabor.

—Maynard, doctor Maynard, de Harley Street —musité lúgubremente.

—¿Le importaría decirnos por qué lo consultó, señor? —preguntó el inspector, la voz casi suave. Dije desesperanzado:

—Estaba mentalmente a la miseria, deshecho.

—¿Sentimientos de culpa?

—Siempre pensé que la ética profesional no permitía. .. —Mi voz se arrastró, pero ellos se dieron cuenta de lo que quería decir.

Vi que el inspector y el sargento se intercambiaban una rápida mirada. El sargento dijo bruscamente:

—La ética profesional es una cosa. La investigación del asesinato es otra. Retener una información que pudiera llevar a la policía a la detención de un asesinato, es un delito, señor. Es ser cómplice de los hechos, ¿correcto?

Yo no estaba escuchando realmente.

Estaba pensando en Maynard, anteriormente Meyerstein de Viena, acechando detrás del escritorio, brillante de reputación, pero pequeño, de cara cetrina y vieja, los zumos de vitalidad probablemente se le habrían terminado durante los días de intriga y de ímpetu final del terror nazi. Me ponía dentro de su mente, mis pensamientos eran los suyos, yo era Maynard, anteriormente Meyerstein. Había hecho una nueva carrera en un país nuevo. Me había naturalizado, pero un certificado de naturalización puede ser retirado, y es deber de todo ciudadano ayudar a la policía, y yo Maynard ni puedo ni me pondré en contra de la ley. Yo, Maynard, no me puedo permitir eso.

En ese momento para mi desaliento, sentí que me empezaba realmente el escalofrío. Sentí que me empezaba a arder la cara por la fiebre que tenía, y me di cuenta que se me humedecía la frente. El inspector y el sargento me miraron fijo. El inspector fríamente, el sargento con felina atención. El inspector dijo:

“¿En qué está pensando, señor?

—En nada —dije abatidamente—. En nada de importancia.

—¿Se siente bien? ¿Le pasa algo?

—¿Siente calor? —preguntó el sargento—. ¿Quiere que abra la ventana?

—Tengo un resfrío con fiebre, eso es todo.

—¿Quiere que le abra la ventana? —volvió a preguntar, y miró al inspector—. Tal vez el caballero quiere que abra la ventana.

El inspector asintió con la cabeza y dijo:

—¿Quiere que abra la ventana?

Me sequé la frente con el pañuelo, y sacudí la cabeza, pensando que si volvían a mencionar la ventana, explotaría. El sargento dijo:

—Tal vez el caballero desearía un vaso de agua.

—¿Quiere un vaso de agua? —preguntó el inspector.

Busqué un cigarrillo y sacudí la cabeza.

—Estoy bien.

—¿Está seguro de que no quiere un vaso de agua? —dijo el sargento—. ¿Bien seguro? Se lo puedo dar, si quiere.

Revoleé el paquete de cigarrillos sobre la mesa y dije en voz alta:

—Gracias. No quiero que abran la ventana, y no quiero un vaso de agua, ¡Estoy muy bien!

—¿Calmo y compuesto?

—Sí.

—¿No está turbado?

—No.

El inspector le sonrió al sargento y dijo:

—De modo que podemos continuar, ¿no? Tome nota de que Mr. Maither estaba afiebrado, pero por otra parte, calmo y compuesto, y no estaba turbado.

Tenía unos anteojos para leer, de aro oscuro, que se sacaba y ponía según lo demandaba la ocasión. Había estado releyendo mi declaración. En ese momento la tiró a un lado, se limpió los anteojos, y se inclinó sobre la mesa hacia mi lado, apoyando las palmas de las manos sobre la superficie. Dijo:

—¿No tiene nada que agregar a esta declaración? ¿Ningún pensamiento tardío, nada que se le haya ocurrido en las últimas semanas?

—No creo —dije lentamente, para ganar tiempo—. No creo que tenga nada que agregar.

No me habían presionado con respecto al viejo Maynard, y repentinamente tuve confianza de que nada de lo que le había dicho podía ser utilizado para culparme del asesinato. Yo no había sido tan tonto como eso.

—¿Y no quiere hacer ninguna corrección?

—Ninguna —dije firmemente.

—Por lo que usted recuerda, ¿la declaración es verdadera en todo sentido?

Asentí con un cabeceo. Casi en el mismo momento, sentí la humedad debida a la fiebre que volvía a subir, y me di cuenta de que tenía la cara colorada. Nuevamente saqué el pañuelo y me sequé la frente.

Me observaron sin decir nada.

Pasé la mirada de uno al otro, también sin decir nada, pensando en la llamada telefónica de Vic Jones, en la que me había dicho que habían estado interrogando al antiguo grupo de Durrington, todavía seguro de que en aquellos lejanos días pasados, no había dicho nunca nada en detrimento de Paul King, sin embargo dándome cuenta de que en algún punto, de alguna manera, había actuado erróneamente.

No creyeron que tuviera escalofríos de fiebre. Pensaron que la cara caliente de tanto en tanto y la traspiración, eran debidas al miedo, y cuando más tarde, sentí un frío de hielo a través de la espina dorsal y me estremecí, aunque tenía la frente todavía húmeda, esto les confirmó simplemente su punto de vista. Ciertamente yo estaba asustado. También tenía fiebre. Demasiado mal para mí. Pensaron que mi declaración firmada contenía una mentira fundamental. No creyeron en ella.

En eso fueron exactos.

Sin embargo pensaba que si les contaba el proyecto que había elaborado en Durrington, el engaño y tenacidad con los que lo llevé adelante, hasta que, todo sin planificar, terminó en el deliberado asesinato de Paul King, tampoco creo que me lo hubieran creído.