CAPITULO X

 

William North se separó ligeramente de Helen Walton y consultó su reloj.

—Tu padre ya lleva cuarenta y cinco minutos con la esfera...

—Ojalá tarde otros cuarenta y cinco en salir de su laboratorio —deseó la joven, apretándose de nuevo contra él—. Lo estamos pasando tan bien,.. ¿O no?

—Sí, deliciosamente bien —sonrió William, acariciándole ¡as piernas—. Pero me preocupa...

—¿El qué?

—La tardanza de tu padre. El dijo que le llevaría una media hora, como mucho.

—Será más complicado de lo que él pensaba.

—O más peligroso... —murmuró el escritor. Helen Walton levantó la cabeza y le miró.

—¿Temes que pueda haberle sucedido algo?

—Seguramente no. Pero me sentiría más tranquilo si vamos al laboratorio y comprobamos que tu padre está bien, trabajando con la esfera,

—También yo. Vamos. William.

Se levantaron los dos del sofá y salieron del living.

Helen condujo al escritor hasta el laboratorio de su padre. Al abrir la puerta, la joven dio un grito.

—¡Papá...!

William North corrió hacia Terence Walton.

Estaba tendido en el suelo, de bruces, completamente inmóvil.

Tenía una brecha en la cabeza, por la que había sangrado profusamente, aunque ya la hemorragia había cesado casi por completo.

William se arrodilló junto a él y le tomó el pulso. Helen, que ya estaba también junto a su padre, inquirió temblorosamente:

—¿Está... muerto?

—No, tranquilízate. Sólo está herido. Alguien le dio un fuerte golpe en la cabeza.

—¿Quién? ¿Y por qué?

—Tal vez nos lo diga, cuando recobre el conocimiento. —¡ Ha sangrado mucho, William!

—Sí. Será mejor que le atienda un médico. Yo conozco a una doctora. Voy a llamarla.

—¡William!

—¿Qué?

—¡La esfera no está!

—Ya me he dado cuenta.

—¿Se la habrá llevado el agresor?

—Sí, no hay duda. Quédate junto a tu padre, Helen. Volveré enseguida. William salió del laboratorio.

Corrió hacia el living.

Allí había visto un teléfono.

Y recordaba el número de la clínica del doctor Clark. Pero ¿estaría la doctora Boyle en ella todavía?

Era ya bastante tarde...

William atrapó el auricular y se lo llevó a! oído. Marcó el número de la clínica.

Esperó.

La enfermera tardaba en atender la llamada.

—¿Diga? —respondieron al fin.

No era la voz de la enfermera, sino la de la propia Sandra Boyle.

—¡Doctora Boyle!

—¿Es usted, señor North...?

—¡Sí, soy yo, doctora! ¡Menos mal que aún está ahí!

—Me ha pillado usted de puro milagro. La enfermera ya se ha marchado y yo estaba a punto de salir. ¿Qué le ocurre, señor North?

—Estoy en casa de un tal Terence Walton, geólogo de profesión. Alguien le ha dado un golpe en la cabeza con un objeto contundente y lo ha dejado sin sentido. Tiene una herida y ha sangrado bastante. ¿Puede usted venir, doctora Boyle?

—Si me asegura usted que no pasará lo de la otra vez...

—¿A qué se refiere?

—Terno que cuando yo llegue, ya no haya paciente. Y si lo hay, que esté perfectamente bien y no necesite para nada mis servicios, como sucedió con su amiga Eva.

—¡Habrá paciente, no lo dude! —Gruñó William—. ¡Y seguirá teniendo una brecha en la cabeza!

—Está bien, no se enfade. ¿Dónde vive ese Terence Walton? William le dio la dirección.

—Bien. Salgo para ahí, señor North.

—¡Venga volando, doctora!

—No tengo alas, señor North.

—¡Pero le da usted sopas con honda a Niki Lauda con un volante en las manos! William oyó la risa de Sandra Boyle a través del hilo telefónico.

Ella cortó la comunicación.

El escritor dejó el auricular sobre las horquillas y regresó rápidamente al laboratorio. Terence Walton seguía inconsciente.

—¡No vuelve en sí, William! —dijo Helen Walton, pálida y con los ojos llorosos.

—Es normal, Helen. El golpe fue duro. Pero recobrará el sentido, no te preocupes. La doctora Boyle ya viene hacia aquí.

—¿No sería mejor llevarlo a su cama? —sugirió la joven.

—Sí, estoy de acuerdo. Yo me encargo de ello. William cogió en brazos al profesor Walton.

Helen lo guió hasta la habitación de su padre.

Instantes después, Terence Walton descansaba sobre su cama.

William le quitó los guantes de piel y los dejó sobre la mesilla de noche. Helen se abrazó al escritor.

—¡Qué desgracia, William! —sollozó. William la estrechó cariñosamente.

—Lo siente, Helen. Yo tengo la culpa de todo.

—No digas eso.

—Es la vendad. Si no hubiera venido aquí con esa maldita esfera, tu padre estaría perfectamente.

—¿Cómo podías saber tú lo que iba a suceder?

—intuía que la esfera era peligrosa. Te lo dije a ti y se lo dije a tu padre.

—La esfera no le hizo nada a mi padre.

—Pero fue la causa de que alguien le golpease. Quería la esfera. Helen Walton le miró a los ojos.

—William...

—¿Qué?

—¿No tienes idea de quién pudo...? El escritor suspiró.

—Sí, sospecho quién fue.

—¿Quién?

—Eva, la chica de quien os hablé.

—¿La que se quemó la mano...?

—Sí. Sólo ella puede estar interesada por la esfera. Aunque no me explico cómo diablos supo que yo se la había traído a tu padre para que la analizara.

—Quizá te siguió...

—Sí, es posible.

—¿No crees que deberíamos llamar a la policía?

—¿A la policía? —respingó el escritor.

—Si Eva agredió a mi padre, debe ser castigada por ello.

—No tenemos pruebas de que fuera ella, Helen.

—Pero tú acabas de decir que...

—Sólo son sospechas, Helen. Para denunciarla a la policía, hace falta algo más.

—Si mi padre la vio, no harán falta más pruebas.

William iba a decir algo, pero entonces se escuchó un débil gemido. Lo había emitido Terence Walton.

—¡Está volviendo en sí, William! —exclamó Helen, separándose del escritor.

—Sí, está moviendo la cabeza. En efecto.

El profesor Walton se estaba despertando. Abrió los ojos.

—Helen... —pronunció, con apagada voz.

—¡Papá! —respondió la joven, cogiéndole la mano.

—¿Cómo se siente, profesor? —preguntó William.

—Me duele mucho la cabeza... —respondió Terence Walton, componiendo una mueca de sufrimiento.

—Recibió un fuerte golpe en ella. He avisado a la doctora Boyle, para que le atienda. Llegará de un momento a otro —informó William.

—¿Viste a la persona que te golpeó, papá? —interrogó Helen.

—No... Yo estaba terminando de analizar la esfera, cuando sentí un agudo dolor en la cabeza y me derrumbé en el acto, privado del sentido...

—Averiguó algo interesante, profesor? —inquirió William.

—Oh, sí, muchas cosas. Lo primero, y más importante, que esa esfera no es terrestre...