CAPITULO V
—¡Se ha marchado! —exclamó William North, con gesto de incredulidad.
—¿Su amiga...? —inquirió la doctora Boyle.
—¡Sí! ¡La dejé acostada en la cama! ¡Debió salir por la ventana! —William corrió hacia ésta.
Se asomó al exterior, pero no vio a Eva Gaye.
Sin dudarlo un segundo, saltó ágilmente por la ventana y desapareció de la vista de la doctora Boyle.
Sandra Boyle fue hacia la ventana y se asomó. Ya no vio al escritor.
Dudó entre saltar ella también por la ventana c esperar en el dormitorio. Se decidió por esto último.
Lo de saltar por las ventanas era más propio de cacos. No tuvo que esperar mucho.
Un par de minutos después de que desapareciera por la ventana, William North estaba de vuelta.
Pero no entró por la ventana, como esperaba Sandra Boyle, sino por la puerta.
—Su coche no está —informó William.
—¿El mío...? —respingó graciosamente la doctora.
—No, tranquilícese. Me refería al de Eva Gaye. El «Mercury» azul—aclaró William. Sandra Boyle respiró aliviada.
—Qué susto me ha dado...
—Lo siento, no era mi intención —se disculpó William. La doctora Boyle fue hacia él.
—De modo que su amiga Eva se ha largado, ¿eh?
—Así parece.
—Pues si está en condiciones de saltar por las ventanas y conducir su automóvil, no debe hallarse muy enferma... —observó Sandra Boyle, con cierta ironía.
—Su cuerpo estaba helado, ya se lo he dicho. Y sufrió un desvanecimiento...
—¿Había vuelto en sí, cuando yo llamé a la puerta? —interrogó 1a doctora.
—Sí, llevaba unos minutos despierta —asintió William.
—¿Dijo algo?
—Que tenía mucho frío,
—¿A pesar de las mantas...? —pareció extrañarse la doctora Boyle.
—Las mantas no le hacían nada. Su cuerpo estaba tan frío como cuando la encontré tirada en la arena.
—¿No estaba usted con ella, cuando...? William North sacudió la cabeza.
—No, yo había quedado en reunirme con ella un rato después. Quería terminar el capitulo que tengo entre manos —explicó.
—Entiendo.
—Yo no entiendo nada —rezongó William.
—¿Cómo?
—No haga caso, son cosas mías, Sandra Boyle suspiró,
—Bien, puesto que ya no hay paciente que atender, mi presencia en esta casa ya no es necesaria.
—No se vaya, doctora Boyle —rogó William.
—No hay razón para que me quede, señor North,
—Hemos de encontrar a Eva.
—¿Hemos...?
—Sí, usted y yo. Eva necesita urgentemente que la vea un médico.
—¿Está seguro de eso...? —preguntó Sandra Boyle, con ironía.
—Usted también lo estará, cuando yo se lo cuente todo.
—¿Es que hay más...?
—Las quemaduras de su mano derecha.
—¿Quemaduras? —pestañeó la doctora Boyle. William le habló de ellas.
—¿Y usted dice que Eva no sentía ningún dolor? —exclamó Sandra Boyle, incrédula.
—En absoluto. Y lo que es más raro aún: no recuerda cómo se las hizo.
—Es asombroso...
—¿Que no recuerde cómo se quemó la mano?
—No, eso no. Que no le duelan las quemaduras.
—Pues no le duelen, ya se lo he dicho. Según ella, es como si no las tuviera. Y hay otra cosa: su mirada.
—¿Qué pasa con su mirada?
—No es normal, doctora Boyle. Sus ojos tienen ahora un brillo agudo, extraño... Conozco desde hace tiempo a Eva Gaye y puedo asegurarle que sus ojos jamás tuvieron esa expresión.
Sandra Boyle se acarició la barbilla.
—Eso es muy interesante, señor North.
—¿Sabe lo que temo, doctora Boyle?
—¿Qué?
—Que la mente de Eva no funciona como es debido desde que sufrió el desvanecimiento.
—Sus temores no son infundados, desde luego. El hecho de que Eva se haya largado, saltando por la ventana, así parece confirmarlo. Luego está lo de las quemaduras. Tienen que dolerle, aunque ella diga que no.
—Es lo que pienso yo.
—¿Será fácil encontrarla, señor North?
—¿A Eva?
—Sí.
—Espero que no. Lo más probable es que se dirija a su casa.
—¿Por qué piensa eso?
—Dejó su vestido y sus zapatos aquí. Va en bikini. Y descalza. ¿A qué otro lugar podría dirigirse, yendo así?
—Estoy de acuerdo con usted, señor North.
—¿Quiere decir eso que está dispuesta a acompañarme a casa de Eva, doctora Boyle?
—Sí, iré con usted.
—No sabe cuánto se lo agradezco. Vamos, no hay tiempo que perder —indicó William, cogiéndola del brazo.
Pero Sandra Boyle no se movió. William la miró, extrañado.
—¿Ocurre algo, doctora Boyle?
—Ya lo creo. Que me sigue usted recordando demasiado a Mark Spitz —respondió ella, sonriendo con ironía.
El escritor dio un respingo.
—¡Diablos, había olvidado que sigo en bañador!
—Lo suponía. Por eso me he permitido recordárselo. William carraspeó.
—Espere fuera, doctora Boyle —rogó—. Me cambiaré en un segundo.
—Sería todo un récord —repuso Sandra Boyle, y caminó hacia la puerta. Salió de la habitación, cerrando la puerta tras de sí.
William North se sonrió. Era simpática la doctora. Le gustaba.
Se despojó del pequeño bañador y procedió a vestirse.
Fue entonces cuando descubrió que su camisa había desaparecido. Inmediatamente sospechó que se la había llevado Eva.
Lo encontró lógico.
Sentada al volante, con un bikini tan atrevido como el que ella llevaba puesto, hubiera llamado la atención.
Y hasta podrían haberla multado por conducir tan ligera de ropa. William abrió el armario y cogió otra camisa, muy veraniega también.
Se la puso rápidamente y salió de su dormitorio.
—Ya podemos irnos, doctora Boyle.
—Cuando quiera, señor North —sonrió ella, levantándose del sillón en el que se había sentado.
Salieron los dos de la casa.
—¿Vamos en mi coche o en el suyo? —consultó el escritor.
—En el mío —respondió la doctora Boyle—. Así no tendré que volver aquí a por él.
—Como prefiera.
Se introdujeron los dos en el «Pontiac» dorado de Sandra Boyle. La atractiva doctora accionó la llave de contacto.
Segundos después, el coche se ponía en movimiento.
William observe que la doctora Boyle conducía expertamente, con seguridad.
—¿Dónde vive su amiga, señor North? William se lo dijo.
—En quince minutos estaremos allí —profetizó ella. William sonrió,
—Conque yo le recordaba a Mark Spitz, ¿eh?
—Sí —asintió la doctora Boyle, riendo.
—¿Sabe a quién me recuerda usted?
—¿A quién?
—A Manuel Fangio.
—Vaya, no sabía que tuviera cara de hombre.
—¡Y no la tiene! Me refería a su habilidad con el volante —aclaró rápidamente William.
—Sí, no se me da mal.
—Se le da estupendamente.
—¿Por qué se sorprendió tanto cuando me abrió la puerta?
—La enfermera del doctor Clark ya me advirtió que vendría una doctora, pero yo no me la imaginaba tan joven. Ni tan bonita —piropeó William.
Sandra Boyle sonrió encantadoramente.
—Soy una chica lista, y no tuve necesidad de repetir ningún curso —explicó, medio en broma y medio en serio.
—Eso explica que ya tenga usted el título de doctora en Medicina, pese a su juventud, pero no lo otro...
—¿Lo otro?
—Que sea tan bonita...
—Eso es de nacimiento —siguió bromeando la doctora Boyle.
—Cuando me sienta mal, la llamaré a usted para que me atienda —prometió William.
—No debe hacerlo. El doctor Clark se molestaría.
—Conmigo, no. Me conoce bien, y sabe que siempre me han gustado bastante más las mujeres que los hombres.
—Eso no hace falta que lo jure. Su fama, en ese aspecto, no deja lugar a dudas.
—¿A qué fama se refiere?
—A la de mujeriego, naturalmente.
—Bueno, bueno... —carraspeó William—. Sobre todo eso habría mucho que discutir.
—No hay nada que discutir. Usted no es partidario del matrimonio. No se conforma con una sola mujer. Lo decía claramente en la entrevista que leí.
—No debe hacer mucho caso de lo que yo diga en las entrevistas.
—¿Por qué no? ¿Acaso sus respuestas no son sinceras?
—Algunas de ellas, no.
—¡Oh!, entonces es un mentiroso... William sonrió.
—Tampoco es eso, doctora Boyle.
—¿Cómo que no? En mi país, que también es el suyo, a la persona que no dice la verdad, se le llama mentiroso.
—¿Usted siempre dice la verdad, doctora?
—¡Siempre!
—Acaba de decirme una mentira.
Sandra Boyle pareció que iba a enfadarse, pero acabó sonriendo.
—Sí, tiene usted razón, señor North. No siempre digo la verdad. Pero casi siempre.
Tengo que tener una razón muy poderosa para mentir.
—Eso sí me lo creo.
—No es ése su caso, señor North. Si usted miente cuando le hacen una entrevista, es porque quiere.
—Porque me conviene, que no es lo mismo —puntualizó William.
—¿Que le conviene?
—Soy escritor, doctora, y por tanto, vivo del público. Si la gente no comprase mis libros, tendría que dedicarme a otra cosa. Y yo no quiero dedicarme a otra cosa, porque lo que a mí me gusta es escribir.
—Me parece muy bien. Pero, ¿qué tiene eso que ver con las entrevistas y con las supuestas mentiras que usted dice en ellas?
—Oh, mucho. La gente que lee mis libros se ha formado, a través de ellos, una imagen de mí. Y yo tengo que hacer honor a esa imagen...
Sandra Boyle le miró de un modo extraño.
—¿Trata de tomarme el pelo, señor North?
—Dios me libre.
—Entonces, no lo entiendo.
—La creo. Es muy complicado todo esto. Pero tal vez le parezca más sencillo sí le digo que yo tengo dos personalidades: la que se desprende de mis libros y de las entrevistas que me hacen, que es totalmente falsa, y la mía propia, que lógicamente, es la auténtica, la verdadera. Y que muy poca gente conoce, por cierto. Se podrían contar con los dedos de una mano y sobrarían dedos.
—Entonces, ¿no es usted un mujeriego...? William sonrió.
—Me gustan bastante más las mujeres que los hombres, se lo dije hace un momento. Pero no soy un Don Juan Tenorio, desde luego.
—¿Y por qué no se ha casado?
—Porque todavía no me he tropezado con la mujer de mi vida. El día que la encuentre, me casaré con ella. Y no tendré necesidad de otras mujeres, se lo aseguro.
—Me gustaría creerle, señor North, pero...
—Puede hacerlo, porque le estoy hablando con el corazón en la mano. Y no acabo de explicarme por qué soy tan sincero con usted, ¿sabe? En realidad, apenas nos conocemos. Será que usted inspira confianza, doctora Boyle.
Sandra Boyle sonrió suavemente.
—Sí, eso será.
—Detenga el coche, ya hemos llegado —indicó William. La doctora Boyle frenó su automóvil.
Salieron los dos del «Pontiac».
Eva Gaye vivía en una bonita casa, rodeada de césped y flores. William pulsó el timbre.
Eva no abrió.
William y la doctora Boyle intercambiaron una mirada.
—Parece que su amiga no está, señor North —observó ella.
—O que no quiere abrir —repuso el escritor.
—También es posible.
William atrapó el pomo de la puerta y lo hizo girar.
Como la puerta no estaba cerrada con llave, se abrió. William penetró en la casa, de una sola planta.
—Adelante, doctora —indicó. Sandra Boyle pasó al interior.
Las luces estaban apagadas, pero se filtraba luz suficiente por las ventanas. No obstante, William encendió la lámpara del recibidor.
—Por aquí, doctora Boyle —siguió indicando, adentrándose en el acogedor living, cuyas luces también encendió.
Sandra Boyle miró a su alrededor.
—Se ve que Eva es una chica muy aseada —comentó.
—Sí, lo es —asintió William, que, a continuación, rogó—: Espere aquí, doctora. Voy a mirar en las habitaciones.
—Será perder el tiempo, señor North. Es evidente que su amiga no está en casa.
—Quiero asegurarme.
William revisó el resto de la casa. La doctora Boyle acertó.
Eva no había vuelto a casa, lo cual preocupó al escritor.
—¿Qué hacemos ahora, señor North? —inquirió Sandra Boyle. William se pasó las manos por los cabellos.
—No lo sé, doctora. No tengo idea de dónde haya podido ir Eva. Por lo tanto, creo que lo mejor será...
El escritor se interrumpió.
La puerta acababa de abrirse. Eva Gaye entró en la casa.