CAPITULO IV

 

Eva Gaye no quería ser reconocida por la doctora Boyle. Ni por ningún otro médico. Sabía lo que tenía: frío.

Y cómo librarse de él: proporcionándose calor.

Pero no le servía el calor que proporcionaban las mantas. Necesitaba otro tipo de calor. Calor humano.

William North hubiera podido proporcionárselo. Y estaba decidido a ello, pero llegó la doctora.

¡Maldita doctora!

Si hubiera llegado unos minutos más tarde, ella se encontraría ahora bien. Perfectamente bien.

No sentiría ningún frío.

El que no se encontraría bien sería William North. Nada bien.

Pero a ella no le hubiera importado que William North se sintiera mal por su culpa. Si ella se encontraba bien, ¡al diablo los demás!

Fuesen quienes fuesen.

Necesitaba calor humano e iba a conseguirlo. Como fuera.

Sin importarle nada.

Esa fue la razón de que Eva Gaye, al ver que William North no le hacía caso y acudía a abrir, saltase de la cama, se abrochase la pieza superior del bikini, se enfundase la camisa de William, que descansaba sobre un sillón, como el resto de la ropa que el escritor se había quitado, para ponerse el bañador, y abandonase rápidamente el dormitorio, saltando por la ventana, que permanecía entreabierta.

Eva rodeó la casa sigilosamente.

Se detuvo en una esquina y se pegó a la pared. Escuchaba voces.

William estaba hablando con la doctora Boyle, en el porche.

Tuvo que esperar a que la doctora entrase en la casa y William cerrase la puerta. Entonces, abandonó su escondite y corrió hacia su coche, un «Mercury» azul.

Junto al «Mercury», había un «Pontiac» dorado. Debía ser el coche de la doctora.

Eva se introdujo en su coche y lo puso en movimiento, procurando que el motor rugiera lo menos posible.

El «Mercury» ganó pronto velocidad. Eva apretó los dientes.

Seguía teniendo frío. Mucho frío.

Se tocó los muslos. Los tenía helados.

Se estiró la camisa de William al máximo, cubriéndoselos con ella.

Aunque sabía que no servía de nada.

El frío que ella sentía no era exterior, sino interior. Lo llevaba dentro de ella.

Calor humano.

Eso era lo que necesitaba.

Y ya sabía dónde conseguirlo. Bruce Hopkins se lo proporcionaría.

Bruce era un tipo grandote y musculoso, lleno de vigor y de energía. Bastante feo de cara, eso era lo malo.

Y más bruto que feo, que aún era peor. Pero era un hombre fogoso.

Ardiente. Insaciable.

Eva lo sabía por experiencia.

Había estado una vez en sus brazos. Una y no más, Santo Tomás.

Eso fue lo que se dijo Eva tras su desagradable experiencia con el salvaje de Bruce. Le dolían todos los huesos del cuerpo cuando lo dejó.

Cuando pudo dejarlo, más bien.

Por su gusto, lo hubiera dejado mucho antes, pero no hubo manera de librarse de sus férreos brazos, que apretaban y apretaban, sin darse cuenta de que hacían daño.

Desde entonces, había llovido bastante.

Bruce Hopkins intentó numerosas veces «repetir» con Eva Gaye, pero ésta siempre le respondió que no, que ella no era una bala de algodón, sino una mujer, y que le gustaba que los hombres la tratasen con delicadeza.

Bruce prometió ser menos rudo la próxima vez, pero no logró convencer a Eva, y no hubo próxima vez.

Ahora la habría.

Las circunstancias mandaban...

 

* * *

 

Bruce Hopkins estaba repantigado en un sillón, con una lata de cerveza bien fría en la mano derecha y el último número de la revista Penthouse en la izquierda.

Observaba la página central, que como de costumbre, era la más atrevida. La escultural rubia que allí aparecía lo enseñaba todo.

Hasta las amígdalas.

Bruce se fijó en un punto determinado de la anatomía de la chica. Notó que se le resecaba la garganta.

Se atizó un trago de cerveza y eliminó aquella súbita sequedad. Pero la lata quedó vacía.

Y Bruce seguía teniendo sed.

Dejó la revista de mujeres en cueros sobre la mesa ratona y se levantó del sillón, dirigiéndose a la cocina.

Bruce, que era un tipo muy caluroso, se había despojado de la camisa y de los pantalones al llegar a casa, por lo que iba en calzoncillos y descalzo.

Unos calzoncillos bastante ridículo, por cierto, pues estaban salpicados de motas de colores, muy vivos todos ellos.

Bruce entró en la cocina y abrió el frigorífico.

Se disponía a coger una segunda lata de cerveza, cuando llamaron a la puerta. Bruce cerró el frigorífico y acudió a abrir, sin molestarse en ponerse los pantalones. No le importaba en absoluto que le vieran en calzoncillos.

Estaba en su casa y podía ir por ella como le viniese en gana. Bruce abrió la puerta, pero sólo cosa de un palmo.

—¡Eva! —exclamó, respingando cómicamente.

—Hola, Bruce —sonrió Eva Gaye.

Hopkins abrió más la puerta, aunque sin salir de su perplejidad. Eva penetró en la casa.

Bruce cerró la puerta y observó de arriba abajo a la pelirroja.

—¿Cómo vistes, Eva..,?

—¿Acaso tú vistes mejor? —repuso ella, mirándole también de pies a cabeza. Bruce se miró y tosió.

—Hace calor, Eva. Por eso me he quedado en calzoncillos —explicó.

—Por el mismo motivo voy yo en bikini. Vengo de la playa, ¿sabes?

—¿Y la camisa...? —Bruce apuntó la prenda con un dedo que parecía un puro habano.

—¿Qué pasa con la camisa? —Eva se la miró.

—Te viene como un saco...

—Porque no es mía. Me la prestó un amigo y todavía no se la he devuelto. Me la pongo para ir a la playa, a modo de bata corta y ligera.

Hopkins no dijo nada.

—¿Me pones algo de beber, Bruce? —Pidió Eva—. Necesito entrar en calor. Hopkins lanzó una sonora carcajada.

—¡Eso sí que es bueno, Eva!

—¿El qué es bueno?

—Has dicho que necesitas entrar en calor, ¿no?

—Sí, eso he dicho.

—¿Y no es para mondarse...? —Hopkins dejó oír de nuevo su bronca risa.

—Tal vez. Pero es verdad que necesito entrar en calor, Bruce. El baño ha debido sentarme mal, porque tengo el cuerpo frío. Tócame y verás —indicó Eva, abriéndose la camisa de par en par.

Hopkins respingó.

—¿Que te toque...? —balbució, mirando todo lo que le enseñaba la pelirroja.

—Sí, hombre. No te voy a comer... —sonrió pícaramente Eva.

Hopkins se acercó lentamente a ella y le puso una de sus enormes y velludas manos sobre la cadera.

—Es cierto, estás helada... —se sorprendió.

—Ya ves que no te engañé.

—¿Cómo es posible, Eva?

—E¡ baño, ya te lo dije. No me sentó bien.

—Te serviré un buen trago de coñac.

—Espera —rogó Eva, reteniéndole por un brazo.

—¿Prefieres whisky?

Eva Gaye compuso un mohín cargado de sensualidad.

—Te prefiero a ti, Bruce —dijo, con cálida voz, al tiempo que le echaba los brazos al cuello.

Hopkins pestañeó.

—¿Que me prefiere...?

—Sí.

—Eva...

—¿Qué? —musitó ella, hurgándole en la nuca.

—Desde aquella noche, Tú no habías querido nada conmigo... —recordó Hopkins.

—Perdóname, Bruce.

—¿Que te perdone?

—He sido una tonta. Me enfadé contigo porque me amaste violentamente, casi salvajemente... ¿Y sabes una cosa?

—¿Qué?

—Es así como me gusta que me amen los hombres, a lo salvaje.

—¿De veras..?

—Sí, aunque he tardado en darme cuenta. He estado con varios hombres desde entonces, y ninguno de ellos me ha hecho gozar como tú. Demasiado finos, demasiado delicados... Tú eres un bruto, Bruce, pero sabes hacer vibrar de verdad a una mujer.

Bruce Hopkins sonrió de oreja a oreja, mostrando sus dientes de caballo.

—¡Cómo me alegra que digas eso, Eva! —respondió, atenazándola con sus fuertes brazos.

Eva Gaye volvió a tener complejo de bala de algodón. No obstante, pidió:

—Bésame, Bruce. Y abrázame fuerte.

—¿Más aún...?

—Sí.

—¿Y si te rompo alguna costilla? Eva Gaye sonrió.

—Eso no sucederá, Bruce.

—Ya sé que no —sonrió también Hopkins—. Sólo era una broma. Eva entreabrió los labios, incitando al deseo.

Bruce no se hizo de rogar. Con mucho ardor.

No le gustó demasiado que los labios de Eva estuviesen tan fríos. Era como besar a una muerta.

Pero le animó el pensamiento de que pronto entrarían en calor. Como toda ella.

El se encargaría de ello. Sorprendentemente, sucedió lo contrario.

Fueron sus labios los que comenzaron a quedarse fríos. Casi tan fríos como los de ella. Y esa misma sensación de frío empezó a sentirla Bruce Hopkins en todo su cuerpo.

Extrañado, se separó ligeramente de Eva Gaye.

—Eva... —murmuró.

—¿Qué ocurre, Bruce? —preguntó ella, sin soltar el cuello de él.

—También yo empiezo a sentir frío... Eva sonrió extrañamente.

—Es lógico, Bruce. Me estás transmitiendo tu calor... Por eso yo ya no siento apenas frío.

—¿De veras estás entrando en calor...?

—Oh, sí, ya lo creo —respondió Eva, despojándose de la vistosa camisa de William North.

También se desprendió de la pieza superior del bikini.

Los ojos de Bruce Hopkins se clavaron como dardos en los turgentes senos de Eva Gaye.

Ella volvió a cercarle el cuello con sus brazos.

—Abrázame de nuevo, Bruce —pidió, pegándose a él como un sello. Hopkins pudo comprobar que era cierto.

El cuerpo de Eva ya no estaba frío, sino ligeramente tibio. La abrazó estrechamente y volvió a besarla con ganas.

Tampoco sus labios estaban ahora fríos, sino agradablemente tibios. Pero ella no le transmitía ningún calor.

Al contrario.

Iba absorbiendo paulatinamente el suyo.

El cuerpo de Eva estaba cada vez más caliente. El suyo, en cambio, más frío.

Alarmantemente frío. Peligrosamente frío.

Bruce Hopkins comenzó a tiritar.

Quiso separarse de Eva, pero ella no lo permitió.

Le retuvo pegado a ella con una fuerza increíble, impropia de una mujer.

Bruce intentó separarse por la fuerza bruta, porque se daba cuenta de que Eva estaba agotando el calor de su cuerpo, y eso podía resultar incluso mortal para él.

Pero no consiguió librarse de ella.

Eva le abrazaba con una fuerza sobrenatural.

Por el contrario, la fuerza de él era cada vez menor.

Sus músculos, siempre poderosos, estaban ahora como agarrotados, y apenas podía utilizarlos.

Sentía una gran debilidad.

Debilidad que, a cada segundo que pasaba, se acentuaba más.

De pronto se le doblaron las piernas y cayó al suelo, arrastrando consigo a Eva. Ella quedó sobre él y no le soltó.

El cuerpo de Eva Gaye ardía ahora. Bruce Hopkins dejó de forcejear con ella.

Quedó completamente inmóvil. Eva continuó más abrazada a él. Pegadas sus bocas.

Después, lo soltó y se levantó lentamente, con un brillo de profunda satisfacción en los ojos.

Permaneció junto a él, observándole fijamente.

Bruce, tendido de espaldas en el suelo, parecía mirarla. Pero sus ojos, extremadamente abiertos, no la veían. No podían ver.

Bruce Hopkins estaba muerto...