CAPITULO PRIMERO

 

William North interrumpió un momento su trabajo y procedió a llenar su pipa. Fumar en pipa era muy corriente en su profesión.

William era escritor.

Un escritor bastante popular ya, pese a que sólo llevaba publicados cuatro libros.

El último de ellos, titulado: Mi suegra está como un tren, se estaba vendiendo como rosquillas.

Sí.

Era un libro de mucho éxito.

Pero William North no pensaba en los laureles. Todo lo contrario.

Se estaba esforzando al máximo para que su quinto libro, el que estaba escribiendo ahora, fuese mejor aún que el anterior.

Lo iba a titular: La rebelión de los casados.

Se refería a los hombres, naturalmente. William era soltero.

Y no demasiado partidario del matrimonio. Nada partidario, para ser exactos.

Esa era la razón de que no se hubiese casado todavía, pese a haber cumplido ya los treinta y dos años.

Oportunidades, desde luego, no le habían faltado.

William North medía 1,80 centímetros de estatura y su peso era el idóneo para su talla: ochenta kilos.

Tenía, pues figura de atleta. Y lo era.

Practicaba varios deportes, pero fundamentalmente natación

Su casa se alzaba a menos de cincuenta metros del mar y era raro el día que William no dedicaba al menos media hora a su deporte favorito

Pero no sólo era su cuerpo de atleta lo que atraía a las mujeres como la miel a las moscas. También su rostro tenía mucho que ver en ello.

Un rostro moreno, curtido, de facciones agradables. Y ligeramente socarrón.

William siempre parecía sonreír. Cuando no con los labios, con los ojos.

Y resultaba difícil saber si su sonrisa era sincera, irónica o burlona. Pero, en cualquier caso, gustaba a las mujeres.

Y como las mujeres también le gustaban a él, pues...

Su tercer libro, titulado: Yo tengo un harén, reflejaba bastante su situación actual. Sí.

Cuando William North deseaba estar con una mujer hermosa, tenía donde elegir. El escritor acabó de llenar su pipa.

Se disponía a encenderla, cuando llamaron a la puerta.

William se quitó la pipa de la boca, la dejó sobre la mesa de su despacho, junto con el encendedor de gas, y acudió a abrir.

Vestía pantalones blancos, camisa de manga corta muy vistosa, y calzaba mocasines marrones.

Una indumentaria muy apropiada para la temperatura que en aquella época del año hacía en San Diego.

William alcanzó la puerta y abrió.

—¡Sorpresa! —dijo la exuberante pelirroja que aguardaba en el porche.

—¡Eva Gaye! —exclamó William, respingando ligeramente.

La pelirroja, que lucía un vestido estampado, de atrevido escote, alzó los brazos y rodeó el cuello de William North, a quien se pegó descaradamente.

—¿Cómo se encuentra mi escritor preferido...?

—Sorprendido —confesó William, apoyando las manos en las redondas caderas femeninas.,

—Yo sé cómo se cura eso —sonrió maliciosamente Eva, y le dio un beso de película erótica.

William se apresuró a contribuir.

Tras el excitante beso, Eva Gaye sugirió:

—¿Es que no vas a invitarme a entrar...?

—Mi casa es tu casa Eva —respondió galantemente William.

—Y tu dormitorio ha sido también el mío en varias ocasiones, muy escasas ya por cierto...

William carraspeó, porque el reproche de la pelirroja era bastante directo.

—Últimamente estoy muy atareado, Eva...

—Una porra.

—¿Qué?

—Que no es ésa la razón de que no me hayas llamado ni una sola vez en las últimas semanas, sino otra que yo me sé.

—Eva, yo te aseguro que...

—Te gusta cambiar de chica como de camisa, eso es lo que pasa.

—Por favor...

—No, si no te censuro por ello. En el fondo, me parece muy bien que «renueves» el material. Lo que ya no me parece tan bien es que te olvides por completo de las buenas amigas, de las que te lo ofrecieron todo sin exigirte nada a cambio. Corno yo, William... El escritor la besó en la nariz.

—No me he olvidado de ti, Eva.

—¿Y por qué no me has llamado? Sabes que hubiera venido corriendo.

—Tal vez no me creas, pero pensaba llamarte una de estas noches. Eva Gaye sonrió.

—Tan embustero como siempre.

—De veras que sí, Eva.

—Está bien, voy a creerte.

—Anda, pasa.

Eva Gaye entró en la moderna casa de William North, una construcción de madera, de una sola planta, amueblada con exquisito gusto.

—¿Qué te apetece beber, Eva? —preguntó William.

—De momento, nada —respondió ella.

—Me sorprende.

—¿Por qué?"

—Hace calor, y cuando hace calor, apetece beber algo fresco.

—Y bañarse.

—Sí, eso también.

—¿Nadamos un rato, William? —sugirió Eva.

—¿Has traído bañador?

—Lo llevo puesto.

—Oh

—Ponte tú el tuyo y corramos hacia la playa. William se atusó la patilla.

—¿No te gusta la idea, William...? —preguntó Eva. —Oh, sí, me encanta. Es sólo que...

—¿Qué ocurre, William?

—Estaba terminando un capítulo de mi nueva novela cuando tú llamaste. Pero no importa, ya lo terminaré.

—Oh, no, eso no. No quiero entorpecer tu trabajo. —No importa, ya te lo he dicho.

—A mí sí me importa, William. Quiero que termines ese capítulo. Yo, mientras tanto, iré a bañarme. ¿De acuerdo? William sonrió.

—De acuerdo. Será cosa de media hora.

—Te esperaré en la playa, William.

—Me reuniré contigo lo antes posible —prometió él. Eva Gaye le cercó el cuello de nuevo.

—Te prometo una noche inolvidable, William.

—Lo será, estoy seguro. Se besaron.

Con mucha pasión.

William North estuvo tentado de coger en brazos a Eva Gaye y llevársela a su dormitorio ya.

Pero resistió la tentación. Tenía que acabar el capítulo.

Primero el trabajo, luego la diversión.

Cuando separaron sus bocas, que fue casi un siglo después, Eva pidió:

—¿Me prestas una toalla de baño, William?

William soltó el talle femenino y fue al cuarto de baño.

Cuando regresó Eva ya se había despojado del vestido y de los zapatos. A William casi se le cae la toalla de las manos.

No era para menos.

El bikini de Eva, de color rojo, era tan insignificante que apenas si cubría nada. La pieza de «arriba» estaba formada por dos diminutos rombos.

La de «abajo», por un triángulo.

Y no mucho mayor que los rombos. Eva Gaye sonrió malévolamente.

—¿Te gusta mi nuevo bikini, William...? —preguntó, adoptando una pose de modelo especializada en presentar colecciones de bikinis y bañadores.

—Con un pañuelo que yo utilizo para sonarme, se podrían confeccionar una docena de bikinis como ése —observó el escritor, mirándola significativamente.

Eva rió.

—Era el más pequeño que había en la tienda —informó pícaramente.

—Lo creo.

—Lo estreno hoy, ¿sabes?

—¿En mi honor...?

—Exacto.

—No sabes cuánto te lo agradezco, Eva —sonrió William, acercándose a ella. Le entregó la toalla.

Eva confesó:

—Quería impresionarte, William.

—Pues lo has conseguido —repuso el escritor, abarcándola por la desnuda cintura y atrayéndola hacia sí.

Se disponía a besarla, cuando ella le puso un dedo en los labios y recordó:

—Tienes que acabar el capítulo, William...

—¿Qué capítulo? —murmuró él, mordiéndole el dedito.

—El de tu novela.

—¿Qué novela? —William le dio otro mordisquito.

—La que estás escribiendo.

—Y o no sé escribir, soy analfabeto. Eva dio un gritito.

—¡Me vas a dejar sin dedo!

—Tiene una yemita deliciosa. ¿Y qué me dices de tu orejita...? —William se la mordió también.

Y el cuello.

Y el hombro.

Y los alrededores de uno de los rombos.

—¡Por favor...! —rogó Eva, que seguía riendo.

Las manos de William ascendieron hasta el cierre de la pieza superior del bikini, porque ya no se conformaba con los alrededores de los rombos, quería lo que había debajo de ellos.

—¡No, William!—gritó Eva, librándose de él.

—Has encendido en mí la llama del deseo, Eva —dijo William, alargando de nuevo los brazos hacía ella.

—Tómate un refresco y se te pasará —aconsejó Eva, sin dejarse atrapar.

—Prefiero tomarte a ti.

—luego. En la playa. Cuando hayas acabado el capítulo.

A William pareció gustarle la idea, pues dejó de perseguir a Eva y dijo:

—Está bien. En la playa. Dentro de treinta minutos.

—A ver si pueden ser sólo veinticinco —rogó Eva, guiñándole el ojo.

—Por mí no va a quedar.

—Hasta luego, William.

Eva Gaye salió de la casa, con la toalla de baño en las manos. Corrió hacia la playa.

Un trozo de playa de arena limpia y abundante. Y lo mejor de todo era que estaba solitaria.

William y ella podrían retozar y amarse sobre la arena, sin que nadie les molestara. Eva extendió la toalla sobre la arena y corrió hacia el mar.

El sol había dejado ya de calentar con fuerza.

Dentro de una hora, todo lo más, se ocultaría en el horizonte.

Eva se adentró en el mar y comenzó a bracear con un buen estilo. Permaneció unos diez minutos en el agua.

Después, salió de ella y se tendió boca arriba sobre la toalla.

Cerró los ojos y quedó inmóvil, recibiendo la caricia del sol sobre su piel dorada y suave, ahora mojada.

Llevaba un par de minutos así, cuando escuchó un ruido. Como si alguien le hubiera arrojado una piedra.

Eva abrió los ojos y levantó la cabeza. Quedó paralizada.

Observando fijamente, con ojos agrandados, la extraña esfera luminosa que yacía sobre la arena, a medio metro escaso de ella.

Era una esfera pequeña, no mayor que una bola de billar.

Tenía el color del oro y despedía una luz brillante, casi cegadora.

Eva Gaye incorporó lentamente el torso y alargó la mano hacia la esfera. Y el caso es que no quería cogerla.

Pero una fuerza extraña y poderosa la impulsaba a ello. Eva cogió la esfera luminosa.

Al instante, una dolorosa sacudida estremeció su cuerpo desde el cabello hasta las uñas de los pies.

Como si acabara de tocar un cable de alta tensión. Eva quiso gritar, pero no le salió la voz.

Tampoco pudo dejar caer la esfera luminosa, pues sus dedos se negaban a abrirse, estaban como pegados a ella con la mejor de las colas.

Eva cayó de espaldas y comenzó a retorcerse sobre la toalla, saliéndose pronto de ella, por lo que su cuerpo, mojado todavía, se manchó de arena.

Era tan agudo, tan espantoso, tan insufrible el dolor que sentía en cada músculo, en cada tendón, en cada hueso de su cuerpo, que Eva Gaye no pudo resistirlo por más tiempo y se desmayó, quedando totalmente inmóvil sobre la arena.