CAPITULO VII

 

William North y Sandra Boyle alcanzaron el coche de ésta.

El escritor reconoció:

—No debí perder los estribos. Sé que Eva no está normal y... ¿Por qué me mira así, doctora?

Estoy desconcertada, señor North —confesó Sandra Boyle.

—No pensará usted que soy yo quien no está normal, ¿verdad? — inquirió William, entrecerrando un ojo.

—Naturalmente que no —sonrió la doctora Boyle—. Aunque tengo motivos para pensarlo, debe reconocerlo.

—Si se refiere a mi violenta discusión con Eva...

—Me refiero, más concretamente, a las supuestas quemaduras.

—De supuestas, nada.

—¿Sigue afirmando que Eva tenía la mano derecha quemada?

—¡Naturalmente que lo sigo afirmando! ¡Vi esas quemaduras con mis propios ojos, doctora!

—Está bien, no se excite.

—¡Me pone furioso que usted también dude de mí!

—Es la realidad de los hechos lo que me hace dudar, señor North. Por desgracia, nada de lo que usted me contó sobre Eva se ha podido comprobar. Ni su mirada es anormal, ni su cuerpo está frío, ni tiene quemaduras en la mano derecha. Y esto último, francamente...

—¡Las tenia, doctora! —insistió una vez más William, dando un puñetazo en la capota del «Pontiac»—. ¡Y ella lo sabe tan bien como yo!

Sandra Boyle dio un suspiro.

—Le llevaré a casa, señor North.

—No se moleste, tomaré un taxi —gruñó William.

—Prefiero llevarlo yo. Estando tan excitado, es capaz de ponerse a discutir acaloradamente con el taxista por un quítame estas pajas —sonrió la doctora Boyle.

—¿Y teme que lo estrangule...?

—Si lo toma también por Desdémona, ya me veo al pobre taxista con un palmo de lengua fuera.

—¡Le repito que estoy en mis cabales, doctora! —gritó William, y le atizó de nuevo a la capota del «Pontiac».

—Por Dios, que sólo era una broma, señor North... ¿Es que no se ha dado cuenta?

La dulce expresión del rostro de Sandra Boyle hizo remitir la furia del escritor, quien acabó esbozando una sonrisa.

—Le ruego que me disculpe, doctora Boyle. Mis nervios se han alterado de tal modo que...

—Procure relajarse y se sentirá mejor.

—Seguiré su consejo.

—Vamos, suba al coche —indicó Sandra Boyle.

—¿De veras no será una molestia para usted llevarme a casa?

—Ninguna, se lo aseguro.

—Es usted muy amable, doctora. Subieron los dos al coche.

La doctora Boyle lo puso en marcha.

Recorrieron varios centenares de metros en silencio.

—Está usted muy callado, señor North —observó Sandra Boyle.

—No puedo dejar de pensar en todo lo sucedido —respondió William.

—Así no conseguirá relajarse.

—Sí, es verdad.

—Hablemos de algo que no tenga nada que ver con Eva —sugirió la doctora Boyle.

—De usted. ¿No tiene inconveniente?

—Ninguno.

—¿Cuántos años tiene? Y no vale quitarse.

—Voy a cumplir veintiséis. Y le aseguro que no me quito ninguno.

—¿Soltera o casada?

—¿No ve que no llevo anillo...? —Sandra Boyle le mostró las manos.

—No suelte el volante que nos la pegamos.

La doctora Boyle volvió a tomar el volante, riendo.

—¿Qué pasa, ya no le recuerdo a Manuel Fangio...?

—El gran Fangio no solía conducir sin manos, que yo sepa.

—Dejemos a Fangio y sigamos hablando de mí. O de usted, si lo prefiere.

—Continuemos con usted. ¿Por qué sigue soltera?

—Porque nadie me ha propuesto matrimonio.

—Ahora una de indios.

—¡De veras! —insistió Sandra Boyle, volviendo a reír.

—¿Cómo voy a creerla, con esa cara y esa figura? Lo que pasa es que usted debe ser muy exigente a la hora de elegir marido, y ninguno de los que se lo proponen resulta de su agrado.

—No soy una chica exigente. Si acaso, conmigo misma. Pero no con los demás.

—Entonces, no lo entiendo.

—Tiene una explicación, señor North: salgo poco con hombres. Nada, para ser exactos.

—¿No le gustan...?

—Sí, claro. Pero, hasta ahora, apenas he tenido tiempo para divertirme. Tomé mis estudios muy en serio, ¿sabe? Y ahora también tomo muy en serio mi trabajo. Créame si le digo que no tengo tiempo ni para rascarme la espalda. —Pues búsquese a alguien para que se la rasque.

—No está mal el chiste —rió la doctora Boyle.

—Hablaba en serio, doctora. Yo me ofrezco desinteresadamente.

—¿Para rascarme la espalda?

—Claro.

—De acuerdo. Cuando me pique, ya le avisaré.

—Confío en ello.

Rieron los dos alegremente.

Poco después, Sandra Boyle frenaba su coche frente a la casa del escritor.

—Llegamos, señor North.

—Gracias por traerme, doctora Boyle.

—Ha sido un placer.

—Espero su llamada.

—¿Mi llamada?

—Para lo de la espalda, ya sabe.

—No lo olvidaré, no se preocupe —sonrió Sandra Boyle. William salió del coche.

—Señor North...

—¿Sí, doctora?

—Va a olvidarse de Eva Gaye, ¿verdad?

—Por completo.

—Mejor. Si volviera usted por su casa, tendría problemas. —Lo sé. Por eso no pienso volver.

—Buenas noches, señor North.

—Hasta pronto, doctora.

Sandra Boyle puso en funcionamiento su coche y se perdió de vista en unos segundos. William North hizo ademán de entrar en su casa, pero se detuvo.

Acababa de recordar algo.

Eva había llegado a su casa después que ellos, pese a haber salido unos minutos antes, lo cual significaba que no fue directamente a su casa.

Había estado en otro lugar. Pero, vestida de aquel modo...

William pensó que tal vez Eva volvió a la playa, al lugar donde él la encontró desvanecida.

Recordó la bola de piedra que encontró cerca de la mano derecha de Eva.

¿Habría vuelto Eva por ella?

¿Tendría algo que ver con su desvanecimiento y sus quemaduras, ahora misteriosamente desaparecidas?

William reflexionó.

Por la forma de las quemaduras —palma de la mano y cara inferior de los dedos—, y el tamaño de la bola de piedra, podría pensarse que Eva se las produjo al tomar la piedra en su mano.

Claro, que no era lógico que una piedra quemase...

Pero, ¿acaso tenía algo de lógico todo lo que desde entonces había sucedido? En absoluto.

Esa fue la razón de que William, en lugar de entrar en casa, se dirigiera a la playa. En busca de la bola de piedra.

De paso, recogería la toalla de baño. Estaba empezando a oscurecer.

William alcanzó el lugar.

La toalla seguía sobre la arena, revuelta y sucia. La bola de piedra, también.

William recogió primero la toalla y luego tomó la piedra

Le produjo una extraña sensación.

Esperaba que pesase más, pero era sorprendentemente ligera. Sospechosamente ligera.

William empezó a pensar que aquella bola no era de piedra, como por su color oscuro se desprendía, sino de otra materia, por el momento desconocida para él.

Esto le hizo ponerse en guardia. Desconfiar de la extraña esfera. Temerla, incluso.

No quería tenerla por más tiempo en la mano.

La envolvió con la toalla de baño y se dirigió a la casa.

Mientras caminaba, pensó que sería conveniente que alguien examinase, estudiase y analizase aquella esfera.

Alguien entendido en la materia, naturalmente. La persona más indicada era un geólogo.

William no conocía ninguno. Pero no importaba.

Lo buscaría en la guía telefónica.

William ya estaba en el porche de su casa.

Entró en ella y fue directamente en busca de la guía telefónica.

Un par de minutos después, daba con los nombres y direcciones de cinco geólogos. Descolgó el auricular y marcó el número de uno de ellos: Terence Walton.

Le respondió una voz femenina, perteneciente a una mujer joven. William preguntó por Terence Walton.

Su interlocutora le dijo que el profesor Walton no se encontraba en casa, pero que no tardaría en llegar,

William dio las gracias a la chica y colgó el auricular.

Seguidamente, salió de la casa y abrió la puerta del garaje, llevando con él, envuelta en la toalla, la extraña esfera.

Minutos después, en su coche, un «Lancia» color crema, se dirigía a la casa del profesor Walton.