CAPITULO II
Al salir Eva Gaye de la casa, William North regresó a su despacho y se dejó caer en su sillón.
No encendió la pipa.
Se le habían ido las ganas de fumar.
Ahora sólo tenía ganas de estar cuanto antes junto a Eva. De acariciar su espléndido cuerpo.
De cubrirlo de besos. De hacerlo suyo.
William se acercó a la máquina de escribir y comenzó a teclear, reanudando su trabajo. Pronto se dio cuenta, sin embargo, de que así no era posible escribir.
No lograba concentrarse en su trabajo. Su pensamiento estaba con Eva Gaye.
Cerró un instante los ojos y le pareció verla, tendida sobre la arena, el cuerpo húmedo y brillante...
¡Al diablo el capítulo!
¡Al diablo los personajes de su novela!
¡Al diablo la novela entera!
William saltó de su sillón y corrió hacia su dormitorio. Extrajo un bañador del armario. Pequeño.
Para que hiciera juego con el bikini de Eva. Se desvistió en unos segundos y se lo puso. Echó a correr de nuevo.
Salió de la casa y se dirigió a la playa.
De pronto, se detuvo, con gesto preocupado. Había descubierto a Eva.
Tendida sobre la arena, como él se había imaginado. Pero su posición no era norma!.
Y tampoco era normal que estuviese fuera de la toalla de baño.
Ni que ésta estuviese revuelta y sucia de arena, como si dos personas hubiesen luchado furiosamente sobre ella.
—¡Eva! —llamó William. La joven no respondió. Ni se movió.
William corrió hacia ella y se dejó caer a su lado.
Inmediatamente descubrió la bola de piedra —eso le pareció a él, que era de piedra, pues la extraña esfera ya no emitía ninguna luz y había perdido su color dorado, tornándose oscura —que yacía muy cerca de la mano de Eva Gaye.
Lo primero que pensó William fue que alguien había arrojado aquella bola de piedra a Eva, dejándola sin sentido.
—¡Eva! —la llamó de nuevo, palmeándole las mejillas al mismo tiempo. Unas mejillas frías.
Casi heladas.
Sin ningún color. William se alarmó.
Tocó los brazos de Eva, su pecho, sus piernas... Toda ella estaba tan fría como sus mejillas.
William se alarmó aún más.
Aquello no era un simple desvanecimiento producido por un golpe. Era mucho más grave.
William cogió la muñeca derecha de Eva, para tomarle el pulso.
Fue entonces cuando descubrió las señales que tenía en los dedos y en la palma de la mano.
Parecían quemaduras.
¡Eran quemaduras!
William se desconcertó por completo.
¿Cómo se habría producido Eva aquellas dolorosas quemaduras?
¿Con qué?
William miró a su alrededor. Nadie.
Nada.
Sólo aquella piedra redonda, de! tamaño de una bola de billar...
¿La habría cogido Eva?
¿Se habría quemado con ella?
William soltó la muñeca de Eva y tocó la bola de piedra con las yemas de los dedos, rozándola apenas.
No ocurrió nada.
La piedra estaba fría.
William se desentendió de la bola de piedra. Era Eva Gaye quien necesitaba atención.
Toda su atención.
Y quizá la de un médico.
William la tomó en brazos sin ningún esfuerzo y echó a correr hacia la casa. Segundos después, depositaba a Eva sobre la amplia cama de su dormitorio. La cubrió hasta el cuello con la sábana.
Como una simple sábana le pareció poco, dadas las circunstancias, William extrajo una manta del armario y la extendió sobre el cuerpo de Eva.
La joven seguía inconsciente.
William intentó nuevamente despertarla. No lo consiguió.
Sus mejillas seguían frías.
William deslizó una mano por debajo de la manta y de la sábana y tocó el cuerpo de Eva.
Alarmantemente frío, también.
La manta no parecía proporcionarle ningún calor.
William extrajo otra manta del armario y la extendió sobre la primera.
Tal vez así...
De todos modos, Eva necesitaba que la viera un médico. Tanto si recobraba el conocimiento como si no.
Aquella baja temperatura de su cuerpo tenía que deberse a algo. Y a algo muy serio.
En cuanto a las quemaduras ~e su mano...
Eso ya lo explicaría ella cuando volviese en sí por sus propios medios o con la ayuda del médico.
William conocía a uno.
Desde hacía bastante tiempo.
Se llamaba Raymond Clark, y era un excelente médico. No lo dudó más. Salió del dormitorio y corrió hacia su despacho.
No recordaba el número de teléfono del doctor Clark. De haberlo sabido de memoria, le hubiese llamado desde su dormitorio, pues sobre la mesilla de noche tenía un teléfono.
Pero tenía que buscarlo en su agenda. William penetró en su despacho.
La agenda estaba sobre la mesa.
La cogió y buscó rápidamente el número del doctor Clark. Lo marcó sin pérdida de tiempo.
Unos segundos después, le respondía una voz femenina:
—¿Diga?
—¿Es la clínica del doctor Clark? —preguntó William.
—Sí, señor. ¿Quién llama?
—Soy William North. Quiero...
—¿El famoso escritor...? —exclamó la chica, interrumpiéndole.
—Gracias por lo de famoso —sonrió William, halagado—. Quiero hablar con el doctor Clark. Es urgente.
—Lo siento, señor North, pero el doctor Clark no está.
—¿Que no está...?
—No, señor. Se marchó de vacaciones precisamente ayer.
—¡De vacaciones! —exclamó William.
—Sí, señor. Pasará dos semanas en Miami —informó la chica.
—¿Y no ha dejado a nadie en su lugar...?
—Por supuesto, señor North. La doctora Boyle atenderá a los pacientes del doctor Clark durante dos semanas.
—¿Una mujer...? —respingó Gilliam.
—Es muy competente, señor North.
—¿No será usted por casualidad...? —inquirió William, con ironía.
—¡Oh, no! Yo sólo soy la enfermera, señor North.
—Ya.
—¿Desea usted que le atienda la doctora Boyle, señor North...?
—Qué remedio. Si el doctor Clark está en Miami...
—Deme su dirección, por favor.
William le dijo a la enfermera dónde vivía.
—Muy bien, señor North.
—Dígale a la doctora Boyle que venga lo antes posible, señorita. Como ya le he dicho antes, se trata de un caso urgente.
—No se preocupe, señor North. La doctora Boyle estará ahí en unos minutos.
—A ver si es verdad.
William colgó el auricular y regresó a su dormitorio. Se sentó en el borde de la cama.
Eva Gaye continuaba inconsciente.
Su cara y su cuerpo seguían fríos, pese a las dos mantas. William no lograba explicárselo.
Estuvo tentado de meterse en la cama y estrechar contra el suyo el cuerpo de Eva, para transmitirle su calor.
Y tal vez lo hubiera hecho, de no despertarse ella en el preciso instante en que él tenía aquel pensamiento.
—¡Eva! —exclamó William, alegrándose infinitamente de que la joven hubiera vuelto en sí.
—William... —murmuró ella, mirándole con los ojos llenos de desconcierto.
—¿Cómo te sientes, Eva? —preguntó el escritor, acariciándole suavemente el cabello.
—Tengo mucho frío...
—No te asustes, pronto estarás bien. He llamado a un médico. Ya está en camino.
—¿Qué me ha pasado, William...?
—¿No recuerdas nada?
Eva Gaye movió la cabeza débilmente.
—Absolutamente nada. William explicó:
—Te encontré tirada sobre la arena, sin conocimiento, el cuerpo muy frío... Y tienes quemaduras en los dedos y en la palma de la mano derecha.
Eva pestañeó.
—¿Quemaduras... ?
—Sí. No son muy graves, pero sí deben ser dolorosas... —observó William, extrañado de que la joven no se quejase de la mano.
Eva sacó el brazo derecho de debajo de las mantas y se miró la mano.
—¡Oh! —gimió, al verse las quemaduras.
—¿Te duelen mucho, Eva?
Ella le miró, la perplejidad reflejada en su rostro.
—William... —musitó.
—¿Qué?
—No siento ningún dolor...
—¿Cómo? —parpadeó el escritor.
—Las quemaduras... No me duelen. Es como si no las tuviera...