CAPITULO VI

 

La hermosa pelirroja no pareció sorprenderse en absoluto de encontrarse a William North en su casa, acompañado de la doctora Boyle.

La razón era bien sencilla: había visto estacionado delante de su casa el «Pontiac» dorado que ya viera cuando se marchó, saltando por la ventana, de la casa del escritor.

No le fue difícil deducir, pues, que la doctora Boyle se encontraba en su casa.

Y era lógico que William North estuviese con ella. El la había traído.

Eva, en un principio, pensó en pasar de largo por delante de su casa, estacionar su coche en la esquina más próxima, y esperar allí a que el escritor y la doctora se marchasen.

Finalmente, sin embargo, decidió entrar y enfrentarse con ellos.

Estaba segura de que sería divertido, dado su estado físico actual, que era inmejorable. Gracias a Bruce Hopkins, naturalmente.

Aunque a él le había costado la vida.

Pero Eva no sentía ningún remordimiento.

Necesitaba el calor de su vigoroso cuerpo y lo había absorbido. Si bruce había muerto, mala suerte.

Eva Gaye caminó resueltamente hacia William North y la doctora Boyle, con una suave sonrisa en los labios.

Unos labios que habían recobrado su color natural, como el resto de su cara.

—¿Qué significa esto, William? —inquirió, parándose a medio metro de ellos. El escritor tardó unos segundos en responder.

Miraba fijamente a Eva Gaye. Sus ojos, especialmente.

Ya no miraban de aquel modo tan extraño, agudo y penetrante.

Volvían a tener una expresión natural, la misma que habían tenido siempre.

—Estaba... estaba preocupado por ti, Eva —balbució William—, ¿Por qué te marchaste?

Eva Gaye miró a la doctora Boyle.

—No me gustan las doctoras, ya te lo dije.

Sandra Boyle no se inmutó por las palabras de la bella pelirroja. Es más, sonriendo afectuosamente, rogó:

—¿Me permite que le haga un pequeño reconocimiento, Eva?

—¿Para qué, si me encuentro estupendamente? —repuso ella.

—¿Ya no siente frío?

—Ninguno.

William North alzó la mano y le tocó la mejilla.

—Tu cara ya no está fría... —murmuró.

—Ni mi cuerpo. Tócame y verás.

Al igual que hiciera con Bruce Hopkins, Eva Gaye se abrió la camisa de par en par, sin importarle la presencia de la doctora Boyle.

A William sí le importó.

Esa fue la razón de que carraspeara nerviosamente, al tiempo que miraba a Sandra Boyle.

Esta le hizo un gesto, indicándole que tocara el cuerpo de su amiga, para ver si era cierto que ya no estaba frío.

A pesar de ello, el escritor titubeó.

—¿Qué ocurre, William? ¿Te has vuelto tímido de pronto? —preguntó irónicamente Eva.

William alargó por fin la mano y la posó sobre el suave vientre de la pelirroja, casi plano.

—Es cierto, doctora —confirmó, retirando la mano—. La temperatura del cuerpo de Eva es ahora normal.

Eva Gaye se cerró la camisa, diciendo:

—¿Ve como no es necesario que me reconozca, doctora Boyle?

—Sufrió usted un desvanecimiento, Eva —recordó Sandra Boyle.

—Sí, fue al poco de salir del agua. Un corte de digestión, tal vez. Se me nubló la vista y me desplomé. Pero ya estoy bien.

—Muéstrame las quemaduras —rogó la doctora Boyle.

—¿Quemaduras? ¿Qué quemaduras?

—Las que tiene en la mano derecha.

Eva Gaye movió la cabeza de derecha a izquierda.

—No sé de qué me habla, doctora —dijo, y su expresión parecía de lo más sincera. Sandra Boyle miró a William North.

Este cogió el brazo derecho de Eva y la obligó a mostrar la mano. El escritor se quedó estupefacto.

¡Las quemaduras habían desaparecido!

¡No quedaba ni rastro de ellas!

William, sin salir de su estupor, tocó la palma de la mano de Eva y las caras inferiores de sus dedos.

Temía que sus ojos le estuviesen jugando una mala pasada.

¡Tenía que tocar para convencerse! Y se convenció.

La mano de Eva estaba cálida y suave, como siempre. No tenía no el más ligero rasguño.

William, sin soltar la mano de Eva, volvió lentamente sus asombrados ojos hacia la doctora Boyle.

—Nada... —musitó.

El desconcierto de Sandra Boyle era evidente.

Pareció que iba a decir algo, pero no pronunció palabra.

—¿Quiere alguien explicarme qué historia es ésa de las quemaduras? —rogó Eva Gaye. William giró bruscamente la cabeza y la miró, muy serio.

—Eres tú quien tiene que explicarse, Eva.

—¿Yo...?

—¿Qué ha pasado con tus quemaduras?

—Repito que no sé nada de quemaduras, William.

—Las tenías, cuando te encontré desvanecida en la playa. Y tú te las viste cuando recuperaste el conocimiento. Y dijiste que no te dolían, que era como si no las tuvieras...

Eva sacudió la cabeza.

—Todo eso debes haberlo soñado, William.

—No fue un sueño, y tú lo sabes.

—¿Con qué iba a quemarme yo en la playa, vamos a ver?

—Eso tú sabrás.

—No seas absurdo, William. No había nada en la playa con lo que pudiera haberme quemado. Y si lo hubiera habido, y yo me hubiese quemado la mano, hubiera rabiado de dolor al despertarme. Y tendría las quemaduras...

—Lo que Eva dice es muy lógico, señor North — intervino la doctora Boyle—. Debe usted meditarlo.

—¡Pero yo vi sus quemaduras, doctora! —insistió William, perdiendo la calma.

—Imaginaciones tuyas. William —dijo Eva.

—¡Y un cuerno! —Rugió el escritor, dando una patada en el suelo—. ¡Tenías la mano quemada, Eva! ¡Lo vi yo y lo viste tú, aunque ahora te empeñes en negarlo!

—Yo no vi nada, William.

El escritor iba a replicar de nuevo, pero la doctora Boyle le contuvo:

—Tranquilícese, señor North

—¡Y de ninguna manera tampoco, me temo! —barbotó William.

—Serénese, se lo ruego. Es como mejor se afrontan los hechos, con serenidad.

—Este hecho, doctora, es difícil de afrontar con serenidad. Yo vi que Eva tenía la mano quemada y ahora, sólo media hora después, no tiene ni rastro de las quemaduras. ¿Existe algún medicamento capaz de hacer desaparecer por completo unas quemaduras en menos de treinta minutos?

—Evidentemente, no —respondió Sandra Boyle.

—¿Cómo se explica, entonces?

—La explicación es muy sencilla, William —habló de nuevo Eva Gaye—, esas quemaduras sólo existen en tu imaginación.

El escritor la fulminó con la mirada.

—¡No vuelvas a decir eso o te estrangulo, Eva! —amenazó.

La pelirroja se echó a reír.

—Doctora Boyle, me temo que William North necesita mucho más que yo un reconocimiento físico. Y muy a fondo.

—¡Que lo de estrangularte no iba en broma, te lo advierto! —rugió William, alargando una mano hacia el cuello de Eva.

Ella dio un saltito hacía atrás.

—¿Se da cuenta, doctora...? William se cree que es Otelo y a mí me toma por Desdémona. ¡Quiere estrangularme...! —exclamó, riendo burlonamente.

William North apretó furiosamente los dientes.

—Conque me creo Otelo, ¿eh? ¡Ahora te diré yo a ti!

—¡Socorro, doctora Boyle! —chilló Eva, cuyo lindo gaznate acababa de ser aprisionado por la mano del escritor.

—¡Señor North, contrólese! —gritó Sandra Boyle, agarrando el brazo del enfurecido escritor.

William soltó el cuello de la pelirroja, el cual apenas había llegado a apretar.

—No se preocupe, doctora. Sólo quería darle un susto a esta embustera —masculló.

—¡El embustero serás tú! —Replicó Eva—. ¡Salvaje, más que salvaje! ¡Menos mal que la doctora Boyle estaba presente, que si no...! —añadió, masajeándose el cuello, ligeramente enrojecido.

—Así aprenderás a no llamar loco a nadie.

—¡Ya no me cabe ninguna duda de que lo estás! ¡Has intentado asesinarme!

—¡No digas estupideces!

—¡La doctora Boyle ha sido testigo de ello!

—El señor North sólo quería asustarla, Eva, ya lo ha oído usted —intervino Sandra Boyle, apaciguadora.

—¡Eso es lo que él dice ahora!

La doctora Boyle volvió a coger de! brazo al escritor,

—Será mejor que nos vayamos, señor North.

—¡Sí, doctora, lléveselo! ¡Pero cuidado con él! ¡Necesita una camisa de fuerza! —gritó Eva.

—¡De momento me conformo con la mía! —dijo William, y recuperó su camisa con un par de zarpazos, dejando a Eva Gaye con su atrevido bikini rojo.

—¡No quiero volver a verte más, William! —rugió la pelirroja.

—¡Ni yo a ti! ¡Vámonos, doctora!

—¡Ojalá te encierren en un manicomio!

—¡Allí puede que acabes tú! —replicó William, que ya se llevaba casi a rastras a la doctora Boyle hacia la puerta.

—¡Al diablo!

William North no replicó más, aunque no fue por falta de ganas.

El y la doctora Boyle salieron de la casa, cuya puerta cerró el escritor de forma violenta. Al quedarse sola, Eva Gaye se dejó caer en el sofá y rompió a reír.

Le había salido todo perfecto.

William North no volvería a preocuparse de ella. Y, por consiguiente, tampoco la doctora Boyle. Eso era lo que ella quería.

De ese modo, podría dedicarse de lleno, a su tarea sin temor de ser descubierta. Y su tarea no era otra que absorber calor.

Calor humano. Cuanto más mejor.

Lo necesitaba lo que llevaba dentro de ella...