Quería pedirles en el hospital de Bolonia que me dijeran la verdad, como si hubiera otra. Me detuve porque sabía que sólo había una verdad, que es mi muerte.

Sin interrupción oigo susurrar una segunda voz. Se me ocurre que Gino habla como un hombre que, absorto en una labor manual, se siente de repente impulsado a alzar la vista y sonreír al transeúnte que se ha parado a observarlo. Yo soy el transeúnte.

Esta lucioperca, susurra Gino, esta lucio-perca de cinco kilos será el primer plato de mi banquete de boda. Tía Emanuela lleva tres días cocinando platos diferentes. He invitado a mis colegas del mercado y a un grupo de rock de Cremona.

Pesqué la lucioperca esta mañana y quiero hacerla yo mismo. La tía es la única de la familia que puede agarrar una anguila viva y cortarle la cabeza de un golpe con un machete pequeñito. Le habla. Cuando lo intento yo, las anguilas se me enroscan en el brazo. Pero la lucioperca quiero prepararla yo, porque es mi sorpresa.

Ninon tiene sus propios secretos, como el secreto de lo que va a llevar bajo el vestido de novia, que no veré hasta mañana por la noche, y la lucioperca es el mío, que Ninon no verá hasta que no esté sentada a la mesa nupcial, después de haber cruzado el puente en mis brazos y de haberse quitado, probablemente, uno de sus zapatos plateados, que una de las chicas volverá a ponerle en el pie, y de que estemos casados.

Voy a hacer un pesce lesso en gelatina. De ochenta y tres centímetros de largo. Incluso padre levantará una ceja, sorprendido, pues la lucioperca parece de metal —verdosa, como el bronce oxidado, luego cobre, luego plata... Un pez metálico de las profundidades.

Lo llaman pez búho, por sus grandes ojos, y tiene unos ojos tan grandes porque vive en la noche del fondo del río, a dos, tres, tres y medio metros de profundidad. Nunca sube a la superficie. Viven en bancos estos peces, en el lecho del río. ¡Tú y tus ríos!, dice Ninon, enfadada. ¿Qué has traído, Gino?, me dice, regañona, cuando vuelvo a mediodía. Una rana, respondo, y salto como una rana, una rana mugidora. Durante meses no ha podido reírse conmigo, pero esta mañana se rió. Se ríe con todo el cuerpo de cómo imito a las ranas, y sólo sus ojos parecen todavía perplejos ante su propia risa.

Para saber dónde están los peces grandes, tienes que conocer el río, tienes que sentir los instintos del río. A su manera, los peces hacen lo mismo. Y son más listos que tú la mayoría de las veces, le carpe, i lucci.

¿Ve aquí estas escamas plateadas más oscuras, como un caminito a lo largo del lomo? Se llama línea lateral y con ella escucha al río.

Yo le digo a Ninon que ella también tiene una línea lateral. En ella empieza bajo la oreja, sigue por debajo del brazo, bordea la colina del pecho, baja las escaleras de sus costillas, pasa equidistante entre el ombligo y la cadera, deja a un lado el lindero de su hosco y desgarra la suave cara interna de su muslo, hasta el tobillo. No se rió durante meses. Durante meses no me permitió acercarme a ella.

Tienes dos líneas laterales, le digo en broma, la derecha y la izquierda, y las dos están festoneadas de pestañas.

Te estás volviendo loco, Gino, dice ella, esta enfermedad de mierda te hace desvariar.

Y entonces la tomo en mis brazos y le cuento que bajo las escamas plateadas hay unos poros que tienen pequeñas papilas, como las que tenemos nosotros en la boca, salvo que las de la línea lateral de los peces tienen una lagrimita en el extremo, y alrededor del conducto lacrimal hay unas pestañas, unas blandas y otras rígidas, que registran cualquier alteración de la corriente y envían mensajes sobre los cambios del agua, sobre el más leve desplazamiento de los otros cuerpos en movimiento o sobre una piedra que desvía el curso del río. Lo de las pestañas es verdad, le digo, no es una locura. Los ojos de Ninon son a veces verdes y a veces dorados.

Le conté a un médico que conocí en el mercado lo de las fechas y el último recuento de linfocitos y, según él, que es médico en Parma, contamos con dos o tres años, tres y medio, tal vez, para tocar palmas —siempre que haya una razón para hacerlo, claro—. Después empezará la enfermedad. Pero nadie puede estar seguro de nada.

Hacer un caldo corto de laurel y tomillo e hinojo, añadir el vino, la pimienta, unas rodajas de cebolla y un poco de monda de limón. La rustidera es de tía Emanuela; se podría asar un atún en ella.

Es la lucioperca más grande que he visto en mi vida. Sabía que esta mañana estaban allí, las carnívoras. No me preguntéis por qué. Río arriba, contra el ribazo donde hay un alerce caído, enteramente descortezado por las aguas. Era un mal sitio para lanzar la caña, pues el sedal podía enredarse fácilmente en el árbol. Con cuidado, me dije. Despacio. Me lo decía a mí mismo, el loco que observaba hundirse el sedal, uno, dos, tres, tres metros y medio, hasta que el pequeño pendiente de plomo tocó el lecho del río. Estaba utilizando de cebo un trocito de gobio y le saqué partido, tirando para que saltara como si estuviera vivo, pequeños saltos de pez herido en el cieno, tratando de que el sedal no se aflojara en ningún momento, pequeños saltos, como de una tecla negra a otra en el piano, y la lucioperca se cree que es un gobio herido, abre su inmensa boca y se traga el anzuelo. El carnívoro burlado. Entonces empieza la lucha para impedir que termine enrollándome al árbol. Me anticipo a ella. Adivino sus movimientos. Me olvido de todo lo demás. ¡Mírala ahora en la mesa de la cocina!

Vamos a vivir estos años con arrebato, con astucia y con amor. Las tres Aes. Matteo, el boxeador, me dice que estoy tirando mi vida. Eso es lo que hace la mayoría de la gente, le respondo, yo no.

Los peces, le digo a Ninon, escuchan el río al que han nacido. Le dije esto y se quedó dormida, sonriendo.

El guardavías esperaba en el muelle de Chioggia cuando llegó la motonave. Jean Ferrero y Zdena se vieron antes de que el barco estuviera amarrado, pero no se saludaron. Ella bajó por la pasarela y avanzó por los adoquines hasta el lugar donde él la esperaba al lado de la moto, cerca de un puente blanco que se parece al Puente de los Suspiros de Venecia, aunque sin cubierta. No lleva el casco.

Se miran a los ojos y, al ver el mismo dolor en ellos, se abrazan.

¡Jean! Y su voz, tan desesperanzadamente expresiva, transporta su nombre por todo un continente.

¡Zdena!, susurra él.

Ya en la moto, por la carretera de Comacchio, su dolor parece aliviarse un poco. Como cualquier piloto con un pasajero detrás, Jean siente el peso de la mujer a su espalda. Como cualquier pasajero, ella ha puesto su vida en las manos de él, y de alguna manera esto mitiga un poco su dolor.

Me vuelvo y me vuelvo y lo veo en el espejo. ¡Te dejaré sin aliento, vestido de novia mío!