El rugido de una catarata. Jean, el guardavías, ha dejado la moto con los faros encendidos a un lado de la carretera y avanza trabajosamente por un roquedal. La catarata queda atrás. Las rocas, unas de su mismo tamaño y otras mucho más grandes que él, se han despeñado desde las cumbres. Tal vez ayer, tal vez hace cien años. Todo es piedra y todo habla de un tiempo que no es el nuestro; un tiempo que roza la eternidad, pero no puede volver a entrar en ella. Por eso, quizá, Jean Ferrero dejó encendidos los faros. Los barrancos y las montañas que circundan el roquedal están iluminados por una luz pálida; las estrellas se van apagando. Por el Este, hacia donde camina, el cielo tiene el color de una venda sobre una herida sangrante. Está totalmente solo en la inmensidad que lo rodea, pero posiblemente esto sea más evidente para mí que para él.
Una montaña es tan indescriptible como una persona, por eso se les ponen nombres: Orvarda. Civriari. Orsiera. Ciamarella. Viso. Las montañas están día tras día en el mismo sitio. A menudo desaparecen. A veces parece que están cerca, a veces, lejos. Pero siempre están en el mismo sitio. Sus esposas, sus maridos, son el agua y el viento. Puede que en otro planeta, las esposas y los maridos de las montañas sean el helio y el calor.
Se detiene y se agacha junto a una peña cuyo costado meridional está cubierto de liquen. Los vientos del sur, los del Sahara, son los que traen la lluvia. Reúnen nubes de vapor al cruzar el Mediterráneo, y éstas se condensan en forma de lluvia cuando tocan las frías montañas.
En cuclillas, observa un charco bajo la peña. Tiene el tamaño de una palangana. Está alimentado por un regatillo que mana de debajo de la roca y que, en el lado en el que él se encuentra, se desborda en una hondonada, el lecho de un torrente de dos dedos de ancho. En las profundidades del charco, la minúscula corriente es tan continua como el rugido de la catarata, y él lo contempla. Sus trémulas ondas son como las de una cabellera, y sus rizos son lo único suave e intacto que se pueda imaginar entre las montañas quebradas al amanecer. Cambia de postura y se pone de rodillas con la cabeza caída. De pronto, mete una mano en el charco y se salpica la cara con el agua helada. La conmoción del frío detiene sus lágrimas.
Cuando cojo el tren con papá, siempre habla de ellos, de los trenes. Cuando voy sola, veo soldados. Sé por qué. Desde que el profe de historia nos habló de aquel accidente que sucedió en 1917, siempre los veo. Cuando el tren va vacío, como esta mañana, los soldados también están allí. El revisor entró y me dijo: Así que este trimestre la señorita Ninon se examina del Bac. Luego se va y lo único que veo en ese jodido tren son soldados.
No oficiales, soldados rasos sólo. Jóvenes, como los chicos con los que hablo en el Café Tout Va Bien. El tren está lleno de ellos, y de sus rifles y sus mochilas. Un largo tren lleno de soldados puede cambiar la historia, dice papá.
Mis soldados están contentos. Es casi Navidad, estamos a doce de diciembre, vuelven del frente y van a casa. Han pasado por nuestro túnel. Tuvieron que esperar mucho tiempo en Modane. ¿A qué esperamos? empiezan a cantar. El maquinista no quiere bajar hasta Maurienne con una sola locomotora y con hielo en las vías. Pero el oficial al mando le ordenó que lo hiciera.
Los vagones descienden hacia el llano repletos de soldados que van de permiso a casa, y yo estoy con ellos. Daría cualquier cosa por no estarlo. Me sé de memoria la tragedia, pero no puedo hacer este trayecto sin verlos. Siempre que cojo este tren viajo con los soldados.
Por la ventanilla veo la otra vía, el río y la carretera. Nuestro valle es tan estrecho que los tres corren casi juntos. Lo único que pueden hacer es cambiar de posición. La carretera puede atravesar el puente sobre el ferrocarril. El río puede pasar bajo la carretera. El tren puede transitar sobre los otros dos. Siempre es igual, el tren, el río y la carretera, y en el tren, sólo para mí, los soldados.
Se pasan las botellas de vino frente a mí. El tren no lleva luces, pero alguien tiene un farol. Uno de ellos cierra los ojos y canta. Hay uno que toca el acordeón junto a la ventanilla. La locomotora empieza a silbar, el silbido es tan agudo y estridente como el de las sierras mecánicas en el bosque. Ninguno deja de cantar. Ninguno de ellos duda ni por un instante que llegará a casa, donde se acostará con su mujer y verá a sus hijos. Ninguno está asustado.
Entonces el tren se embala, de las ruedas salen chispas que se pierden en la noche, y el vagón da peligrosos bandazos. Dejan de cantar. Se miran. Entonces agachan la cabeza. Un pelirrojo dice entre dientes: ¡Tenemos que saltar! Sus compañeros tiran de él alejándolo de la puerta. Si no queréis morir, ¡saltad!
El pelirrojo se suelta, consigue abrir la puerta y se lanza a una muerte segura.
Las ruedas de los trenes están muy juntas, más juntas de lo que uno se imagina, remetidas bajo los vagones, de modo que el peso de los hombres zarandeados de un lado al otro hace que el vagón oscile aún con mayor violencia. ¡Quietos todos juntos en el centro!, grita un cabo. ¡No os mováis del centro! Los soldados lo intentan. Intentan alejarse de las ventanillas y de las puertas y se enlazan de pie en el centro del tren, cuando éste se precipita hacia la curva de la fábrica de papel.
La curva de la fábrica de papel es muy cerrada para un tren y tiene un talud de ladrillo muy alto. A veces la he observado desde la carretera. Hoy no queda nada del accidente, pero los ladrillos me hacen pensar en la sangre.
Los primeros vagones descarrilados se estrellan contra el muro. Los siguientes se encastran en aquéllos, Y los últimos se montan encima, triturando con sus ruedas techos y cerebros. Un farol se vuelca y prende fuego a los macutos y a los asientos de madera de los vagones. Aquella noche mueren en el accidente ochocientos hombres. Cincuenta se salvan. Yo no me muero, claro.
Asistí al funeral que se les hizo en Maurienne sesenta años después. Fui con la viuda Bosson, la que me hacía los vestidos cuando era pequeña. Algunos de los supervivientes del accidente vinieron desde París. Se pusieron todos juntos, como les había dicho el cabo que hicieran en el tren. La viuda y yo buscábamos a un hombre sin una pierna. ¡Y estaba! La viuda me apretó la mano, me dejó sola y se fue derecha hacia él. Le iba a preguntar si se había llegado a casar. Y de ser así, si estaba ya viudo. Yo pensaba que no debía hacerlo. Se lo dije. Pero yo era sólo una niña y, según ella, todavía no sabía nada de la vida.
La viuda Bosson tenía quince años la noche del accidente. Todo el pueblo de St-Jean-de-Maurienne se despertó con el ruido, y cientos de personas corrieron al lugar guiadas por las llamas. Poco podían hacer. Había algunos soldados, con vida todavía, aprisionados entre los hierros retorcidos, atrapados en el fuego. Uno de ellos les suplicó a los presentes que cogieran su fusil y le pegaran un tiro. Otro se fijó en la quinceañera que luego se convertiría en Madame Bosson. Ángel mío, le rogó, vete corriendo a buscar un hacha. Ella corrió a su casa, cogió el hacha y volvió a toda velocidad. Ahora córtame la pierna, le ordenó. El calor de las llamas era infernal. Alguien lo hizo. Sesenta años después, la viuda Bosson tenía una vaga esperanza de casarse con el hombre sin una pierna al que había salvado la vida aquella noche.
Desde la estación de St-Jean-de-Maurienne al Liceo hay unos minutos andando. No me apresuro; y mientras camino, me digo: Quiero largarme de este valle asesino. ¡Quiero ver mundo!