Zdena está en el rellano del quinto piso de la amplia escalera sin moqueta ni papel pintado, pero con un pulido pasamanos de madera. Ya ha sacado la maleta. Por la puerta entreabierta de su casa, echa una última mirada al espejo, a su mesa de trabajo, a los visillos de encaje de los ventanales, a los sillones donde se arrellanan y charlan sus amigos y a las mesitas abarrotadas de papeles. Lleva una elegante gabardina. Gira la llave lentamente, haciendo el menor ruido posible, como una madre que sale de la habitación de su hijo tras dejarlo dormido.

Gino quiere que nos casemos. Le he dicho mil veces que no. La semana pasada le dije: Vale. Recordé la hierba de Gino. La tengo colgada encima de la cama.

Luego iremos de viaje juntos, dijo.

¿Adónde?

No lo he decidido todavía, y si lo hubiera decidido ya, tampoco te lo diría. Será un secreto. Una sorpresa, dijo.

Ya sé dónde quiero casarme.

Dímelo.

¡En la desembocadura del Po!

, dijo él.

¡Nos daremos la mano!, dije, y ya está, eso será todo.

Tengo una tía que vive en un sitio que se llama Gorino. No puede estar más cerca del mar. Nos casaremos en su casa.

En junio, dije.

El ocho de junio.

Gino sabe en qué día de la semana caen todos los días del año. Es por hacer los mercados.

El miércoles ocho de junio, en Gorino, dijo.

La forma de conducir de Jean Ferrero me hace recordar a Nikos. Nikos el de Gyzi. Íbamos a bañarnos juntos, antes de quedarme ciego. A Nikos le gustaba especialmente tirarse al agua desde las rocas de Varkiza. Cuando caminaba solemnemente hasta el borde y se paraba allí con los pies juntos, respirando profundamente, parecía que hubiera abandonado su cuerpo. Estaba ausente. Le había dado su cuerpo a un buzo y él, Nikos, estaba en otra parte. Después de zambullirse, cuando salía del agua para volverse a sumergir, era el buzo quien estaba mojado, no él. Nikos seguía en algún lugar del aire mirando al mar, al buzo, a las rocas y al sol. Y lo mismo sucede con el guardavías en su carrera entre Viadana y Bergantino. Ha abandonado la montura, está en el aire y desde allí contempla la moto, la carretera, al piloto. La carretera es una pequeña vía regional en la orilla norte del Po.

Escalamos la montaña detrás de la escuela, tenemos mucho cuidado con donde ponemos los pies para que no ruede ninguna piedra y no hacemos ruido, sólo el de nuestra respiración, así el centinela no nos oirá llegar; y cuando hayamos trepado hasta la cumbre, si están allí hoy, veremos las marmotas. El maestro nos dijo que se habían despertado la semana pasada. Se despiertan cuando se funde la nieve. Sin ella, sienten el frío y también tienen hambre, llevan cinco meses sin comer, han gastado todas sus reservas de grasa y les duelen los huesos. Así que se restriegan los ojos y la sangre vuelve a latir en sus venas. La marmota centinela aguarda en pie. Va a silbar. Nos ha visto. ¿Quién va?, pregunta. Gente de bien, contesto yo.

Cuando el centinela pregunta ahora: ¿Quién va? Respondo: La Peste.

Deslizándose, girando junto al gran río, guardavías y máquina se han convertido en una sola criatura, reducida la distancia entre la orden y la ejecución a no más de la existente en una sinapsis; y esta criatura, codos y muñecas distendidos, tórax negro junto a torso rojo, pies y plantas mirando a la carretera que deja atrás, sigue siendo observada por Jean Ferrero, quien lleva por los cielos la pena de la que nunca se librará, aun cuando ahora, en este momento, mirando desde arriba su propia conducción, se sienta libre.

La moto de papá es muy grande. Grande como una oca, ancha y pegada al suelo. Me encanta su moto y me siento detrás. Cuando se me cansa el cuello, reposo la cabeza en su espalda. Nuestra moto hace que la tierra se incline cuando pasamos, rápido, rápido, por el aserradero de Maurienne.

Jean Ferrero se detiene cerca del transbordador de San Benedetto. Apaga la moto y camina hasta el río. Aquí tiene un kilómetro de anchura. Junto a la orilla hay un dique. Cuando estos diques se construyeron, en el siglo pasado, se patrullaban siempre que había riesgo de inundación. Una patrulla estaba formada por dos hombres provistos con una pala, un saco, un cuerno de caza y, por la noche, un candil.

Jean se sube al dique. Al otro lado, más o menos al mismo nivel del río, hay un sendero, una especie de camino de sirga con los márgenes crecidos de hierba y arbolitos. Lo sigue y se queda aislado de todo sonido, salvo el del agua.

Cuando el Po se desbordó en 1872, cuatro mil hombres y cien mujeres, que fueron las que cosieron el cañamazo, trabajaron durante siete semanas para cerrar la grieta.

Jean Ferrero se encuentra una hilera de butacas de cine fijadas al suelo a pocos metros del agua. Están manchadas de palomina, y el metal oxidado, pero los asientos todavía suben y bajan. Se sienta en una, se pone cómodo y contempla el Po. Un mirlo canta en un árbol un poco más abajo.

Fue peor que lo de los soldados del tren, papá. Fue después de nuestro viaje a Atenas. Me enteré por Filippo, un amigo que conocí en el hospital, también enfermo, enfermo de muerte como yo, de que en Milán dan una medicina nueva que sustituye al AZT, y quise enterarme un poco más de qué era. Gino iba a venir conmigo, pero no pudo en el último momento porque tenía que ir a una subasta de sandalias indias; el importador había quebrado y Gino pensaba que podría conseguir un buen precio. Así que me fui sola. El médico me recibió al final de la tarde, después de haber esperado todo el día. Me pidió que le dejara todos mis análisis, la cantidad de linfocitos CD4, etcétera.

Iba a dormir en casa de una amiga de Marella, así que antes de coger el metro para el extrarradio —los extrarradios son iguales en todas partes— me dije: ¿Por qué no dar una vuelta por el centro? Nunca había estado. Una vez, cuando era pequeña, me llevaste en la moto a Genova, y este año a Atenas, pero nunca había ido a Milán. El Duomo estaba bañado de luz, y me pareció que acababa de aterrizar, que acababa de aterrizar en la plaza vacía.

Supongo que así era como parecía cuando lo construyeron, tal vez más incluso, con los muros, las agujas, las estatuas, todos nuevos, pero en aquel tiempo nadie lo hubiera descrito así, porque entonces no se sabía nada del espacio y no habían visto cosas tan grandes como catedrales aterrizando y despegando. Lo único que podían hacer era silbar de admiración ante la nueva catedral, o inclinar la cabeza con reverencia, o vender cosas al gentío que acudía a contemplar la nueva maravilla del mundo. O también podían rezar.

Entré y encendí una vela por todos los que lo tenemos. Cuando salí había oscurecido, así que me di una vuelta por las arcadas. Las tiendas estaban cerradas y apenas había gente. Estaba dudando si entrar a tomarme un helado en un café que estaba todavía abierto, cuando un perro se me echó encima. No era un perro peligroso, sencillamente era grande y difícil de apartar. Le di unos golpecitos cariñosos, le levanté las patas y lo empujé.

¡No hace nada!, dijo un hombre. El hombre llevaba una correa en la mano y puesto en la cabeza uno de esos canotiers de imitación que Gino llama Canotier bananero.

Mejor le pone la correa, ¿no?

Reparó en mi acento. ¿Estás visitando nuestra ciudad? Deja que te invite a una copa de champán del mejor.

Sólo bebo con mis amigos. Y lo aparté como había apartado al perro.

¡Eso es!, dijo, ¡sólo con amigos! Vamos ahí mismo, donde Daniele, siempre tiene una botella de la Viuda helada aguardándome.

No voy a ir a ningún sitio con usted.

Una copa de champán. No hay nada malo en ello. Me agarró del brazo.

Creo que mejor se va. Le sobresalían la mandíbula y la boca, y la piel del abrigo le ocultaba el cuello. ¡Váyase!

Dame una razón.

Porque se lo estoy pidiendo.

En un instante me estarás pidiendo algo bien diferente, preciosa, y al final de la noche me estarás pidiendo muchas cosas más.

¡Váyase ya!

Dame una buena razón.

Váyase, tengo sida.

La fuerza con la que me tiró al suelo me sorprendió, me di con la cabeza en los adoquines. Creo que perdí el conocimiento, papá. Cuando volví en mí, el hombre estaba parado sobre mí. Tras él había una pareja de mediana edad. Debían de estar volviendo a casa por los soportales. Recuerdo el escaparate de una tienda de plumas estilográficas.

¡Ayúdenme!, grité, ¡por favor!

¿Saben lo que es esto?, gritó el hombre del perro, es una puerca con sida, que quiere propagarlo, contagiar, infectar al resto, eso es lo que quiere.

La pareja empezó a decir otras palabras. La mujer se descolgó el bolso del hombro y lo levantó para golpearme con él. Su marido se lo impidió. No va con nosotros, dijo.

Lo peor no eran las palabras. Lo peor era su odio. Me odiaban. Odiaban cada parte de mí. Como cuando alguien te dice que ama todo lo que hay en ti, ellos odiaban todo lo que hay en mí. Nada se salvaba.

De pronto, el perro levantó las orejas y se lanzó dando botes por la arcada hacia la plaza y la catedral. El animal iba tan rápido que se resbalaba en el mármol -y arañaba el suelo con las pezuñas. El hombre del canotier tuvo que echar a correr detrás de él. La mujer del bolso dio un gritito de sorpresa y se apartó. Yo me puse en pie como pude para perseguir a aquel hijo de puta que me había tirado, gritando Senzapalle! ¡Cobarde! ¡Cobarde! Ni el sombrero al caer detuvo su carrera tras el perro.

Volví cojeando a mi sitio en el soportal, al lado de la tienda de plumas, y me senté en la acera como si me sentara allí todas las noches de mi vida. No importaba lo que hiciera mientras fuera algo preciso.

Veía el asqueroso sombrerito tirado en el suelo. Allí sentada, bajo la marquesina de cristal, lloré y lloré hasta que mis lágrimas hicieron rodar las piedras de tu montaña.

¿Le gusta nuestro cine?, pregunta una joven voz masculina.

¿Sois vosotros los que habéis puesto aquí las butacas?, pregunta Jean a su vez.

Sí, nuestra banda, sí.

Nos gusta sentarnos aquí y pensar en el futuro. Yo tengo dieciocho años, Lunático, diecisiete, y Tenebrium tiene quince. Es el más dotado, Tenebrium. Podría llegar lejos en cualquier parte. ¿Es usted polaco?

No, soy francés.

Vimos la matrícula francesa en su moto, pero por su acento parece polaco. Nos gustaría ir a Gdańsk.

Sí.

Hay un genio trabajando en Gdańsk.

¿Y qué hace ese genio?

Yo no dejaría la moto ahí sola en la carretera. Hay una banda de ladrones —no como la nuestra— que opera en Mantua. Tráigase aquí la moto. Con nosotros está segura.

¿Se junta con la carretera este camino?

Sí, junto al transbordador. No le llevará más de cinco minutos.

Debería irme ya, dice Jean Ferrero.

Ve esa cabaña junto a la orilla, le llamamos el Hospicio. Está bien surtida. Tómese una Coca-cola con nosotros antes de irse. ¡Eh, tú, Lunático, ven, éste es el dueño de la Honda CBR roja!

¡Qué maravilla!, dice el chico, examinando la moto.

Este es Lunático, dice el que se acercó a las butacas, y yo soy Juan el Bautista. Y él es Tenebrium.

¿Le gustan nuestros «alaos»?

¿Alaos?

Las identidades que nos hemos puesto. ¿Cuál se pondría usted?

Cruz de San Andrés.

¿De dónde lo ha sacado?

Es un tipo de señal de las vías férreas para indicar precaución. ¡Aspa!

¿Cuánto cuesta nueva una moto como la suya?

Un montón, responde Jean.

Ha hecho ochenta y ocho mil kilómetros, dice Tenebrium, inclinado sobre los diales.

Tenebrium quiere comprarse una moto cuando tenga dieciocho, dice Juan el Bautista, pero tendrá que viajar mucho para conseguir el dinero.

¿Tenéis trabajo vosotros?, pregunta Jean Ferrero.

No, ninguno. Vivimos con nuestros padres, en Parma, cuando no estamos aquí en el Hospicio. Venimos aquí a descansar. Al volver a Parma, viajamos.

¿Que viajáis?

Por todo el mundo, dice Lunático.

Por eso sabemos que hay un genio en Gdańsk, dice Juan el Bautista.

Lo que yo digo es que ese tipo de Gdańsk es un gran Capitán Crunch, dice Tenebrium.

¿Capitán Crunch?

¿Le decimos quién es el Capitán Crunch?

Mejor probarlo primero.

Dejadlo en paz, dejadle que se tome la Coca tranquilo.

Todo es hermoso, dice Juan el Bautista, todo lo que existe, salvo el mal, es hermoso.

Mire qué nombre más bueno se ha puesto, dice Lunático. Se ha bautizado Juan el Bautista y habla como la Biblia.

¿Sabe cuánta agua por segundo pasa por aquí?, pregunta Tenebrium. Nunca se lo imaginaría: ¡quince mil metros cúbicos por segundo! Lo que yo le diga.

Una visión celestial, continúa Juan el Bautista con la mirada clavada en las aguas y en los arbolillos de la ribera opuesta, donde todo es hermoso, salvo el mal. Allá arriba en el cielo no hay necesidad de estética. Aquí, en la tierra, la gente busca la belleza porque les recuerda vagamente el bien. Esa es la única razón de la estética. Nos recuerda a algo que ha desaparecido.

¡Mirad ese tipo remando en su barchino!, dice Lunático.

Desde aquí no se ve la corriente. Si te acercas a la orilla te percatas enseguida. Es irresistible.

¡Eh! ¿Por qué no nos da una vuelta en su moto?

Hasta que oscurece, Jean Ferrero los lleva detrás de él en la moto, camino de sirga arriba y abajo: primero a Tenebrium, luego a Lunático y, por último, a Juan el Bautista, Conduce despacio y contempla la vasta extensión del río, que le va resultando cada vez más familiar, como si lo estuviera cruzando de orilla a orilla, cual barquero, en cada vuelta con los chicos.